En un tono muy distinto, recurriendo a los textos breves en los que ya ha dado sobradas muestras de su maestría, se expresa el poeta Luis García Montero en Una forma de resistencia (Alfaguara, 2012). Objetos cotidianos de la casa y el entorno del escritor cobran vida a través de los paisajes de la memoria para ofrecer una lectura insólita plagada de pequeños detalles, imágenes sugerentes y alusiones personales que van dibujando a carboncillo la figura del poeta, su forma de pensar y comportarse, su familia, sus actitudes... hasta que asoma, en fin, su más tierna humanidad, ese lado sensible que nos araña el alma y que sólo parece alcanzarse apelando a los recuerdos y la nostalgia. Cualquier cosa le sirve a García Montero para iniciar esos viajes astrales al pasado: una silla, una corbata, un espejo, una pluma, un armario. Todos ellos nos conocen aunque a veces no reparemos en ello. De Una forma de resistencia sale uno con pocas ganas de resistir la espera de esa segunda novela del poeta, anunciada en alguna entrevista.
Y es que cuando uno adora a un escritor, cuando forma parte de su aprendizaje vital y literario, parte, por tanto, de uno mismo, no puede por menos que acudir a los lugares donde estuvo o visitar su última morada. Al igual que Cees Nooteboom, no puedo evitar visitar una ciudad sin despedirme simbólicamente de un escritor al que me he sentido íntimamente unido en algún momento. La tarea muchas veces es ardua y exige infinidad de paciencia en tus compañeros de viaje, pero casi siempre compensa, aunque a veces la tumba en cuestión -como la de Juan Ramón en Moguer- yazca en la desidia y la dejadez. Puede que en algún momento me dedique a escribir un ensayo parecido a Tumbas de poetas y pensadores (DeBolsillo, 2009), resultado de un peregrinaje en busca si no del alma, al menos de la huella de un espíritu que siempre tenemos presente en algún verso, en alguna frase memorable. Oremos.






