jueves, 14 de marzo de 2013

Walt Disney de cerca

La colección "Noema" de Turner nos sigue sorprendiendo para bien con sus propuestas. La elección de la figura de Walt Disney, más acostumbrada a ser objeto de estudio desde una perspectiva biográfico-artística -véanse al respecto, por ejemplo, los dos tomos de Jorge Fonte y Olga Mataix para T&B, o El arte de Walt Disney. De Mickey Mouse a Toy Story 3, de Ellen Weiss (Turner, 2011)-, podía parecer en principio un tanto alejada de su espectro temático, pero si hacemos bajar el mito a la tierra y nos centramos en el hombre, quizá la cosa no sea tan descabellada. Es más, podría ser hasta apasionante, como resulta a la postre el libro de Peter Stephan Jungk, que ha servido de base para la ópera homónima de Philip Glass recientemente estrenada. El americano perfecto no sólo disipa rumores sobre el americano más universal -su famosa criogenización, con cuya fantasía, una más, muchos crecimos-, sino que penetra con bisturí afilado en su concepción megalomaníaca y a su carácter maniático. Leyendo la seudobiografía de Jungk -porque en ella cuesta distinguir a veces lo ficticio de lo verdadero, y ese es uno de sus grandes atractivos- nos acordamos de otro gran personaje americano, el magnate Howard Hugues, y sus delirios enfermizos de grandeza.
Para lograr ese efecto adictivo, el autor maquina una estrategia narrativa a la que difícilmente puede sustraerse el lector: un antiguo empleado despedido fulminantemente por un asunto extralaboral tras realizar los bocetos de La bella durmiente decide tomarse la venganza por su mano investigando a fondo la figura del mesías norteamericano, acudiendo a uno de sus últimos homenajes en la ciudad de su infancia, y atacándole literalmente en compañía de su hijo tras entrar ilegalmente en su complejo recreativo buscando explicaciones y soltando toda la rabia acumulada durante años. Los que esperen, por tanto, encontrar una biografía al uso, se equivocan de cabo a rabo, ya que El americano perfecto se centra en la última década de vida de Disney, y desde la perpectiva inusual -atormentada, estrambótica, curiosa, sui generis, como quieran llamarla- de ese narrador que escribe en una primera persona que alterna la dureza de sus comentarios -no duda en calificar a Disney de homófobo, racista y misógino, entre otras lindezas- con una visión íntima de un personaje, ya enfermo, que estuvo hasta el último momento limando los detalles de su nuevo imperio de Orlando, y que, a pesar de tener el mundo en la palma de la mano, no pudo escapar de una muerte que sus familiares tampoco pudieron, o no quisieron, retrasar.
El libro de Peter Stephan Jungk es una auténtica caja de sorpresas, y en eso se parece también a las películas de Disney: fantasías animadas siempre con un pie en la realidad, transformando a los humanos en inocentes animalitos, y sus ambiciones, maldades o pureza de corazón, en sentimientos universales camuflados en historias inolvidables. Entre el mucho anecdotario a recordar, me quedo con la visita de Andy Warhol a Roy Disney que, cierta o falsa, sería merecedora por sí sola de un premio literario.

viernes, 8 de marzo de 2013

La mirada del profesor

Se ha hablado mucho estos días de las relaciones entre profesores y alumnos, de la normativa que debería regir en cuanto a disciplina y respeto entre los dos actores fundamentales de la comunicación académica. Todos tenemos la sensación de que las cosas, al menos en España, no son como antes, que a los profesores se les ha perdido el respeto y están atados de pies y manos para imponer una mínima disciplina y orden a unos alumnos ahora considerados intocables desde un punto de vista legal, cuestión ésta que se vuelve aún más espinosa y compleja si involucaramos al tercer actor en reserva de la ecuación, el progenitor. Sirva esta pequeña introducción para introducirnos en la tesis que plantea el último film del desaparecido Tony Kaye -quien nos sorprendió gratamente con una película que abordaba también en parte la vida escolar, American History X (1998), y que luego apenas se ha prodigado con algunos títulos invisibles en España y medio mundo-, un interesante drama sobre el socorrido tema de la educación en centros de enseñanza conflictivos, y que a lo largo de la historia cinematográfica ha arrojado resultados de distinto pelaje: Semilla de maldad (1955), Rebelión en las aulas (1967), Mentes peligrosas (1996), La clase (2008), etc.
El profesor es en esta ocasión un maestro suplente que rota de centro en centro para cubrir temporalmente los huecos dejados por sus colegas. Incorporado por el casi siempre solvente Adrien Brody, y curtido ya en mil batallas, el protagonista de la cinta, consciente de su condición de permanente tránsito, trata de mantener la distancia con el problemático alumnado de un instituto de una zona deprimida norteamericana, pero por otro lado no puede evitar realizar bien su trabajo, con lo cual se gana la simpatía de algunos de sus alumnos necesitados especialmente de afecto, algo que muchas veces suele acarrear problemas. Sin embargo, la película de Tony Kaye no se queda en las diatribas personales del maestro encarnado por Brody, sino que la compara con las diferentes actitudes exhibidas por el resto del personal docente, y que oscilan entre la desesperación, el pasotismo, la resignación o el positivismo, mostrando en líneas generales un panorama bastante deprimente de la enseñanza. A ello tenemos que añadir el relato paralelo de la relación educativa que se establece entre el protagonista y una joven a la que rescata de la prostitución callejera, así como el de la agonía irremisible de su abuelo, enfermo de alzheimer. Los tres núcleos narrativos se engarzan armónicamente pare crear un clima genérico de tristeza pero en el que habita cierto hálito de esperanza por cambiar las cosas. La puesta en escena de Kaye se apoya también en originales recursos visuales basados en dibujos que ilustran sintéticamente las diferentes situaciones que se van presentando.
A pesar de no llegar a la altura de su primer y mejor trabajo hasta la fecha, El profesor es una película nada despreciable que contiene mucha más profundidad de la que podría intuirse en un principio.

