viernes, 12 de abril de 2013

The Reader´s diary (XV)

Año 1895. Faltaba poco tiempo para que los hermanos Lumiérè presentaran en público el cinematógrafo. Los inventos se sucedían, el vértigo industrial era una realidad y todas las ilusiones amenazaban con hacerse posibles, incluso los viajes en el tiempo. H.G. Wells, un joven nacido en el condado de Kent que aún no había cumplido los treinta años, era consciente de ello y con su primera novela, La máquina del tiempo, conectaba de lleno con las aspiraciones del hombre moderno, convirtiéndose en el padre de la ciencia ficción contemporánea. Antes de que entre el siglo XX, Wells, enfebrecido de literatura, consigue su póker de obras maestras en el irrisorio espacio de cuatros años, a razón de una novela anual. A las singladuras espaciotemporales le seguirán La isla del doctor Moreau (1896), El hombre invisible (1897) y La guerra de los mundos (1898), cada una de las cuales cimenta su fama y convencen a sus incondicionales lectores de que podría morir tranquilo después de tal derroche de imaginación.
Han pasado más de cien años desde entonces, y ahora RBA ha tenido la brillante idea de reunir el célebre cuarteto en un solo volumen de su colección dedicada al género fantástico. Los que se acerquen por primera vez a los textos originales de Wells, tras visionar alguna de las numerosas adaptaciones cinematográficas de cualquiera de ellas, no se sentirán defraudados; muy al contrario, como sucedía en buena parte de las novelas de otro adelantado a su tiempo, Julio Verne, se quedará fascinado por la anticipación de sus visiones, la progresión dramática de sus relatos, la rica imaginería descriptiva, su habilidad para hacer verosímiles situaciones que a priori podrían resultar desconcertantes para un lector de la era victoriana.
Más de un pie en el fantástico pone también el granadino Ángel Olgoso en su nueva colección de relatos, Las frutas de la luna (Menoscuarto, 2013), una veintena de piezas de verdadera orfebrería narrativa -Olgoso es de los pocos autores españoles que a día de hoy cincela cada palabra como si de cada una de ellas dependiera el éxito del resultado final- que le confirman, por si alguien todavía tenía dudas, como uno de los cuentistas imprescindibles del panorama literario actual, aunque sobre él siga pesando la no siempre agradecida losa del autor de culto y silencioso, cuestión ésta a la que tiene el arrojo de dedicarle un divertido relato. No es el único en el que el autor decide personarse en el libro, pues también aparece como el autor de una carta verdaderamente especial.
Resulta difícil elegir algún relato de los libros de Olgoso, porque es de los pocos escritores que consigue que casi todos los cuentos brillen a la misma altura, ya sea en las dimensiones del microrrelato -recordemos La máquina de languidecer, que ya comenté por aquí- o en las más vastas del relato de largo aliento. Atmósferas malsanas, reinos de otro tiempo, fábulas morales o religiosas, fenómenos extraños, seudobiografías de artistas, parábolas... el espectro temático y estilístico de Olgoso parece infinito, pero al mismo tiempo se erige en un universo homogéneo perfectamente reconocible para sus seguidores. Para los que aún recelen de estas alabanzas, les recomiendo empezar el libro por el relato titulado Designaciones, un verdadero prodigio de concisión narrativa que desborda los límites del concepto de doble lectura.
¿Podría haber también una doble lectura en las curiosas peripecias que vive el protagonista de Yo, precario (Libros del Lince, 2013)? Creo que no, su itinerario de trabajos mal pagados y un tanto denigrantes parece hablar por sí mismo para darle una bofetada al sistema, esa crisis a la que ya nos hemos acostumbrado, y que obliga a treinteañeros sin empleo fijo a disfrazarse de chocolatina padeciendo un calor insoportable, a repartir propaganda de una compañía de telefonía móvil de tarifas abusivas, o a coger un megáfono para animar a los asistentes a los partidos de la selección española de fútbol. Sí habría una lectura paralela entre el personaje y el autor, Javier López Menacho, quien ha recreado algunas de sus más aparatosas experiencias profesionales como reflejo de la endémica penuria laboral que persigue a un importante sector de la población de nuestro país. El mérito del autor estriba en contarlo no sólo de forma divertida -con estos mimbres parecería difícil no hacerlo-, sino en saber reírse de sí mismo aportando una buena carga de literatura y reflexión que hallará muchas miradas cómplices. Será interesante esperar al siguiente libro del autor, para confirmar su valía frente a un tema que no se agote en sí mismo como en este caso.

