jueves, 21 de octubre de 2010

Un Allen menor y un Mañas enorme


Sí, ya sé que decir "Allen menor" cuando acabamos de entrar en la segunda década del siglo XXI, puede parecer una coletilla, pues resulta difícil hallar rescoldos del gran genio de Brooklyn en los últimos años. De hecho, si nos ceñimos a esta centuria destacaría sin duda como sus films más logrados algunos del primer lustro: La maldición del escorpión de jade, Melinda y Melinda, y Match Point. Pero el calificativo encierra también un elemento engañoso, ya que un Allen "menor" es sin duda de mayor enjundia que el grueso de la producción americana que recala en nuestras carteleras cada semana. Conocerás al hombre de tus sueños me recordó en muchos aspectos, sobre todo en su aleación de drama y episodios humorísticos, a la citada Melinda y Melinda, aunque sin duda con menos fuerza y personajes menos elaborados. Allen recurre a los lugares comunes de su cine sin subir nunca demasiado el tono de película amable y sin sorpresas, y no puede evitar que, a pesar del clima derrotista de muchas de las peripecias de sus personajes, asome siempre el lado más optimista de la realidad. Sus muchos seguidores se lo agradecemos, aunque todavía confiamos en que se despida del cine con otra obra maestra.

Hablando de obras maestras, quizá sea excesiva calificar así a la tercera película de Achero Mañas, pero sin duda ha merecido la larga espera desde Noviembre (2003). Todo lo que tú quieras es una película realizada con una ternura exquisita sobre lo que es capaz de hacer un padre para sacar adelante -psíquicamente, sobre todo- a su hija tras el fallecimiento repentino de su mujer y madre. Sin alardes técnicos y primando la atención a los detalles visuales, Mañas consigue transmitir emoción a raudales en cada plano de una película pequeña pero grande, ejecutada como una pieza de cámara para oídos hartos de fanfarria y grandilocuencia. Juan Diego Botto -posible nominación al Goya- vuelve a demostrar sus dotes dramáticas superada ya su etapa de niño pijo y algo repelente al que su físico le condenó en sus inicios. Mención especial merece el poderoso tema central compuesto por Leiva para la película y el descubrimiento de la niña Lucía Fernández.

miércoles, 13 de octubre de 2010

No pasarán


Quizá alguno de los contados seguidores de este blog hayan echado de menos algunas palabras de recuerdo para Tony Curtis o Manuel Alexandre, pero como no hay tiempo para todo, me parece que al primero ya le hizo justicia el amigo Luis Manuel Ruiz en un excelente panegírico -al que sólo podría añadir mi devoción por otros cuatro títulos que marcaron mi infancia y adolescencia: Trapecio (1956), Chantaje en Broadway (1957), Operación Pacífico (1959), y, por supuesto, La carrera del siglo (1965), y su faceta más humana colaborando con la Fundación Emanuel para reconstruir la gran sinagoga de Budapest, en recuerdo de sus orígenes húngaros- y me consta que para el segundo desenfundarán su pluma expertos mucho más cualificados que un servidor.
Me resultaba más tentador dedicar unas palabras a la memoria de un jugador que, en cierto modo, también marcó una infancia marcada por esos álbumes de cromos de la liga que era incapaz de completar, las colas con mi padre en el puente de Carranza -entonces de pago- para ver al Madrid, al Barça y, sobre todo, al Bilbao, o las entrañables tardes de carrusel deportivo y las noches radiofónicas con José María García. Arteche era uno de los bustos que más se repetían cuando, ilusionado, abría el Phoskitos de turno esperando un nuevo rostro que incrustar en la colección de chapas que entonces regalaba la famosa casa de pastelitos. Con sus largas melenas y su aspecto de haber salido del rodaje de Perros callejeros, allí estaban también Alexanco, Castellanos, Botubot, Rexach y otros históricos futbolistas de finales de los 70.
Fiel a su demarcación, Arteche siempre jugaba en mi equipo con los galones del central más fornido e intratable, defendiendo con todas las de la ley -y las de la ilegalidad- la portería de su guardameta, que no tenía por qué ser la del Atlético de Madrid, ya que las deficiencias de la casa editora me hacían imposible conseguir un equipo al completo. Cuando los delanteros no tenían su día, siempre me quedaba el consuelo de una retaguardia bien custodiada por este zaguero de la clásica escuela, aquélla de "podrá pasar la pelota o el jugador, pero nunca los dos".
Arteche, con su fisonomía brutota, su espeso bigote y sus hechuras de pelotari, respondía a un tipo de defensa que hoy cuesta ver en las ligas europeas, más preocupado por la gomina, los tatuajes y la floritura. Arteche, como Goicoechea, Licerazu, Benito y epígonos posteriores como Pablo Alfaro, primaron la rudeza a la elegancia, dejando los tacos cuando había que dejarlos en aras de un bien común, introduciendo en el argot futbolístico la subcategoría de defensa leñero que no hacía falta explicar. Con estas armas logró una notable reputación en sus once temporadas en el club colchonero y dos títulos para sus alforjas: una Copa del Rey y una Supercopa.
La única batalla que no pudo ganar, además de la Recopa de 1986 frente al Dinamo de Kiev, fue la mantenida desde hace años contra el cáncer, que segó de un lentísimo tajo su enorme corpachón marcándole el gol que tantas otras veces había evitado.