Coinciden en las librerías dos títulos que novelan sendos episodios amorosos de dos escritores que figuran en primera línea de mi santoral: Franz Kafka y Fernando Pessoa. En el primero de ellos, La grandeza de la vida, el periodista alemán Michael Kumpfmüller se detiene en los últimos años de vida de Kafka y en su relación con la joven Dora Diamant, quince años menor que el escritor y último eslabón de una cadena amorosa llena de sinsabores e indecisiones. Al contrario que la nutrida correspondencia con dos de sus amores anteriores, Milena Jesenská y Felice Bauer, publicada en su integridad, las cartas cruzadas entre Kafka y Dora no se han localizado, por lo que el autor de la presente novela fabula sobre lo que hubiera podido dar de sí partiendo de la pista de sus diarios y de los apuntes desarrollados en la ingente bibliografía sobre el escritor checo. Y lo hace de un modo sencillo y evocador, dibujando entre todos los posibles a un Kafka cercano, carcomido por la tuberculosis, que halla en la bondad e inocencia de Dora el último asidero al que agarrarse, quizá la mujer definitiva de no mediar la catástrofe humana. Una mujer que se desvivió por el escritor, que hizo todo lo posible por hacer sus últimos días más llevaderos, y que hubiera cambiado su episódica fama porque el autor de El proceso se hubiera quedado con ella aunque sólo fuera un día más. Kumpfmüller ha encontrado el tono ajustado a una historia íntima, sin hincar demasiado el diente en la tragedia, permitiéndonos conocer los más que probables detalles de una idílica relación arruinada por la enfermedad.
Caso bien distinto es el de Un amor como éste, en el que Luis Morales (Cáceres, 1971) se vale de la correspondencia entre Fernando Pessoa y Ofelia Queiroz, publicada en su integridad en 2013. Aquí estamos ante otra forma de novelar lo posible. Si Kumpfmüller lo hacía, entre comillas, de la nada, Morales utiliza las misivas de uno y otro para hacer uno de esos ejercicios metaliterarios tan queridos por la literatura reciente -estoy pensando, por ejemplo, en la trilogía de Echenoz, o en lecturas recientes como La pequeña comunista que no sonreía nunca- con el fin de rellenar los huecos de una relación extendida en el tiempo casi quince años, los que median entre 1920, fecha en la que se conocieron en la oficina donde Pessoa trabajaba y 1935, año de la muerte del poeta. Quizá en el plano afectivo, en el de las relaciones amorosas, es donde Kafka y Pessoa se encuentren más próximos. Ambos mantuvieron escasas relaciones que no llegaron a buen puerto, debido sin duda a un lastre personal que les acercaba más al escritorio, a la defensa de su territorio personal, antes que a entregarse en cuerpo y alma al ser amado. No hablamos de una defensa de la castidad, pues ambos reconocen episodios de iniciación en prostíbulos, sino de una incapacidad innata para convivir con una mujer. Quizá para Pessoa la relación con Ofelia llegó tarde -también, como Dora y Kafka, había una gran diferencia de edad-, en una etapa de fertilidad creativa socavada por las servidumbres laborales que le permitían subsistir y una ambigua relación con el mundo editorial que le hizo ser un gran desconocido en vida. Si a ello añadimos su paulatino acercamiento al ocultismo, las desgracias familiares y su maltrecha salud abonada por el alcohol y el tabaco, quizá hallemos las razones del fracaso de una relación trufada de cartas de arrebatadora pasión rayana a veces en lo cursi.
En fin, semejante y suculento material de partida se merecía una gran novela, y Morales la ha escrito hilando fino, convirtiéndose en un trasunto del propio Pessoa, imitando su tan característico estilo, intercalando citas y pasajes de la obra del poeta, y llegando incluso a elucubrar un final alternativo de "comieron perdices" que se agradece como una coda humorística. La pasión del autor por Lisboa -compartida por el que suscribe- juega sin duda a favor de un texto y un homenaje saldados con notable alto.
Caso bien distinto es el de Un amor como éste, en el que Luis Morales (Cáceres, 1971) se vale de la correspondencia entre Fernando Pessoa y Ofelia Queiroz, publicada en su integridad en 2013. Aquí estamos ante otra forma de novelar lo posible. Si Kumpfmüller lo hacía, entre comillas, de la nada, Morales utiliza las misivas de uno y otro para hacer uno de esos ejercicios metaliterarios tan queridos por la literatura reciente -estoy pensando, por ejemplo, en la trilogía de Echenoz, o en lecturas recientes como La pequeña comunista que no sonreía nunca- con el fin de rellenar los huecos de una relación extendida en el tiempo casi quince años, los que median entre 1920, fecha en la que se conocieron en la oficina donde Pessoa trabajaba y 1935, año de la muerte del poeta. Quizá en el plano afectivo, en el de las relaciones amorosas, es donde Kafka y Pessoa se encuentren más próximos. Ambos mantuvieron escasas relaciones que no llegaron a buen puerto, debido sin duda a un lastre personal que les acercaba más al escritorio, a la defensa de su territorio personal, antes que a entregarse en cuerpo y alma al ser amado. No hablamos de una defensa de la castidad, pues ambos reconocen episodios de iniciación en prostíbulos, sino de una incapacidad innata para convivir con una mujer. Quizá para Pessoa la relación con Ofelia llegó tarde -también, como Dora y Kafka, había una gran diferencia de edad-, en una etapa de fertilidad creativa socavada por las servidumbres laborales que le permitían subsistir y una ambigua relación con el mundo editorial que le hizo ser un gran desconocido en vida. Si a ello añadimos su paulatino acercamiento al ocultismo, las desgracias familiares y su maltrecha salud abonada por el alcohol y el tabaco, quizá hallemos las razones del fracaso de una relación trufada de cartas de arrebatadora pasión rayana a veces en lo cursi.
En fin, semejante y suculento material de partida se merecía una gran novela, y Morales la ha escrito hilando fino, convirtiéndose en un trasunto del propio Pessoa, imitando su tan característico estilo, intercalando citas y pasajes de la obra del poeta, y llegando incluso a elucubrar un final alternativo de "comieron perdices" que se agradece como una coda humorística. La pasión del autor por Lisboa -compartida por el que suscribe- juega sin duda a favor de un texto y un homenaje saldados con notable alto.
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