Aunque muchos ya sabéis que los programas están grabados, ésta, como el título anuncia, es una evocación literaria, así que permitid que empiece de este modo, instalado en el AVE que me lleva de vuelta a mi ciudad, ahora, aquí:
Ya de regreso en el tren. Tengo casi cinco horas por delante, cinco horas para recordar una y otra vez todo lo vivido en los últimos días. Cinco horas para fustigarme por decisiones equivocadas -arriesgarme cuando no debía y encogerme cuando estaba obligado a hacerlo-, por no saber templar los nervios cuando la ocasión lo pedía, por pensar demasiado una respuesta que se vuelve incorrecta en el proceso de maduración, por volverme con el sinsabor de haber podido hacer más, mucho más, de quedar al menos una vez el primero, de ganar un comodín, de superar una calculadora... Para expresar lo que siento nada mejor que una escena de película: Neil Perry -Robert Sean Leonard- en El club de los poetas muertos al final de la función de El sueño de una noche de verano que acaba de interpretar, repitiéndose a sí mismo: "he actuado muy bien, he estado muy bien". Yo también tengo la sensación de haber concursado muy bien -hubo programas en los que respondí más que nadie- y, sin embargo, estoy frustrado por haberme quedado a medias, en tierra de nadie, alcanzando una insólita marca no demasiado estimulante: ser el concursante que llega a un octavo programa con menos rendimiento económico.
Primera parada en Tarragona. Pronto las personas con las que me cruce, como estos viajeros que ahora atraviesan el pasillo, me reconocerán por la calle y me animarán en su inocencia de desconocer el final, celebrarán que esté llevando el nombre de mi ciudad por motivos más loables que los que suele publicar la prensa, me insistirán en que tengo que practicar más el cálculo mental... ¿Cómo explicarles que practiqué hasta el hartazgo y que llegué a hacer las siete operaciones en doce segundos? ¿cómo hablarles de la transformación que sufres cuando alguien dice el temible "grabando"? En esos momentos estás totalmente solo, como el tenista que lucha contra sus propios fantasmas, todos te miran y se compadecen pero nadie te puede echar un cable. La única cuestión que importa es devolver la pelota al campo contrario, llevas ya muchas pero todavía no es suficiente, y justo entonces, cuando estás a punto de conseguirlo y ganar el punto, es cuando empieza a sonar en tu mente aquello del miedo a ganar. Y te sientes -el cine vuelve al rescate- que te podrías descomponer en moléculas, como el personaje de Ethan Hawke en Antes de atardecer.
Segunda estación. Lleida. El canal de bandas sonoras del AVE es un bucle, repite las mismas piezas que ya escuché en la ida. Aún así, persisto en él porque soy incapaz de conciliar el sueño y me ayuda a recuperar tantas emociones atrasadas y ponerlas por escrito, emociones que, estoy seguro, tienen que derramarse en algún momento, con el estímulo menos pensado. Nunca he sido muy llorón, pero presiento que se está formando un gran lago en algún recóndito lugar del lagrimal. La mirada de reojo de mi compañero de asiento me advierte de que quizá estoy convirtiendo mi relato en un folletín sentimental, así que tendré que ponerme más serio. Hablando del llanto, a ver qué le parece este aforismo: las lágrimas son los puntos suspensivos de la tragedia. Uno más para mi colección, que ya va alcanzando proporciones librescas. Se ha dormido, así que debo suponer que lo he conseguido.
Tercera parada. Zaragoza, la de mayor trasiego de viajeros. Antes de que atesten el pasillo, decido ir a la cafetería para estirar las piernas y aclarar las ideas. Mientras muevo la cucharilla del café, repaso mentalmente lo escrito. Temo dar al lector la impresión de haber sufrido demasiado. Debo hacer énfasis en los momentos alegres, el haber conocido a los miembros del equipo de un programa que, con intermitencias, he seguido desde sus primeros años. También a unos concursantes que consideraba compañeros antes que competidores, y que ves marchar y llegar por el caprichoso devenir del concurso. Esas cenas compartiendo nuestras vidas de no concursantes, esos momentos entre bambalinas que rebajan la tensión inminente, esa solidaridad latente que aflora cuando menos lo esperas... secuencias irrepetibles que son las que verdaderamente importan, el montaje del director en el que te has convertido desde que has empezado a escribir esto. Ya me lo han dicho por teléfono cuando anuncié mi despedida. Hay que quedarse con lo bueno: el privilegio de que te hayan elegido entre tantísimos aspirantes, la experiencia única de participar en mi concurso favorito, la certeza -sí, convéncete- de haberlo dado todo hasta el final...
