domingo, 24 de febrero de 2013

El estribillo de la autopista

Julio de la Rosa tiene cuarenta años, sí, pero ya le ha dado tiempo de vivir varias vidas, algunas pasadas como la de sus proyectos musicales El hombre burbuja y Fantasma #3, y otras paralelas, repartidas en sus distintas y perfectamente compatibles facetas de escritor, músico independiente -su último trabajo, Pequeños trastornos sin importancia- y compositor de bandas sonoras para el cine y la televisión -entre las primeras, una decena de títulos con El amor no es lo que era como próximo estreno, y entre las segundas, canciones pegadizas para series como Física y Química o El síndrome de Ulises-. La editorial de su último libro y primera novela, la estupenda Tropo Editores, no ha perdido la oportunidad de calificarle como un hombre del Renacimiento, y es que Julio puede pasar de versionar a Marisol, Leonard Cohen o Echo&The Bunnymen, a escribir dos libritos de prosas cortas y contundentes -fogonazos de pura rabia que hablan de la vida misma- o una novela sobre un tipo encerrado en la cabina de peaje de una autopista, ese trabajo que muchos conductores hemos asociado a una tumba vital y algunos escritores hemos envidiado secretamente.
Al protagonista de Peaje nos lo imaginamos con los rasgos físicos de Julio de la Rosa, aunque él nunca haya trabajado en algo tan mecánico e impropio de alguien tan creativo e inquieto. Sin embargo, sus reflexiones, su modo de conducirse, y algunos detalles filtrados de su vida personal, bastan para convencernos de que Julio ha puesto mucho de sí en Jose, un ser descreído, dueño de un observatorio privilegiado que le permite fantasear sobre las vidas ajenas y construir microrrelatos con un fondo de verdad. Jose no se limita a cobrar el peaje, sino que interactúa con los usuarios, ganándose reprimendas, respuestas ingeniosas o incluso algún que otro polvo. De la Rosa parece querer decirnos que un trabajo tan anodino y deprimente sólo puede combatirse con muchas dosis de optimismo y continuas escaramuzas al universo privado, capaz de combinar la realidad palpable de las esquelas -uno de sus grandes antídotos contra la depresión- con la ficción, a veces surrealista pero también plausible, de las vidas de los otros.
Para su interesante propuesta, el autor de Diez años foca en un circo elige el ensamblaje adecuado, una prosa rápida, casi vertiginosa, que alterna pensamiento y diálogo -con los otros, con uno mismo- en el interior de una canción, una melodía, que se repite insistentemente con machaconería: "seis cuarenta, por favor, seis cuarenta, gracias...". No podía esperarse otra cosa de alguien que vive la música desde dentro.

jueves, 21 de febrero de 2013

Django

Que Tarantino, cinéfilo empedernido y contumaz revisitador de géneros clásicos, tenía que hacer un western tarde o temprano, parecía estar claro. Pero había más dudas de que pudiera conseguir una de sus mejores películas hasta la fecha. Desde sus primeras imágenes, con esa música que evoca el tono de los westerns crepusculares y de los mejores spaghettis y la celebrada escena del rescate de los esclavos, Django desencadenado arrastra, como las cadenas de los presos por el árido desierto, visos de gran clásico. La presentación de los dos principales protagonistas -el esclavo irreductible que sueña con rescatar a su amada y el falso dentista cazarecompensas- es poco menos que espectacular siguiendo por los mismos derroteros durante la primera mitad de su metraje, en la que el sacamuelas le enseña a Django su oficio y éste, al mismo tiempo que se revela como un tirador excelente, se autoconvence de que en el salvaje Oeste ese es el único camino para el héroe. Con tiempo para introducir sus habituales escenas de diálogos surrealistas -en este caso, la del Ku Klux Klan- Tarantino hace evidentes las relecturas de mitos engarzadas en la narración -y que rebasan la del personaje homónimo que interpretaron entre otros Franco Nero, aquí con un cameo a modo de homenaje-: la de los Nibelungos explicada de viva voz con ese Django/Sigfrido arropado con vitola de invencible, y la más soterrada de Prometeo Desencadenado, con la criatura (Django) que vuelve a la vida dotado de una fuerza incontrolable gracias a los esfuerzos de su creador, el doctor Frankenstein/Dr. King Schultz, y que también puede interpretarse en los términos de esclavo y amo. A ellas habría que sumar el mensaje antiesclavista de una película cuya acción se sitúa dos años antes de la guerra civil americana que supondría la abolición de la esclavitud.
Logrando que la acción no decaiga en ningún momento, y acompañándola de una música especialmente bien insertada y ciertos recursos visuales a modo de homenaje -la imagen granulosa de los flashbacks, las sobreimpresiones-, el creador de Pulp Fiction hace que nos preguntemos a mitad de película si ésta todavía puede mejorar. Y a fe mía que lo consigue con la aparición del personaje de Calvin Candie (un Leonardo DiCaprio inconmensurable), el malvado de la historia que retiene en su harén-séquito a la amada de Django. Toda la segunda parte de la película, que discurre en la mansión de éste y en el camino hacia ella, alcanza si cabe a superar el itinerario magistral por el que Tarantino nos había conducido hasta entonces. Los homenajes y reciclajes se van acumulando. Es turno ahora del Mandingo de Richard Fleisher, o de ese Último tren de Gun Hill donde la casa, las cuatro paredes, parecían erigirse en un símbolo de expiación de la culpa, de regeneración del héroe a través de la sádica venganza. Además de albergar el tiroteo celebrado ya como uno de los mejores de la historia del cine, esta segunda parte de la película atesora muchos más logros: la encarnación de Samuel L. Jackon como el pérfido sirviente de Candie que dinamita el desenlace, la espléndida secuencia del comedor en la que DiCaprio dilata su descubrimiento, o el romántico reencuentro de la pareja, resuelta con envidiable estilo y sutileza.
Quizá porque piensa que ya se ha dejado la piel llegando al límite de sus posibilidades, Tarantino se descuelga al final con una propina para la galería con ese baile del caballo de Django más propio casi de un cartoon. A esas alturas de la película ya no nos molesta, casi se lo agradecemos como nota anecdótica, igual que su breve papel como cuatrero desnortado. La lección de cine que nos ha ofrecido merece esa mínima mirada al ombligo que otros practican durante noventa minutos o lo que se tercie.

