martes, 25 de febrero de 2014

Harold Ramis, atrapado en el tiempo

Harold Ramis murió ayer en la más absoluta tranquilidad. Siempre me gusta decir esto cuando nos deja alguien que ha legado para la historia alguna obra digna de alabanza, aunque como en el caso del difunto realizador, actor, guionista, productor y compositor, fuera sólo una. Atrapado en el tiempo (1993) -El día de la marmota en su traducción original-, escrita al alimón con Danny Rubin, puso en órbita a un director que hasta entonces no había hecho apenas nada reseñable tras las cámaras -tres comedias desenfadadas en la línea de sus trabajos como actor: El club de los chalados (1980), Las vacaciones de una chiflada familia americana (1983), y Club Paraíso (1986)- y era más conocido por su faceta interpretativa, sobre todo por su caracterización de científico despistado en Los cazafantasmas (1984), a pesar de contribuir al guión de algunas de las cintas emblemáticas del cine universitario de finales de los 70 -Desmadre a la americana (1978)-.
Por todos es sabido que destacar en el tan acotado campo de experimentación que impone el cine de consumo norteamericano no es empresa fácil, y Harold Ramis lo consiguió con esta pequeña película merced a un guión a prueba de balas que sacaba el máximo partido -happy end incluído- a una historia sencilla y entrañable, preñada de buenos sentimientos y moralidad positiva enlazando con el espíritu de Frank Capra. La regeneración del personaje de Phil Connors -interpretado por Bill Murray en uno de los mejores papeles de su carrera-, condenado a vivir siempre el mismo día en la pequeña localidad de Punxsutawney, se nos presenta sin aspavientos ni cursilerías, sin caer en ese infantilismo gamberro de guiones previos ni en los clichés de la comedia romántica que pronto iba a empezar a hacer estragos con títulos como Algo para recordar. Ayudado por un elenco interpretativo excelente hasta en los secundarios de una frase -el propio Ramis se adjudicó un papelito como el médico que examinaba a Phil- y por una banda sonora ajustada como un guante al espíritu de la historia, Ramis conseguiría con Atrapado en el tiempo su pequeña obra maestra y, sobre todo, la recompensa de ser tomado en serio por primera y quizá última vez. A pesar de lo estimable de algunos trabajos posteriores -Mis dobles, mi mujer y yo (1996), Una terapia peligrosa (1999) o La cosecha de hielo (2005)-, empañados por otros francamente deleznables -Al diablo con el diablo (2000)-, Ramis nunca conseguiría alcanzar las cotas de factura clásica que mantiene más de veinte años después de su realización. Ignoro si él compartirá este juicio. De ser así, me lo imagino con una sonrisa de oreja a oreja esperando un día sí y otro también la salida de la marmota que vaticinará que el invierno seguirá siendo igual de largo. 

viernes, 21 de febrero de 2014

Familia descafeinada


Haciendo honor a su título, La gran familia española podría haber sido una de las grandes comedias del cine español del año. Sin embargo, creo que a Daniel Sánchez Arévalo le han traicionado sus propias marcas de estilo, esas costuras que ahora se hacen evidentes. A falta de ver Gordos, su segunda película, su corta filmografía ha ido decreciendo en interés para el que suscribe. Si Azuloscurocasinegro fue uno de los debuts más prometedores del reciente cine nacional con una historia que basculaba entre lo turbador y lo romántico, Primos fue un pasatiempo muy divertido que trataba de bucear en la nostalgia de los años dorados y las ocasiones perdidas sin llegar a entrar a matar, como se diría en el argot taurino. La gran familia española retoma esa idea del divertimento, de la fiesta perpetua con sus descubrimientos y sinsabores, con el telón de fondo del partido que dio a la selección española su primer mundial -sí, soy de los optimistas que piensan que no será el último-. Toda la acción transcurre en ese día, como si el director quisiera remarcar su apego a la realidad, a los difíciles tiempos que vivimos en los que las alegrías deportivas nos sirven de refugio para capear el temporal.
Cinéfilo consumado, Sánchez Arévalo bebe también del cine clásico exhibiendo sus recuerdos personales de Siete novias para siete hermanos. Lo que podría haber sido un homenaje confeso, se torna aquí en un abuso injustificado para contar una historia que se podría haber despachado con mucha menos parafernalia. Las idas y venidas sentimentales de los personajes nos suenan ya repetidas y el humor sólo asoma en ocasiones muy puntuales. Prueba de esa cierta autocomplacencia en la que parece haber caído el realizador es el papel que le adjudica a Raúl Arévalo, un habitual en sus películas, una especie de cameo con aires de "charlotada" que no aporta nada al conjunto, y sí revela, en cambio, muchas de sus intenciones.
Visto lo visto, comparto -sin que sirva de precedente- la opinión de los académicos de arrinconar La gran familia española y celebrar Vivir es fácil con los ojos cerrados como la gran triunfadora del año. 

