Con La pequeña comunista que no sonreía nunca (Premio Version Femina / Fnac, Anagrama, 2015) me han venido a la memoria las mágicas páginas de la imprescindible Correr de Jean Echenoz. Si en aquella novela el protagonista era el corredor checo Emil Zátopek, en esta ocasión Lola Lafon elige a otra deportista capaz de proezas casi sobrehumanas, la gimnasta rumana Nadia Comaneci, que deslumbró al mundo con sus actuaciones en las Olimpiadas de Montreal de 1976. Si Echenoz optaba por el estilo evocador, trufado de filigranas literarias, Lafon se decide por la metanovela, esa que relata el proceso de investigación y escritura desde dentro, permitiéndose incluso mantener conversaciones ficticias con la protagonista, un recurso agradecido con la propia estructura del relato. Habiendo buceado previamente en biografías, hemerotecas y videotecas para calibrar esos ejercicios que aún hoy siguen pareciéndonos imposibles, la autora indaga en los principales episodios de la vida personal y profesional de la pequeña: su familia, la especial relación con su entrenador, su ambigua conexión con el régimen político de Ceaucescu, la huida de su país y sus otras escapadas... Lafon no duda en recurrir a recortes de prensa o a poner en voces de otros sus propios pensamientos, logrando un efecto envolvente sobre una figura convertida por derecho propio en icono de lo diferente, la niña que se tragó el mundo de golpe y cuya digestión se le hizo de lo más pesada. Con una prosa seductora que no duda en la dureza cuando la narración lo necesita, Lafon nos sitúa en primera fila ante la vida de uno de esos juguetes rotos de los que está llena la historia del deporte.
Memorables, no podía haber escogido mejor título tampoco, Shaun Usher, para la recopilación que tan lujosamente presentó la editorial Salamandra poco antes de las últimas navidades. En gran formato y con papel de gran calidad como lo merece la ocasión, se presentan aquí reproducidas con todos sus detalles -dibujos y tachaduras incluídas- más de un centenar de misivas que el autor ha ido coleccionando a lo largo de los años, y que forman parte de episodios decisivos de la historia, de circunstancias personales muy concretas o destilan curiosidad o hilaridad a raudales. No es cuestión de enumerar aquí todas las cartas verdaderamente impagables del volumen -otras quizá no estén a la misma altura, aunque es cierto que en todas hay algo aprovechable- pero baste decir que se incluyen, por ejemplo, la carta despedida de Virginia Woolf a su marido antes de suicidarse, la que Gandhi dirigió a Hitler para que abandonara sus ideas genocidas, la de Einstein dirigida al gobierno sobre la necesidad de agilizar la investigación sobre la bomba atómica, o la que el director del London Hospital envió a The Times solicitando ayuda para sufragar los gastos de hospitalización de Joseph Merrick, "El hombre elefante". Hay cartas de esclavos a sus antiguos propietarios, de escritores, dibujantes, guionistas, músicos, actores, de inocentes niños que dan su opinión o enternecen el corazón de personajes importantes, cartas escritas en una situación límite, cartas evocadoras o chistosas, cartas de ánimo y pesimistas, cartas en definitiva que pueden ser leídas como fragmentos de la historia de la humanidad y servir de recordatorio de su poderoso influjo para cambiarla o tornarla más amena. Eso, en unos tiempos en que las nuevas tecnologías han arrinconado la autenticidad del género epistolar, ya le haría merecedor de un hueco en nuestra estantería favorita.
Memorables, no podía haber escogido mejor título tampoco, Shaun Usher, para la recopilación que tan lujosamente presentó la editorial Salamandra poco antes de las últimas navidades. En gran formato y con papel de gran calidad como lo merece la ocasión, se presentan aquí reproducidas con todos sus detalles -dibujos y tachaduras incluídas- más de un centenar de misivas que el autor ha ido coleccionando a lo largo de los años, y que forman parte de episodios decisivos de la historia, de circunstancias personales muy concretas o destilan curiosidad o hilaridad a raudales. No es cuestión de enumerar aquí todas las cartas verdaderamente impagables del volumen -otras quizá no estén a la misma altura, aunque es cierto que en todas hay algo aprovechable- pero baste decir que se incluyen, por ejemplo, la carta despedida de Virginia Woolf a su marido antes de suicidarse, la que Gandhi dirigió a Hitler para que abandonara sus ideas genocidas, la de Einstein dirigida al gobierno sobre la necesidad de agilizar la investigación sobre la bomba atómica, o la que el director del London Hospital envió a The Times solicitando ayuda para sufragar los gastos de hospitalización de Joseph Merrick, "El hombre elefante". Hay cartas de esclavos a sus antiguos propietarios, de escritores, dibujantes, guionistas, músicos, actores, de inocentes niños que dan su opinión o enternecen el corazón de personajes importantes, cartas escritas en una situación límite, cartas evocadoras o chistosas, cartas de ánimo y pesimistas, cartas en definitiva que pueden ser leídas como fragmentos de la historia de la humanidad y servir de recordatorio de su poderoso influjo para cambiarla o tornarla más amena. Eso, en unos tiempos en que las nuevas tecnologías han arrinconado la autenticidad del género epistolar, ya le haría merecedor de un hueco en nuestra estantería favorita.
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