jueves, 12 de noviembre de 2009

Irónico Mendoza


Después de leer Tres vidas de santos, me ha quedado claro que prefiero el Mendoza irónico, el mordaz, el que no se deja llevar por la locura y el desbarajuste de sus personajes -como en La aventura del tocador de señoras-. Los tres relatos largos incluidos en su último libro, si bien no suscitan la carcajada estentórea de La asombrosa aventura de Pomponio Flato, sí mantienen en el lector -en este lector, por lo menos- la sonrisa perenne del que disfruta con la habilidad del autor para construir casi de la nada situaciones esperpénticas o cuando menos curiosas. Ya sea en el agudo retrato del mundo eclesiástico en "La ballena", ya en la hilarante entrega de los Premios Nobel de "El final de Dubslav", ya en el inteligente "El malentendido", una acendrada ironía sobre los valores del mercado literario, partiendo de la insólita relación entre un recluso y la profesora de un taller literario. Si en el primer relato se impone la crítica humorística a la iglesia en el personaje del atolondrado obispo, en el segundo prima la sensación de extrañeza ante un mundo que no acaba de comprenderse del todo, y, finalmente, en el tercero apunta más la reflexión, la velada ironía en un mundo puesto del revés.

Tres aciertos de un Mendoza en plena forma que nos deja, sin embargo, con algo de hambre.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Completamente viernes con García Montero


El pasado viernes tuvimos la suerte de contar con Luis García Montero en el jardín de Caballeros, 36, para presentar su libro Mañana no será lo quie Dios quiera. El tiempo fue clemente y nos brindó una noche sin lluvia y no demasiado fría en ese mágico espacio escogido por la Librería Luna Nueva. Le acompañamos en la mesa un servidor y el poeta -aún inédito, pero seguro que por poco tiempo- Antonio Núñez, atento lector de la obra del autor granadino desde sus inicios. Tras su emotiva introducción, y sin un papel delante, García Montero desgranó los pormenores de gestación de su sentido homenaje narrativo a Ángel González. Nos adelantó asimismo que trabaja en un nuevo libro de poemas y que la agradable experiencia de su casi debut novelístico -recordemos que escribió Impares, fila 13, con Felipe Benítez Reyes-, premiada ahora con el premio al Libro del Año otorgado por el Gremio de Libreros de Madrid, y que ya va por la tercera edición, le ha animado a una nueva incursión narrativa de la que quizá pronto tengamos noticias.

martes, 3 de noviembre de 2009

Puesta al día


Es obligado comenzar con Francisco Ayala, una de nuestras instituciones literarias que continuaba con vida y esforzándose por aparecer en congresos en torno a su figura. Precisamente, mis recuerdos sobre su persona se remontan a principios de los 90 cuando acudió a la Facultad de Ciencias de la Información de Sevilla, entonces en la casona de Gonzalo Bilbao, para intervenir en un ciclo de conferencias sobre su obra. Aún conservo el díptico del ciclo, celebrado del 22 al 24 de febrero de 1994 con ocasión de su investidura como Doctor Honoris Causa por la Universidad de Sevilla. Recuerdo que la sala era pequeña y alargada, nada ver con lo que allí se decía, enorme en contenido y demasiado breve en su extensión. Hablaron Manuel Ángel Vázquez Medel, Rafael de Cózar, Antonio Sánchez Trigueros, Luis García Montero, Carolyn Richmond, Luis Goytisolo y, por supuesto, el propio Ayala, que respondió amablemente a todas las preguntas de los estudiantes. Sólo un año después, el propio Vázquez Medel, experto en la obra ayaliana, organizó un nuevo ciclo sobre el maestro, en esta ocasión centrado en su relación con las vanguardias. Y ahí se pierde mi último recuerdo de Ayala, en la evocación de Indagación del cinema, una obra extraordinariamente lúcida sobre un arte que acababa de empezar a hablar escrita con poco más de veinte años. Descanse en paz.

