miércoles, 18 de noviembre de 2015

The Reader´s Diary (XLV)

Que la vida de Frank Sinatra fue turbulenta no hace falta que venga nadie a descubrírnoslo. No es esa la intención del periodista Francisco Reyero, quien ya abordó episódicamente los escándalos del crooner en la Costa del Sol en su libro Cuerpos celestes (Ézaro, 2014), autor de Nunca volveré a ese maldito país (Fundación José Manuel Lara, 2015), memorándum de las diferentes estancias y correrías del cantante por el paisaje franquista español. Concebido al modo de los hoy desaparecidos teletipos periodísticos, la obra de Reyero es un exhaustivo trabajo de investigación gestado tras laboriosa pulsación de archivos y hemerotecas digitales amén de entrevistas con gacetilleros, fotógrafos y gente de la farándula que en algún momento se cruzó con el oscarizado astro. No se trata aquí de opinar sobre los desmanes, amoríos ni la bravura sexual de Sinatra, sino de dar fe de sus idas y venidas, motivadas casi siempre -rodajes aparte- por el cordón umbilical que le unió como un yugo al animal más bello del mundo, Ava Gardner, y que culminarían en un desencuentro absoluto rematado con la sentencia que da título al volumen. No esperen, sin embargo, la típica crónica fría y distante, pues Reyero se gusta con un estilo desenfadado y punzante, cronista certero de unos años que, desde luego, nunca volverán.

Certera se muestra también Sara Mesa en Cicatriz (Anagrama, 2015), novela de aparente sencillez que encierra más complejidad y capas textuales de lo descrito en su argumento: la relación de una pareja que se conoce por internet, él cleptómano confeso por vocación, ella humilde trabajadora receptora de sus desinteresados regalos. Sin hacer alardes estilísticos en una prosa muy temperada, Mesa consigue que la historia nos atrape desde el inicio y que nos impliquemos emocionalmente con ambos protagonistas, flagrantes testimonios de la despiadada soledad de la época actual, islas remotas que acaban juntándose casi por inercia. No nos equivoquemos: no estamos ante la típica historia de encuentro y/o desengaño amoroso, sino ante una feroz radiografía de la sociedad que vivimos -tecnología mediante- y las diferentes formas de afrontarla. Mesa consigue plenamente su objetivo: lograr que el resultado del duelo amoroso de la pareja nos importe bien poco, ya que las grandes virtudes de esta modesta novela residen en el trayecto, en los mensajes subterráneos que atesora.

lunes, 26 de octubre de 2015

jueves, 24 de septiembre de 2015

Un gángster con alma de ángel

Junto a Humphrey Bogart y Edward G. Robinson, James Cagney (1899-1986) formó la primera línea de "tipos duros" del Hollywood clásico. Como ellos, también tuvo problemas a lo largo de toda su carrera para despojarse de esa imagen que le caracterizaba siempre con una pistola en la mano y un rictus endurecido que te hacía desear no cruzarte con él en una calle solitaria. A pesar de su baja estatura, su anómalo cabello pelirrojo, la energía de sus movimientos y su atropellada forma de hablar, casi como una metralleta, le convirtieron, tras unos inicios dubitativos, en el actor ideal para incorporar al gángster, al fuera de la ley, en una época -primeros años 30- que los había convertido en una especie de mitos para el público de las salas norteamericanas. Su papel más recordado de esta etapa sería el de Tom Powers en y El enemigo público (1931) con la famosa escena del pomelo aplastado sobre el rostro de Mae Clarke. Aunque la Warner, el estudio al que estuvo más vinculado pero contra el que luchó denodadamente por imponer sus condiciones sentando un precedente en las mejoras laborales de los actores y en su progresiva independencia de los estudios, trató de sofocar esa pasión por el lado peligroso de la vida logrando que Cagney se enfundara el uniforme de policía -G-Men, contra el imperio del crimen (1935)-, lo cierto es que fue incapaz de desligar al actor del poderoso icono cimentado en personajes como los de Ángeles con caras sucias (1938), Los violentos años 20 (1939) o la postrera Al rojo vivo (1949).

Miembro de una familia numerosa criada por su infatigable madre en el humilde barrio de Yorkshire, Cagney, como muchos personajes que luego incorporaría en la gran pantalla, se tuvo que fajar en la calle para sacar adelante a los suyos. Entre sus muchos trabajos, uno le dejaría una huella especial, el de bailarín, llegando a ser un consumado practicante, afición que, a la postre, le serviría para reportarle su único Oscar por su interpretación en Yanqui Dandy (1942). Sería este el momento culminante de una larga trayectoria a la que luego se añadirían westerns, películas de acción y comedias como la memorable Un, dos, tres (1961) de Billy Wilder, demostrando que su versatilidad artística abarcaba todos los géneros -antes de Errol Flynn, Cagney fue el actor elegido para hacer de Robín de los Bosques en el clásico de Michael Curtiz y William Keighley de 1938-.