Cuarta parada. Ciudad Real, sí, pero también imaginaria, porque siempre paso y nunca me quedo, sólo el recorte de su relieve por la ventanilla, inapreciable en su justa medida. Ciudades que uno deja atrás como la tierra quemada de la vida. Ciudades que ni siquiera la comodidad del trayecto permite atrapar como es debido. Curioso. Tengo todos los adelantos de estos tiempos -el portátil enchufado a la corriente, el móvil cargándose, la cámara digital para salvar imágenes para la posteridad- pero soy incapaz de decir nada de ella. Y pienso en los escritores que viajaban un siglo atrás, con el cuaderno emborronado de apuntes sobre sus impresiones viajeras. Me digo que algo se ha perdido en el camino.
Quinta estación. Puertollano. En la que siempre me acuerdo de Porfiria Sanchiz, la actriz de la que publicaré una biografía en breve, y que me ha tenido rendido a sus pies varios años. Aquí en Puertollano estudió en un colegio religioso y, al parecer, apuntaba excelentes dotes de pianista. No conseguí encontrar ningún documento de su paso por allí, ningún examen, ninguna matrícula, todo desaparecido, pero a ella sí que puedo verla rezando con sus compañeras, leyendo en su habitación a su admirado Shakespeare sin saber que muchos años después interpretaría a muchos de los personajes del bardo londinense. Porfiria, la tigresa escondida en la almohada, un título que le encantó a mi editor. ¿Y de dónde viene?, me preguntarán en futuras entrevistas. Se trata de un título que condensa dos ideas o, mejor dicho, un dato histórico y una idea. El dato, que Porfiria interpretó la última obra de Jardiel Poncela, Los tigres escondidos en la almohada. La idea, que en cada una de sus breves escenas en la pantalla, Porfiria era como una tigresa que, agazapada, saltaba a la yugular de cualquiera que se pusiera por delante. Os recomiendo a su Madame Dorin de Cielo negro como primera toma de contacto.
Ya estamos en Córdoba, más cerca del origen de este diario de raíl, de la llamada que me hizo creer que a veces los deseos se cumplen después de todo. Seguramente tarde semanas en procesar lo ocurrido, me costará verme por televisión y sufra de nuevo sabiendo el derrotero de los acontecimientos. Pero, ya entrando en Sevilla, quizá por la alegría que desprende sólo su nombre, decido volverme optimista. Salir en antena ocho días seguidos no es moco de pavo, es tu cuota de felicidad, la felicidad que cualquiera tendría derecho a envidiar. Ya falta menos para un abrazo que ha tardado demasiado. Esa sí sera la última estación.
http://www.rtve.es/alacarta/videos/saber-y-ganar/saber-ganar-23-03-15/3058531/
Ya de regreso en el tren. Tengo casi cinco horas por delante, cinco horas para recordar una y otra vez todo lo vivido en los últimos días. Cinco horas para fustigarme por decisiones equivocadas -arriesgarme cuando no debía y encogerme cuando estaba obligado a hacerlo-, por no saber templar los nervios cuando la ocasión lo pedía, por pensar demasiado una respuesta que se vuelve incorrecta en el proceso de maduración, por volverme con el sinsabor de haber podido hacer más, mucho más, de quedar al menos una vez el primero, de ganar un comodín, de superar una calculadora... Para expresar lo que siento nada mejor que una escena de película: Neil Perry -Robert Sean Leonard- en El club de los poetas muertos al final de la función de El sueño de una noche de verano que acaba de interpretar, repitiéndose a sí mismo: "he actuado muy bien, he estado muy bien". Yo también tengo la sensación de haber concursado muy bien -hubo programas en los que respondí más que nadie- y, sin embargo, estoy frustrado por haberme quedado a medias, en tierra de nadie, alcanzando una insólita marca no demasiado estimulante: ser el concursante que llega a un octavo programa con menos rendimiento económico.
