miércoles, 25 de febrero de 2015

Retazos algo anodinos


Un Oscar fue la escasa recompensa obtenida por Boyhood en la última ceremonia de los premios más importantes del cine. La pregunta es ¿se merecía tan poco? Reconozco mi debilidad por la trilogía que componen Antes de amanecer, Antes del atardecer y Antes del anochecer, posiblemente uno de los ejercicios de experimentación más estimulantes del cine contemporáneo, algo que ya intentaron sin éxito respetados cineastas como Peter Bogdanovich y su díptico The lat picture show y Texasville. A Linklater le salió bien la jugada, confrontando a la misma pareja en décadas diferentes para apreciar la evolución de sus sentimientos. Con Boyhood Linklater pretendía llegar aún más lejos, contando en una sola película el crecimiento -físico y emocional- de un niño en un periodo de doce años. Ya sólo por la dificultad de un rodaje de estas características y lo original del atrevimiento merecería nuestro aplauso más encendido. Sin embargo, ¿es suficiente ser original y arriesgado para lograr una gran película? ¿El argumento es lo de menos cuando el protagonismo recae en cuestiones ajenas a la historia?
Ignoro si los académicos se han planteado estos interrogantes, pero soy de la opinión de que una película debe valorarse en su conjunto. Si en la citada trilogía, el guión y la producción se ensamblaban a la perfección relatando a lo largo de veinte años los vaivenes de una relación que sortea problemas de espacio y tiempo, en Boyhood -subtitulada en español, no lo olvidemos, como Retazos de una vida- se nos cuenta de modo bastante lineal episodios desperdigados de la infancia y adolescencia de un joven integrado en una familia desestructurada cuyo principal bastión al que aferrarse es su incombustible madre -Patricia Arquette, premiada con la merecida estatuilla-. No hay más. Quizá Linklater pensó que era suficiente, que la vida es así de sencilla: unos se van y otros llegan, se descubren el amor y el sexo, uno trata de encontrarse a sí mismo, se definen los gustos personales... Pero me sigue faltando algo, como si la historia pidiera a gritos ser zarandeada de vez en cuando, arrojando alguna escena dolorosa o algún episodio conflictivo -no recuerdo ver al pesonaje llorar en toda la película-. Da la impresión de que el realizador de Fast food nation se ha preocupado más del envoltorio que del verdadero regalo que podía haberle hecho al espectador, provocando en ocasiones la sensación de estar ante una película televisiva de sobremesa alargada por meras cuestiones técnicas. Y lo dice, repito, un enamorado del mejor Linklater. 

