Foto tomada en Tulum (Mexico) hace unos días.
lunes, 2 de agosto de 2010
lunes, 5 de julio de 2010
Otras diez razones

10 RAZONES POR LAS QUE ODIO A TOMÁS RODRÍGUEZ REYES
Uno. Por su voracidad lectora. Estoy convencido de que Tomás se alimenta más de letra impresa que de la buena impresión de una mesa cubierta de langostinos de su querida Sanlúcar. Tomás no lee libros, los deglute, los saborea y extrae de ellos la esencia para el día a día. Huye de los bestsellers, del libro electrónico, de las memorias impostadas, de las sagas galácticas y los vampiros adolescentes: el menú de Tomás empieza con un estudio filológico, sigue con un ensayo literario y acaba con un poemario de largo aliento. En la ruta gastronómica de Tomás abundan platos con nombre propio: Marai, Steiner, Wiesenthal, Gaya, Cioran, Thomas Bernhard, Julien Green, Kertesz, o Juan Ramón, siempre Juan Ramón, como un buen vino o amigo al que no se puede abandonar. Chef de gustos exquisitos, no renuncia, sin embargo, a estar al tanto de lo que se cocina en los altos hornos de las editoriales, un fuego que nunca se extingue y que puede hacer que un autor se queme con facilidad. Pero Tomás sabe distinguirlos y en su despensa de avituallamiento, la comida siempre está fresca, repleta de volúmenes que le pueden enriquecer sólo con el título, llámense El fanal haliano o En el café de la juventud perdida.
Dos. Por las librerías que ha pisado. Para Tomás visitar una ciudad es llegar al fondo de sus anaqueles, alcanzar el rastro de polvo que dejó el último libro acariciado por un lector, subir la escalera semioculta de la Shakespeare & Company, adentrarse en la suntuosa Lello & Irmao de Oporto, penetrar con el recogimiento obligado en la Selexyz Dominicanen de Maastricht, perderse en algunas de las plantas de la librería El Ateneo de Buenos Aires... Cada vez que veo a Tomás recorrer los pasillos de La Luna Nueva, escarbando en las estanterías para hallar el tesoro oculto, pienso que sería más feliz si pudiera quedarse encerrado entre sus muros, si le fuera concedido el deseo, como en el cuadro de Rembrandt, de hacer su “Ronda de Noche” protegido por las insondables fuerzas de la literatura. Para Tomás una librería que cierra es una herida abierta en su inmaculada levita valleinclanesca.
Tres. Por esos muchos otros viajes que no están en los libros, aunque estos nos pongan sobre su pista. Tomás procura ir cada cierto tiempo a París, pasear por Saint-Germain, colocar un billete de metro sobre la tumba de Cortázar, sentarse en el café Flore y acordarse de Hemingway para comprobar que París no se acaba nunca; le gusta seguir los grises pasos del oficinista Bernardo Soares y dejarse invadir por la Lisboa más pessoana, ésa que no aparece en las guías, quizá sólo en el libro de Ángel Crespo; repetir el ritual del ascenso al castillo de Duino, presintiendo las sombras fugaces de Rilke, Magris o Joyce, mientras se deja enamorar pos sus jardines. En su afán por recorrer ese trocito de mundo que, paradojas de la vida, vuelva aún más pequeño al resto, Tomás parece alinearse con otro viajero atípico, Alain de Botton, que ha dicho: “Si nuestra vida se halla dominada por la persecución de la felicidad, quizás pocas actividades revelan tanto como los viajes acerca de la dinámica de esta búsqueda, en todo su ardor y con todas sus paradojas”.
Cuatro. Por saber disciplinarse y actualizar con la puntualidad de un reloj suizo su blog “Trópico de la Mancha”, una suerte de diario online que se podría convertir por derecho propio en una extensión digital del “Salón de los pasos perdidos” de su admirado Trapiello. En su bitácora virtual, Tomás hace y deshace, disecciona los libros que se ha echado a la cara, visita museos, escucha música, apunta ideas que pueden germinar en algo más, esboza teorías con la facilidad que otros las malllevan a la práctica, reproduce fragmentos de obras desconocidas, desliza algún poema, convierte en literatura la rutina diaria, y, cuando le apetece, soluciona el compromiso contraído con aforismos de una rara belleza del tipo: “es imposible decir del silencio sus hechuras” o “Siempre se hace tarde para los que aman la vida”. Si a ello añadimos que su idolatrado Enrique Vila-Matas tiene al “Trópico” en su lista de favoritos sólo nos queda brindar por una más que probable edición impresa.
