jueves, 24 de septiembre de 2015

Un gángster con alma de ángel

Junto a Humphrey Bogart y Edward G. Robinson, James Cagney (1899-1986) formó la primera línea de "tipos duros" del Hollywood clásico. Como ellos, también tuvo problemas a lo largo de toda su carrera para despojarse de esa imagen que le caracterizaba siempre con una pistola en la mano y un rictus endurecido que te hacía desear no cruzarte con él en una calle solitaria. A pesar de su baja estatura, su anómalo cabello pelirrojo, la energía de sus movimientos y su atropellada forma de hablar, casi como una metralleta, le convirtieron, tras unos inicios dubitativos, en el actor ideal para incorporar al gángster, al fuera de la ley, en una época -primeros años 30- que los había convertido en una especie de mitos para el público de las salas norteamericanas. Su papel más recordado de esta etapa sería el de Tom Powers en y El enemigo público (1931) con la famosa escena del pomelo aplastado sobre el rostro de Mae Clarke. Aunque la Warner, el estudio al que estuvo más vinculado pero contra el que luchó denodadamente por imponer sus condiciones sentando un precedente en las mejoras laborales de los actores y en su progresiva independencia de los estudios, trató de sofocar esa pasión por el lado peligroso de la vida logrando que Cagney se enfundara el uniforme de policía -G-Men, contra el imperio del crimen (1935)-, lo cierto es que fue incapaz de desligar al actor del poderoso icono cimentado en personajes como los de Ángeles con caras sucias (1938), Los violentos años 20 (1939) o la postrera Al rojo vivo (1949).

Miembro de una familia numerosa criada por su infatigable madre en el humilde barrio de Yorkshire, Cagney, como muchos personajes que luego incorporaría en la gran pantalla, se tuvo que fajar en la calle para sacar adelante a los suyos. Entre sus muchos trabajos, uno le dejaría una huella especial, el de bailarín, llegando a ser un consumado practicante, afición que, a la postre, le serviría para reportarle su único Oscar por su interpretación en Yanqui Dandy (1942). Sería este el momento culminante de una larga trayectoria a la que luego se añadirían westerns, películas de acción y comedias como la memorable Un, dos, tres (1961) de Billy Wilder, demostrando que su versatilidad artística abarcaba todos los géneros -antes de Errol Flynn, Cagney fue el actor elegido para hacer de Robín de los Bosques en el clásico de Michael Curtiz y William Keighley de 1938-.

Estas y muchas otras curiosidades las relata con profusión de detalles Jaime Boned en una extensa biografía, la primera publicada en castellano sobre el actor americano, situado en octavo lugar en el olimpo de las grandes leyendas del cine americano dada a conocer por el American Film Institute en 1999. James Cagney, el gángster eterno (T&B, 2015) escarba en la bibliografía publicada sobre el actor en Estados Unidos para ir desglosando sus opiniones personales, sus episodios familiares, su atípica vida social -contrariamente a la vida de muchas estrellas, Cagney no gustaba de trasnochar ni de saraos, y sólo se reunía cada cierto tiempo con un club selecto de amigos entre los que se encontraban Spencer Tracy o Frank McHugh-, e introducirse en todos sus rodajes, los preparativos, los estrenos, y la repercusión crítica que tuvieron. Sólo algunas expresiones poco afortunadas chirrían en una obra muy completa que viene a llenar uno de los muchos huecos que todavía faltan en la historiografía del cine del Hollywood clásico.

jueves, 10 de septiembre de 2015

La noche de los monstruos


De los tres poetas que conforman la época dorada del romanticismo inglés -si partimos de que Wordsworth y Coleridge fueron los adelantados o primeros exponentes-, sin duda es John Keats el que responde más modélicamente a la imagen del ideal romántico fraguada por la cultura occidental, aunque ésta guardara una pálida semejanza con los auténticos postulados del movimiento. Aquejado muy joven de una enfermedad mortal entonces incurable, la leucemia, Keats llevó una vida sosegada y más bien casera, poco dada al derroche viajero y a la euforia amatoria de sus dos compañeros de ecuación: Lord Byron y Percy Bysse Shelley. A pesar de compartir su postrero lugar en la tierra con este último -el Cementerio Acatólico para Extranjeros de Roma-, a Keats no se le conocen turbias historias sentimentales ni episodios vergonzantes que fueron la comidilla de la alta sociedad inglesa. Keats fue el máximo ejemplo del poeta que puso su causa antes que esos estudios de medicina que se vio obligado a cursar. Tuvo un gran amor que casi no pudo paladear por su repentina muerte y que plasmó de manera elegante la directora Jane Campion en Bright Star. Este verano tuve la oportunidad de visitar su tumba, ésa que esconde su nombre y en la que se lee el conocido epitafio: "Aquí yace un joven poeta cuyo nombre fue escrito en el agua". Junto a él, la tumba de su amigo Joseph Severn, que le acompañó en los últimos días, y la del hijo de éste, muerto en extrañas circunstancias. Dijo Oscar Wilde que la tumba de Keats es el lugar más santo de toda Roma, y puedo dar fe de que es cierto, pues la paz que respira, y las sensaciones de humildad, sosiego y belleza que transmite obligan a uno a reverenciarla, a permanecer en silencio preso de una emoción indefinible.


Fiel a su carácter delicado y poco dado a las reuniones sociales, Keats no participó en la famosa noche de Villa Diodati, en la que Byron, Shelley, la mujer de éste, Mary, y Polidori, crearon dos de los mitos más universales del terror moderno: Frankenstein y el vampiro. Por eso, en El verano que nunca llegó (Mondadori, 2015), de William Ospina, adquiere un protagonismo secundario, siendo los actores principales los que se congregaron en esa velada terrorífica, pero no solo ellos, sino sus antepasados y descendientes, pues Ospina más que una novela, traza un ensayo metaliterario sobre aquella noche que parecía predispuesta a los relatos de fantasmas con la intención de aportar algo nuevo a lo ya mucho escrito o, al menos, de dejar plasmada su visión íntima del episodio, visitando los lugares emblemáticos o consultando la bibliografía apropiada. Podríamos decir, en definitiva, que El verano que nunca llegó es la historia personal de Ospina sobre el mito, un mito que parece inagotable y del que se seguirá hablando y escribiendo hasta el fin de los tiempos.