A uno le gustaría ir más al cine, pero hay que reconocer que entre la paupérrima oferta que suele ofrecer la cartelera -repleta de títulos olvidables- y las diversas ocupaciones en que estamos embarcados, resulta difícil acudir más de una vez al mes (siempre nos quedarán los canales cinematográficos de la tele o el dvd, ¡qué le vamos a hacer!). A pesar de esta parquedad en mi ritual cinéfilo -¡quién me hubiera visto hace quince años en mis tiempos de facultad esperando que llegara el viernes para ver tres películas seguidas!-, he visto lo suficiente como para recomendar dos películas que deberían pasar a la historia en sus diversos géneros:
Origen, de Christopher Nolan, sobre la que ya parece haberse dicho todo, pero cuya poderosa imaginería visual y argumental la deben colocar por derecho propio como referente del cine contemporáneo de los próximos años. Nolan, conocido sobre todo por Memento, sus dos incursiones en la saga de Batman -con permiso de Tim Burton, las mejores de la serie- y la estimable The Prestige, ha elaborado un fascinante ejercicio de estilo que nos sorprende en cada escena recordándonos, y esto es lo más importante, que, si uno escarba en su imaginación, siempre hay algo nuevo que contar. Un reparto brillante y sin demasiadas estrellas -sólo Leonardo Di Caprio, que cada vez está más acertado al escoger sus papeles- está a la altura de una historia condenada, me temo, a ser una isla en el océano de mediocridad del cine norteamericano actual.
Toy Story 3. Aunque parecía una misión imposible, los responsables de Pixar se han superado a sí mismos volviendo diez años después a una historia aparentemente muerta y enterrada, pero que resucitan acudiendo al poderoso resorte de la nostalgia y a una humanización extrema de los juguetes, cuyo devenir por la guardería debe quedar como uno de los mejores episodios del cine de animación (digital, eso sí) de los últimos años. Los valores, hoy tan rebajados, de la solidaridad, la amistad y la esperanza, cumplen en la nueva entrega una función de poderoso imán para las nuevas generaciones. ¡Cuánto echo de menos a mis clicks de Famobil!
Después de un largo tiempo sin dar noticias, me propongo aventar este pequeño rincón más a menudo. De momento, empiezo con un somero repaso de algunas últimas lecturas:
Sesión continua. Luis Manuel Ruiz (Algaida). Autor ya de seis novelas de fuste, el escritor sevillano publica su primer libro de cuentos gracias a la consecución del Premio Iberoamericano de Relatos Cortes de Cádiz. Haciendo gala del brillante estilo al que nos tiene acostumbrados, el autor de El criterio de las moscas pergeña varias obras maestras en un volumen que toca varios géneros, con cierta predilección por el fantástico. Por cierto, aviso para Luis Manuel: da un toque a la web de "La Casa del Libro" para que cambien tu foto. Ese no eres tú.
Unos por otros. Phillip Kerr (Rba). Cuarto título de la ya imprescindible serie "Berlin Noir" que, como su propio título indica, es una fascinante fusión de novela negra en la Alemania pre y post-Nazi. El "tough-boy" Bernie Gunther, nostálgico de la República de Weimar, hace una vez más encaje de bolillos para salir de las situaciones más apuradas, sin dejar, como buen representante de la clásica escuela, de coquetear con el sexo opuesto y tratar de llevar lo mejor posible su particular ética. El viaje a México, del que espero hablar en breve, se me hizo mucho menos largo con su compañía.
Novela familiar. Blas Matamoro (Páginas de Espuma). Galardonada con el III Premio Málaga de Ensayo, esta curiosa obra se introduce en el universo del escritor desde una óptica privada y genética. A través de infinidad de pequeñas biografías, Matamoro viene a desmentir aquello de "de tal palo, tal astilla", pues aunque los padres pueden jugar un papel fundamental en la obra futura del hij@ escritor -léase Kafka, por ejemplo-, también puede ser una influencia pasiva o ser completamente ninguneado por su vástago. Padres, madres, hermanos, hermanas y otros familiares, desfilan por unas páginas que nos descubrirán orígenes y episodios que quizá nos eran desconocidos.