viernes, 1 de marzo de 2013

Funambulista de la palabra

No hace mucho hablé aquí de la honda impresión que me había causado el libro de Benjamín Prado Pura lógica. Ahora tengo la ocasión de hacer lo propio con otro de los grandes aforistas de nuestro país. Carlos Marzal publica La arquitectura del aire (Tusquets, 2013), un abultado libro de más de mil aforismos repartidos en diez capítulos, muchos de los cuales proceden de su muy recomendable blog País portátil, especializado en esa suerte de género tan exigente. Con una portada que muestra un collage preparado ex profeso por otro gran prestidigitador de palabras, Felipe Benítez Reyes, el libro de Marzal, que contentará a sus seguidores mientras tratan de adivinar su próxima jugada -poemario, novela, relatos...-, es un peligroso bebedizo que causa adicción y puede llevarnos facilmente al empacho, al abotargamiento de nuestros sentidos. Es recomendable leerlo por capítulos, tal como el autor nos lo presenta, división sustentada en sutiles líneas temáticas que se van, podríamos decir, retroalimentando, jugando con las posibilidades que ofrece el hallazgo, como si se tratara, y esto ya es rizar el rizo, de una conjugación del aforismo. Valga una muestra encadenada: "El placer de renunciar al placer", "El placer absurdo de renunciar al placer", "El placer absurdo de renunciar al placer del absurdo", "No existen los placeres absurdos".
Detrás de la mayoría de los aforismos de Marzal -siempre hay alguno más juguetón o con una resolución más obvia- se esconde una gran carga de profundidad, que bascula entre variadas expresiones, lo solemne -"La conciencia desarrolla su óxido y su verdin"-, lo trágico -"Temo que no encontraré el momento para despedirme del mundo"-, lo divertido -"Los tondos que nos aprecian nos lo ponen un poco más difícil"- o el sentimiento de nostalgia -"Perdemos cosas para regalárselas a nadie"-. Pero, como en todo gran aforista, siempre brilla ese mágico equilibrio de la lógica aplastante y la exhibición estética. Marzal afina el oído y la pluma para encontrar esa resolución que alarga la vida del aforismo y lo aleja del mero formalismo verbal, del juego festivo pero vacuo. Sería imposible enumerar aquí las muestras más brillantes de un repertorio tan exquisito y variopinto, pero me resisto a dejar de transcribir algunos que me han provocado ese temblor que sólo sabría describir el propio Marzal: "Vivir en ensayar resurrecciones", "Estamos escritos con tinta: y luego llueve", "Vivir es disponerse a que todo se nos quiebre", "El que no espera sorpresas no sabe lo que le espera".

