A José Manuel Benítez Ariza, como no podía ser de otro modo, le conocí en un cine. Pero no en un cine cualquiera, sino en el Teatro Falla, ahora ocupado por la insidiosa murga de los carnavales, al término de una de las películas que se proyectaban en el marco de la Muestra Alcances, allá por el año 96: ¿tanto ha pasado ya? Yo acababa de leerme
La raya de tiza (Pre-Textos), novela que compré por casualidad en la sevillana Librería Vértice, situada entonces en la calle Mateos Gago, y en la que, y también es casualidad, acabaría trabajando algunos años después. Cuando se encendieron las luces y se levantaron los espectadores sentados en la fila de butacas situada delante de mí, reconocí de inmediato al sujeto que, con parsimonia, se disponía a abandonar la sala. Era el autor de esa primera novela que tanto me había emocionado, o al menos se parecía bastante al tipo de la foto de solapa. Procesé rápidamente los datos en mi cabeza: recordaba que Benítez Ariza era gaditano, y que la novela delataba su pasión por el séptimo arte, así que era perfectamente plausible que aquel individuo fuera quien realmente parecía.
Yo acababa entonces de publicar junto a mi hermano Félix -o estábamos a punto de hacerlo- el primer número de un suplemento cultural en un semanario local, y con la excusa de hacerle una entrevista -por si la de lector fascinado se quedaba corta o sonaba algo rara al tratarse entonces de un autor no muy conocido- decidí abordarle con el arrojo de la juventud entusiasta y descarada. Me sorprendí al encontrarme con una persona tan sencilla y humilde como los personajes que asomaban por aquella primera novela y con el compromiso de un encuentro próximo que no tenía visos de ser una fórmula ritual. Esa entrevista, de título esclarecedor -"La grandeza de lo sencillo"- acabaría en las páginas de la imprescindible
Clarín, que por entonces acababa también de aterrizar en el ahora tan invisible mundo de las revistas literarias.
Desde ese momento, mis encuentros con Benítez Ariza se fueron sucediendo dando pie a una larga amistad que, pese a las vicisitudes laborales y la distancia física, se ha mantenido a lo largo del tiempo, arrojando en lo personal algunos jalones significativos, y que nunca le agradeceré lo bastante, como su presentación -hoy hace casi diez años- en el Teatro Principal de Sanlúcar de mi primer libro,
Sopa de cine, su invitación a colaborar en la publicación que coordinó durante un tiempo,
La Ronda del Libro, o que me pusiera en contacto con el inefable José Luis García Martín.
Ayer volvimos a coincidir en Cádiz en la puesta de largo de
Bancos de niebla, recordamos aquellos lejanos días, y me dio por pensar que Benítez Ariza y yo compartimos no pocos intereses comunes en materia narrativa, sobre todo nuestra pasión por el cine -recuerdo especialmente su maravillosa colección de artículos
La vida imaginaria- y ese tono melancólico y nostálgico del que no podemos sustraernos al escribir
. En este sentido, y como ayer también me recordaba otro magnífico introductor, poeta y, sobre todo, amigo, Tomás Rodríguez Reyes,
Bancos de niebla comparte con
Vacaciones de invierno y
Vida nueva esa querencia por la memoria personal, por esos años de infancia y adolescencia -los ochenta en mi caso, más los setenta en el de Benítez
Ariza- que marcaron indeleblemente al adulto que hoy somos, y que siempre nos hace volver la mirada para reconstruirla con la urdimbre de la ficción. El díptico de José Manuel -que a no más tardar será tríptico- escarba con morosidad y sensibilidad exquisitas en un tiempo ya perdido que todavía patalea dentro de nosotros y asoma en cada recodo como un niño travieso que no quiere dejar de jugar con nuestros recuerdos. Ya se trate de una infancia lastrada por una larga convalecencia -
Vacaciones de invierno- o de una adolescencia poblada de amoríos silenciosos y vaivenes políticos -
Vida nueva-, Benítez Ariza tiene, como el que escribe estas líneas, el espíritu hecho a la evocación, a ese
spleen baudeleriano que nos atrapa siempre con el bolígrafo en la mano o con los dedos sobre el teclado. Los protagonistas de ambas novelas, como el Andrés y, quizá también, el Mario de
Bancos de niebla, tienen mucho de su autor, tanto que a veces cuesta distinguirlos, por más que los hechos narrados se tergiversen, se adornen o se reinventen gracias al poder de la fabulación. Esa alianza inquebrantable e indistinguible de realidad y ficción es otra característica que nos une en este ¿oficio? de narradores, porque creo que Benítez Ariza estará de acuerdo conmigo en que el disfraz, el disimulo, es siempre el mejor amigo cuando se trata de echar mano de los recuerdos. La verdad siempre duele un poco más.
Probablemente tardemos en volver a coincidir en algún evento literario, pero siempre nos quedará esa "columna de humo" que nos avisará de la presencia del otro, de sus logros y esfuerzos por ser fieles a esta melancolía incandescente.
¡Buena compañía!
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