jueves, 29 de septiembre de 2011

El reino de las sombras

Uno, que es un cinéfilo y nostálgico empedernido -¿no serán ambas cosas lo mismo?- no puede evitar sentir un arañazo en el alma al pasar por un cine abandonado, presa de la especulación urbanística de los cascos históricos y del irrefrenable auge de los centros comerciales. Los tiempos han cambiado. Hoy a ningún empresario se le pasaría por la cabeza abrir un multicines sin el amparo de cadenas de comida rápida, tiendas de moda y aparcamiento gratuito. El cine, mal negocio en época de descargas y software libre, necesita amortizar su inversión con una parafernalia añadida. Los grandes cines de antaño, los que milagrosamente se conservan casi intactos en los centros de las ciudades a falta de comprador, ya son sólo reducto de vagabundos y sin techo, pero a veces recobran el esplendor de sus mejores años gracias -irónicamente- a la magia del cine, como ha sucedido estos días en el Cine Jerezano con el rodaje de Miel de naranjas de Imanol Uribe. Otros tienen aún más suerte y siguen proyectando gozando de la amnistía concedida por la ausencia de superficies comerciales en muchos kilómetros a la redonda, caso de pueblos pequeños como el de Arenas de San Pedro, en Ávila.
Viene todo esto a colación porque mi buen amigo Salvador Daza ha recordado en su blog el penoso desmantelamiento del último cine que proyectaba en Sanlúcar antes de la llegada de las multisalas. Daza recuerda también que apenas, unos meses antes y, previendo el inminente desastre, ambos, junto a otros muchos amigos y lectores, nos unimos en un esforzado homenaje a aquel santuario de sueños presentando mi primer libro, Sopa de cine, en las alturas de la Sala 2. Evocando los años del cine mudo, Daza ilustró con su bellísima música el corto de Chaplin Detrás de la pantalla, toda una declaración de intenciones.
Pero lo que me ha traído también a la memoria el bueno de Salvador es que tengo que terminar de una vez por todas mi historia cinematográfica de la ciudad, a la que todavía le quedan algunos fotogramas, pero muy pocos ya, por unir a la película de una vida de claroscuros.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

¿Un árbol caído?


Cierto sector de la crítica -ignoro por qué razón- siente devoción hacia Terence Malick. Quizá se deba a que se prodiga tan poco como director -cinco películas y un corto en más de treinta años de carrera cinematográfica- que se da por hecho que su acercamiento a la cámara obedece a una imperiosa necesidad de contar algo distinto a lo que estamos habituados, un ejercicio de honestidad consigo mismo que forzosamente tiene que verse reflejado en la pantalla. No será El árbol de la vida la película que venga a cambiar esta opinión. En efecto. Estamos ante algo distinto. Pocos directores norteamericanos actuales pueden plantearse hoy día estrenar en las salas comerciales un producto de estas características. Basculando entre el documental a lo más puro National Geographic -dinosaurios incluídos- y la supuesta poesía visual de una historia familiar que se podía haber despachado en cinco minutos, Malick se abandona literalmente en las imágenes de una fábula moral que parece querer decirnos que siempre hay que escoger el camino del bien y ser fuerte ante las adversidades. Al igual que sucedía en La delgada línea roja, los actores son meras figuras pasivas de un mensaje que se manifiesta a través de escenas alargadas hasta el infinito y de voces en off que se van alternando con la historia principal. No hay lugar para la sorpresa ni para el exabrupto: cuando asistimos al envilecimiento de uno de los hijos -que incorpora de adulto un Sean Penn desnortado con cara de no saber dónde está- y podemos intuir que se avecina un episodio de pedofilia o algo peor, nos encontramos con Malick insinuando una simple masturbación con la combinación robada de una vecina.
Todo está demasiado edulcorado en El árbol de la vida, hasta el punto de hacernos añorar la película del mismo título (Edward Dmytryk, 1958) protagonizada por Montgomery Clift y Elizabeth Taylor, que, a pesar de ser una mala réplica del ambiente sureño de Lo que el viento se llevó, tenía algunas virtudes que no se hallan en su homónima del siglo XXI. Basta ver la escena final para convencernos de que estamos más cerca de la candidez de City of angels (Brad Silberling, 1998) que de un cine supuestamente destinado a cambiar nuestra visión del mundo.

miércoles, 21 de septiembre de 2011



Esta noche tendremos la oportunidad de conocer los últimos años de Cernuda en su exilio mejicano relatados por el autor de su biografía, Antonio Rivero Taravillo. Le introducirá otro poeta de excepción, José Manuel Benítez Ariza. La cita será en el jardín de La Luna Nueva en calle Caballeros, 36 (entrada por calle Barja).

jueves, 15 de septiembre de 2011

Bernie Gunther

Reconozco que leerse de una tacada las tres novelas que componen la Trilogía berlinesa (RBA, 2010) puede provocar cierto empacho de nazis, de ahí que haya decidido postergar mi lectura de la muy recomendada HHhH de Laurent Binet. Publicadas originalmente a finales de los ochenta y principios de los noventa, Violetas de marzo, Pálido criminal y Réquiem alemán se presentan ahora remozadas en un solo volumen para solaz de los seguidores de uno de los más carismáticos detectives de la novela negra contemporánea, Bernie Gunther, a quien Kerr dio posterior continuidad en los títulos Unos por otros, Una llama misteriosa, Si los muertos no resucitan y Gris de campaña, última entrega hasta la fecha. Avispado, riguroso, dotado de un sexto sentido infalible, con un cuerpo hecho a las palizas y al polvo fácil, Gunther ha heredado muchos rasgos del tough boy de la novela negra clásica norteamericana, y también ese prurito de honestidad que nos hace creer que, bajo esa capa de dureza e impermeabilidad, se esconden fogonazos de humanidad que estallan en el momento más imprevisible.
En su inquebrantable soledad -pues Gunther está hecho a las pérdidas sentimentales-, nuestro detective tiene tiempo para reflexionar sobre una Alemania que no le gusta y evocar con nostalgia los tiempos de Weimar, radiografiar la psicología de los nazis, opinar sobre el problema judío, y asistir a a la majestuosa victoria de Jesse Owens en las olimpiadas de Berlín. Puntos comunes a las tres novelas son la acción trepidante -con sucesión de asesinatos, intrigas, mujeres fatales, policías, violaciones, persecuciones, etc.-, el dibujo minucioso de la sociedad y el urbanismo de una ciudad inigualable, y la querencia, en la mejor tradición noir, de un estilo lapidario y casi abrasivo. No sabemos cuántas historias más nos deparará Bernie, pero sí estoy seguro de que se ha ganado un sitio de honor junto a Phillip Marlowe o Sam Spade.