viernes, 5 de abril de 2013

Escribir desde dentro

Si no he contabilizado mal, En la casa supone la decimotercera incursión del reputado cineasta François Ozon (París, 1967) en la dirección, exceptuando cortos, mediometrajes, documentales y otras experiencias tras la cámara. Su deliberada apuesta por hacer un cine diferente en un país que se ha caracterizado como ningún otro por defender su industria, y su desidia hacia los cantos de sirena del gigante norteamericano, le han convertido además en un tipo simpático, un realizador que se ha ganado el respeto de la crítica con una buena cosecha de nominaciones y premios, entre los que aún falta la esquiva nominación al Oscar de Película Extranjera. Si el momento álgido en su trayectoria lo representaban hasta ahora las consecutivas Ocho mujeres (2002) y Swimming pool (2003), podemos aventurar que Ozon ha alcanzado de nuevo una coyuntura feliz que puede reportarle nuevos logros en un futuro no muy lejano, además de nuevas ofertas tentadoras de la industria hollywoodiense.
No son pocas las películas que han abordado la compleja relación del escritor con su obra literaria. Entre los ejemplos más recientes se encuentran El escritor (2010) o El ladrón de palabras (2012). Sin embargo, si alguna película podría admitirse como ligeramente próxima al espíritu de En la casa ésa sería Descubriendo a Forrester (2000), la cinta con la que Gus Van Sant estrechaba lazos entre un escritor olvidado y casi de culto con un chaval de extracción humilde con gran talento literario. En la película de Ozon la relación se establece entre un profesor -que en su día también publicó una novela de la que se arrepiente- y un alumno aventajado, para quien escribir supone no sólo una catarsis para su soledad y desamparo, sino también una forma de conquistar imaginariamente la vida que ambiciona: la casa y, por extensión, la familia de su mejor amigo. La imposibilidad de distinguir en su mente la realidad y la ficción, el deseo de la aplastante mediocridad diaria, le sumergen en una peligrosa espiral que acaba contagiando a su profesor -adicto a sus escritos por su propia frustración y su inconfesable voyeurismo- y a la propia cámara, que acaba siendo partícipe directa de la plasmación literaria de su obsesión, dejándonos siempre la duda de si las escenas narradas son reales o suceden sólo en la desaforada mente del joven y seductor estudiante, excelente creación por cierto de Ernst Umhauer.
En la casa consigue meternos literalmente de lleno en la cabeza de su maquiavélico protagonista, atesorando diálogos y hallazgos visuales de gran calado que nos recuerdan a los grandes momentos y a las atmósferas opresivas de un Haneke en estado de gracia. Sin duda una de las películas europeas del año.