Cinco. Por haber aprobado las oposiciones de Secundaria y tener todas las tardes para leer y escribir sin descanso, y dos meses largos y fiestas de guardar para sus periplos literarios. Tomás ha sido inteligente y ha seguido los consejos de Kafka: primero la manutención, luego la reclusión voluntaria en las páginas de una novela en ciernes, en el verso de un poema siempre por pulir, en los márgenes de una moleskine que nunca se queja.
Seis. Porque Tomás ha prolongado su vida académica cuando muchos la damos por concluida, tras ímprobos esfuerzos por compaginar trabajo y aprendizaje. Ha profundizado en su pasión por la filosofía y está embarcado desde hace años en una tesis que estoy seguro llegará a buen puerto con todos los marineros a salvo y dispuestos a merendarse un trozo del pastel de la ignorancia que aún está por descubrir.
Siete. Por saber esperar para publicar su primer libro; es más, por publicar casi sin querer un libro que pensaba que no existía, que sólo parecía estar en la cabeza de su editor. Por tener la suerte de que ese editor se llame Javier Sánchez Menéndez, el descubridor de La Isla de Siltolá que, en palabras de Antonio Rivero Taravillo, la ha hecho no sólo habitable, sino que la ha transformado en un pequeño edén que se ramifica en sus varias colecciones. Primando la calidad literaria y el diseño exquisito a otros intereses más comerciales, a este islote de rara felicidad llegan versos en botellas transparentes, baúles con nuevos víveres para que nos sintamos menos náufragos.
Ocho. Porque en los treinta poemas de El huerto deseado, en sus cincuenta y seis páginas, caben muchos siglos de poesía, de San Juan de la Cruz a Juan Ramón, de Caballero Bonald a Fernando Pessoa. En esta “casa de tiempo y silencio” hay espacio para la hondura y la reflexión, para la nostalgia y la ensoñación, para la monotonía y el hallazgo. El huerto deseado adolece de una hermosa contradicción: exige silencio para observar sus detalles pero también pide a gritos que entremos dando un portazo y pisemos los frutos que van germinando, dando la razón a quien decía que el no toca no siente. A la casa de Tomás hay que volver una y otra vez para constatar lo que sólo presentimos, buscar los pasillos ocultos, los armarios de doble fondo, las habitaciones cerradas a cal y canto, el trastero que esconde un gran secreto... Sólo tras visitarla con frecuencia aprenderemos que “la muerte es un olvido de la vida” y que “el deseo produce la servidumbre a la palabra”, y querremos volver de nuevo para tapar las humedades, los destrozos de un tiempo cruel empeñado en arrasarlo todo.
Nueve. Por la unidad con que ha sabido dotar a un poemario donde no falta ni sobra nada, concebido como un viaje al poder de la palabra para expresar el significado recóndito de las cosas, al laberinto de una memoria que necesita la evocación para perdurar, y cito: “Unos diarios / tienen la insoslayable / textura del olvido, / la inalterable / secuencia de la muerte / vivida sin desmayo”. En el panorama de la poesía española de los últimos años se hace difícil encontrar un primer libro tan maduro como el presente, un huerto rebosante de fruta dispuesta para ser recogida y estallarnos en la boca con nuevos sabores, pero también con los de siempre, el eterno latir de la vida.
Diez
Porque estoy seguro de que la carrera literaria de Tomás Rodríguez Reyes no ha hecho más que empezar, y pronto nos deleitará con nuevas propuestas en forma de poemario, ensayo, crítica, relatos o novelas. Siempre con el único objetivo de ser fiel a sí mismo y no traicionarse con ese mal párrafo que nos acecha por la espalda.
Y, como no podía ser de otro modo, mi odio crecerá al mismo ritmo que su bibliografía, así que, Tomás, sólo se me ocurre que me dediques un libro para aplacarlo o que me compres un billete a París para librarte de mí. Tú tienes la palabra.
lunes, 24 de mayo de 2010
Últimas lecturas

