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De los tres poetas que conforman la época dorada del romanticismo inglés -si partimos de que Wordsworth y Coleridge fueron los adelantados o primeros exponentes-, sin duda es John Keats el que responde más modélicamente a la imagen del ideal romántico fraguada por la cultura occidental, aunque ésta guardara una pálida semejanza con los auténticos postulados del movimiento. Aquejado muy joven de una enfermedad mortal entonces incurable, la leucemia, Keats llevó una vida sosegada y más bien casera, poco dada al derroche viajero y a la euforia amatoria de sus dos compañeros de ecuación: Lord Byron y Percy Bysse Shelley. A pesar de compartir su postrero lugar en la tierra con este último -el Cementerio Acatólico para Extranjeros de Roma-, a Keats no se le conocen turbias historias sentimentales ni episodios vergonzantes que fueron la comidilla de la alta sociedad inglesa. Keats fue el máximo ejemplo del poeta que puso su causa antes que esos estudios de medicina que se vio obligado a cursar. Tuvo un gran amor que casi no pudo paladear por su repentina muerte y que plasmó de manera elegante la directora Jane Campion en
Bright Star. Este verano tuve la oportunidad de visitar su tumba, ésa que esconde su nombre y en la que se lee el conocido epitafio: "Aquí yace un joven poeta cuyo nombre fue escrito en el agua". Junto a él, la tumba de su amigo Joseph Severn, que le acompañó en los últimos días, y la del hijo de éste, muerto en extrañas circunstancias. Dijo Oscar Wilde que la tumba de Keats es el lugar más santo de toda Roma, y puedo dar fe de que es cierto, pues la paz que respira, y las sensaciones de humildad, sosiego y belleza que transmite obligan a uno a reverenciarla, a permanecer en silencio preso de una emoción indefinible.
Fiel a su carácter delicado y poco dado a las reuniones sociales, Keats no participó en la famosa noche de Villa Diodati, en la que Byron, Shelley, la mujer de éste, Mary, y Polidori, crearon dos de los mitos más universales del terror moderno: Frankenstein y el vampiro. Por eso, en
El verano que nunca llegó (Mondadori, 2015)
, de William Ospina, adquiere un protagonismo secundario, siendo los actores principales los que se congregaron en esa velada terrorífica, pero no solo ellos, sino sus antepasados y descendientes, pues Ospina más que una novela, traza un ensayo metaliterario sobre aquella noche que parecía predispuesta a los relatos de fantasmas con la intención de aportar algo nuevo a lo ya mucho escrito o, al menos, de dejar plasmada su visión íntima del episodio, visitando los lugares emblemáticos o consultando la bibliografía apropiada. Podríamos decir, en definitiva, que
El verano que nunca llegó es la historia personal de Ospina sobre el mito, un mito que parece inagotable y del que se seguirá hablando y escribiendo hasta el fin de los tiempos.
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