miércoles, 27 de marzo de 2013

Bibliomanía

Se cumplen ahora prácticamente dos años desde que alabé en este mismo espacio las excelencias de la novela Habitaciones cerradas de Care Santos. Decía contarme entonces entre los amigos y seguidores fervientes de la narradora de Mataró y que, junto a mi hermano Félix J., compartía la desazón o perplejidad de que sus días tuvieran más horas que los nuestros. Tras la lectura de El aire que respiras ambos hemos decidido crear el club oficial de "odiadores y envidiosos de Care Santos", cuyas actividades se centrarán en pregonar a los cuatro vientos -social media incluido, por supuesto, hay que adaptarse a los tiempos- las malévolas artes de Care para hacerlo todo bien sin descomponerse lo más mínimo. Repartiremos chapas y dianas entre los afiliados, organizaremos viajes en autobús para "reventar" sus presentaciones, y le buscaremos hijos ilegítimos para desprestigiar su imagen de madre perfecta o "supermami" como a ella misma le gusta llamarse.
Como conozco a Care desde hace muchos años -allá por 1999, cuando se hizo con el Ateneo Joven de Sevilla con Trigal con cuervos (ese mismo premio al que me presenté en alguna ocasión, maldita sea, tranquilizáte, Carlos, me dice mi hermano, que tu corazón está delicado)-, creo que no hará falta aclarar la ironía de estas palabras, así que lo hago para los que me conocen poco y no se han acercado todavía por esta bitácora.
El aire que respiras es otro puntal en la bibliografía de la autora catalana, cuyo cuatro estadístico se ha acostumbrado ya a rebasar ciertos picos de intensidad. Amiga de archivos, hemerotecas y cualquier fuente que pueda proporcionarle información sobre el germen literario que crece imparable en su mente, Care da con su última criatura un nuevo paso para recrear la historia de la Cataluña contemporánea, permitiéndose incluso alguna referencia directa -a sus lectores no se les pasará seguro- a un personaje de su novela precedente, exhibiendo esa seguridad en su corpus narrativo y también, por qué no decirlo, ese cariño ilimitado hacia sus protagonistas, que demuestran otros escritores actuales como Antonio Soler o mi propio hermano. Ciertamente, si el personaje es jugoso y en su día nos arrebató algo de nosotros mismos, por qué no darle una nueva oportunidad literaria rindiéndole un merecido homenaje.
Anécdotas aparte, El aire que respiras, título prestado de un verso de la autora extremeña Carolina Coronado, quien también tiene su pequeño papel en la función, vuelve a demostrar la extraordinaria habilidad de Care para armar un puzzle gigantesco con una argamasa narrativa exquisita que va uniendo las piezas como por ensalmo, acrecentando nuestra sensación de que a la autora de Los que rugen le quedan pocos retos por superar. Con el punto de partida de una misteriosa carpeta con curiosos documentos, la protagonista -trasunto de Care con su propia investigación previa- se zambulle en una Barcelona muy distinta a la actual -¿o quizá no tanto?- que aprovecha para recrear con detalle sin perder en ningún momento el hilo de la historia principal, una Barcelona en la que el clero comenzaba a perder sus privilegios, las diferencias sociales eran abismales, y unos pocos se dejaban la vida buscando ese libro que le permitiera vivir en paz. Realidad y ficción, acontecimientos y personajes reales, inventados y transformados, caminan de la mano en un apasionante viaje en el tiempo en el que la protagonista se concede incluso un breve desfogue amoroso entre reliquias bibliográficas -si uno fuera un autor más conocido, podría pensar que Care también le ha querido rendir homenaje a su "polvo" libresco de Tren de cercanías, pero creo que me voy a quedar con las ganas- como parte inevitable de la obsesión que la mueve.
Cartas cruzadas entre los personajes -impagable la mantenida entre el mandamás Pérez de León y el ¿clérigo?, con muchas indirectas a la iglesia y mucho también de homenaje a la venganza de El conde de Montecristo-, biografías inventadas o seudorecreadas en libros que algunos querríamos que existieran, cambio de voces narrativas o diarios escritos al filo del abismo son algunos de los recursos de la autora para ir trenzando una historia poblada de episodios curiosos que podrían ser fuente de nuevas historias, caso del grupo de "los sabios", cuyos coqueteos con la muerte y el más allá me han recordado las protagonizadas por Fernando Villalón y sus compañeros en la espléndida Hijos del mediodía de Eva Díaz Pérez.
No sé si Care se lo había propuesto al escribirla, pero me temo que su club de "odiadores" seguirá creciendo como la espuma.

