martes, 22 de noviembre de 2011

The reader´s diary (V)

La mano invisible. Isaac Rosa. Seix Barral, 2011. Quizá no sea éste el mejor libro de Isaac Rosa. Y la culpa la tiene en cierto modo su propio molde narrativo, configurado como un bucle obsesivo sobre el mundo laboral que no permite alardes expresivos. Tampoco la tensión agobiante de El país del miedo ni la brillante aleación de realidad y ficción de El vano ayer. Rosa construye un escaparate de diversos puestos de trabajo que, vigilados por un público anónimo, muestran la diferente catadura psicológica de los empleados, su variopinta manera de afrontar una tarea que no parece tener ningún objeto productivo. Con claro regusto kafkiano, la parábola trenzada por Rosa se lee con interés de principio a fin, pero nos sabe a poco después de catar sus obras mayores.
Historias de un dios menguante. José Mateos. Pre-Textos, 2011. Aunque ya había dejado muestras de su prosa en algunos libros de difícil clasificación como Soliloquios y divinanzas o La razón y otras dudas, éste es el primer libro de relatos del poeta José Mateos. Un conjunto de historias íntimas, recitadas a media voz, engarzadas por el sutil hilo de la incompresión y la ausencia. Temas ya conocidos son tratados aquí con la delicadeza de un poeta que no espera respuestas, sino plantear interrogantes sobre unos personajes dejados de la mano de dios.
Sevilla, un retrato literario. Eva Díaz Pérez. Paréntesis, 2011. Los que hayan paseado por la Sevilla de postal turística tienen aquí la oportunidad de acceder a esa otra Sevilla, la subterránea y desconocida que no aparece en las guías ni se promociona en el exterior, la Sevilla de las tertulias noctámbulas y los escritores olvidados, la Sevilla que pasó a mejor vida y que, con avidez periodística y pasión de letraherida, Eva Díaz Pérez nos devuelve con profusión de datos y pistas para practicar diferentes rutas a cual más apetecible.
Diarios, 1984-1989. Sándor Márai. Salamandra, 2008. Mi buen amigo Tomás Rodríguez Reyes me llevó a este documento estremecedor donde Márai relata sus últimos años de vida, antes de pegarse un tiro porque no soportaba verse morir poco a poco. El autor húngaro relata con crudeza descarnada la terrible agonía vivida junto a su desahuciada esposa, su propia debacle física -lee por las noches a pesar de que su vista casi se lo impide-, al tiempo que hace comentarios sobre la situación de su país, la idiosincrasia norteamericana o sus últimas lecturas. Sólo le propondría a Salamandra que al menos uno de los cinco tomos de los diarios de Márais que faltan por traducirse sea prologado por el bueno de Tomás. Creo que la lectura magistral que del último ha realizado en su blog le dan derecho pleno.
Donde se guardan los libros. Jesús Marchamalo. Siruela, 2011. Con el añadido de algunos autores, el último título de Marchamalo recopila la serie de artículos que publicó en el ABC Cultural sobre las bibliotecas de varios escritores de renombre de nuestras letras. Ilustrado con las pertinentes fotografías, el libro es una delicia para quien quiera conocer las manías clasificatorias de bibliófilos empedernidos como Vila-Matas, Trapiello, Francisco Rico, Soledad Puértolas, Clara Janés o Juan Manuel de Prada, sus tesoros más preciados, sus cuitas para deshacerse del sobrepeso, o sus oscuros habitáculos para títulos indeseables o castigados.

lunes, 21 de noviembre de 2011

El mapa del cielo

Para que los que, como yo, no tenéis facebook y no lo habeis visto aún, os enlazo el booktrailer promocional que la editorial Plaza&Janés ha realizado de El mapa del cielo, la esperada continuación de El mapa del tiempo de mi hermano Félix J. Antes de que se publique aquí el 9 de febrero, ya están vendidos los derechos de traducción a varios países, y otros la están leyendo con buenas expectativas.