domingo, 24 de febrero de 2013

El estribillo de la autopista

Julio de la Rosa tiene cuarenta años, sí, pero ya le ha dado tiempo de vivir varias vidas, algunas pasadas como la de sus proyectos musicales El hombre burbuja y Fantasma #3, y otras paralelas, repartidas en sus distintas y perfectamente compatibles facetas de escritor, músico independiente -su último trabajo, Pequeños trastornos sin importancia- y compositor de bandas sonoras para el cine y la televisión -entre las primeras, una decena de títulos con El amor no es lo que era como próximo estreno, y entre las segundas, canciones pegadizas para series como Física y Química o El síndrome de Ulises-. La editorial de su último libro y primera novela, la estupenda Tropo Editores, no ha perdido la oportunidad de calificarle como un hombre del Renacimiento, y es que Julio puede pasar de versionar a Marisol, Leonard Cohen o Echo&The Bunnymen, a escribir dos libritos de prosas cortas y contundentes -fogonazos de pura rabia que hablan de la vida misma- o una novela sobre un tipo encerrado en la cabina de peaje de una autopista, ese trabajo que muchos conductores hemos asociado a una tumba vital y algunos escritores hemos envidiado secretamente.
Al protagonista de Peaje nos lo imaginamos con los rasgos físicos de Julio de la Rosa, aunque él nunca haya trabajado en algo tan mecánico e impropio de alguien tan creativo e inquieto. Sin embargo, sus reflexiones, su modo de conducirse, y algunos detalles filtrados de su vida personal, bastan para convencernos de que Julio ha puesto mucho de sí en Jose, un ser descreído, dueño de un observatorio privilegiado que le permite fantasear sobre las vidas ajenas y construir microrrelatos con un fondo de verdad. Jose no se limita a cobrar el peaje, sino que interactúa con los usuarios, ganándose reprimendas, respuestas ingeniosas o incluso algún que otro polvo. De la Rosa parece querer decirnos que un trabajo tan anodino y deprimente sólo puede combatirse con muchas dosis de optimismo y continuas escaramuzas al universo privado, capaz de combinar la realidad palpable de las esquelas -uno de sus grandes antídotos contra la depresión- con la ficción, a veces surrealista pero también plausible, de las vidas de los otros.
Para su interesante propuesta, el autor de Diez años foca en un circo elige el ensamblaje adecuado, una prosa rápida, casi vertiginosa, que alterna pensamiento y diálogo -con los otros, con uno mismo- en el interior de una canción, una melodía, que se repite insistentemente con machaconería: "seis cuarenta, por favor, seis cuarenta, gracias...". No podía esperarse otra cosa de alguien que vive la música desde dentro.

jueves, 21 de febrero de 2013

Django

Que Tarantino, cinéfilo empedernido y contumaz revisitador de géneros clásicos, tenía que hacer un western tarde o temprano, parecía estar claro. Pero había más dudas de que pudiera conseguir una de sus mejores películas hasta la fecha. Desde sus primeras imágenes, con esa música que evoca el tono de los westerns crepusculares y de los mejores spaghettis y la celebrada escena del rescate de los esclavos, Django desencadenado arrastra, como las cadenas de los presos por el árido desierto, visos de gran clásico. La presentación de los dos principales protagonistas -el esclavo irreductible que sueña con rescatar a su amada y el falso dentista cazarecompensas- es poco menos que espectacular siguiendo por los mismos derroteros durante la primera mitad de su metraje, en la que el sacamuelas le enseña a Django su oficio y éste, al mismo tiempo que se revela como un tirador excelente, se autoconvence de que en el salvaje Oeste ese es el único camino para el héroe. Con tiempo para introducir sus habituales escenas de diálogos surrealistas -en este caso, la del Ku Klux Klan- Tarantino hace evidentes las relecturas de mitos engarzadas en la narración -y que rebasan la del personaje homónimo que interpretaron entre otros Franco Nero, aquí con un cameo a modo de homenaje-: la de los Nibelungos explicada de viva voz con ese Django/Sigfrido arropado con vitola de invencible, y la más soterrada de Prometeo Desencadenado, con la criatura (Django) que vuelve a la vida dotado de una fuerza incontrolable gracias a los esfuerzos de su creador, el doctor Frankenstein/Dr. King Schultz, y que también puede interpretarse en los términos de esclavo y amo. A ellas habría que sumar el mensaje antiesclavista de una película cuya acción se sitúa dos años antes de la guerra civil americana que supondría la abolición de la esclavitud.
Logrando que la acción no decaiga en ningún momento, y acompañándola de una música especialmente bien insertada y ciertos recursos visuales a modo de homenaje -la imagen granulosa de los flashbacks, las sobreimpresiones-, el creador de Pulp Fiction hace que nos preguntemos a mitad de película si ésta todavía puede mejorar. Y a fe mía que lo consigue con la aparición del personaje de Calvin Candie (un Leonardo DiCaprio inconmensurable), el malvado de la historia que retiene en su harén-séquito a la amada de Django. Toda la segunda parte de la película, que discurre en la mansión de éste y en el camino hacia ella, alcanza si cabe a superar el itinerario magistral por el que Tarantino nos había conducido hasta entonces. Los homenajes y reciclajes se van acumulando. Es turno ahora del Mandingo de Richard Fleisher, o de ese Último tren de Gun Hill donde la casa, las cuatro paredes, parecían erigirse en un símbolo de expiación de la culpa, de regeneración del héroe a través de la sádica venganza. Además de albergar el tiroteo celebrado ya como uno de los mejores de la historia del cine, esta segunda parte de la película atesora muchos más logros: la encarnación de Samuel L. Jackon como el pérfido sirviente de Candie que dinamita el desenlace, la espléndida secuencia del comedor en la que DiCaprio dilata su descubrimiento, o el romántico reencuentro de la pareja, resuelta con envidiable estilo y sutileza.
Quizá porque piensa que ya se ha dejado la piel llegando al límite de sus posibilidades, Tarantino se descuelga al final con una propina para la galería con ese baile del caballo de Django más propio casi de un cartoon. A esas alturas de la película ya no nos molesta, casi se lo agradecemos como nota anecdótica, igual que su breve papel como cuatrero desnortado. La lección de cine que nos ha ofrecido merece esa mínima mirada al ombligo que otros practican durante noventa minutos o lo que se tercie.