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¡Padrino, búfalo! Sí, ya sé que López Vázquez intervino en películas de mayor enjundia como Plácido, Atraco a las tres, El cochecito o El jardín de las delicias, pero mi infancia estará siempre ligada a ese cariñoso apelativo con que le obsequiaban los vástagos de la nutrida familia de la saga de Pedro Lazaga. López Vázquez fue uno de esos actores, aunque no tanto como Alfredo Landa, que quedaron "clicheados" -si se me permite la expresión-, varados en ese personaje baboso, siempre salido y typical spanish que retozaba alegre entre la jamonería sueca de importación. Sin embargo, cuando a López Vázquez le daban un papel de rompe y rasga, se salía. ¿Quién no recuerda su interpretación en La cabina, por ejemplo? Es lo que tiene la historia del cine español, largas décadas obligado al pluriempleo, a los papeles de gracioso algo sainetesco. Si nos fijamos bien, algo parecido está pasando ahora con las series de televisión, donde el talento de muchos actores prefiere naufragar en aguas conocidas y ricas en sal antes que farandulear por ambientes teatrales o cambiar su imagen en una película de qualité. Afortunadamente, López Vázquez sí se atrevió y tuvimos la suerte de disfrutarlo a ratos.

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Millenium II o ¿por qué no llega más cine sueco a nuestras pantallas? Tampoco hay que sacar los pies del plato. La cinta de Daniel Alfredson no es una maravilla, pero lo mejor que se puede decir de ella, que no es poco, es que está a la altura de la novela de Larsson. Es cierto que algunos personajes apenas están esbozados, como Sonja Modig o el inspector Bublanski, o que algunas cosas están cambiadas -por ejemplo, en la película, Blomvquist, más torpón y lento de reflejos que en la novela, no se preocupa siquiera en adivinar la clave de seguridad del apartamento de Salander-, pero el vigor se mantiene, los actores están bien escogidos, ese clima gélido y angustioso se transmite, las escenas de acción no tienen nada que envidiar a Hollywood... En fin, que esperamos con impaciencia la tercera.
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Amenábar es un buscador de historias, buscador en todos los sentidos, es un hombre que "googlea" continuamente hasta completar el puzzle que tiene en mente. Después de ver Agora, confirmo que es un tipo con talento. A pesar de unos inicios un tanto dubitativos, la película coge fuerza a mitad de la trama y gana enteros en un final impresionante. Se le pueden discutir muchas cosas, como ese afán grandilocuente, ese empeño en elevar los pensamientos de Hipatia hacia el cielo -literalmente- buscando una conexión demasiado evidente, o una excesiva caricaturización en la descripción de las facciones religiosas de la época. Sin embargo, lo que podría parece a priori su apuesta más convencional, la doble historia de amor, es lo que infunde aliento y poesía a una historia que facilmente podría habérsele escapado de las manos.

martes, 27 de octubre de 2009

Una de tele


Se me hace raro hablar aquí de los programas televisivos, sobre todo en una época en que el crecimiento de la oferta redunda en una notoria disminución de la calidad. Uno, que no disfruta de la televisión de pago, ve reducida su visión a los estrechos márgenes que ofrece la Tdt. El caso es que hace ya unas semanas me topé con uno de los productos de ese fenómeno híbrido de reality-concurso que se impone de un tiempo a esta parte: "El aprendiz", en la Sexta. Doce o catorce chicos y chicas -no recuerdo bien- repartidos en dos grupos (uno de chicos y otro de chicas, por cierto, fomentando equivocadamente las actitudes machistas de siempre, ya que lo atinado habría sido, como en la realidad, integrar a ambos sexos en un mismo grupo) que tratan de vender más aceitunas que sus rivales siguiendo supuestas estrategias de marketing y mercado al más puro estilo Bassat, convertido aquí en un auténtico demiurgo de la nueva empresa.

Soy testigo durante hora y media de pisotones intencionados, de cómo unos le echan el muerto a otros, de la búsqueda del liderazgo, de un falso trabajo en equipo que acaba siendo una lucha descarnada por el arribismo individual: la fórmula del primero uno mismo y luego pregunto si he hecho daño a alguien. Así funciona todo en la realidad, me dirán muchos, tanto si uno se traslada a las empresas publicitarias como al mundo de los representantes comerciales, los teleoperadores o el profesorado universitario.