viernes, 15 de febrero de 2013

Salmones remontando

La pesca del salmón en Yemen, de Paul Torday, fue la típica novela cuya prestancia creció con el boca a boca de sus lectores hasta convertirse en ese libro de fondo que ansían colocar en las librerías todos los escritores. La versión cinematográfica dirigida por el casi siempre amable y bien afincado en la industria norteamericana Lasse Hallström -en su haber, títulos como ¿A quién ama Gilbert Grape?, Chocolat, Casanova, Las normas de la casa de la sidra, Querido John o Una vida por delante- no ha despertado el mismo entusiasmo, pero sin duda responde a ese estilo correcto y algo almibarado que se ha convertido en marca de fábrica del realizador sueco. Al igual que sucedía en anteriores trabajos de Hallström, los principales recursos dramáticos se apoyan en la fortaleza de algunos actores, quienes logran -como se diría vulgarmente- echarse encima la película para otorgarle ese plus de viveza y expresividad que la saquen de esa atonía y ese color grisáceo y otoñal que suele tener el cine del director. En esta ocasión asumen esa labor Ewan McGregor y Kristin Scott Thomas, ambos geniales en sus respectivos papeles, él un científico de vida cuadriculada y desapasionada cuyos sentimientos más profundos salen a la luz al conocer al personaje encarnado por Emily Blunt, y ella una jefa de prensa proactiva que nos recuerda a cualquiera de los que poblaban la magnífica In the loop. Sin el trabajo de ambos, la sorprendente historia que se narra en La pesca del salmón en Yemen lo hubiera sido, nunca mejor dicho, sobre el papel, pero no sobre la gran pantalla. O dicho de otro modo, los salmones nunca hubieran remontado río arriba.

viernes, 8 de febrero de 2013

Ámame o déjame

La editorial RBA parece haberse hecho con los derechos en España de mi querido Alain de Botton, después de que pasara por los catálogos de Grupo Zeta, Itaca y Random House. Tras publicar su último ensayo, Religión para ateos, ha comenzado a reeditar algunos de sus primeros títulos ya descatalogados y de difícil adquisición. Primero fue Cómo cambiar tu vida con Proust y ahora Del amor, libro que un servidor ha tratado de localizar por activa y por pasiva en el mercado de segunda mano sin éxito. Se podría decir que, junto a El placer de sufrir (Ediciones B, 1996) y Beso a ciegas (Ediciones B, 1999), Del amor conforma en la obra del autor suizo una trilogía de las relaciones sentimentales, un intenso caleidoscopio sobre ese sentimiento universal tan dado al misterio y a la inescrutabilidad. En los tres títulos citados el vehículo elegido por De Botton es similar: narrar la relación de una pareja desde que se conocen hasta que se produce la ruptura. En Del amor el autor opta por la primera persona, como si se dedicara a contar -nunca sabremos qué hay de verdad en ello- la relación que mantuvo tiempo atrás con una joven que arribó a su vida para desestabilizar todo su universo y someterle a una profunda introspección, cuyo resultado y frutos son arrojados en el presente libro. Con su habitual maestría para reflexionar sobre la gradación de los sentimientos, sobre los pequeños detalles que aparentan invisibilidad a lo largo de una relación -pero que a la postre son fundamentales para explicar muchas cosas-, De Botton disecciona con bisturí de cirujano ese corazón que tantos problemas nos da, logrando momentos que alternan la seriedad con lo cómico, lo trascendente con lo banal y, por supuesto, la euforia con la desesperación. Los que en su día no pudieron leerlo tienen ahora una magnífica oportunidad para completar la espléndida bibliografía del autor, y para los que se acercan por primera vez a su obra, éste puede ser un excelente inicio.