Papel y plástico 2. Oscar Lombana (Astiberri). Como ya ocurría en el primero, el segundo tomo de Papel y plástico es un asalto a mano armada al corazón de la nostalgia: juguetes, cromos, series, álbumes, muñecos, chucherías, cachivaches... Todo tiene sitio en este festival orgiástico -en el sentido revival, se entiende- para los sentidos de los que ya comenzamos a peinar canas. Al prurito exhaustivo de Oscar en su cacería por tiendas, librerías y friki-houses de toda España se suma su ingenio para intercalar anécdotas o bromas personales. Por cierto, Oscar, gracias por partida doble: por incluir los kalkitos y por acordarte de mí en las dedicatorias.
Manhattan por el retrosivor. José Luis Ordóñez (Mandocohete). A José Luis le conozco desde hace varios años y puedo dar fe de su inquebrantable pasión creativa: cortometrajes, obras de teatro, novela, relatos... En Manhattan funde con acierto dos de sus pasiones: la escritura y el cine, ya que los cuentos -con una ambientación más o menos unitaria en espacio y temas- se pueden ver como cortometrajes rodados plano a plano con la pericia del que sabe dónde poner la cámara. Algunos más redondos que otros, los cuentos aquí incluidos revelan a un narrador con gran capacidad de fabulación que debe explotar -quizá el nombre de su editorial sea una advertencia- en cualquier momento.
Le he tomado la palabra a mi hermano Félix J. Palma y he remachado un nuevo eslabón de la cadena de las "10 razones por las que odio a..." en la provincia gaditana, con la esperanza de que tenga continuidad y, algún día, pueda unirse con la madrileña iniciada por Félix/Care Santos y seguida por Ángel Olgoso/Félix. Ahí os dejo las mías sobre mi buen amigo -aunque no lo parezca- Tomás Rodríguez Reyes y un recorte de la presentación que hicimos la semana pasada para combatir los estragos del calor y los otros calores -casi orgiásticos- del mundial:
10 RAZONES POR LAS QUE ODIO A TOMÁS RODRÍGUEZ REYES
Uno. Por su voracidad lectora. Estoy convencido de que Tomás se alimenta más de letra impresa que de la buena impresión de una mesa cubierta de langostinos de su querida Sanlúcar. Tomás no lee libros, los deglute, los saborea y extrae de ellos la esencia para el día a día. Huye de los bestsellers, del libro electrónico, de las memorias impostadas, de las sagas galácticas y los vampiros adolescentes: el menú de Tomás empieza con un estudio filológico, sigue con un ensayo literario y acaba con un poemario de largo aliento. En la ruta gastronómica de Tomás abundan platos con nombre propio: Marai, Steiner, Wiesenthal, Gaya, Cioran, Thomas Bernhard, Julien Green, Kertesz, o Juan Ramón, siempre Juan Ramón, como un buen vino o amigo al que no se puede abandonar. Chef de gustos exquisitos, no renuncia, sin embargo, a estar al tanto de lo que se cocina en los altos hornos de las editoriales, un fuego que nunca se extingue y que puede hacer que un autor se queme con facilidad. Pero Tomás sabe distinguirlos y en su despensa de avituallamiento, la comida siempre está fresca, repleta de volúmenes que le pueden enriquecer sólo con el título, llámense El fanal haliano o En el café de la juventud perdida. Dos. Por las librerías que ha pisado. Para Tomás visitar una ciudad es llegar al fondo de sus anaqueles, alcanzar el rastro de polvo que dejó el último libro acariciado por un lector, subir la escalera semioculta de la Shakespeare & Company, adentrarse en la suntuosa Lello & Irmao de Oporto, penetrar con el recogimiento obligado en la Selexyz Dominicanen de Maastricht, perderse en algunas de las plantas de la librería El Ateneo de Buenos Aires... Cada vez que veo a Tomás recorrer los pasillos de La Luna Nueva, escarbando en las estanterías para hallar el tesoro oculto, pienso que sería más feliz si pudiera quedarse encerrado entre sus muros, si le fuera concedido el deseo, como en el cuadro de Rembrandt, de hacer su “Ronda de Noche” protegido por las insondables fuerzas de la literatura. Para Tomás una librería que cierra es una herida abierta en su inmaculada levita valleinclanesca.