martes, 17 de febrero de 2015

Hermanos menores


Jaime Rosales (Barcelona, 1970) es uno de esos directores a los que el éxito no se le ha subido a las barbas. Tras recibir tres premios Goya -entre ellos los dos más importantes, película y director- y numerosos galardones nacionales e internacionales por La soledad (2007), ha seguido siendo fiel a su estilo personal e íntimo, desoyendo las más que probables ofertas de un cine más comercial y/o producciones televisivas que han llamado a su puerta. Tras dos propuestas que pasaron de forma casi inadvertida por las salas -Tiro en la cabeza (2008) y Sueño y silencio (2012)-, Rosales ha presentado otro título que tampoco ha gozado de mejor fortuna económica, si bien le ha reportado premios y nominaciones que ya echábamos de menos.
Hermosa juventud mantiene la línea de continuidad con su anterior trabajo en el sentido de dar protagonismo de nuevo a los jóvenes, un segmento social cuya exclusión parece haberse vuelto más patente desde que se iniciaron los años de la crisis. Natalia y Carlos -interpretados de manera conmovedoramente natural por Ingrid García Jonsson y Carlos Rodríguez- son una pareja rabiosamente joven y enamorada cuyos horizontes vitales más lejanos pasan por el día a día: ganar un poco más de dinero con el que sacarse el carnet de conducir, comprarse ropa o una furgoneta para depender de sí mismos; quedar los fines de semana con sus amigos; aprovechar la mínima ocasión para sus encuentros sexuales... En resumen, son una pareja sana que no responde a ciertos elementos descerebrados que protagonizan algunos programas televisivos de éxito: Natalia se esfuerza todos los días por repartir su currículum aunque no se lo acepten, y Carlos es el amo de casa de su impedida madre. La sensación de orfandad, de prisión social, se agudiza
con la noticia de que van a ser padres, circunstancia que hace peligrar la economía familiar de ambos -los padres de Natalia están separados, el padre no trabaja y apenas puede pasarle algo de dinero a una madre que mantiene a otro hijo adolescente-. Cuando la situación ya se hace insostenible, Natalia decide sacrificarse, dejar a su hija y emigrar a Alemania para engrasar la misma cadena de trabajos precarios que ha dejado en España. Ante esta perspectiva, se verá obligada a tomar una decisión dolorosa que golpea al espectador con un final descarnado.
Estos retazos de vida, que podrían ser un reflejo de muchas parejas jóvenes de hoy, son mostrados por Rosales con una asombrosa naturalidad, ajena a artificios y estereotipos. El director está tan pegado a la realidad que no elude recurrir al universo tecnológico que conforman el modus vivendi de la juventud: la pantalla se llena de chateos de wassap, de fotografías de Instagram o de conversaciones por Skype. Elementos que refuerzan si cabe aún más la hiriente verosimilitud de un relato verdaderamente conmovedor.

viernes, 13 de febrero de 2015

Arteayuda

Siguiendo con sus indagaciones expuestas en la organización fundada en 2008, The School of Life, Alain de Botton se aventura ahora por los territorios del arte, convencido de que este -como ya hiciera con el trabajo, la arquitectura, la filosofía, el amor o el sexo- puede ayudarnos a mejorar nuestra vida. El arte como terapia (Phaidon, 2014) -escrito esta vez a cuatro manos con el filósofo John Armstrong- no es un manual de autoayuda al uso. Su elegante presentación y diseño, elegidos a propósito para reflejar del modo idóneo las piezas artísticas que van ilustrando la disertación del autor, es un punto a favor más de un ensayo inclasificable -otro más- que desbroza los intrincados senderos del universo artístico -desde el coleccionismo a la mutable apreciación crítica, pasando por las técnicas expositivas- que trata de razonar cómo puede el arte ayudarnos a ser mejores personas partiendo de la premisa de que este puede cumplir siete funciones distintas ligadas a cuestiones tan esenciales como el amor, la naturaleza o el dinero.
De Botton, amante de museos y viajero con pedigrí -recordemos su espléndido Arte de viajar-, selecciona cuadros, esculturas, edificios, dibujos, diseños, fotografías, etc., de todas las épocas artísticas para fijarse en aquellos detalles que nos pasan generalmente desapercibidos y que pueden aportarnos ese algo más que debemos exigirle a una obra artística, estuviera o no esa intención en la mente del creador en cuestión.
Con la habitual amenidad de su razonamiento lógico y aparentemente incuestionable, De Botton funde de manera magistral vida y arte para decirnos que, como todo amor correspondido, uno no debería vivir sin la otra, exigiendo que ambos se miren directamente a los ojos para conocerse mejor. Será beneficioso para ambos. 