http://www.youtube.com/watch?feature=player_detailpage&v=MeJYVjghvTc

jueves, 10 de noviembre de 2011

Ni un momento de descanso

Todo un lujazo asistir ayer en la Fundación Caballero Bonald a la intervención de Antonio Orejudo en el ciclo "Letras Capitales" del Centro Andaluz de las Letras. Haciendo gala de una síntesis magistral, un gran despliegue de ideas y su ya clásico humor algo gamberro, el autor de Un momento de descanso nos mantuvo pegados a la silla -irónicamente, sin descanso- durante algo más de una hora. Después de escucharle, ahora le tengo envidia sana por partida doble, como escritor y como orador. Y se me viene a la mente mi Andrés García, el protagonista de La vida en espiral, y los pensamientos asesinos que pasaron por su cabeza. Pero no te preocupes, Antonio, que Andrés, pura ficción, se quedará encerrado en sus páginas y no llegará la sangre al río. Te estimo demasiado.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Un artículo

Memorable el artículo publicado ayer por José Carlos Llop en ABC. Toda una lección de la quintaesencia de la literatura.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Fabricando al robot perfecto

Reconozco que ante tanta promoción, insólita tratándose de un realizador español novel, tenía mis reservas ante la película de Kike Maíllo. La esperaba aparatosa, vacua, pródiga en falsas promesas y fuegos de artificio, un vano intento por emular con ínfulas creativas la factura del cine comercial norteamericano. Sin embargo, a medida que se sucedían las imágenes, mis reticencias previas se fueron desvaneciendo. Además de sus muchos otros valores, uno de los mayores aciertos de Eva es que es una película honesta consigo misma. No pretende llegar donde sus medios no pueden, sino que prefiere centrarse en una historia pequeña, bien contada, que, partiendo de un universo cultural reconocible -y que abarca desde las reminiscencias bíblicas al Frankenstein de Mary Shelley pasando por evidentes episodios cinematográficos- lleve a buen término la modestia bien entendida, sin llegar en ningún momento al exceso. No hay ningún despliegue de efectos visuales, deslizándose estos según lo requiere el guión. No se cargan las tintas en la faceta más divertida de los robots -el personaje de Lluís Homar, genial, por cierto, en su cometido- ni en el aspecto romántico de la historia de amor -las buenas maneras de un director se perciben con la elección musical para una escena crucial, aquí Bowie y su Space oddity-, ni siquiera en la parte más melodramática, resuelta por Maíllo de una forma drástica y eficaz.
La sólida interpretación de los actores -incluso de Alberto Amman en el personaje más endeble del film-, la cuidada ambientación y la habilidad para mantener la tensión a lo largo del metraje contribuyen a lograr una obra estimable, vendida erróneamente a los medios con una grandilocuencia falsa, pues la belleza que encierra cabe en el minúsculo cerebro de un robot.

domingo, 23 de octubre de 2011

Con Eva en Palacio


El pasado viernes compartí mesa con Eva Díaz Pérez desglosando toda su obra literaria, que tendrá pronta continuidad con El sonámbulo de Verdún (Destino), en las librerías el 15 de noviembre. El ambiente palaciego de la Fundación Medina Sidonia le ha inspirado a la autora nuevas páginas para otra novela que ya barrunta en su cabeza. Os dejo aquí el texto de mi presentación en esta entrañable velada.

La verdad es que cuando me ofrecieron presentar a Eva Díaz Pérez no pude menor que mostrar mi entusiasmo, ya que me siento muy identificado con ella por varias razones que voy a explicar a continuación. En primer lugar, somos casi de la misma quinta o generación –aunque este término a ella no la convenza del todo-. Eva nació en el 71 y yo aparecí en este mundo, casi de puntillas, en enero del 72.

Los dos estudiamos Periodismo, y además, en la misma facultad, en ese viejo caserón que fue residencia del pintor sevillano Gonzalo Bilbao, un edificio de 1900 con suficiente enjundia para protagonizar en el futuro, quién sabe, una nueva novela de Eva Díaz, protagonizada quizá por una doctoranda en Bellas Artes que encuentra un lienzo inédito de Valdés Leal sepultado entre los escombros de la antigua biblioteca.

Desde su llegada a la primera plantilla de la redacción de El Mundo Andalucía en 1998, ha ganado el Premio de Periodismo Ciudad de Huelva, el de la Universidad de Sevilla, y ha sido accésit o finalista del Unicaja, el Francisco Valdés y el Manuel Alcántara. Un currículo impresionante cimentado en críticas teatrales –recordemos que Eva hizo sus pinitos en Arte Dramático y ha publicado un libro sobre Salvador Távora-, en pequeños ensayos de trasfondo histórico, y en artículos que, salvando la rutina diaria, tratan de buscarle las cosquillas a la realidad en temas tan polémicos como el tabaco o los toros.

