jueves, 28 de mayo de 2009

Ah, el azar...


Me había pasado la tarde leyendo El cuaderno rojo y otros escritos desperdigados de Paul Auster en los que el escritor norteamericano nos cuenta sus sorprendentes contactos con el azar, tales como el prisionero y el vigilante de un campo de concentración nazi que se reencuentran al cabo de los años gracias a un posterior vínculo familiar o esa llamada telefónica que pregunta por uno de los personajes de la novela que está escribiendo. Ya sea por la notoria presencia de situaciones azarosas en su vida o por su propia predilección por el tema, lo cierto es que la narrativa de Paul Auster está atravesada de punta a punta por esas supuestas casualidades o hechos fortuitos que parecen sacados de la chistera de un mago y atentan contra lo verosímil. Mi mujer y yo habíamos quedado esa tarde con otro matrimonio. El domingo anterior había sido el cumpleaños de mi esposa, así que F. y M. aparecieron con una bolsa de un centro comercial en la que, bajo un primoroso envoltorio, se adivinaba la presencia de un libro. Mi mujer abrió el paquete y descubrió El libro de las ilusiones de Paul Auster. El caso es que nunca les había hablado antes a F. y a M. de mi afición por el autor de La música del azar y además el libro ya lo teníamos en nuestra biblioteca y lo había leído hacía escasamente un mes. Hacer cualquier comentario hubiera sido ridículo en esa situación, así que ambos optamos por mostrar nuestra mejor sonrisa y agradecer el detalle. Cuando he reflexionado sobre ello no dejo de sorprenderme de que entre todas las novedades del mercado literario, a F. y a M. se les ocurriera precisamente escoger el último libro de Paul Auster y, sobre todo, entregárnoslo esa misma tarde. Quizá algún día me decida a enviarle una carta a mi admirado colega para que tenga otra pieza que añadir a ese puzzle del azar que va construyendo cada día.

martes, 26 de mayo de 2009

Este sol de la infancia


Cuenta Enrique García-Máiquez en su prólogo a la antología poética del arcense Pedro Sevilla que él mismo ha preparado, Todo es para siempre (Renacimiento, 2009), que en una lectura poética a la que fue invitado en un pueblo de Cádiz tuvo que recitar los poemas de Pedro como suyos al confundir las bolsas de libros que llevaba preparadas. Nadie del público se percató del error -algo nada raro, según los tiempos lectores que corren- y Enrique salió fortalecido de un encuentro al que llegó con notable retraso. No sé si la anécdota será verdadera, ni si el público asistente -en su mayoría, chavales de instituto- hubiera disfrutado más con los versos de García-Máiquez que con los de Sevilla, pero lo que es seguro es que hacerse pasar por Pedro Sevilla garantiza un buen sabor de boca en el respetable.

Tengo la suerte de conocer a Pedro y, aunque no lo he tratado demasiado, me atrevo a decir que es uno de los pocos poetas que transitan del papel a la realidad, de la realidad al papel, como si ambos fueran la misma cosa, taciturna, melancólica, con un poso de tristeza que parece prometer siempre lluvia y amores perdidos. Sólo el haber compuesto un poema como Desolación debería bastar para incluirle en las antologías sobre la poesía del último cuarto de siglo, y hacerle figurar como uno de los máximos ejemplos de la nostalgia convertida en poema:


Estos días amargos -hablo en serio-,

cuando el dolor asfixia y uno quiere morir

para no ver los dientes a la vida,

cuando ni la ironía es un arma certera

ni el vino trae olvidos,

yo pagaría oro, vendería mi alma,

por volverme otra vez

niño de calzón corto saliendo de la escuela

camino de los brazos de mi madre.