lunes, 2 de febrero de 2015

El caníbal incomprendido


Como muchos otros estudiantes de periodismo y aspirantes a crítico cinematográfico, recuerdo que uno de mis referentes o tótems -junto a otros, como Carlos Colón, de quien tuve la fortuna de ser alumno- era Carlos Boyero. Boyero era, y sigue siendo, odiado y admirado a partes iguales por cinéfilos, directores, actores, gentes varias del espectáculo, y sus propios colegas de profesión. Uno podrá estar o no de acuerdo con sus, casi siempre, para bien o para mal, demoledoras opiniones, pero hay que reconocerle, por un lado, su contundencia y claridad -nunca se queda a medias tintas en sus juicios- y, por otro, su reticencia a convertirse en lo que podríamos llamar un "adulador" de prestigio, es decir, negarse a formar parte de la camarilla de críticos que bendicen sí o sí al Santo Sanctorum de las películas y directores intocables y/o que vienen revestidos de inmarchitable "qualité" tras su paso por festivales o visionados de la crítica internacional. Sirva este largo preámbulo para, tras recuperar recientemente la aclamada cinta Caníbal (2013) del almeriense Manuel Martín Cuenca, posicionarme al lado de Boyero, uno de los pocos que se atrevió a bajar del pedestal a una película sin duda sobrevalorada. Comparto muchos de los argumentos expuestos por el veterano escribidor, como que el inteligente uso de la elipsis o los curiosos encuadres y largos planos estáticos no son suficientes para acercarnos a un personaje -interpretado por Antonio de la Torre con una gelidez se diría que autoimpuesta- cuyas aristas psicológicas se nos escapan, haciendo que veamos la historia desde fuera, cuando ella misma pedía una inmersión a fondo. Sin entrar en cuestiones argumentales algo inverosímiles como la inexplicable ausencia informativa de la investigación policial de unas desapariciones y crímenes seriados y cometidos en la misma zona, la acción transcurre con una exasperante lentitud provocando desapego en lugar de la necesaria conexión dramática y emocional con un, a priori, protagonista bombón que cualquier actor querría para su currículo. Esa orfandad psicológica del personaje principal -imagino que más matizado en la novela de Humberto Arenal en la que se basa y que no he tenido el gusto de leer- parece querer tamizarse por parte del director con una supuesta simbología religiosa manifestada en desfiles procesionales y el encargo de una hermandad al protagonista -el mejor en su oficio, sastre- cuyos bienintencionados propósitos caen en saco roto.
No es mi intención, por otra parte, desvirtuar los numerosos valores de la cinta -el simple hecho de su realización indica ya una valentía digna de aplauso-, sólo lamentar la oportunidad perdida de tejer una historia inquietante que parece haberse contagiado de ese témpano de hielo sobre el que gira.

miércoles, 28 de enero de 2015

Vindicación de la verdad

Lo ha vuelto a hacer. Tras una novela de género que debemos entender como de transición a logros más altos -Las leyes de la frontera-, Javier Cercas vuelve a su fórmula más querida y agradecida, esa cuerda floja entre la realidad y la ficción. Si en Anatomía de un instante se dedicaba a investigar el trasfondo de los personajes que aparecían en una foto singular, tomada en el Congreso de los Diputados el 23-F -una idea que, en cierto modo, retomaría años después Manuel Hidalgo en suBanquete de los genios-, en El impostor se adentra hasta el tuétano en la verdad y mentira de Enric Marco, personaje fascinante donde los haya que se inventó una vida -la de superviviente de un campo de concentración alemán- justificándose a sí mismo que lo hacía por el bien de la humanidad, de las personas que se habían quedado sin voz. Al igual que en su célebre trabajo anterior, Cercas se introduce a sí mismo en el proceso de escritura, y detalla sus problemas de conciencia a la hora de afrontar la difícil misión de relatar el caso Marco -sus reuniones con escritores y amigos, sus rocambolescas pesquisas, sus entrevistas con personas y otros investigadores que le conocieron, como el que destapó en 2005 la farsa del personaje, la grabación de conversaciones con el propio Marco y sus cambios de ánimo con respecto a él-, dejando claro que su principal objetivo es prescindir de la ficción y ceñirse a los datos objetivos, sin tratar de comprender -aunque sea inevitable- las razones que le llevaron a falsear la realidad para reinventarse a sí mismo. Gracias a la habitual pericia narrativa de Cercas, la ardua investigación y su relato paralelo se convierten en un viaje apasionante y absorbente por la España de los últimos ochenta años, pero también al mismo tiempo en un interesante ensayo sobre el tema de la falsedad y la impostura, en lo lícito o ilícito de subvertir las normas morales establecidas en beneficio propio o común. Un trabajo de notable envergadura que confirma a Cercas como uno de los autores más necesarios del panorama literario español de las últimas décadas.
no menos interesante

domingo, 18 de enero de 2015

The Reader´s Diary (XXXVIII)