Estas y muchas otras curiosidades las relata con profusión de detalles Jaime Boned en una extensa biografía, la primera publicada en castellano sobre el actor americano, situado en octavo lugar en el olimpo de las grandes leyendas del cine americano dada a conocer por el American Film Institute en 1999. James Cagney, el gángster eterno (T&B, 2015) escarba en la bibliografía publicada sobre el actor en Estados Unidos para ir desglosando sus opiniones personales, sus episodios familiares, su atípica vida social -contrariamente a la vida de muchas estrellas, Cagney no gustaba de trasnochar ni de saraos, y sólo se reunía cada cierto tiempo con un club selecto de amigos entre los que se encontraban Spencer Tracy o Frank McHugh-, e introducirse en todos sus rodajes, los preparativos, los estrenos, y la repercusión crítica que tuvieron. Sólo algunas expresiones poco afortunadas chirrían en una obra muy completa que viene a llenar uno de los muchos huecos que todavía faltan en la historiografía del cine del Hollywood clásico.

jueves, 10 de septiembre de 2015

La noche de los monstruos


De los tres poetas que conforman la época dorada del romanticismo inglés -si partimos de que Wordsworth y Coleridge fueron los adelantados o primeros exponentes-, sin duda es John Keats el que responde más modélicamente a la imagen del ideal romántico fraguada por la cultura occidental, aunque ésta guardara una pálida semejanza con los auténticos postulados del movimiento. Aquejado muy joven de una enfermedad mortal entonces incurable, la leucemia, Keats llevó una vida sosegada y más bien casera, poco dada al derroche viajero y a la euforia amatoria de sus dos compañeros de ecuación: Lord Byron y Percy Bysse Shelley. A pesar de compartir su postrero lugar en la tierra con este último -el Cementerio Acatólico para Extranjeros de Roma-, a Keats no se le conocen turbias historias sentimentales ni episodios vergonzantes que fueron la comidilla de la alta sociedad inglesa. Keats fue el máximo ejemplo del poeta que puso su causa antes que esos estudios de medicina que se vio obligado a cursar. Tuvo un gran amor que casi no pudo paladear por su repentina muerte y que plasmó de manera elegante la directora Jane Campion en Bright Star. Este verano tuve la oportunidad de visitar su tumba, ésa que esconde su nombre y en la que se lee el conocido epitafio: "Aquí yace un joven poeta cuyo nombre fue escrito en el agua". Junto a él, la tumba de su amigo Joseph Severn, que le acompañó en los últimos días, y la del hijo de éste, muerto en extrañas circunstancias. Dijo Oscar Wilde que la tumba de Keats es el lugar más santo de toda Roma, y puedo dar fe de que es cierto, pues la paz que respira, y las sensaciones de humildad, sosiego y belleza que transmite obligan a uno a reverenciarla, a permanecer en silencio preso de una emoción indefinible.


Fiel a su carácter delicado y poco dado a las reuniones sociales, Keats no participó en la famosa noche de Villa Diodati, en la que Byron, Shelley, la mujer de éste, Mary, y Polidori, crearon dos de los mitos más universales del terror moderno: Frankenstein y el vampiro. Por eso, en El verano que nunca llegó (Mondadori, 2015), de William Ospina, adquiere un protagonismo secundario, siendo los actores principales los que se congregaron en esa velada terrorífica, pero no solo ellos, sino sus antepasados y descendientes, pues Ospina más que una novela, traza un ensayo metaliterario sobre aquella noche que parecía predispuesta a los relatos de fantasmas con la intención de aportar algo nuevo a lo ya mucho escrito o, al menos, de dejar plasmada su visión íntima del episodio, visitando los lugares emblemáticos o consultando la bibliografía apropiada. Podríamos decir, en definitiva, que El verano que nunca llegó es la historia personal de Ospina sobre el mito, un mito que parece inagotable y del que se seguirá hablando y escribiendo hasta el fin de los tiempos.

miércoles, 26 de agosto de 2015

Prado, a little bigger

Como ya comenté en anteriores entradas de este blog, poco a poco el aforismo se va abriendo su pequeño hueco -por su propia condición sería absurdo que fuera grande- en la oferta editorial. La Isla de Siltolá ha iniciado su propia colección, que se suma a la de Renacimiento -"A la mínima"-, y a la esporádica apuesta de algunas otras, como Hiperión, que nos presenta ahora el tercer libro de aforismos de Benjamín Prado. Más que palabras devuelve al primer plano a un autor en permanente estado de gracia y, sin duda, uno de los cultivadores más brillantes de este microgénero. Como en las anteriores entregas, el nuevo volumen también se divide en varios bloques de cien aforismos cada uno que sólo parecen pretender dar una pausa al lector entre tanto destello ingenioso, pues la agrupación temática no se manifiesta en ningún momento.