García-Máiquez ha seleccionado una atinada representación de los tres poemarios publicados por Pedro hasta la fecha -Tierra leve, La luz con el tiempo dentro y Septiembre negro-, además de algunos aparecidos en plaquettes y otros inéditos como el que da título al libro o el magnífico Escribir es sembrar. La poesía de Pedro Sevilla es de una claridad meridiana, experta en horadar los rincones más negros de la memoria, aunque adquiera a veces tintes más prosaicos, como los dedicados a Carolina de Mónaco o a las amigas de su hija, evocación de la juventud perdida como tantas otras cosas. La muerte, los recuerdos de aquellas tardes escolares, el sentimiento de ser diferente escribiendo, los sueños para escapar de la rutina, imágenes que inundan los versos de Pedro de una tristeza infinita.

Lástima que la grata lectura de estos poemas se lastre a veces por las demasiadas erratas que aparecen en sus páginas -sobre todo en la confusión de singular y plural-, el único debe en una antología ciertamente memorable.

domingo, 24 de mayo de 2009

Variante galáctica sobre un tema de Monterroso

Cuando se despertó, el cadáver de Jabba the Hutt aún seguía allí. Al sentir el olor a pescado podrido, quiso dormirse de nuevo y desaparecer del microcuento.

sábado, 23 de mayo de 2009

Cordura de dios

Puestos a jugar, juguemos. Pongamos que el Miguel Albero que firma el prólogo de la antología de la poesía de Juan Bonilla es un trasunto de él mismo, posibilidad que él mismo revela en su texto, y no un lector desprejuiciado como osa presentarse. Estaríamos ante otro juego metaliterario más de un letraherido acostumbrado a hacer de la escritura un continuo guiño al lector avisado. Pongamos que Bonilla ha puesto en boca de Albero lo que muchos críticos y colegas de pluma piensan de la poesía del jerezano: que siempre ha sido un arte menor en su producción, incapaz de elevarse a la categoría solemne que define al género, y que, por consiguiente, atreverse a hacer una antología de su "dudosa" trayectoria poética raye en la ostentación gratuita cuando no en el ridículo. ¿Bonilla se reiría así de los que piensan de este modo o quizá de sí mismo?


Soy de la opinión de que el autor de Nadie conoce a nadie -novela que, por cierto, y al igual que Cansados de estar muertos, se obvia en la solapa biográfica, quizá en otro juego de escapismo- nunca ha dado tanta importancia a los géneros, siendo de hecho su obra posiblemente una de las más compactas de la literatura española actual, volviendo perentoria cualquier división que pretenda establecer estilos y categorías diferentes según se trate de prosa, poesía o ensayo. El que haya leído con un poco de atención a Bonilla sabe que sus relatos parecen a veces artículos, que sus artículos parecen a veces relatos, que sus novelas esconden pequeños cuentos en su interior, y que sus poemas son historias rimadas que bien podrían pasar por una columna de opinión.


Digo todo esto porque Defensa personal, la antología publicada ahora por Renacimiento en su estupenda colección, no es ninguna pieza menor en la carrera de Bonilla, sino un aldabón más que se integra de modo coherente en una obra ya abundante que, aunque a veces parezca beber de sí misma, no deja de sorprender por su facilidad para hacer de la ocurrencia un momento sublime. Además de los conocidos Partes de guerra, El belvedere y Buzón vacío, se incluyen aquí los poemas de Tos fingida, aparecidos sólo en una plaquette, y Li-po-timias, publicados en la revista Sibila, una serie de haikus en cuyo embite Bonilla sale muy favorecido. Como muestra, dos perlas: "En el tejado / la pelota embarcada / sueña un partido", "Extraña música: / los pájaros son notas / sobre los cables".


Sólo se echan de menos los dos poemarios infantiles, el ya clásico Multiplícate por cero y el muy reciente Los invisibles, que bien podrían haber completado una entrega ya de por sí sumamente apetitosa. La poesía de Bonilla, como ya dijimos antes, rehuye la solemnidad a conciencia, aunque ello no implique renunciar a los grandes temas, abunda en el coloquialismo, en el decir llano y directo que invita a segundas lecturas, a la trama oculta en su aparente desnudez: "No me deja dormir el ruido que hace / el tiempo al caminar, / arrastrando cadenas que están hechas / con sueños de los que ya se han dormido". Me temo que los puristas se sentirán de nuevo defraudados y ratificarán su opinión. Yo, sin embargo, prefiero que la poesía me mire a la cara y me diga verdades a medias. Si no, como el propio Bonilla dice en algún verso, todo sería una cuestión de onanismo.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Pertúrbame un poco