Tres. Por esos muchos otros viajes que no están en los libros, aunque estos nos pongan sobre su pista. Tomás procura ir cada cierto tiempo a París, pasear por Saint-Germain, colocar un billete de metro sobre la tumba de Cortázar, sentarse en el café Flore y acordarse de Hemingway para comprobar que París no se acaba nunca; le gusta seguir los grises pasos del oficinista Bernardo Soares y dejarse invadir por la Lisboa más pessoana, ésa que no aparece en las guías, quizá sólo en el libro de Ángel Crespo; repetir el ritual del ascenso al castillo de Duino, presintiendo las sombras fugaces de Rilke, Magris o Joyce, mientras se deja enamorar pos sus jardines. En su afán por recorrer ese trocito de mundo que, paradojas de la vida, vuelva aún más pequeño al resto, Tomás parece alinearse con otro viajero atípico, Alain de Botton, que ha dicho: “Si nuestra vida se halla dominada por la persecución de la felicidad, quizás pocas actividades revelan tanto como los viajes acerca de la dinámica de esta búsqueda, en todo su ardor y con todas sus paradojas”.
Cuatro. Por saber disciplinarse y actualizar con la puntualidad de un reloj suizo su blog “Trópico de la Mancha”, una suerte de diario online que se podría convertir por derecho propio en una extensión digital del “Salón de los pasos perdidos” de su admirado Trapiello. En su bitácora virtual, Tomás hace y deshace, disecciona los libros que se ha echado a la cara, visita museos, escucha música, apunta ideas que pueden germinar en algo más, esboza teorías con la facilidad que otros las malllevan a la práctica, reproduce fragmentos de obras desconocidas, desliza algún poema, convierte en literatura la rutina diaria, y, cuando le apetece, soluciona el compromiso contraído con aforismos de una rara belleza del tipo: “es imposible decir del silencio sus hechuras” o “Siempre se hace tarde para los que aman la vida”. Si a ello añadimos que su idolatrado Enrique Vila-Matas tiene al “Trópico” en su lista de favoritos sólo nos queda brindar por una más que probable edición impresa.
Cinco. Por haber aprobado las oposiciones de Secundaria y tener todas las tardes para leer y escribir sin descanso, y dos meses largos y fiestas de guardar para sus periplos literarios. Tomás ha sido inteligente y ha seguido los consejos de Kafka: primero la manutención, luego la reclusión voluntaria en las páginas de una novela en ciernes, en el verso de un poema siempre por pulir, en los márgenes de una moleskine que nunca se queja.
Seis. Porque Tomás ha prolongado su vida académica cuando muchos la damos por concluida, tras ímprobos esfuerzos por compaginar trabajo y aprendizaje. Ha profundizado en su pasión por la filosofía y está embarcado desde hace años en una tesis que estoy seguro llegará a buen puerto con todos los marineros a salvo y dispuestos a merendarse un trozo del pastel de la ignorancia que aún está por descubrir.
Siete. Por saber esperar para publicar su primer libro; es más, por publicar casi sin querer un libro que pensaba que no existía, que sólo parecía estar en la cabeza de su editor. Por tener la suerte de que ese editor se llame Javier Sánchez Menéndez, el descubridor de La Isla de Siltolá que, en palabras de Antonio Rivero Taravillo, la ha hecho no sólo habitable, sino que la ha transformado en un pequeño edén que se ramifica en sus varias colecciones. Primando la calidad literaria y el diseño exquisito a otros intereses más comerciales, a este islote de rara felicidad llegan versos en botellas transparentes, baúles con nuevos víveres para que nos sintamos menos náufragos.