Pero volviendo a las coincidencias que nos unen, Eva y yo publicamos nuestro primer libro con apenas dos meses de diferencia, un servidor en diciembre del 2000 –Sopa de cine- y ella en febrero del 2001 –El polvo del camino, que ahora, por cierto, acaba de reeditar aprovechando su décimo aniversario-. Rizando el rizo de las casualidades, los dos libros aparecieron en la misma editorial, Signatura, y, contra lo que se podía prever viendo nuestras preferencias posteriores, ninguno de los dos fue una novela, acogiéndose al ensayo divulgativo con un punto irónico.

Salvando estas coincidencias biobibliográficas, sobre las que más adelante volveré, Eva y yo compartimos también una relación de amor y odio con la ciudad que nos vio nacer, Sanlúcar en mi caso, Sevilla en el suyo. La ciudad hispalense siempre ha estado presente en la obra literaria de Eva de un modo u otro, casi siempre para erradicar esa imagen de postal turística, de jarana y pandereta que la han castigado a lo largo de los siglos, impidiendo ver esa otra Sevilla, de matices insospechados e historias ocultas, que late refulgente en los libros de Eva.

Si en Memoria de cenizas –premio Unamuno concedido por el periódico Protestante Digital-, nos relataba el casi desconocido episodio del foco reformista surgido en las celdas del convento de San Isidoro del Campo, y cuyos protagonistas, obligados al destierro, gestaron la primera traducción de los textos bíblicos, la mítica Biblia del Oso; en Hijos del mediodía, su segunda novela –Premio de Narrativa El Público de Canal Sur-, se adentraba en el corazón de las vanguardias literarias para ofrecernos una Sevilla en estado de gracia, henchida de literatura y de máscaras de héroes con nombre y apellidos: Fernando Villalón, García Lorca, Cernuda, Romero Murube, Rafael Laffón, Pedro Vallina, y otros muchos, algunos de ellos hoy olvidados, cuyas sorprendentes y a veces estrambóticas biografías, Eva ha vuelto a rescatar en las páginas de Sevilla, un retrato literario, un fascinante paseo por la tinta invisible escrita en los muros, calles, sótanos, árboles, iglesias y aromas de una ciudad que tiene la virtud –o la desgracia, según de mire- de fagocitarse a sí misma.

En eso, creo, Sevilla se parece a Sanlúcar, como si el río Guadalquivir fuera un cordón umbilical jamás cortado, una corriente de conquistas y hazañas que nos arrastra en el mismo barco, pero que también va dejando en el lecho marino las frustraciones y derrotas, los tesoros perdidos y los náufragos anónimos cuyo nombre habría que desenterrar del olvido.

Sevilla, un retrato literario, vuelve a acercarme a Eva por una razón menos evidente que la de volver a compartir editorial –ahora Paréntesis-, me acerca a ella por esa pasión irreductible por bucear en nuestro pasado más cercano, el que tenemos a la vuelta de la esquina y no somos capaces de ver. Eva, que ha confesado en una entrevista que de poder vivir en un solo lugar, elegiría una biblioteca, es una amante correspondida de archivos polvorientos, rarezas bibliográficas, correspondencia inédita, una amante, en definitiva, de la hojarasca de la que el tiempo se va desprendiendo porque no cabe en los manuales de historia convencionales.

Si además de su familia, amigos, compañeros de profesión y, por supuesto, ella misma, alguien se alegró aquella noche de Reyes del 2008 de que resultara finalista del Premio Nadal, ese fui yo. El reconocimiento tributado a El club de la memoria, esa novela que homenajeaba a los exiliados de la Guerra Civil –y que se comunicaba en paralelo con ese puzzle de biografías de pequeños grandes hombres y mujeres, La Andalucía del exilio-, suponía en realidad el reconocimiento a una forma de entender la literatura que comparto plenamente con Eva; una literatura que, aunando realidad y ficción hasta volverlas casi indistinguibles una de la otra, beba de nuestro pasado, de los arcones de nuestra memoria más frágil y dolorosa para otorgarles esa voz dormida, que diría Dulce Chacón. En una de esas vueltas de tuerca del destino, Eva, como si presintiera que la noche de Reyes le iba a traer suerte, había pronunciado unos días atrás el pregón de la Cabalgata de los Reyes Magos de Sevilla.