Primera parada en Tarragona. Pronto las personas con las que me cruce, como estos viajeros que ahora atraviesan el pasillo, me reconocerán por la calle y me animarán en su inocencia de desconocer el final, celebrarán que esté llevando el nombre de mi ciudad por motivos más loables que los que suele publicar la prensa, me insistirán en que tengo que practicar más el cálculo mental... ¿Cómo explicarles que practiqué hasta el hartazgo y que llegué a hacer las siete operaciones en doce segundos? ¿cómo hablarles de la transformación que sufres cuando alguien dice el temible "grabando"? En esos momentos estás totalmente solo, como el tenista que lucha contra sus propios fantasmas, todos te miran y se compadecen pero nadie te puede echar un cable. La única cuestión que importa es devolver la pelota al campo contrario, llevas ya muchas pero todavía no es suficiente, y justo entonces, cuando estás a punto de conseguirlo y ganar el punto, es cuando empieza a sonar en tu mente aquello del miedo a ganar. Y te sientes -el cine vuelve al rescate- que te podrías descomponer en moléculas, como el personaje de Ethan Hawke en Antes de atardecer.
Segunda estación. Lleida. El canal de bandas sonoras del AVE es un bucle, repite las mismas piezas que ya escuché en la ida. Aún así, persisto en él porque soy incapaz de conciliar el sueño y me ayuda a recuperar tantas emociones atrasadas y ponerlas por escrito, emociones que, estoy seguro, tienen que derramarse en algún momento, con el estímulo menos pensado. Nunca he sido muy llorón, pero presiento que se está formando un gran lago en algún recóndito lugar del lagrimal. La mirada de reojo de mi compañero de asiento me advierte de que quizá estoy convirtiendo mi relato en un folletín sentimental, así que tendré que ponerme más serio. Hablando del llanto, a ver qué le parece este aforismo: las lágrimas son los puntos suspensivos de la tragedia. Uno más para mi colección, que ya va alcanzando proporciones librescas. Se ha dormido, así que debo suponer que lo he conseguido.
Tercera parada. Zaragoza, la de mayor trasiego de viajeros. Antes de que atesten el pasillo, decido ir a la cafetería para estirar las piernas y aclarar las ideas. Mientras muevo la cucharilla del café, repaso mentalmente lo escrito. Temo dar al lector la impresión de haber sufrido demasiado. Debo hacer énfasis en los momentos alegres, el haber conocido a los miembros del equipo de un programa que, con intermitencias, he seguido desde sus primeros años. También a unos concursantes que consideraba compañeros antes que competidores, y que ves marchar y llegar por el caprichoso devenir del concurso. Esas cenas compartiendo nuestras vidas de no concursantes, esos momentos entre bambalinas que rebajan la tensión inminente, esa solidaridad latente que aflora cuando menos lo esperas... secuencias irrepetibles que son las que verdaderamente importan, el montaje del director en el que te has convertido desde que has empezado a escribir esto. Ya me lo han dicho por teléfono cuando anuncié mi despedida. Hay que quedarse con lo bueno: el privilegio de que te hayan elegido entre tantísimos aspirantes, la experiencia única de participar en mi concurso favorito, la certeza -sí, convéncete- de haberlo dado todo hasta el final...
Cuarta parada. Ciudad Real, sí, pero también imaginaria, porque siempre paso y nunca me quedo, sólo el recorte de su relieve por la ventanilla, inapreciable en su justa medida. Ciudades que uno deja atrás como la tierra quemada de la vida. Ciudades que ni siquiera la comodidad del trayecto permite atrapar como es debido. Curioso. Tengo todos los adelantos de estos tiempos -el portátil enchufado a la corriente, el móvil cargándose, la cámara digital para salvar imágenes para la posteridad- pero soy incapaz de decir nada de ella. Y pienso en los escritores que viajaban un siglo atrás, con el cuaderno emborronado de apuntes sobre sus impresiones viajeras. Me digo que algo se ha perdido en el camino.