viernes, 22 de marzo de 2013

Delicadas y extrañas

No sé si habré comentado ya en este blog que mis hábitos para tratar de estar al día de la actualidad cinematográfica parecen ir contra el signo de los tiempos. Frente a las descargas directas o a los visionados online que permite internet, me he refugiado en las bondades que ofrece un servicio que lleva varios años en vías de extinción, pero que se resiste a desaparecer a pesar de la difícil coyuntura que atraviesa el negocio de la exhibición cinematográfica. Sí, como ya hice en los años 80 en mi época adolescente y juvenil, he encontrado en el videoclub la posibilidad de repescar títulos que no he podido ver en la pantalla grande por falta de tiempo, escasa permanencia en cartel o la más directa invisiblidad. A quien no frecuente ya estas imitaciones postizas de las salas de cine le resultará de utilidad saber que el intervalo -antes exagerado- que media entre una película que se retira de los cines y su entrada en el videoclub es cada vez más corto, pudiendo producirse incluso que la misma película esté en el multicines y el videoclub al mismo tiempo. Está claro que los avances de las nuevas tecnologías y el top manta han contribuido a reducir los tiempos, lo que permite al cinéfilo seleccionar mejor los títulos que prefiere ver en la pantalla grande.
Gracias a ello, y a que el videoclub que frecuento suele estar muy bien surtido, he podido recuperar recientemente dos películas que se me pasaron por alto en su día: Moonrise Kingdom y La delicadeza. La primera es la séptima película del inclasificable Wes Anderson, quien ahora rueda la a priori apetecible The Grand Budapest Hotel. De sus anteriores trabajos sólo he podido ver la divertida Life aquatic (2004), que ya tenía en su reparto a algunos de sus actores fetiche, como Bill Murray, Owen Wilson y Cate Blanchett. Es difícil definir el estilo de Anderson, que parece oscilar entre un humor absurdo y una iconografía visual poderosa, con protagonistas que se sitúan siempre en el lado opuesto a lo convencional. Moonrise Kingdom es brillante. Apabulla desde su inicio, con esos planos que van descubriendo la extraña casa en la que vive la familia de la joven protagonista. No lo es menos la hilarante descripción del campamento de scouts que dirige un espléndido Edward Norton -un tanto perdido últimamente en la elección de sus papeles-, y el sorprendente hallazgo de la desaparición voluntaria de uno de sus cachorros. El viaje iniciático y aventurero que emprende la insólita pareja protagonista se alterna magníficamente con la persecución de las diferentes partes implicadas: la familia, el policía interpretado por Bruce Willis o los propios scouts, algunas de cuyas escenas parecen rendir un homenaje soterrado a los chicos de "Our Gang", conocidos en nuestro país como "La Pandilla". Los momentos magníficos se acumulan, menudeando los diálogos absurdos y las situaciones imposibles, logrando que una cinta aparentemente menor aproveche todas sus virtudes para alcanzar una estatura inesperada.

La delicadeza se sitúa en un plano muy distinto, aunque sus virtudes no le van a la zaga. Es muy habitual que un novelista adapte su propia creación, pero ya es más raro que se ponga tras las cámaras, que suponga su debut en el largometraje -David Foenkinos ya había rodado un corto anterior, también con su hermano, conocido director de casting-, y sobre todo, que salga triunfador del envite. Todo esto lo consigue el multipremiado escritor francés con una historia intimista, de esas que levantan el ánimo y advierten que, pese a todo y para quienes a veces lo olvidamos, la vida siempre merece la pena vivirse. La joven interpretada por Audrey Tatou -que no suele prodigarse en exceso- recibe el inesperado varapalo de la muerte de su marido, con quien estaba unida de una forma apasionada. Tras varios años de volcarse en su trabajo y aislarse socialmente, conoce a un compañero sueco que la anima a salir de su atolladero emocional y darse una nueva oportunidad a sí misma gracias a un carácter comprensivo y a una gran riqueza humana que no todos ven. La película evita refugiarse en ese París de postal turística para conducirnos al interior del corazón del personaje de Nathalie, ese que el nórdico Markus Lundl (François Damiens) dice haber encontrado en el hermoso final de la cinta.