Viendo esta truculenta batalla de cachorros ejecutivos de medio pelo, me acordé de una película altamente recomendable que vi no hace mucho, Casual day. En ella los miembros de una empresa acuden a un hotel rural para pasar un "casual day" que, en la jerga empresarial de hoy día, sí, la de los libros de Empresa Activa y demás editoriales, significa liberarse de las presiones laborales del día a día con el fin de conocerse más participando en diferentes actividades de expansión. En esta cinta asistíamos a un intenso croquis de los estereotipos que circulan por toda empresa: el enchufado, el gerente hijodeputa en quien el gran jefe delega las decisiones más deleznables, el débil e inocente empleado que nunca saldrá de su reducida esfera de actuación, la pardilla y poco agraciada ejecutiva que ve lastrada su carrera por no acceder a favores sexuales... En fin, un mosaico impecable de las diferentes especies que pueblan los despachos y oficinas en busca de víctimas y medrar a costa del otro.

Casual day era una película, pero "El aprendiz" pretende vendernos la idea de que el que no se hace fuerte sin mirar abajo y hacia los lados -es decir, a los compañeros- está abocado al fracaso o a la medianía más absoluta. Y yo me pregunto si ese es el mundo al que los jóvenes universitarios querrían pertenecer, un mundo en el que no parece haber otra vida más allá de los tabiques de diseño, del portátil y del móvil. Porque, ¿con qué cara saludaremos a nuestro compañero de oficina, sí, ése mismo al que le quitamos el cliente, si nos lo encontramos en la playa en la sombrilla de al lado? Todo esto me recuerda a otro programa-serie de la Sexta: "Qué vida más triste".

martes, 20 de octubre de 2009

Una infancia pushkiniana


Uno recuerda con especial cariño cómo empezó en esto de la lectura con las novelas de Salgari, los tochos de Dumas o los relatos de Jack London, con cuya anarquía editorial debía luchar en los diferentes puestos de las ferias del libro que arribaban por los pueblos cercanos, pues con frecuencia sucedía que las antologías los recogían con títulos diferentes o incluían alguno que yo no tenía y me veía impulsado a comprar, pese a haber leído ya el resto. Esa furibunda pasión adolescente adopta otra forma con el paso del tiempo, se vuelve, si se me permite, quizá más exigente y comedida; quizá uno percibe que los años, maldita sea, sí que van pasando y ya tiene que leer sólo lo que realmente le interesa.

Pero volviendo a la querida infancia, los libros y autores que uno leía entonces se quedarán para siempre grabados en nuestra memoria como símbolos iniciáticos en un viaje de no retorno. Me molesta con frecuencia que se tache a determinados autores y a sus obras de "lecturas adolescentes", pues reconozco que he seguido leyendo, en mi caso, sobre todo a Dumas y London, siendo ahora, todo hay que decirlo, mucho más sibarita en las traducciones escogidas. Este préambulo viene al caso porque El Acantilado recupera un texto escrito por la poeta Marina Tsvietáieva en 1937 en el que evoca la figura del escritor ruso Alexander Pushkin. Leer a Pushkin por entonces en los colegios rusos debía ser como leer aquí a Machado o a Juan Ramón. Sus poemas eran y siguen siendo una especie de himnos populares que se repetían de boca en boca por las infinitas estepas, sus relatos casi leyendas tradicionales, y sus obras más clásicas como La hija del capitán o Eugenio Oneguin, una suerte de Platero y yo o Pepita Jiménez. De origen africano -aspecto que la autora se empeña en subrayar, sin duda por la fuerza primitiva de un rostro visto a los seis años-, Pushkin fue un romántico a ultranza que falleció a los 37 años a causa de un duelo de honor, ese tipo de muerte que si eres escritor parece conducirte directamente al pedestal de los más grandes.