miércoles, 12 de febrero de 2014

Diversas patologías librescas

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Que el futuro del libro en papel es una incógnita es una cuestión harto debatida en los medios especializados y en las páginas culturales de los periódicos de unos años acá. El asentamiento -iba a decir avance irrefrenable, pero las últimas estadísticas lo desmienten- del libro electrónico, las tabletas y, sobre todo, las descargas ilegales y gratuitas son sólo algunos de los firmes enemigos que le están plantando cara al hasta ahora intocable formato impreso. Son muchos los actores del sector que opinan que el libro acabará siendo un objeto de culto, de colección, algo así como un Swarovski de la cultura, que invertirá su escala de valores, primando el continente en lugar del contenido. Según esta corriente de pensamiento, las librerías se acabarán convirtiendo en boutiques aptas sólo para gourmets que no pueden resistirse al hecho de la posesión, pues el antaño apreciado texto circulará a sus anchas por las pantallas de todos los interesados a un golpe de click. Las editoriales imprimirán menos títulos y con tiradas más cortas, lo que conllevará con el tiempo una consecuencia lógica: los ejemplares pronto escasearán convirtiéndose en objetos de deseo del bibliófilo.
Desde este punto de vista, las librerías de viejo y los portales especializados en libros antiguos, descatalogados y de ocasión, podrían ser las grandes beneficiadas, ya que su fondo se reavivará con la rápida caducidad de las novedades literarias. Dicho de otro modo, las diferentes patologías descritas por Miguel Albero en Enfermos del libro (Universidad de Sevilla, 2013) -volumen ahora reeditado tras agotarse en la Feria del Libro Antiguo de la capital hispalense- no harán sino acentuarse, ya que la escasez es una de las condiciones que el autor señala en su enjundioso y ameno ensayo para que la obra se revalorice. El libro en papel, ya desde los tiempos de Gutenberg, fue presa codiciada por intelectuales, letraheridos y amigos de lo ajeno, algunos de ellos, según afirma Albero, guiados por el loable propósito de salvaguardar la cultura. El autor de Instrucciones para fracasar mejor nos conduce con profusión de datos -algunos de cosecha propia- por los intrincados vericuetos que el deseo o la repulsión -que también la hay- por el libro impreso han llevado al "enfermo del libro" a ser etiquetado como tal. El resultado es una curiosa y a ratos esperpéntica galería de personajes inolvidables en algunos de los cuales quizá nos veamos reflejados.
Miguel Albero nos deja claro que los rumbos del libro -como los designios del Todopoderoso- son infinitos, como los que han desembocado en los pasillos por donde circulan los carritos en los inmensos hangares de Amazon. Creo que ni el mismísimo Nostradamus podría haber anticipado una imagen tan colosal, casi quijotesca: libros ordenados con escrúpulo formando torres kilométricas, procesados con las últimas tecnologías y empaquetados siguiendo las pautas de las cadenas de montaje. Los empleados de este gigante empresarial pasan por un exhaustivo control de seguridad para llegar a su lugar de trabajo y deben respetar el derecho a la confidencialidad, aunque eso vulnere los derechos fundamentales recogidas en las leyes francesas. Sabemos de todos estos detalles gracias al periodista Jean-Baptiste Malet, que, ante el hermetismo de la empresa, decidió infiltrarse como un trabajador más para describirnos este oscuro submundo más próximo a la película Metrópolis que a cualquier imagen idílica que hayamos podido concebir. Malet trató de meter las narices acercándose a los trabajadores, pero, al final, todos le dieron la espalda por temor a sufrir represalias. La luz que ha podido arrojar en su libro -En los dominios de Amazon (Trama, 2013)- ofrece, no obstante, bastante claridad sobre los dudosos métodos que utiliza la empresa para seguir creciendo y haciéndose imprescindible. De tal forma que los pies de barro todavía no asoman bajo los pantalones del gigante. David -entiéndase las librerías-, a no ser que alguien lo remedie, tiene hoy por hoy todas las de perder.