jueves, 14 de marzo de 2013

Walt Disney de cerca

La colección "Noema" de Turner nos sigue sorprendiendo para bien con sus propuestas. La elección de la figura de Walt Disney, más acostumbrada a ser objeto de estudio desde una perspectiva biográfico-artística -véanse al respecto, por ejemplo, los dos tomos de Jorge Fonte y Olga Mataix para T&B, o El arte de Walt Disney. De Mickey Mouse a Toy Story 3, de Ellen Weiss (Turner, 2011)-, podía parecer en principio un tanto alejada de su espectro temático, pero si hacemos bajar el mito a la tierra y nos centramos en el hombre, quizá la cosa no sea tan descabellada. Es más, podría ser hasta apasionante, como resulta a la postre el libro de Peter Stephan Jungk, que ha servido de base para la ópera homónima de Philip Glass recientemente estrenada. El americano perfecto no sólo disipa rumores sobre el americano más universal -su famosa criogenización, con cuya fantasía, una más, muchos crecimos-, sino que penetra con bisturí afilado en su concepción megalomaníaca y a su carácter maniático. Leyendo la seudobiografía de Jungk -porque en ella cuesta distinguir a veces lo ficticio de lo verdadero, y ese es uno de sus grandes atractivos- nos acordamos de otro gran personaje americano, el magnate Howard Hugues, y sus delirios enfermizos de grandeza.
Para lograr ese efecto adictivo, el autor maquina una estrategia narrativa a la que difícilmente puede sustraerse el lector: un antiguo empleado despedido fulminantemente por un asunto extralaboral tras realizar los bocetos de La bella durmiente decide tomarse la venganza por su mano investigando a fondo la figura del mesías norteamericano, acudiendo a uno de sus últimos homenajes en la ciudad de su infancia, y atacándole literalmente en compañía de su hijo tras entrar ilegalmente en su complejo recreativo buscando explicaciones y soltando toda la rabia acumulada durante años. Los que esperen, por tanto, encontrar una biografía al uso, se equivocan de cabo a rabo, ya que El americano perfecto se centra en la última década de vida de Disney, y desde la perpectiva inusual -atormentada, estrambótica, curiosa, sui generis, como quieran llamarla- de ese narrador que escribe en una primera persona que alterna la dureza de sus comentarios -no duda en calificar a Disney de homófobo, racista y misógino, entre otras lindezas- con una visión íntima de un personaje, ya enfermo, que estuvo hasta el último momento limando los detalles de su nuevo imperio de Orlando, y que, a pesar de tener el mundo en la palma de la mano, no pudo escapar de una muerte que sus familiares tampoco pudieron, o no quisieron, retrasar.
El libro de Peter Stephan Jungk es una auténtica caja de sorpresas, y en eso se parece también a las películas de Disney: fantasías animadas siempre con un pie en la realidad, transformando a los humanos en inocentes animalitos, y sus ambiciones, maldades o pureza de corazón, en sentimientos universales camuflados en historias inolvidables. Entre el mucho anecdotario a recordar, me quedo con la visita de Andy Warhol a Roy Disney que, cierta o falsa, sería merecedora por sí sola de un premio literario.