La Antología poética preparada por el profesor Eduardo Sánchez Fernández (Linteo, 2014) nos permite redescubrir a uno de los poetas más olvidados del romanticismo inglés, eclipsado por la inexpugnable fama de su trío más representativo: Byron, Shelley y Keats. Quizá a John Clare no le benefició tener una vida larga -recordemos que sus coetáneos murieron a los 36, 30 y 26 años respectivamente-, ni haber fallecido en el manicomio en el que se llevó varias décadas encerrado. Los temas de su poesía no aspiraban a los retos de los versos de sus compañeros generacionales, todos ellos versados en el mundo clásico, amantes de extravagancias exóticas y de beberse la vida a grandes sorbos o, como en el caso de Keats, capaz de gigantescas metáforas con los elementos más sencillos. Clare era un poeta rural, quizá lo más parecido en Inglaterra a lo que en el siglo XX sería Miguel Hernández, y su poesía no era amiga de grandes hallazgos formales ni estilísticos, sólo de contar la hermosura de las briznas de hierba, de las vacas paciendo, de los amaneceres dominicales, tal comos se aparecían ante sus ojos. Es de elogiar el esfuerzo del profesor Sánchez Fernández por acercarnos algunos de sus mejores piezas. Pero no podemos decir lo mismo de la traducción. Basta comparar la asombrosa diferencia en la traslación de uno de los poemas mayores de Clare, I am, de la presente antología con la incluida en la exquisita Lírica inglesa del siglo XIX que Ángel Rupérez preparó para la editorial Trieste en 1987. Parecen dos poemas distintos. La intensidad que sabe imprimir Rupérez difiere notablemente de la más literal y plana de Sánchez Fernández, incapaz de transmitirnos la emoción que emanaba de los versos de un poeta pegado a la vida aún en sus arrebatos de mayor locura.


En otro sentido y, cambiando totalmente de tercio, también se me queda corto el que creemos último capítulo de las andanzas de los héroes cervantinos que sobrevivieron a Don Quijote. Si guardo un excelente recuerdo de Al morir Don Quijote, El final de Sancho Panza y otras suertes me ha resultado algo cansina, innecesaria al fin y al cabo, pues todo había quedado dicho en la anterior. Proseguir con las aventuras del escudero, el bachiller, el ama y la sobrina se me antoja como una secuela cinematográfica sin más fundamento que el enorme amor que, a todos nos consta, Trapiello profesa a los grandes clásicos hispánicos. Pero ello no basta para hacer una gran novela, a pesar del notable esfuerzo de su autor por recuperar el lenguaje de la época y urdir un marco espacial rigurosamente verosímil fruto de sus numerosas lecturas. Conseguir igualar el resultado de su predecesora era, nunca mejor dicho, una empresa quijotesca.

martes, 2 de diciembre de 2014

The Reader´s Diary (XXXVII)

