Como muchos otros estudiantes de periodismo y aspirantes a crítico cinematográfico, recuerdo que uno de mis referentes o tótems -junto a otros, como Carlos Colón, de quien tuve la fortuna de ser alumno- era Carlos Boyero. Boyero era, y sigue siendo, odiado y admirado a partes iguales por cinéfilos, directores, actores, gentes varias del espectáculo, y sus propios colegas de profesión. Uno podrá estar o no de acuerdo con sus, casi siempre, para bien o para mal, demoledoras opiniones, pero hay que reconocerle, por un lado, su contundencia y claridad -nunca se queda a medias tintas en sus juicios- y, por otro, su reticencia a convertirse en lo que podríamos llamar un "adulador" de prestigio, es decir, negarse a formar parte de la camarilla de críticos que bendicen sí o sí al Santo Sanctorum de las películas y directores intocables y/o que vienen revestidos de inmarchitable "qualité" tras su paso por festivales o visionados de la crítica internacional. Sirva este largo preámbulo para, tras recuperar recientemente la aclamada cinta
Caníbal (2013) del almeriense Manuel Martín Cuenca, posicionarme al lado de Boyero, uno de los pocos que se
atrevió a bajar del pedestal a una película sin duda sobrevalorada. Comparto muchos de los argumentos expuestos por el veterano escribidor, como que el inteligente uso de la elipsis o los curiosos encuadres y largos planos estáticos no son suficientes para acercarnos a un personaje -interpretado por Antonio de la Torre con una gelidez se diría que autoimpuesta- cuyas aristas psicológicas se nos escapan, haciendo que veamos la historia desde fuera, cuando ella misma pedía una inmersión a fondo. Sin entrar en cuestiones argumentales algo inverosímiles como la inexplicable ausencia informativa de la investigación policial de unas desapariciones y crímenes seriados y cometidos en la misma zona, la acción transcurre con una exasperante lentitud provocando desapego en lugar de la necesaria conexión dramática y emocional con un, a priori, protagonista bombón que cualquier actor querría para su currículo. Esa orfandad psicológica del personaje principal -imagino que más matizado en la novela de Humberto Arenal en la que se basa y que no he tenido el gusto de leer- parece querer tamizarse por parte del director con una supuesta simbología religiosa manifestada en desfiles procesionales y el encargo de una hermandad al protagonista -el mejor en su oficio, sastre- cuyos bienintencionados propósitos caen en saco roto.
No es mi intención, por otra parte, desvirtuar los numerosos valores de la cinta -el simple hecho de su realización indica ya una valentía digna de aplauso-, sólo lamentar la oportunidad perdida de tejer una historia inquietante que parece haberse contagiado de ese témpano de hielo sobre el que gira.
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