Tsvietáieva, cuya vida no fue mucho más larga -se suicidó a los 49 años tras sufrir la crudeza del régimen estalinista-, encontró en Pushkin el desahogo para una vida rutinaria y sin grandes sorpresas, el aliento preciso para embarcarse en la aventura literaria. Aquí la poeta no trata de sentar cátedra, sólo bosquejar recuerdos e impresiones de una infancia marcada por la omnipresente estatua de Pushkin, los poemas que se estudiaban en el colegio o un lienzo que representaba el final del escritor, con los caballos esperando para llevarse su cadáver. Quizá porque uno también leyó La hija del capitán y siente especial predilección por los autores rusos del XIX, y aún por una coincidencia cuando menos curiosa -nació el mismo día que murió Pushkin, el 27 de enero-, la lectura de esta obrita le ha dejado el agradable aroma que desprende aquel arcón tanto tiempo arrumbado en el trastero o el descubrimiento de una cuartilla con poemas garabateados que creíamos perdidos. La infancia tiene ese algo de brujería inconsciente.

martes, 13 de octubre de 2009

¡Hip, Hip... Hipatia!


Cuenta Luis Manuel Ruiz en su blog que a los pocos meses de comenzar a redactar Tormenta sobre Alejandría conoció la noticia del entonces proyecto de Alejandro Amenábar sobre Hipatia de Alejandría, una casi perfecta desconocida en la historia de la antigüedad y revivida ahora por arte y gracia de los mass media. Novelas, pseudobiografías, películas, páginas web y presumiblemente videojuegos nos retratraerán a una época fascinante y a la figura de una mujer cuya principal valía consistió en ascender al olimpo de la sabiduría en un tiempo dominado por el género masculino que arrinconaba al sexo opuesto a un papel pasivo y de servidumbre. No es de extrañar, por tanto, que su hallazgo -quizá Luis Manuel también escuchó hablar de ella en la serie Cosmos, de Carl Sagan- suscitara en los creadores contemporáneos nuevos motivos para incursiones artísticas.

Fue el caso de Luis Manuel que, a pesar de encontrarse con la gigantesca sombra del megalómano proyecto de Amenábar, decidió seguir adelante con una historia que, si bien no tiene a Hipatia como protagonista, sí la sitúa en un lugar destacado. En lo personal, me resulta cuando menos curiosa que la lectura de esta ya sexta novela en la trayectoria del escritor sevillano me haya coincidido con la de El nombre de la rosa -ese clásico que siempre va uno postergando entre el aluvión de novedades del mercado-, pues ambas guardan muchos puntos en común: el esclarecimiento de unos crímenes, la poderosa presencia de la religión y la decisiva intervención de los libros en el desarrollo de la trama.

Haciendo gala de su habitual estilo rico en metáforas y descripciones detalladas -se nota que Luis Manuel se ha empapado de manuales de historia para recrear convincentemente la época-, el autor de El criterio de las moscas hilvana una apasionante intriga repleta de personajes con muchos matices y donde la trepidante acción no está reñida con las discusiones filosóficas tan caras a la época y los diálogos trufados de citas bibliográficas. En Tormenta sobre Alejandría sentimos la arena penetrando en las sandalias, el aroma de las ambrosías gastronómicas, la irrefrenable sensación de caminar por los laberínticos pasillos de la famosa biblioteca. En su novela Luis Manuel ha rendido homenaje a una época irrepetible y, sobre todo, a una forma de entender el conocimiento hoy desaparecida, como las cenizas del tesoro impreso más importante de la humanidad.

lunes, 5 de octubre de 2009

Vidas improbables


Los seguidores de Felipe Benítez Reyes estamos de enhorabuena. En poco más de un mes verá la luz en Visor la edición revisada de Vidas improbables, un libro ya casi mítico entre los pocos pero buenos lectores de poesía. El escritor roteño adelantó algunos poemas y sus chispeantes e ingeniosas biografías inventadas en la Fundación Caballero Bonald. Humor, fantasmagorías, surrealismo, poetas del pueblo y mucha, mucha ironía desfilan por unas páginas que ya deseamos tener en nuestras manos. Tras su intervención, me quedó claro que Felipe es hoy por hoy uno de los mejores lectores de poesía que tenemos en nuestro país, y no sólo de su producción propia, pues todavía recuerdo un acto de homenaje a José Agustín Goytisolo celebrado en Sevilla, en el que Felipe, con una voz cavernosa, casi de ultratumba, acentuando los silencios y las pausas, nos sumió a todos los presentes en la gelidez de un cementerio praguense, con su neblina y sus figuras mortuorias. Quien tuvo, retuvo.