lunes, 21 de septiembre de 2009

No todo el hielo es orégano


Le ha faltado tiempo a la editorial Seix Barral, entiéndase Grupo Planeta, para aprovechar el filón del sueco de oro -y, actualmente, el valor más exportable del país escandinavo junto a Ikea- y presentarnos como quien no quiere la cosa a otro Larsson, este femenino, con varias novelas a sus espaldas que nos irán llegando escalonadamente. El reclamo, además del apellido común con el autor de la trilogía Millenium, es un supuesto comentario realizado en su día por el bueno de Stieg en el que aludía a que pasó una noche sin dormir leyendo Aurora boreal. Mi total desconocimiento del sueco y mi habitual recelo ante el marketing literario me han impedido comprobar en internet qué hay de verdad en esta afirmación. Sólo confío en que los gustos literarios del autor de Los hombres que no amaban a las mujeres fueran un poco más selectos y se pudiera achacar el desvelo nocturno a una noche de insomnio en el aeropuerto con un único libro en la maleta, sí, Aurora boreal.

No quiero decir con esto, aunque lo parezca, que la primera novela editada en España de Asa Larsson, sea un pestiño, pero sí que sus valores literarios, incluso dentro de lo que podríamos llamar literatura de consumo o "de aeropuerto", son bastante peregrinos, con un falta de estilo alarmante, una resolución de la intriga mal dosificada, unos personajes ramplones, unos diálogos de estar por casa y un diseño de escenarios que apenas transmite intensidad. Asa Larsson se ha introducido en el mundo de las sectas religiosas, de los predicadores, sin querer escarbar a fondo en ningún momento, pasando de puntillas para elaborar una historia desprovista de lo que mínimamente se le puede exigir a este tipo de novelas: tensión. La mala digestión de Aurora boreal aumenta con una traducción hecha a toda prisa donde se hace difícil distinguir los fallos estilísticos de las soluciones lingüísticas: recuerdo en concreto una comparación donde aparece un hámster que daña a la vista.

Lo único que me ha quedado claro leyendo Aurora boreal es que Stieg Larsson dejó el listón muy alto y que los valores de su trilogía se incrementan leyendo novelas como ésta. En el aluvión de literatura escandinava que nos llega y nos llegará por todos lados, hay que separar el grano de la paja, los García con mayúsculas de los garcía, los Larsson de sus réplicas sísmicas.

martes, 15 de septiembre de 2009

La muerte del padre


A Patrick Swayze siempre le recordaré en el papel de Darrel Curtis, como hermano mayor responsable un hatajo de mocosos -el famoso "brat-pack"- que trataban de sobrevivir en los suburbios norteamericanos. En aquel Rebeldes de Coppola estaban nada menos que Tom Cruise, Matt Dillon, Emilio Estévez, Ralph Macchio, C. Thomas Howell, Rob Lowe, e incluso, en un papel más secundario, el entonces ídolo de jovencitas Leif Garrett. Patrick Swayze tenía ya 30 años cuando la protagonizó, haciendo gala de un gran físico y de mantener la cabeza centrada y en su sitio dentro de la rebeldía imperante. Tras desaprovechar su talento en olvidables productos televisivos y en otras cintas junto a sus "compañeros de generación" -aunque de mayoría de ellos les separaba más de una década- como Amanecer rojo o Youngblood, Swayze se hizo enormemente popular gracias a la serie Norte y Sur, donde interpretaba al soldado Orry Main. La fama obtenida con ella le catapultó de nuevo al cine para encarnar al Johnny Castle de Dirty Dancing, donde pudo hacer valer sus dotes de bailarín, profesión a la que se había dedicado creando su propia escuela. Tras varios años sin saber asimilar su triunfo, a Swayze le llegó la reválida con Ghost, considerada por muchos como una pequeña joya del neoromanticismo cinematográfico. En ella pudimos ver a un Swayze más adulto, con un mayor dominio de los recursos dramáticos, tarea que siguió matizando en la fallida La ciudad de la alegría. Sin embargo, ésta no le duró mucho al actor, que comenzó a aceptar papeles sin ton ni son, aunque su imagen de icono romántico -tipo la posterior Tres deseos- se fuera al garete en papeles de asesino, cómico sin ninguna gracia o travesti -A Wong Foo, Gracias por todo, Julie Newmar-.