Al igual que hizo hace poco con el género negro (La lista negra) la joven editorial Salto de Página ha recopilado en una antología algunas de las muestras más brillantes de la literatura breve fantástica española. Seleccionados por Juan Jacinto Muñoz Rengel, autor con especial predilección por el género, quien clarifica el panorama del fantástico en un atinado prólogo y hace una sucinta y estimulante introducción a cada autor, en Perturbaciones se recogen relatos de un total de 26 escritores nacidos entre 1941 (José María Merino, Juan Pedro Aparicio y Cristina Peri Rossi, los más veteranos) y 1974 (Óscar Sipán y Miguel Ángel Zapata, los más jóvenes). Sólo tres de ellos son inéditos, apareciendo los restantes en libros de relatos con declarada vocación en el género o como "rara avis" en un conjunto de piezas de diferente pelaje cuya intrusión destaca por sí misma.


Es probable que falte alguien -el panorama literario español, plagado de pequeñas editoriales de escasa distribución, dificulta la tarea-, pero sin duda todos los que aquí aparecen son representativos de un modo o de otro de ese género de sibilinos contornos llamado fantástico. Con acierto, Muñoz Rengel los ha seleccionado en función de algunos de los temas que han ido definiendo a este tipo de literatura desde sus orígenes: el doble, la locura, las apariciones, la predestinación, lo siniestro, la perturbación perceptiva, lo extraterrestre, etc.


También las formas presentan un aspecto de lo más variado, desde el relato de largo aliento a las microcreaciones de Aparicio, Fernando Iwasaki o Zapata, un verdadero maestro en esta modalidad, y algunas de cuyas mejores piezas aparecen aquí recogidas como magnífico broche final. Sería difícil destacar algunos relatos entre los más de cuarenta que aparecen en la antología, pues, con mayor o menor intensidad, desde un estilo u otro, todos tienen algo que aportar al género y, por extensión, a las intenciones del autor-editor, pero al margen de dos autores que ya se han convertido en referencia indiscutible del género breve en nuestro país -Carlos Castán y Félix J. Palma- y de la notable incursión en el mismo del hasta ahora conocido como novelista Luis Manuel Ruiz, me gustaría destacar a autores menos conocidos que hay que buscar en editoriales de menos relumbrón, cuando no en ediciones de organismos oficiales: entre ellos, imprescindibles los relatos de Norberto Luis Romero, Ignacio Ferrando, David Roas o los ya citados Zapata y Sipán.

lunes, 18 de mayo de 2009

El aguafiestas Benedetti


Primero fue Castilla del Pino, ahora Mario Benedetti. Parece que alguien se ha puesto de acuerdo para acabar con los grandes dinosaurios de las letras castellanas. A los 88 años Mario ya lo era todo, una leyenda viviente que murió escribiendo, apurando esas líneas que ya escapaban de su memoria. Aunque son varias las biografías que se han publicado sobre el escritor uruguayo, me quedo personalmente con la de Mario Paoletti por su complicidad. Mario está vivo en las páginas de El aguafiestas (Alfaguara, 1996), casi lo podemos tocar y conocemos sus gustos, a veces rayanos en la herejía hacia alguna que otra vaca sagrada: "Celebra los textos de Doris Lessing y la define como una "Katherine Mansfield a la que hubieran dado cuerda", y al tiempo que reflexiona sobre la dupla lucidez / inmortalidad literaria concluye que "a pesar de su viciosa lucidez, Gide debe ser el muerto menos resucitable de toda la literatura francesa". MB se deleita con la habilidad narrativa de Henry James y William Faulkner (estudiará el inglés para leerlos) y de Graham Greene aprende que "en lo melodramático, en lo convencional, en lo increíble, existe una frontera indecisa que separa lo falso de lo legítimo. No siempre puede explicarse por qué los mosqueteros de Dumas sólo nos divierten mientras el hidalgo de Cervantes nos llega a lo profundo".