Hoy abordo tres libros que de un modo u otro hacen de la nostalgia su principal emblema: nostalgia por la cacharrería y pasatiempos de nuestra infancia, nostalgia por el cine clásico de Hollywood, y nostalgia por aquellas temporadas en las que el Athletic de Bilbao todavía ganaba títulos. Este último, Un soviético en la catedral, del periodista Eduardo Rodrigálvarez, se enmarca en la curiosa colección de libros de bolsillo "Hooligans ilutrados" de Libros del KO, que reúne textos de periodistas y aficionados de equipos señeros de nuestra liga con el ánimo de remarcar unas señas de identidad que a los verdaderos hinchas -no a los que se han hecho notar desgraciadamente en días recientes- nos hacen seguirlos contra viento y marea, de acuerdo con aquel grito que podría representar a todas las aficiones verdaderas: "Viva er Betis... manque pierda". Bilbaíno durante mucho tiempo afincado en Madrid, Rodrigálvarez evoca sus años de infancia en los que se afanaba en ser un extremo zurdo a pesar de ser diestro, y rememora los gloriosos años del Athletic de su famosa delantera, y también aquel equipo que fue capaz de ganar las dos últimas ligas con Clemente. Desde entonces, el Botxo sólo ha podido celebrar un subcampeonato y ver muy de cerca un trofeo que siempre se le escapaba, siendo especialmente dolorosa la derrota sufrida en Bucarest con Bielsa al frente. El autor de Un soviético en la catedral, título nada azaroso como el lector podrá comprobar, deseñtraña en breves pinceladas cómo el hincha del Athletic se rinde antes a un sentimiento que a un triunfo, porque éste ya va incluido en el anterior.
Aquellas dos ligas, la 82-83 y la 83-84, también las viví yo con la oreja pegada al carrusel deportivo, a pesar de ser testigo de sonoras derrotas en directo en los estadios que estaban a nuestro alcance, el Ramón de Carranza, el Sánchez Pizjuán y el Benito Villamarín -todavía recuerdo el deseo de que me tragara la tierra ante un público que se caía rendido ante un incomensurable Gordillo-. Y es que uno siempre tiende a recordar la infancia como un paraíso feliz, ajeno a las desgracias y sinsabores que luego nos deja la madurez, quizá porque entonces la inocencia podía a la tristeza. Javier Ikaz y Jorge Díaz son conscientes de ello, y por eso han alargado el éxito de su anterior libro con una segunda parte que también se ha ramificado en disco y promete ser trilogía, al modo de Papel y plástico, otra saga que comparte su mismo espíritu. Yo fui a EGB 2 (Plaza&Janés) hará nuevamente las delicias de los que vivimos aquellos años en los que los profesores fumaban en clase, sólo había dos cadenas de televisión, no se podía llamar por teléfono para avisar de un retraso, y los juegos del Spectrum tardaban cinco minutos en cargarse. Parcelando la nostalgia en áreas temáticas, los autores despliegan un emotivo aparato iconográfico que nos provocará más de un respingo -¡ése lo tenía yo!-, y que se adereza con cuestionarios que probarán nuestra memoria y un juego de mesa.
En los cines de mi infancia proyectaban con frecuencia clásicos que se alternaban con los estrenos. No era raro salir del colegio y ver una cartelera que anunciaba Ben-Hur, Los diez mandamientos o Siete novias para siete hermanos. Clásicos que hoy todos recordamos gestados en el sistema de los estudios de Hollywood, un universo rutilante, pero que también escondía bajo la alfombra sus trapos sucios, léase caza de brujas entre otros episodios vergonzantes. Profesionales, actores y directores fueron represaliados por su sabida o supuesta simpatía con los comunistas. Robert Rossen fue uno de ellos, aunque luego tratara de limpiarse sin conseguirlo del todo. Primero eficaz guionista -El lobo de mar, Un paseo bajo el sol-, y luego excelente director -Cuerpo y alma, El político, El buscavidas, Lilith-, Rossen fue pionero en la preservación de la independencia del autor frente al estudio. Su lucha contra un sistema que atenazaba la libertad creativa provocó que sólo llegara a dirigir diez películas y que algunas, como Alejandro Magno, sufrieran amputaciones y acabaran desvirtuadas. Quizá por este currículum tan breve, Rossen sea hoy un director injustamente olvidado y digno de la reivindicación que ha hecho José Antonio Jiménez de las Heras en la colección "Cineastas" de Cátedra. Un análisis pormenorizado de cada film en los que participó de uno u otro modo, así como un incisivo acercamiento a un proceso inquisitorial que marcaría toda su vida, son virtudes de una obra digna de alabanza.