La última vez que hablé con ella fue a primeros de enero. Me encontraba en el bullicio del trabajo cuando recibí su inesperada llamada para felicitarme por la publicación de
Bancos de niebla. Me contó entonces que había sufrido una mala caída en su casa y que su salud se resentía desde entonces. Haciendo gala de su amabilidad habitual, me animó a visitarla en su residencia de Chipiona en unas fechas más primaverales. Ella entonces supo de mí por la entrevista que me hicieron en el ABC e, ironías del destino, yo me enteré de su fallecimiento por la esquela aparecida en el mismo periódico apenas cinco meses después.
Sobra decir que nuestro aplazado encuentro nunca se produjo, por lo que no tuve la oportunidad de saber si se había visto reflejada en el personaje de doña Asunción, con el que quise rendirle un cariñoso homenaje en
Tren de cercanías, mi segunda novela. Me queda el consuelo de que, al menos, mi alter ego en la ficción, Alejandro, sí la visitó en su casa e incluso llegó a compartir con ella varias botellas de Lambrusco mientras charlaban sobre lecturas, escritores y la inmensidad de la vida, demasiado grande para abarcarla en poco más de cien páginas.
La inédita biografía de Isabel Tejera Quijano debería mencionar necesariamente la fundación de la Librería Vértice en la céntrica calle sevillana de Mateos Gago, y su esforzada apuesta, pionera en la ciudad, de importar libros extranjeros en una ciudad todavía pacata que vivía los estertores del franquismo y comenzaba a respirar aires de libertad. Siendo estudiante de periodismo en la capital hispalense, me recuerdo, con poco dinero en los bolsillos, consultando sus mesas de novedades y comprando la primera novela de un entonces desconocido José Manuel Benítez Ariza,
La raya de tiza, esa misma línea que separaba a un joven con ínfulas de escritor de una librera con más de veinte años de experiencia a sus espaldas.
Nuestro siguiente encuentro no se produciría hasta cinco años más tarde, cuando empecé a trabajar en la librería Vértice, que ya entonces Isabel había vendido a Carla Saint y John Lilly, y donde la antigua propietaria daba sus últimos pasos antes de retirarse del oficio. A pesar de que nuestras reuniones fueron ocasionales y siempre me quedé con ganas de tratarla más a fondo, la imagen que conservo de Isabel es la de una persona entrañable, poseedora de una vasta cultura, que siempre valoraba más el trato con el cliente, la demora en el diálogo reposado y la animada conversación, que la transacción comercial que, al fin y al cabo, es la que mantiene al negocio. Isabel era feliz en su mimado reino de la sabiduría, con las peticiones extravagantes de sus clientes, con las visitas de escritores de renombre y los de provincias que venían a buscar sus libros en las estanterías, con las presentaciones y las actividades culturales que voceaban su exquisita labor por el casco histórico de Sevilla. Algunos libreros veteranos de la ciudad la recuerdan con cariño, como Eduardo Baraja, a quien ayudó a montar su Céfiro en la emblemática Virgen de los Buenos Libros. Eran tiempos ajenos a las grandes cadenas comerciales, en los que todo se hacía manualmente, y las bases de datos eran todavía una quimera.
Como los grandes cines de antaño que tachonaban con su aroma característico las calles del centro de la ciudad, Isabel Tejera era uno de los grandes dinosaurios que observaban los cambios vertiginosos desde su atalaya de enfermiza -pero bendita- bibliofilia, sabedora de que, cuando llegara su hora, tendría siempre un libro entre las manos. Con su voz grave y la elegancia de la que siempre hizo gala, Isabel, ya casi nonagenaria, nos ha dejado con un mundo más oscuro y feo, aunque confío en que siga sintiéndose viva entre las páginas de una novela que siempre será la suya.
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