Sería absurdo tratar de resumir toda la obra de Benedetti en unas pocas líneas, así que me quedo con este poema, quizá no de los mejores que escribió, pero sí significativo de una actitud vital siempre modesta, casi silenciosa:


"No hay ser humano que no quiera ser otro

y meterse en ese otro como en una escafrandra

como en un aura tal vez o en una bruma

en un seductor o en un asceta

en un aventurero o un boyante


sólo yo no quisiera ser otro

mejor dicho yo

quisiera ser yo

pero un poco mejor"



Ser otro, extraído de La vida ese parétensis (Visor, 1998)

jueves, 14 de mayo de 2009

Una temporada en el infierno


Probablemente todos sabemos que Rimbaud dejó de escribir poesía con poco más de 20 años y que su tormentosa relación con Verlaine acabó con éste último en la cárcel tras dispararle por temor a ser abandonado. De su posterior nomadismo por la costa oriental de África desconoceríamos casi todo de no ser por la obra de Charles Nicoll Rimbaud en África (Anagrama, 2001) y por la presente recopilación de todas las cartas conservadas del poeta, desde las primeras dirigidas a su profesor de instituto, a un admirado Verlaine, a las dirigidas a su familia desde el continente negro pidiéndoles libros o dinero para sus extraños negocios, o las últimas a su hermana desde Marsella, presa ya de una sífilis atroz que acabó con su vida después de la obligada amputación de una pierna.


Prometo ser bueno -debut editorial de la también prometedora Barril&Barral-, frase tomada de una carta dirigida por Rimbaud a Verlaine, incluye también como gran acierto los documentos relativos al proceso de encarcelamiento del autor de Fiestas galantes con las declaraciones de todos los implicados, así como las últimas cartas dirigidas por su hermana a su madre, que se negó en todo momento a acudir al lecho del moribundo.


"...No puedo irme a Europa por bastantes razones: primero, moriría en invierno, además de que estoy demasiado acostumbrado a la vida errante y gratuita y que no tengo ningún tipo de oficio. Así que debo pasar el resto de mis días como un ser errante, aquejado de fatigas y de privaciones, con la única perspectiva de terminar muriendo de pena". A pesar de estas penalidades, Rimbaud necesitaba África como África necesitaba a Rimbaud; su espíritu aventurero sólo encontraba reposo en una tierra inhóspita, sometida a los vaivenes del colonialismo europeo más feroz, sorteando escollos diplomáticos y comerciales con reyezuelos, traficantes que aparecían muertos en cualquier emboscada o con los indígenas. Rimbaud fue prospector de terrenos -emotivas, sin duda, esas primeras cartas en las que, perdido en un rincón del mundo, les pide a los suyos listados bibliográficos exhaustivos con instrucciones precisas de compra y envío-, fotógrafo pionero, conductor de caravanas, vigilante de explotaciones mineras y traficante de los más diversos productos, aunque siempre según él desde la más estricta legalidad.


El entusiasmo inicial por su periplo se va diluyendo en una existencia condenada al fracaso, a la nula capacidad de ahorro y a un clima que haría renunciar al más apasionado: "Desiertos poblados por negros estúpidos, sin caminos, sin correo, sin viajeros. ¿Qué queréis que os cuente de todo eso? Que uno se aburre, que uno se idiotiza, que uno se embrutece, que uno no puede más, pero nadie llega a marcharse. He aquí todo lo que se puede decir y como no parece muy divertido, mejor callarse". Sudán, Somalia, El Cairo, Zanzibar, Harar, Abisinia, , Chipre, Adén... nombres que evocaban una promesa tentadora a la que, no obstante, y ya casi incapaz de moverse, el autor de las Iluminaciones deseaba volver para cuidar sus negocios.


Esta espléndida edición -en su demérito, las excesivas erratas, la ausencia de una bibliografía básica y un prólogo más extenso- nos acerca a ese otro Rimbaud, muy distinto del de su poesía y del que nos mostraba la película Vidas al límite, un amante de la vida cogida por las solapas.