De aquí hasta el final de sus días, mermado por un irrefrenable cáncer de páncreas, Swayze se refugió en la televisión o en más que olvidables productos de serie b destinados genéticamente al fracaso. Fue uno de esos actores a los que la fama le llegó tarde y no supo administrarla. Con su muerte los chicos del brat-pack -algunos hoy desaparecidos del mapa- han perdido a su padre putativo, aquel que siempre sabía lo que hacer ante un problema. Descanse en paz.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Con un par

Vargas Llosa se ha mojado, hasta el cuello vamos. Ya era hora de que un peso pesado de las letras universales dijera lo que pocos o casi ninguno se atreve a decir, que la trilogía Millenium, obviando el furioso ruido mediático que ha generado -y que le hace disfrutar del dudoso honor de compartir las bolsas del Carrefour con la lechuga o los yogures-, es uno de los fenómenos literarios de los últimos años y un emblema imprescindible ya de la novela negra contemporánea. Son muchas más las virtudes que los defectos, pero todavía son muchos los que piensan que la literatura de consumo masivo no puede acceder al olimpo de la excelencia crítica. El autor de La tía Julia y el escribidor recuerda a Dumas y Dickens. Ellos también vendieron a destajo y hoy a nadie se le ocurre chistar sobre su enorme legado. Aquí dejo el enlace para los que pudieran no haber leído una crítica nacida con la marca imborrable de la polémica:

http://www.elpais.com/articulo/opinion/Lisbeth/Salander/debe/vivir/elpepiopi/20090906elpepiopi_11/Tes

jueves, 3 de septiembre de 2009

El horror, el horror


Es Ignacio del Valle (Oviedo, 1971) uno de esos escritores que, en silencio, van labrando una obra ciertamente estimable que le sitúan en el escaso grupo de los estilistas que, aún sin vender mucho, tienen su grupo de lectores incondicionales. En la misma editorial, por ejemplo, podríamos citar a Luis Manuel Ruiz, que pronto publica nueva novela, o a Agustín Cerezales. En esa dinámica de ir por libre pero con pulso firme, Del Valle se ha permitido fabricar una trilogía -hasta ahora- con el protagonismo de Arturo Andrade, un militar poco convencional que presencia en primera línea el sinsentido de la Segunda Guerra Mundial. A la menos lograda El arte de matar dragones le siguió la reconocida El tiempo de los emperadores extraños, y ahora Los demonios de Berlín, que cuenta los últimos momentos del conflicto armado, nos confirman a un narrador en su mejor momento. Explorando diversas dimensiones del nacionalsocialismo alemán -su raigambre mitológica, la gestación de su fallida bomba atómica, la concepción del pueblo como verdugo voluntario...-, Del Valle lleva a su protagonista al límite de su connivencia con el lector, pues por momentos su proceder se nos vuelve odioso y difícilmente disculpable, aunque también necesario, sin más salida que la elegida. Novela pesimista, que deja un margen a la esperanza en sus últimas líneas, Los demonios de Berlín es un documento demoledor sobre el caos en que se convirtió la capital alemana en los últimos meses de la guerra, con los rusos haciendo de las suyas a diestro y siniestro, y los alemanes sacrificándose por un ideal que alguna vez existió en una mente perturbada. Me imagino que a Arturo Andrade le harán falta unos años para volver a ser el que era después de conocer el trasfondo del horror. Mientras tanto, quizá Ignacio del Valle nos tenga preparada alguna sorpresa en un ambiente algo menos inhóspito. El tiempo lo dirá.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Huellas literarias



Siempre me ha fascinado el turismo literario. Visitar las casas natales o en las que vivieron algún tiempo los escritores, los enclaves en los que se inspiraron para sus creaciones, los cafés que frecuentaban, sus tumbas... Es un turismo -un tanto fetichista, por qué no decirlo- que hay que hacer en solitario o con una pareja que comparta tu pasión, como es mi caso o el de mi buen amigo Tomás Rodríguez Reyes, que estuvo hace poco en Trieste siguiendo los pasos de Rilke. Le envidio. Yo lo más cerca que he estado del autor de los Sonetos a Orfeo ha sido en el Museo Rodin de París, edificio que albergó anteriormente el Hotel Biron donde estuvo residiendo el poeta, y en la habitación 208 del hotel Reina Victoria de Ronda, que mantiene prisionero el halo rilkeano para quien quiera visitarla.


El turismo literario exige una documentación previa al viaje que te evite encontrarte cerrada la casa de Victor Hugo en la plaza de los Vosgos parisina o te indique el acceso a la escondida tumba de Robert Graves en Cala Deiá. Por eso, cuando alguien se dedica a facilitarte expresamente el camino hay que agradecérselo. Si anotáramos en un cuaderno todos los lugares citados en el Libro de Réquiems de Mauricio Wiesenthal (Edhasa, 2009), tendríamos que dedicar casi el resto de nuestra vida a ponerlo en práctica. El autor de El esnobismo de las golondrinas -otro arcón de pistas literarias para los más aventureros- evoca la historia cultural europea de los últimos siglos trazando una biografía dibujada que evoca lugares, objetos, cementerios, paseos y encuentros que nos llevan de un personaje a otro con absoluta facilidad. Viajero incansable, Wiesenthal conoció a algunos de los protagonistas, a sus descendientes o a personas que pudieron contarle detalles de los numerosos autores que recorren las páginas de esta especie de biblia de los letraheridos que podría venderse perfectamente en un pack con esas Tumbas de poetas y pensadores de Cees Nooteboom, otra joya imprescindible para los mochileros de libro en mano.