viernes, 8 de marzo de 2013

La mirada del profesor

Se ha hablado mucho estos días de las relaciones entre profesores y alumnos, de la normativa que debería regir en cuanto a disciplina y respeto entre los dos actores fundamentales de la comunicación académica. Todos tenemos la sensación de que las cosas, al menos en España, no son como antes, que a los profesores se les ha perdido el respeto y están atados de pies y manos para imponer una mínima disciplina y orden a unos alumnos ahora considerados intocables desde un punto de vista legal, cuestión ésta que se vuelve aún más espinosa y compleja si involucaramos al tercer actor en reserva de la ecuación, el progenitor. Sirva esta pequeña introducción para introducirnos en la tesis que plantea el último film del desaparecido Tony Kaye -quien nos sorprendió gratamente con una película que abordaba también en parte la vida escolar, American History X (1998), y que luego apenas se ha prodigado con algunos títulos invisibles en España y medio mundo-, un interesante drama sobre el socorrido tema de la educación en centros de enseñanza conflictivos, y que a lo largo de la historia cinematográfica ha arrojado resultados de distinto pelaje: Semilla de maldad (1955), Rebelión en las aulas (1967), Mentes peligrosas (1996), La clase (2008), etc.
El profesor es en esta ocasión un maestro suplente que rota de centro en centro para cubrir temporalmente los huecos dejados por sus colegas. Incorporado por el casi siempre solvente Adrien Brody, y curtido ya en mil batallas, el protagonista de la cinta, consciente de su condición de permanente tránsito, trata de mantener la distancia con el problemático alumnado de un instituto de una zona deprimida norteamericana, pero por otro lado no puede evitar realizar bien su trabajo, con lo cual se gana la simpatía de algunos de sus alumnos necesitados especialmente de afecto, algo que muchas veces suele acarrear problemas. Sin embargo, la película de Tony Kaye no se queda en las diatribas personales del maestro encarnado por Brody, sino que la compara con las diferentes actitudes exhibidas por el resto del personal docente, y que oscilan entre la desesperación, el pasotismo, la resignación o el positivismo, mostrando en líneas generales un panorama bastante deprimente de la enseñanza. A ello tenemos que añadir el relato paralelo de la relación educativa que se establece entre el protagonista y una joven a la que rescata de la prostitución callejera, así como el de la agonía irremisible de su abuelo, enfermo de alzheimer. Los tres núcleos narrativos se engarzan armónicamente pare crear un clima genérico de tristeza pero en el que habita cierto hálito de esperanza por cambiar las cosas. La puesta en escena de Kaye se apoya también en originales recursos visuales basados en dibujos que ilustran sintéticamente las diferentes situaciones que se van presentando.
A pesar de no llegar a la altura de su primer y mejor trabajo hasta la fecha, El profesor es una película nada despreciable que contiene mucha más profundidad de la que podría intuirse en un principio.

viernes, 1 de marzo de 2013

Funambulista de la palabra

No hace mucho hablé aquí de la honda impresión que me había causado el libro de Benjamín Prado Pura lógica. Ahora tengo la ocasión de hacer lo propio con otro de los grandes aforistas de nuestro país. Carlos Marzal publica La arquitectura del aire (Tusquets, 2013), un abultado libro de más de mil aforismos repartidos en diez capítulos, muchos de los cuales proceden de su muy recomendable blog País portátil, especializado en esa suerte de género tan exigente. Con una portada que muestra un collage preparado ex profeso por otro gran prestidigitador de palabras, Felipe Benítez Reyes, el libro de Marzal, que contentará a sus seguidores mientras tratan de adivinar su próxima jugada -poemario, novela, relatos...-, es un peligroso bebedizo que causa adicción y puede llevarnos facilmente al empacho, al abotargamiento de nuestros sentidos. Es recomendable leerlo por capítulos, tal como el autor nos lo presenta, división sustentada en sutiles líneas temáticas que se van, podríamos decir, retroalimentando, jugando con las posibilidades que ofrece el hallazgo, como si se tratara, y esto ya es rizar el rizo, de una conjugación del aforismo. Valga una muestra encadenada: "El placer de renunciar al placer", "El placer absurdo de renunciar al placer", "El placer absurdo de renunciar al placer del absurdo", "No existen los placeres absurdos".
Detrás de la mayoría de los aforismos de Marzal -siempre hay alguno más juguetón o con una resolución más obvia- se esconde una gran carga de profundidad, que bascula entre variadas expresiones, lo solemne -"La conciencia desarrolla su óxido y su verdin"-, lo trágico -"Temo que no encontraré el momento para despedirme del mundo"-, lo divertido -"Los tondos que nos aprecian nos lo ponen un poco más difícil"- o el sentimiento de nostalgia -"Perdemos cosas para regalárselas a nadie"-. Pero, como en todo gran aforista, siempre brilla ese mágico equilibrio de la lógica aplastante y la exhibición estética. Marzal afina el oído y la pluma para encontrar esa resolución que alarga la vida del aforismo y lo aleja del mero formalismo verbal, del juego festivo pero vacuo. Sería imposible enumerar aquí las muestras más brillantes de un repertorio tan exquisito y variopinto, pero me resisto a dejar de transcribir algunos que me han provocado ese temblor que sólo sabría describir el propio Marzal: "Vivir en ensayar resurrecciones", "Estamos escritos con tinta: y luego llueve", "Vivir es disponerse a que todo se nos quiebre", "El que no espera sorpresas no sabe lo que le espera".