Hoy abordo tres libros que de un modo u otro hacen de la nostalgia su principal emblema: nostalgia por la cacharrería y pasatiempos de nuestra infancia, nostalgia por el cine clásico de Hollywood, y nostalgia por aquellas temporadas en las que el Athletic de Bilbao todavía ganaba títulos. Este último, Un soviético en la catedral, del periodista Eduardo Rodrigálvarez, se enmarca en la curiosa colección de libros de bolsillo "Hooligans ilutrados" de Libros del KO, que reúne textos de periodistas y aficionados de equipos señeros de nuestra liga con el ánimo de remarcar unas señas de identidad que a los verdaderos hinchas -no a los que se han hecho notar desgraciadamente en días recientes- nos hacen seguirlos contra viento y marea, de acuerdo con aquel grito que podría representar a todas las aficiones verdaderas: "Viva er Betis... manque pierda". Bilbaíno durante mucho tiempo afincado en Madrid, Rodrigálvarez evoca sus años de infancia en los que se afanaba en ser un extremo zurdo a pesar de ser diestro, y rememora los gloriosos años del Athletic de su famosa delantera, y también aquel equipo que fue capaz de ganar las dos últimas ligas con Clemente. Desde entonces, el Botxo sólo ha podido celebrar un subcampeonato y ver muy de cerca un trofeo que siempre se le escapaba, siendo especialmente dolorosa la derrota sufrida en Bucarest con Bielsa al frente. El autor de Un soviético en la catedral, título nada azaroso como el lector podrá comprobar, deseñtraña en breves pinceladas cómo el hincha del Athletic se rinde antes a un sentimiento que a un triunfo, porque éste ya va incluido en el anterior.
Aquellas dos ligas, la 82-83 y la 83-84, también las viví yo con la oreja pegada al carrusel deportivo, a pesar de ser testigo de sonoras derrotas en directo en los estadios que estaban a nuestro alcance, el Ramón de Carranza, el Sánchez Pizjuán y el Benito Villamarín -todavía recuerdo el deseo de que me tragara la tierra ante un público que se caía rendido ante un incomensurable Gordillo-. Y es que uno siempre tiende a recordar la infancia como un paraíso feliz, ajeno a las desgracias y sinsabores que luego nos deja la madurez, quizá porque entonces la inocencia podía a la tristeza. Javier Ikaz y Jorge Díaz son conscientes de ello, y por eso han alargado el éxito de su anterior libro con una segunda parte que también se ha ramificado en disco y promete ser trilogía, al modo de Papel y plástico, otra saga que comparte su mismo espíritu. Yo fui a EGB 2 (Plaza&Janés) hará nuevamente las delicias de los que vivimos aquellos años en los que los profesores fumaban en clase, sólo había dos cadenas de televisión, no se podía llamar por teléfono para avisar de un retraso, y los juegos del Spectrum tardaban cinco minutos en cargarse. Parcelando la nostalgia en áreas temáticas, los autores despliegan un emotivo aparato iconográfico que nos provocará más de un respingo -¡ése lo tenía yo!-, y que se adereza con cuestionarios que probarán nuestra memoria y un juego de mesa.
En los cines de mi infancia proyectaban con frecuencia clásicos que se alternaban con los estrenos. No era raro salir del colegio y ver una cartelera que anunciaba Ben-Hur, Los diez mandamientos o Siete novias para siete hermanos. Clásicos que hoy todos recordamos gestados en el sistema de los estudios de Hollywood, un universo rutilante, pero que también escondía bajo la alfombra sus trapos sucios, léase caza de brujas entre otros episodios vergonzantes. Profesionales, actores y directores fueron represaliados por su sabida o supuesta simpatía con los comunistas. Robert Rossen fue uno de ellos, aunque luego tratara de limpiarse sin conseguirlo del todo. Primero eficaz guionista -El lobo de mar, Un paseo bajo el sol-, y luego excelente director -Cuerpo y alma, El político, El buscavidas, Lilith-, Rossen fue pionero en la preservación de la independencia del autor frente al estudio. Su lucha contra un sistema que atenazaba la libertad creativa provocó que sólo llegara a dirigir diez películas y que algunas, como Alejandro Magno, sufrieran amputaciones y acabaran desvirtuadas. Quizá por este currículum tan breve, Rossen sea hoy un director injustamente olvidado y digno de la reivindicación que ha hecho José Antonio Jiménez de las Heras en la colección "Cineastas" de Cátedra. Un análisis pormenorizado de cada film en los que participó de uno u otro modo, así como un incisivo acercamiento a un proceso inquisitorial que marcaría toda su vida, son virtudes de una obra digna de alabanza.
Aquellas dos ligas, la 82-83 y la 83-84, también las viví yo con la oreja pegada al carrusel deportivo, a pesar de ser testigo de sonoras derrotas en directo en los estadios que estaban a nuestro alcance, el Ramón de Carranza, el Sánchez Pizjuán y el Benito Villamarín -todavía recuerdo el deseo de que me tragara la tierra ante un público que se caía rendido ante un incomensurable Gordillo-. Y es que uno siempre tiende a recordar la infancia como un paraíso feliz, ajeno a las desgracias y sinsabores que luego nos deja la madurez, quizá porque entonces la inocencia podía a la tristeza. Javier Ikaz y Jorge Díaz son conscientes de ello, y por eso han alargado el éxito de su anterior libro con una segunda parte que también se ha ramificado en disco y promete ser trilogía, al modo de Papel y plástico, otra saga que comparte su mismo espíritu. Yo fui a EGB 2 (Plaza&Janés) hará nuevamente las delicias de los que vivimos aquellos años en los que los profesores fumaban en clase, sólo había dos cadenas de televisión, no se podía llamar por teléfono para avisar de un retraso, y los juegos del Spectrum tardaban cinco minutos en cargarse. Parcelando la nostalgia en áreas temáticas, los autores despliegan un emotivo aparato iconográfico que nos provocará más de un respingo -¡ése lo tenía yo!-, y que se adereza con cuestionarios que probarán nuestra memoria y un juego de mesa.
En los cines de mi infancia proyectaban con frecuencia clásicos que se alternaban con los estrenos. No era raro salir del colegio y ver una cartelera que anunciaba Ben-Hur, Los diez mandamientos o Siete novias para siete hermanos. Clásicos que hoy todos recordamos gestados en el sistema de los estudios de Hollywood, un universo rutilante, pero que también escondía bajo la alfombra sus trapos sucios, léase caza de brujas entre otros episodios vergonzantes. Profesionales, actores y directores fueron represaliados por su sabida o supuesta simpatía con los comunistas. Robert Rossen fue uno de ellos, aunque luego tratara de limpiarse sin conseguirlo del todo. Primero eficaz guionista -El lobo de mar, Un paseo bajo el sol-, y luego excelente director -Cuerpo y alma, El político, El buscavidas, Lilith-, Rossen fue pionero en la preservación de la independencia del autor frente al estudio. Su lucha contra un sistema que atenazaba la libertad creativa provocó que sólo llegara a dirigir diez películas y que algunas, como Alejandro Magno, sufrieran amputaciones y acabaran desvirtuadas. Quizá por este currículum tan breve, Rossen sea hoy un director injustamente olvidado y digno de la reivindicación que ha hecho José Antonio Jiménez de las Heras en la colección "Cineastas" de Cátedra. Un análisis pormenorizado de cada film en los que participó de uno u otro modo, así como un incisivo acercamiento a un proceso inquisitorial que marcaría toda su vida, son virtudes de una obra digna de alabanza.
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