Una de las vidas recreadas por Wiesenthal es la de Lord Byron quien, tras visitar Lisboa y Sintra, estuvo de paso por Cádiz y Jerez. Poco antes de leer estas páginas supe gracias a otro buen amigo, José Luis Jiménez, que ahora acaba de cumplirse el bicentenario de aquella célebre visita, que tuvo lugar el 29 de julio de 1809, y de la que el poeta dejó constancia en su obra La peregrinación de Childe Harold. Byron tomó aposentos en la vivienda de su pariente Jacobo Arturo Gordon Smythe, hoy Casa de las Atarazanas, y conservada en buen estado en la céntrica Plaza de San Andrés junto al colegio Compañía de María. ¡Cuántas veces habría pasado yo por allí sin tener noticia de este hecho! Eso me ha demostrado que a veces los recuerdos literarios pueden estar en los lugares más insólitos y que, a veces, no hay que buscarlos sino que vienen a buscarte. Aunque efímero, el fantasma negro de Byron sigue rondando por este noble caserón.

lunes, 24 de agosto de 2009

Este premio debería ser para...


Los discursos de agradecimiento siempre han tenido truco. ¿A quién se agradece, en primer lugar, a los miembros del jurado a los que no conocemos de nada, o, por el contrario, a los miembros del jurado a los que tan bien conocemos, y cuya efusiva mención quizá delataría nuestra relación? ¿Le agradecemos el premio hipócritamente a esos familiares con quienes hemos perdido el contacto? ¿O a ese profesor que nos hizo aborrecer la pedagogía para aprenderlo todo por nuestra cuenta y llegar adonde hemos llegado? En su pequeño ensayo, casi monólogo, publicado en Francia hace cinco años, Daniel Pennac hace una curiosa comparación entre el vaso dejado sobre el minibar de un hotel y la manzana sobre la cabeza del niño de Guillermo Tell. La luz que ilumina el interior del minibar al abrir la puerta es la misma que el niño recoge de su interior para afrontar los embates de la vida, su tremenda indefensión ante el mundo, la luz que le guiará en su terrible soledad. El personaje, alter-ego de Pennac, que teoriza sobre el hecho mismo del discurso de agradecimiento, llega a esa conclusión: hay que darle las gracias a aquel al que abre la puerta, aquel que es capaz de conectar con nuestro mundo interior y establecer un contacto nada ilusorio. Es difícil encontrar una metáfora más certera. Como dice el autor de Mal de escuela "el problema de la gratitud es que está unida a la inflación. De manera que debemos agradecer más y más a quienes amamos menos y menos". Así descubriremos entusiasmados que aquel profesor/a odioso/a se introdujo en nuestra vida para algo.

jueves, 6 de agosto de 2009

Sobran las palabras


Al principio, nos llama la atención el sonido, mezcla de música e imaginario monólogo de un ratón de sobra conocido. La oscuridad es casi total y la inteligente iluminación apunta únicamente al agujero por el que podría salir su único inquilino. Sólo Juan Muñoz (1948-2001) podía haber tenido una idea tan brillante. Esperando a Jerry es sólo una de las muestras del fascinante universo de este artista prematuramente desaparecido, cuya obra se muestra en su mayor representación hasta la fecha en el Museo Reina Sofía hasta el 31 de agosto. Uno, que no es especialista en arte contemporáneo -eso se lo dejo a algún buen amigo como José Yñiguez-, no pudo menos que quitarse el sombrero en su reciente visita al edificio Sabatini de la conocida institución. Además de las esculturas, sin duda su actividad más conocida y reputada, se muestran aquí dibujos, piezas radiofónicas y auditivas que completan una trayectoria jalonada por el éxito más allá de nuestras fronteras. La presente retrospectiva, de hecho, que ha sido completada con nuevas adquisiciones, venía de exponerse en la Tate Modern de Londres, en el Guggenheim de Bilbao y en Oporto.

El visitante puede caminar entre las figuras de Many times, un grupo de casi cien asiáticos que se agrupan estratégicamente ¿sin decirse nada? La incomunicación, la soledad, son parte fundamental del trabajo de Muñoz. Enanos -magistral el incluido en El apuntador-, acróbatas, figuras colgantes, sombras interactivas, descarrilamientos de tren, automóviles con casas incrustadas, balcones, figuras que se balancean o se apoyan en la pared aisladas y pensativas... el universo de Muñoz bascula entre un expresionismo muy personal y un toque kafkiano donde lo imaginario juega un papel fundamental. En Muñoz es tan importante el continente como el contenido, la figura como el espacio que ocupa. Por eso, los comisarios de la exposición han sabido jugar las bazas que les ofrecía el imponente marco para situar cada pieza en su hábitat ideal. Han explotado las dimensiones de las salas, han aprovechado el jardín y han jugado con las paredes, techos y recursos de iluminación del Museo para rendir honores a un artista irrepetible.