Ocho. Porque en los treinta poemas de El huerto deseado, en sus cincuenta y seis páginas, caben muchos siglos de poesía, de San Juan de la Cruz a Juan Ramón, de Caballero Bonald a Fernando Pessoa. En esta “casa de tiempo y silencio” hay espacio para la hondura y la reflexión, para la nostalgia y la ensoñación, para la monotonía y el hallazgo. El huerto deseado adolece de una hermosa contradicción: exige silencio para observar sus detalles pero también pide a gritos que entremos dando un portazo y pisemos los frutos que van germinando, dando la razón a quien decía que el no toca no siente. A la casa de Tomás hay que volver una y otra vez para constatar lo que sólo presentimos, buscar los pasillos ocultos, los armarios de doble fondo, las habitaciones cerradas a cal y canto, el trastero que esconde un gran secreto... Sólo tras visitarla con frecuencia aprenderemos que “la muerte es un olvido de la vida” y que “el deseo produce la servidumbre a la palabra”, y querremos volver de nuevo para tapar las humedades, los destrozos de un tiempo cruel empeñado en arrasarlo todo.
Nueve. Por la unidad con que ha sabido dotar a un poemario donde no falta ni sobra nada, concebido como un viaje al poder de la palabra para expresar el significado recóndito de las cosas, al laberinto de una memoria que necesita la evocación para perdurar, y cito: “Unos diarios / tienen la insoslayable / textura del olvido, / la inalterable / secuencia de la muerte / vivida sin desmayo”. En el panorama de la poesía española de los últimos años se hace difícil encontrar un primer libro tan maduro como el presente, un huerto rebosante de fruta dispuesta para ser recogida y estallarnos en la boca con nuevos sabores, pero también con los de siempre, el eterno latir de la vida.
Diez
Porque estoy seguro de que la carrera literaria de Tomás Rodríguez Reyes no ha hecho más que empezar, y pronto nos deleitará con nuevas propuestas en forma de poemario, ensayo, crítica, relatos o novelas. Siempre con el único objetivo de ser fiel a sí mismo y no traicionarse con ese mal párrafo que nos acecha por la espalda.
Y, como no podía ser de otro modo, mi odio crecerá al mismo ritmo que su bibliografía, así que, Tomás, sólo se me ocurre que me dediques un libro para aplacarlo o que me compres un billete a París para librarte de mí. Tú tienes la palabra.
Aunque el ritmo de lectura ha bajado, resumo en breves pinceladas las últimas: Palabra de cine. José Luis Borau (Península). Cada vez que Borau aborda un proyecto bibliográfico entre película y película, y otras labores académicas, merece la pena dedicarle un tiempo -y me remito a su imprescindible Diccionario del cine español y a esos Cuentos de cine cuya edición coordinó-. Su extenso pero sumamente enriquecedor manual rescata esas frases y coletillas que han pasado del mundo del cine al lenguaje coloquial, ya sea porque se pronunciaran en una película -"¡Más madera, es la guerra!"- o porque su iconología cinematográfica ha traspasado las fronteras del tiempo para convertirse casi en un cliché -"La cagaste, Burt Lancaster"-. Borau cuenta la procedencia y pasa a desglosar las situaciones a las que se puede aplicar, en muchas ocasiones con poco o nula referencia a su sentido original. Una obra altamente recomendable para cinéfilos y curiosos del lenguaje. Bilbao, Nueva York, Bilbao. Kirmen Uribe (Seix Barral). Sería fácil remitiros al comentario de mi amigo y bloggero Daniel Ruiz García, pues resume muy bien lo que pienso de todo ese movimiento "nocilla" del que algunos de sus "fundadores" empiezan ya a querer desmarcarse. La novela que ha merecido el Premio Nacional de Narrativa se lee con agrado, pero con la enojosa sensación de sentirte partícipe de un esbozo de diario inacabado en el que puede caber cualquier cosa aunque la hilazón narrativa sea mínima. El estilo está depurado y hay párrafos que bien valen el precio a pagar para llegar al final. Sin embargo, sigo sin ver más allá, sin ver el valor literario que tiene escribir con tu nombre propio y contar las "batallitas" que te pasan a diario. Demasiado fácil para el escritor, demasiado fácil para el crítico señalar que estamos ante algo distinto. La línea entre la vacuidad y la experimentación siempre ha sido muy tenue.