La magia de la que habló en su discurso se había hecho realidad. Y es que Eva, en cierto modo, tiene algo de hada madrina, pues ha conseguido lo que podría parecer imposible, que un grupo de estudiantes de secundaria sepa lo que es la ucronía. Ciñéndonos a la definición que aporta el emotivo trabajo de la alumna de un instituto de Málaga, Noelia Gil Paredes, “ucronía es un género literario al que también se puede llamar ‘novela histórica alternativa’, pues lo que la caracteriza es que la trama es una historia desarrollada a partir de un acontecimiento del pasado real pero que sucede de manera diferente en la novela”. Y sigue diciendo, “la ucronía conjetura sobre realidades alternativas a partir de un evento histórico muy conocido, significativo o relevante, en el ámbito universal o regional”.

En El sonámbulo de Verdún, la novela de Eva que saldrá a la venta el próximo 15 de noviembre, la ucronía viene de la mano de Klaus Werger, un periodista capaz de ensamblar en sus artículos las pequeñas historias con la inmensidad de la Historia con mayúsculas; de un joven soldado checo, Jaroslav que, tras desertar del ejército austrohúngaro, espera en Verdun el final de la Gran Guerra; y, finalmente, de la mano de un siglo entero de la historia contemporánea centroeuropea, contada a través del poético e invisible travelling de una bala que sale de un fusil y llega a la frente de un soldado.

El amor por la vieja Europa, por sus ciudades y sus barrios –Praga, Budapest, Viena, Josefov, Steinhof-, por nombres que quisiéramos olvidar para que no se repitieran –Terezín, Hartheim- y por otros que nos evocan mundos soñados y leyendas de otros tiempos –Weimar, Golem, Kafka-, el amor que comparto con Eva fruto de infinitas lecturas sobre un continente que atesora buena parte de la historia de la humanidad.

De esa irremediable atracción por lo subterráneo, lo recóndito, por el guardapolvos que cubre las historias que duermen el sueño de los justos, nos debe venir a ambos la fascinación por los cementerios, por la siniestra belleza de las tumbas de los escritores o artistas que admiramos, y que hemos buscado con tesón en París, Roma, Praga o la misma Sevilla.

Decía el fallecido José María Bernáldez en la revista “Mercurio” –en cuyas páginas, al igual que en las de “Clarín”, Eva y yo, cómo no, también hemos coincidido alguna vez- que en la prosa de Eva encontraba huellas de Arturo Barea, de Cansinos Assens, de Galdós, de Sandor Marai, de Primo Levi o de Irene Nemirovski, mientras que Francisco Morales Lomas en “El Maquinista de la Generación” hablaba de una “línea cervantina similar a otros escritores del momento como Orejudo o Benítez Reyes”, con la que la autora que hoy presentamos “mezcla la realidad y la ficción creando juegos librescos”.

No resulta extraño, por tanto, que Eva participara en la antología Quince ventanas al Quijote, que ofrecía diferentes aproximaciones de algunos de nuestros mejores jóvenes narradores a uno de los textos de referencia del castellano, ni que en sus páginas abunden palabras que parecen provenir de siglos atrás y que se exhiben para reflejar impúdicamente la riqueza de nuestra lengua: tapaluces, trementina, trampantojo, toronjas, rosolíes, ónice, albayalde, alheña, boje, collaciones, rascadero, almodrote, tahalí, bencina...

Eva Díaz Pérez es una apasionada del lenguaje y de las tradiciones, pero en su literatura trata siempre de retorcerle el cuello al tópico, a ese casticismo servil y ramplón que, incapaz de levantar el vuelo, ha hecho tanto daño a nuestras letras, colocando a veces las placas y monumentos equivocados. No podría terminar esta intervención sin posicionarme –no físicamente, que ya lo estoy- enteramente de su lado, y suscribir su respuesta a una pregunta de una entrevista reciente. Preguntada sobre cómo prefería ocupar su tiempo libre, Eva respondió sin dudar: “Leer, escribir y viajar. El orden de los factores no altera el producto”.