Quinta estación. Puertollano. En la que siempre me acuerdo de Porfiria Sanchiz, la actriz de la que publicaré una biografía en breve, y que me ha tenido rendido a sus pies varios años. Aquí en Puertollano estudió en un colegio religioso y, al parecer, apuntaba excelentes dotes de pianista. No conseguí encontrar ningún documento de su paso por allí, ningún examen, ninguna matrícula, todo desaparecido, pero a ella sí que puedo verla rezando con sus compañeras, leyendo en su habitación a su admirado Shakespeare sin saber que muchos años después interpretaría a muchos de los personajes del bardo londinense. Porfiria, la tigresa escondida en la almohada, un título que le encantó a mi editor. ¿Y de dónde viene?, me preguntarán en futuras entrevistas. Se trata de un título que condensa dos ideas o, mejor dicho, un dato histórico y una idea. El dato, que Porfiria interpretó la última obra de Jardiel Poncela, Los tigres escondidos en la almohada. La idea, que en cada una de sus breves escenas en la pantalla, Porfiria era como una tigresa que, agazapada, saltaba a la yugular de cualquiera que se pusiera por delante. Os recomiendo a su Madame Dorin de Cielo negro como primera toma de contacto.
Ya estamos en Córdoba, más cerca del origen de este diario de raíl, de la llamada que me hizo creer que a veces los deseos se cumplen después de todo. Seguramente tarde semanas en procesar lo ocurrido, me costará verme por televisión y sufra de nuevo sabiendo el derrotero de los acontecimientos. Pero, ya entrando en Sevilla, quizá por la alegría que desprende sólo su nombre, decido volverme optimista. Salir en antena ocho días seguidos no es moco de pavo, es tu cuota de felicidad, la felicidad que cualquiera tendría derecho a envidiar. Ya falta menos para un abrazo que ha tardado demasiado. Esa sí sera la última estación.
http://www.rtve.es/alacarta/videos/saber-y-ganar/saber-ganar-23-03-15/3058531/
Buenas Juan Carlos
ResponderEliminarEn primer lugar me gustaría decir que soy un joven televidente de Saber y Ganar que ha visto toda tu trayectoria en dicho programa (una lástima que no hubiese sido más larga).
Deseo comunicarte que no tienes por qué atormentarte por no haber conseguido algo mejor (la sombra de Rafa tenía que ser titánica) y que a través del televisor has transmitido ser un hombre cabal y sobre todo una bella persona; que a fin de cuentas es lo que cuenta en la vida. En mi caso como estudiante errante por este sendero angosto al que llaman Sistema Educativo (que algunas personas tornan todavía más cuesta arriba para aquellos que no ostentan tantos recursos económicos -pero bueno, esto es trigo de otro costal-) y con la nota (puntos del programa en tu caso) como único símbolo identificatorio entre unas carreras y otras, también he sentido y sentiré este indeseable sentimiento de desasosiego que siempre nos llena de una impotencia injusta tras una prueba en la que quizá "se podría haber hecho algo más".
En conclusión y para terminar me gustaría que te quedases con esto: MUCHA SUERTE JUAN CARLOS EN TU VIDA, PORQUE SEGURAMENTE SEAS UNA BELLA PERSONA.
Un saludo
Tus palabras me han emocionado, Raúl. Por gestos como el tuyo merece la pena atreverse a participar en estas aventuras televisivas. Un abrazo enorme. Yo también estoy seguro de que eres una bella persona.
Eliminar¡Si hubiera pasado antes el balón, si hubiera disparado al otro lado, si hubiera visto el hueco a tiempo, si.. .! Decía Nietzsche que los remordimientos de conciencia son una indecencia, pues dejamos a nuestros actos solos, en la estacada... Pero hay que tener el valor de estar ahí, para poder fallar... Sólo los valientes son capaces... Como dice Raúl, solo las bellas personas... Tendremos siempre el partido en la cabeza, porque es el partido. Sólo por eso, por librarnos del aburrimiento, ha merecido la pena.
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