La estrategia del agua. Lorenzo Silva (Destino). Bevilacqua y Chamorro son ya casi de la familia. Como al protagonista de The Truman show les hemos visto crecer, sufrir y rabiar, resolver casos y desesperar por sus consecuencias... Su nueva entrega no defrauda a sus seguidores, que se encuentran con una investigación sin fisuras, las habituales descripciones de los gremios del orden, y ese tono marlowiano-madrileño que tanto nos gusta. Lorenzo Silva nos da una nueva lección de que se puede ser Lorenzo Silva sin repetirse.
El huerto deseado. Tomás Rodríguez Reyes (Isla de Siltolá). El verso limpio, claro, de frondosos ecos y reminiscencias culturales. Sorprende la madurez literaria en un autor tan joven (1981) que parece haber preferido esperar para publicar con la solidez de un poeta veterano. Tomás Rodríguez Reyes, de cuya sed de lecturas y conocimientos da buena prueba su blog, ha meditado cada verso como si fuera el último -o el primero- logrando un clima unitario y reflexivo que invita a la relectura y al gozo en soledad.
París y otras ciudades encontradas. Antonio Ferres (Gadir). La editorial madrileña viene rescatando y alumbrando desde hace algunos años buena parte de la obra de Antonio Ferres (Madrid, 1924), poeta y narrador al que nunca se la ha hecho verdadera justicia a pesar de obtener premios como el Ciudad de Barcelona o el Villa de Madrid. Su último poemario, homenaje a Las ciudades invisibles de Calvino, es una delicia para los sentidos, un revolcón -valga la expresión- de nostalgia a través de paisajes, evocaciones y amores pasados que, gracias a la sucesión vertiginosa de imágenes que prescinden de los signos de puntuación, consiguen prender en nosotros con el ramalazo de una hoguera siempre candente: "Hay un poema perdido / en el cual tú y yo / hemos venido a contemplar el mar sin fin. / Sólo esta orilla florida / donde estamos / juntos sin que seas mía / sin que yo sea tuyo nunca. / Sólo los ojos del mar / y de la tarde".
Desde julio de 2003, fecha de aparición de la traducción alemana, hasta febrero de 2006 La sombra del viento de Ruiz Zafón vendió algo más de un millón de ejemplares en el país germano. Son cifras difíciles de batir, pero la editorial Rowohlt va a apostar firme y decididamente por El mapa del tiempo de mi hermano Félix J. Palma, cuya campaña ya se puede ver por internet -el que sepa algo de alemán que nos cuente los detalles, por favor-, y eso que el libro no sale hasta septiembre. Félix no acaba de creérselo. Yo tampoco, pero intuyo que esta espiral no ha hecho más que empezar:
Me licencié en periodismo para ejercer el tiempo suficiente para no querer hacerlo más (en condiciones precarias, claro). Desde hace ocho años trabajo rodeado de mi verdadera pasión, los libros. Los vendo, los recomiendo y los ordeno. El tiempo libre me ha permitido escribir y publicar tres novelas, un libro sobre cine, algunos poemas y otros artilugios más o menos narrativos que quizá algún día vean la luz.