viernes, 15 de febrero de 2013

Salmones remontando

La pesca del salmón en Yemen, de Paul Torday, fue la típica novela cuya prestancia creció con el boca a boca de sus lectores hasta convertirse en ese libro de fondo que ansían colocar en las librerías todos los escritores. La versión cinematográfica dirigida por el casi siempre amable y bien afincado en la industria norteamericana Lasse Hallström -en su haber, títulos como ¿A quién ama Gilbert Grape?, Chocolat, Casanova, Las normas de la casa de la sidra, Querido John o Una vida por delante- no ha despertado el mismo entusiasmo, pero sin duda responde a ese estilo correcto y algo almibarado que se ha convertido en marca de fábrica del realizador sueco. Al igual que sucedía en anteriores trabajos de Hallström, los principales recursos dramáticos se apoyan en la fortaleza de algunos actores, quienes logran -como se diría vulgarmente- echarse encima la película para otorgarle ese plus de viveza y expresividad que la saquen de esa atonía y ese color grisáceo y otoñal que suele tener el cine del director. En esta ocasión asumen esa labor Ewan McGregor y Kristin Scott Thomas, ambos geniales en sus respectivos papeles, él un científico de vida cuadriculada y desapasionada cuyos sentimientos más profundos salen a la luz al conocer al personaje encarnado por Emily Blunt, y ella una jefa de prensa proactiva que nos recuerda a cualquiera de los que poblaban la magnífica In the loop. Sin el trabajo de ambos, la sorprendente historia que se narra en La pesca del salmón en Yemen lo hubiera sido, nunca mejor dicho, sobre el papel, pero no sobre la gran pantalla. O dicho de otro modo, los salmones nunca hubieran remontado río arriba.

viernes, 8 de febrero de 2013

Ámame o déjame

La editorial RBA parece haberse hecho con los derechos en España de mi querido Alain de Botton, después de que pasara por los catálogos de Grupo Zeta, Itaca y Random House. Tras publicar su último ensayo, Religión para ateos, ha comenzado a reeditar algunos de sus primeros títulos ya descatalogados y de difícil adquisición. Primero fue Cómo cambiar tu vida con Proust y ahora Del amor, libro que un servidor ha tratado de localizar por activa y por pasiva en el mercado de segunda mano sin éxito. Se podría decir que, junto a El placer de sufrir (Ediciones B, 1996) y Beso a ciegas (Ediciones B, 1999), Del amor conforma en la obra del autor suizo una trilogía de las relaciones sentimentales, un intenso caleidoscopio sobre ese sentimiento universal tan dado al misterio y a la inescrutabilidad. En los tres títulos citados el vehículo elegido por De Botton es similar: narrar la relación de una pareja desde que se conocen hasta que se produce la ruptura. En Del amor el autor opta por la primera persona, como si se dedicara a contar -nunca sabremos qué hay de verdad en ello- la relación que mantuvo tiempo atrás con una joven que arribó a su vida para desestabilizar todo su universo y someterle a una profunda introspección, cuyo resultado y frutos son arrojados en el presente libro. Con su habitual maestría para reflexionar sobre la gradación de los sentimientos, sobre los pequeños detalles que aparentan invisibilidad a lo largo de una relación -pero que a la postre son fundamentales para explicar muchas cosas-, De Botton disecciona con bisturí de cirujano ese corazón que tantos problemas nos da, logrando momentos que alternan la seriedad con lo cómico, lo trascendente con lo banal y, por supuesto, la euforia con la desesperación. Los que en su día no pudieron leerlo tienen ahora una magnífica oportunidad para completar la espléndida bibliografía del autor, y para los que se acercan por primera vez a su obra, éste puede ser un excelente inicio.