lunes, 3 de febrero de 2014

La última sesión

No hace mucho hablaba aquí de la publicación de La última sesión, la espléndida novela de Larry McMurtry que dio pie a la no menos espléndida película de Peter Bogdanovich. Me refería entonces, tanto en un caso como en otro, al poder evocador de una imagen para reflejar la infancia, el paso del tiempo, esos momentos irrecuperables que atesoramos como piedras preciosas en el estuche cerrado de nuestra memoria. El símbolo de un cine que cierra, una pantalla en la que nunca más se proyectarán imágenes, es una de las más poderosas armas para cerrar los ojos y echar la vista atrás, para percatarnos de que el tiempo ha pasado otra vez demasiado rápido.
A pesar de ser un cinéfilo y un eterno nostálgico no he tenido la oportunidad de asistir a una de esas últimas sesiones, seguramente porque nunca me ha pillado en el sitio oportuno ni lo he sabido con la suficiente antelación. Otros amigos y compañeros cinéfilos sí han gozado de ese momento, como Rafael Garófano, de quien recuerdo incluso una fotografía de la última vez que se bajó la persiana en un cine de Cádiz, creo que el Andalucía, o Salvador Daza, que estuvo en la última proyección del Teatro Principal de Sanlúcar de Barrameda. Cines míticos, testigos de una época lejana, de los que apenas van quedando representantes en Andalucía: ahora sólo me viene a la mente el Cervantes de Sevilla. En estos tiempos
tenemos que conformarnos con los cierres de las multisalas, las cuales y, aunque pudiera parecer impensable hace unos años, también van cayendo como consecuencia de la endémica crisis que atraviesa la exhibición cinematográfica en nuestro país. En Jerez ocurrió hace poco con los cines Ábaco Cinebox, cuya empresa propietaria ha ido clausurando paulatinamente las 450 pantallas que tenía repartidas por todo el territorio nacional.
No era la última sesión ni tampoco el último día, pero allí acudimos para ser testigos de la crudeza de la realidad: éramos cuatro personas en la sala en pleno día del espectador y habiéndose anunciado en la prensa el inminente cierre del local, destinado seguramente a la ampliación del centro comercial en el que se inserta.
La película de David Trueba no tenía ninguna culpa. Vivir es fácil con los ojos cerrados quizá sea uno de sus títulos más logrados junto a La buena vida, la película con la que debutó en la dirección. Trueba también es un nostálgico y un soñador, como su trío protagonista, que no se conforma con la agria realidad de la España franquista y trata de buscar alternativas rebelándose contra lo establecido. Capitaneados por un soberbio Javier Cámara, marchan a la búsqueda de un imposible, un Grial llamado John Lennon, a quien, contra todo pronóstico, encuentran para convertirlo en la gran aventura de su vida, esa historia que contarán a sus nietos, y que Trueba nos ha contado a nosotros para demostrarnos que los sueños pueden hacerse realidad si uno es tenaz y abre bien los ojos. Si no sería demasiado fácil.