Palabra de cine. José Luis Borau (Península). Cada vez que Borau aborda un proyecto bibliográfico entre película y película, y otras labores académicas, merece la pena dedicarle un tiempo -y me remito a su imprescindible Diccionario del cine español y a esos Cuentos de cine cuya edición coordinó-. Su extenso pero sumamente enriquecedor manual rescata esas frases y coletillas que han pasado del mundo del cine al lenguaje coloquial, ya sea porque se pronunciaran en una película -"¡Más madera, es la guerra!"- o porque su iconología cinematográfica ha traspasado las fronteras del tiempo para convertirse casi en un cliché -"La cagaste, Burt Lancaster"-. Borau cuenta la procedencia y pasa a desglosar las situaciones a las que se puede aplicar, en muchas ocasiones con poco o nula referencia a su sentido original. Una obra altamente recomendable para cinéfilos y curiosos del lenguaje.

Bilbao, Nueva York, Bilbao. Kirmen Uribe (Seix Barral). Sería fácil remitiros al comentario de mi amigo y bloggero Daniel Ruiz García, pues resume muy bien lo que pienso de todo ese movimiento "nocilla" del que algunos de sus "fundadores" empiezan ya a querer desmarcarse. La novela que ha merecido el Premio Nacional de Narrativa se lee con agrado, pero con la enojosa sensación de sentirte partícipe de un esbozo de diario inacabado en el que puede caber cualquier cosa aunque la hilazón narrativa sea mínima. El estilo está depurado y hay párrafos que bien valen el precio a pagar para llegar al final. Sin embargo, sigo sin ver más allá, sin ver el valor literario que tiene escribir con tu nombre propio y contar las "batallitas" que te pasan a diario. Demasiado fácil para el escritor, demasiado fácil para el crítico señalar que estamos ante algo distinto. La línea entre la vacuidad y la experimentación siempre ha sido muy tenue.
La estrategia del agua. Lorenzo Silva (Destino). Bevilacqua y Chamorro

El huerto deseado. Tomás Rodríguez Reyes (Isla de Siltolá). El verso limpio, claro, de frondosos ecos y reminiscencias culturales. Sorprende la madurez literaria en un autor tan joven (1981) que parece haber preferido esperar para publicar con la solidez de un poeta veterano. Tomás Rodríguez Reyes, de cuya sed de lecturas y conocimientos da buena prueba su blog, ha meditado cada verso como si fuera el último -o el

París y otras ciudades encontradas. Antonio Ferres (Gadir). La editorial madrileña viene rescatando y alumbrando desde hace algunos años buena parte de la obra de Antonio Ferres (Madrid, 1924), poeta y narrador al que nunca se la ha hecho verdadera justicia a pesar de obtener premios como el Ciudad de Barcelona o el Villa de Madrid. Su último poemario, homenaje a Las ciudades invisibles de Calvino, es una delicia para los sentidos, un revolcón -valga la expresión- de nostalgia a través de paisajes, evocaciones y amores pasados que, gracias a la sucesión vertiginosa de imágenes que prescinden de los signos de puntuación, consiguen prender en nosotros con el ramalazo de una hoguera siempre candente: "Hay un poema perdido / en el cual tú y yo / hemos venido a contemplar el mar sin fin. / Sólo esta orilla florida / donde estamos / juntos sin que seas mía / sin que yo sea tuyo nunca. / Sólo los ojos del mar / y de la tarde".
viernes, 14 de mayo de 2010
Vente a Alemania, Félix
http://www.die-landkarte-der-
Microperversión
http://aragonliterario.
miércoles, 21 de abril de 2010
Dos ideas para celebrar el Día del Libro
La segunda propuesta es un microrrelato del siempre a reivindicar Norberto Luis Romero. Para el que se quede con ganas de más, en la web del escritor encontrará una bibliografía digna de mejor distribución. Os dejo con él. Que ustedes lo lean bien.
martes, 20 de abril de 2010
Wonderful Burton

En los últimos meses me he reconciliado con el cine en su hábitat natural, es decir, la sala de proyecciones, pero hasta el domingo por la tarde ninguna película me había llamado excesivamente la atención como para dedicarle unas líneas. Si mi memoria no falla, vi por este orden el musical Nine -con un Daniel Day-Lewis (¡quién lo ha visto y quién lo ve!) cansado de su propio personaje, y un director, Garry Marshall, que lo hizo mucho mejor en Chicago-, Millenium 3 -sin duda, la más floja de las adaptaciones de la trilogía-, Un hombre soltero -interesante pero lenta traslación a la pantalla de una novela de Isherwood-, Invictus -buen trabajo de Clint Eastwood, pero sin la fuerza de anteriores películas suyas- y alguna que incluso he olvidado, así que no debió dejarme mucha huella. Sin embargo, el fascinante ejercicio visual que ha logrado Tim Burton con su revisión del clásico de Lewis Carroll merece que se le perdonen errores anteriores -Charlie, Sweeney Todd o El planeta de los simios- y se recuerden sus tiempos dorados de Pesadilla antes de Navidad o Eduardo Manostijeras. El hábil e inteligente guión urdido por Linda Woolverton a partir de las dos novelas de Carroll -Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo- le pone en bandeja a Burton la oportunidad de desmelenarse haciendo alarde de su habitual imaginería visual, con detalles continuos que aconsejan un segundo visionado, efectos especiales brillantes y un ritmo narrativo envidiable acomodado al punto de vista del personaje principal. Los actores también brillan a gran altura, sin excederse en sus funciones como podía esperarse de Johnny Depp. Aquí me gustaría resaltar el papel del nunca suficientemente apreciado Crispin Glover -sí, el padre de Michael J. Fox en Regreso al futuro- y la excelente composición de Helena Bonham-Carter en el papel de la Reina de Corazones. Pura poesía, en suma.