Hará ya casi un par de años que dejaba plasmada aquí mi admiración por la anterior película de Alberto Rodríguez, Grupo 7 (2012). Al igual que entonces la Academia de Cine Español se decidía para llevar a los Oscars por la apuesta menos descarnada, más exquisita visualmente y sumamente original de Blancanieves, ahora vuelve a hacerlo con la espléndida pero menos arriesgada propuesta de David Trueba, Vivir es fácil con los ojos cerrados. También he dejado muestras en esta misma bitácora de mi debilidad por sendos trabajos, pero no dejo de cuestionarme por las razones de que los académicos prefieran taparse la cara ante la realidad y optar por soluciones más políticamente correctas con la esperanza de poder conectar mejor con el tan archiconocido espíritu sensible de la Academia americana, tan propenso a la lágrima fácil. La isla mínima ha superado con creces las más entusiastas expectativas generadas tras Grupo 7, pero no deja de ser cierto que la aspereza y falta de concesiones en el tratamiento de su poderosa trama difiere mucho del acostumbrado en Hollywood en películas que han tocado temas similares, caso de Mystic river o Sleepers. Ya desde esos fastuosos planos aéreos de las marismas sevillanas, Alberto Rodríguez nos advierte que no hay escapatoria posible, que lo que va a suceder a continuación no saldrá del estrecho y opresivo marco geográfico del pueblo en cuestión, erizado de obstáculos, recelos, miradas hoscas y desconfiadas, engaños y dobles fondos.
La pareja de policías encargada de la investigación -heredera de algunas míticas conjunciones de esta especie de subgénero criminal- es otro de los grandes aciertos de Rodríguez, en cuyo carácter y forma de proceder podemos ver el enfrentamiento de dos Españas distintas, la que agonizaba o expiraba y la que renacía gracias a los nuevos aires democráticos. A ellos prestan un impecable trabajo Raúl Arévalo y un inconmensurable Javier Gutiérrez, en un registro al que nos tiene poco acostumbrados. Casi podemos sentir físicamente su malestar por los sucesivos descubrimientos, su frustración, su rebelión contra un pacto de silencio y una espiral de locura que amenaza con dejarles fuera de juego. La isla mínima transpira incomodidad y desazón, y entronca con las señas de identidad del mejor cine negro, dejándonos para guardar en la retina algunas imágenes ya antológicas. Con directores como Alberto Rodríguez, el cine español tiene un seguro de vida.
La pareja de policías encargada de la investigación -heredera de algunas míticas conjunciones de esta especie de subgénero criminal- es otro de los grandes aciertos de Rodríguez, en cuyo carácter y forma de proceder podemos ver el enfrentamiento de dos Españas distintas, la que agonizaba o expiraba y la que renacía gracias a los nuevos aires democráticos. A ellos prestan un impecable trabajo Raúl Arévalo y un inconmensurable Javier Gutiérrez, en un registro al que nos tiene poco acostumbrados. Casi podemos sentir físicamente su malestar por los sucesivos descubrimientos, su frustración, su rebelión contra un pacto de silencio y una espiral de locura que amenaza con dejarles fuera de juego. La isla mínima transpira incomodidad y desazón, y entronca con las señas de identidad del mejor cine negro, dejándonos para guardar en la retina algunas imágenes ya antológicas. Con directores como Alberto Rodríguez, el cine español tiene un seguro de vida.
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