Es difícil encontrar en los aforismos de Prado alguno colocado como mera ocurrencia o de relleno entre otros de mayor envergadura. Se nota que el autor se trabaja a conciencia cada pieza, buscando que brillen a un tiempo el continente y el contenido, el significado y el estilo. Las páginas de Más que palabras están repletas de hallazgos formales, de verdades como puños que, bajo la sencillez de una frase, se cargan de un sentido contundente y vivaz. Valgan algunos ejemplos: "El desamor consiste en transformar un flechazo en una puñalada", "sólo me pondré a tu nivel si luego me ayudas a incorporarme", "En cuanto vi lo que me esperaba a su lado, llamé al destino y anulé la reserva", "Hay quienes para descargar su conciencia necesitarían un vertedero". Los aforismos de Prado frecuentan la ironía y el sarcasmo -"hay quien confunde poner las cosas por escrito con escribir"-, y no eluden, por supuesto, las referencias a la realidad en que vivimos -"suscribir una hipoteca es que un banco se compre una casa con tu dinero", "un optimista del siglo XXI es quien ve la batería del móvil medio llena"-. En definitiva, perlas que merece la pena releer varias veces para degustarlas como se merecen: "hay quienes sólo te prestan oídos para después cobrarte intereses".

viernes, 24 de julio de 2015

The Reader´s Diary (XLIV)

Kafka non-stop. Ediciones del Subsuelo ha recuperado varios escritos sobre el escritor checo de Nahum N. Glatzer, editor e intérprete de Kafka desde la sede de Schocken Verlag en Nueva York. Glatzer colaboró en la primera edición de los diarios del autor de La metamorfosis y escribió varios ensayos sobre su literatura como "Franz Kafka y el árbol del conocimiento", que se incluye en el presente Los amores de Franz Kafka. Es uno de los textos finales junto a otros que relatan su experiencia traductora y editorial con el autor praguense. Sin embargo, el grueso del volumen lo conforman extractos de sus escritos sobre las diferentes mujeres que, de un modo u otro, mantuvieron relaciones con Kafka. A pesar de que sus cartas a Milena o a Felice están publicadas, al igual que sus diarios -donde aparecen incontables referencias a sus "mujeres"-, Glatzer se ha dedicado a una esforzada labor de síntesis para filtrar fragmentos de misivas y apuntes diarísticos para contextualizar relaciones que, por diferentes razones, fracasaron o no llegaron a buen puerto e influyeron de forma decisiva en la labor creativa del escritor. El resultado ofrece un paisaje más conciso y analítico de la personalidad de Kafka, de sus dificultades para mantener una relación estable con el sexo opuesto, una poda, digamos, en la frondosidad del bosque ya existente.

Para contentarnos mientras Jean Echenoz no publica una nueva novela, Anagrama recupera siete piezas breves del gran miniaturista francés englobadas bajo el título de Capricho de la reina, y publicadas previamente en diferentes revistas de arte. El resultado no decepcionará a sus seguidores, entre los que me encuentro, pero quizá les dejará con ganas de mucho más. Los relatos merecen ser leídos únicamente por su capacidad descriptiva -ejemplar es en este sentido "Veinte mujeres en el parque de Luxemburgo y en el sentido de las agujas del reloj"-, por la facilidad con que Echenoz se saca de la chistera una historia que nos envuelve desde la primera línea con ese estilo suyo tan peculiar que hace avanzar la narración como en sordina, sin que seamos conscientes de ello. Me quedo sobre todo con "Nelson" e "Ingeniería civil", ambos impresionantes por su planteamiento y desenlace.

A Peter Cameron ya le venía siguiendo la pista desde Algún día este dolor te será útil y Coral Glynn. Su editorial española, Libros del Asteroide, recupera ahora una novela anterior, Aquella tarde dorada, sobre un joven profesor universitario de Kansas que, para escribir una biografía sobre un escritor fallecido que le permita disfrutar de una beca de investigación y la publicación de la misma, decide viajar a una mansión perdida de Uruguay para conseguir la autorización de las tres personas que tienen la sartén por el mango: el hermano, la viuda y la amante del escritor. La visita a este lugar cambiará radicalmente la perspectiva del joven y actuará como espejo revelador sobre su futuro.


Con su estilo delicado, rebosante de diálogos brillantes, y capaz de recrear escenarios casi mágicos así como lograr una gran riqueza psicológica hasta en el personaje más secundario, Cameron tiene visos de ser un clásico, con intrigas que pueden recordar los grandes relatos decimonónicos o del siglo veinte, o incluso esos paisajes cinematográficos que acuden a la mente del lector. A mí, en concreto, me han venido imágenes de De repente, el último verano, la adaptación de Tennessee Williams realizada por Mankiewicz con Katherine Hephurn, Montgomery Clift y Elizabeth Taylor. Quizá sea por la habilidad de Cameron para hacernos creer que estamos realmente en una mansión perdida de Uruguay, con esos muebles viejos, esos caminos solitarios y esos personajes que parecen vivir en un universo paralelo. Un gran relato, sin duda. 

miércoles, 24 de junio de 2015

The Reader´s Diary (XLIII)

Coinciden en las librerías dos títulos que novelan sendos episodios amorosos de dos escritores que figuran en primera línea de mi santoral: Franz Kafka y Fernando Pessoa. En el primero de ellos, La grandeza de la vida, el periodista alemán Michael Kumpfmüller se detiene en los últimos años de vida de Kafka y en su relación con la joven Dora Diamant, quince años menor que el escritor y último eslabón de una cadena amorosa llena de sinsabores e indecisiones. Al contrario que la nutrida correspondencia con dos de sus amores anteriores, Milena Jesenská y Felice Bauer, publicada en su integridad, las cartas cruzadas entre Kafka y Dora no se han localizado, por lo que el autor de la presente novela fabula sobre lo que hubiera podido dar de sí partiendo de la pista de sus diarios y de los apuntes desarrollados en la ingente bibliografía sobre el escritor checo. Y lo hace de un modo sencillo y evocador, dibujando entre todos los posibles a un Kafka cercano, carcomido por la tuberculosis, que halla en la bondad e inocencia de Dora el último asidero al que agarrarse, quizá la mujer definitiva de no mediar la catástrofe humana. Una mujer que se desvivió por el escritor, que hizo todo lo posible por hacer sus últimos días más llevaderos, y que hubiera cambiado su episódica fama porque el autor de El proceso se hubiera quedado con ella aunque sólo fuera un día más. Kumpfmüller ha encontrado el tono ajustado a una historia íntima, sin hincar demasiado el diente en la tragedia, permitiéndonos conocer los más que probables detalles de una idílica relación arruinada por la enfermedad.

Caso bien distinto es el de Un amor como éste, en el que Luis Morales (Cáceres, 1971) se vale de la correspondencia entre Fernando Pessoa y Ofelia Queiroz, publicada en su integridad en 2013. Aquí estamos ante otra forma de novelar lo posible. Si Kumpfmüller lo hacía, entre comillas, de la nada, Morales utiliza las misivas de uno y otro para hacer uno de esos ejercicios metaliterarios tan queridos por la literatura reciente -estoy pensando, por ejemplo, en la trilogía de Echenoz, o en lecturas recientes como La pequeña comunista que no sonreía nunca- con el fin de rellenar los huecos de una relación extendida en el tiempo casi quince años, los que median entre 1920, fecha en la que se conocieron en la oficina donde Pessoa trabajaba y 1935, año de la muerte del poeta. Quizá en el plano afectivo, en el de las relaciones amorosas, es donde Kafka y Pessoa se encuentren más próximos. Ambos mantuvieron escasas relaciones que no llegaron a buen puerto, debido sin duda a un lastre personal que les acercaba más al escritorio, a la defensa de su territorio personal, antes que a entregarse en cuerpo y alma al ser amado. No hablamos de una defensa de la castidad, pues ambos reconocen episodios de iniciación en prostíbulos, sino de una incapacidad innata para convivir con una mujer. Quizá para Pessoa la relación con Ofelia llegó tarde -también, como Dora y Kafka, había una gran diferencia de edad-, en una etapa de fertilidad creativa socavada por las servidumbres laborales que le permitían subsistir y una ambigua relación con el mundo editorial que le hizo ser un gran desconocido en vida. Si a ello añadimos su paulatino acercamiento al ocultismo, las desgracias familiares y su maltrecha salud abonada por el alcohol y el tabaco, quizá hallemos las razones del fracaso de una relación trufada de cartas de arrebatadora pasión rayana a veces en lo cursi.
En fin, semejante y suculento material de partida se merecía una gran novela, y Morales la ha escrito hilando fino, convirtiéndose en un trasunto del propio Pessoa, imitando su tan característico estilo, intercalando citas y pasajes de la obra del poeta, y llegando incluso a elucubrar un final alternativo de "comieron perdices" que se agradece como una coda humorística. La pasión del autor por Lisboa -compartida por el que suscribe- juega sin duda a favor de un texto y un homenaje saldados con notable alto.