miércoles, 20 de enero de 2016

Bum-Bum Becker se confiesa

La imprevista y rápida derrota de Rafa Nadal en el Open de Australia nos puede hacer reflexionar sobre la longevidad del deportista, sobre su capacidad de mantenerse en lo más alto del candelero año tras año, capacidad en la que inciden a un tiempo los factores psíquico y psicológico. En el solitario mundo del tenis, en el que uno debe hacer frente al adversario y a sus fantasmas personales, sin posibilidad -salvo raras excepciones- de recurrir a los consejos de su entrenador, es frecuente que un jugador sufra altibajos a lo largo de su carrera y que resucite cuando ya nadie parecía contar con él. Lo vimos con Agassi y todavía podemos apreciarlo en Federer, poseedor de un físico privilegiado que parece estirarse en el tiempo sin atisbar su decadencia. Pero también ocurre el caso contrario, el jugador que despunta demasiado pronto y luego es incapaz de mantener cierta regularidad. Me viene a la mente ahora Michael Chang.
Boris Becker también pudo pertenecer a este grupo al convertirse en el jugador más joven en ganar Wimbledon con sólo 17 años. Los agoreros que le situaban como flor de un día se quedaron con un palmo de narices al constatar que al año siguiente repitió en el All England Club, que aún lo ganaría una vez más y que añadiría otros tres Grand Slam a su palmarés. Escrito en un tono sincero y amable, y sin alardes estilísticos -de hecho, la traducción peca en varias ocasiones de no limar fallos de expresión-, Boris Becker y Wimbledon (Indicios, 2015; misma editorial que publicó la autobiografía de Nadal) narra en primera persona el ascenso y caída de un mito del tenis que colocó este deporte, casi desconocido hasta su llegada, en el primer plano de la actualidad alemana. Editado con gran lujo e impresionante despliegue fotográfico, el libro nos permite conocer a un Becker íntimo que no escatima detalles sobre su codiciada vida privada, sus desencuentros con su colega Michael Stich, o sus problemas con los medicamentos. Por supuesto y, haciendo gala de su actual condición de entrenador de Novak Djokovic -quien le dedica el prólogo-, exhibe también sus atinados juicios sobre el tenis actual y sus protagonistas. Muy lejos del maravilloso Open de Agassi, el aficionado descubrirá, no obstante, muchas curiosidades sobre el tenis de las últimas décadas a través de uno de sus testigos más brillantes.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

The Reader´s Diary (XLVI)

Entre el más de centenar de obras que se publican al año en nuestro país de temática exclusivamente cinematográfica menudean las biografías, los estudios sobre directores, las obras que apenas rebasan el estadio de la curiosidad y los inefables volúmenes donde predomina lo visual, ya se trate de abordar éxitos recientes como apoyo de merchandising o la historia del cine a través de sus títulos más clásicos. Que aparezca, por tanto, un libro como el presente, un enjundioso ensayo que invita a mirar las películas de otra forma, es ya digno de aplauso.

Instrucciones para ver una película (Pasado&Presente, 2015), del crítico David Thomson, es un estimulante ejercicio de cinefilia, pero con la virtud de ser apto para todo tipo de públicos. Su autor nos lleva de paseo a lo largo de diferentes títulos significativos del siglo XX, no tanto por su calidad estética -pues hay de todo, de obras maestras a títulos de fama pasajera e incluso alguno que otro de escasa relevancia-, sino por lo que pueden aportar para el enriquecimiento visual del espectador. De ahí que confronte títulos que aparentemente guardan poco parentesco, descubra el doble fondo de un fotograma o se salga de la pantalla para entrar en la vida real de un actor o director. El caso es ir más allá de la imagen, encontrar los detalles y matices que se nos pueden pasar por alto en el primer visionado, alcanzar la pluralidad de significados y referentes que están presentes delante o detrás de la pantalla para engrandecer la experiencia que supone ver una película y recuperar esas sensaciones que parecen haber fagocitado internet, youtube y otros aparentes enemigos del séptimo arte clásico. Error. Thomson nos convence que hasta en creaciones visuales ideadas expresamente para estos nuevos formatos puede haber una belleza devastadora. La clave está en no quedarse con la primera impresión, sino en "trabajarnos" la imagen. Sólo de esa forma conseguiremos llegar donde el director quiso o donde nunca pensó que pudiéramos llegar.


Aunque Thomson se refiera fundamentalmente a películas, también dedica espacio, como se hace inevitable en la época dorada que vive la ficción televisiva, a varias series de referencia. Algunas de ellas ya han logrado germinar libro propio que las abordan desde diferentes ángulos. La revista Jot Down ha decidido en su tercer monográfico reunir las cien series teen imprescindibles en un desenfadado volumen.100 series juveniles (Jot Down, 2015), que reúne a numerosos colaboradores de la conocida publicación, es un divertido y amable viaje en el tiempo que nos sumerge en series de nuestra infancia, adolescencia, juventud, algunas de las cuales aún perduran en nuestros días. Ahí están series inolvidables de institutos como "Salvados por la campana" o "Parker Lewis nunca pierde", familiares como "Padres forzosos", "Los problemas crecen", "Alf" o "Blossom", infantiles como "Heidi", "Marco" o "Candy Candy", numerosos ejemplos del manga animado y muchas otras de las que guardamos recuerdos con olor a naftalina: "El gran héroe americano", "El coche fantástico", "La familia Addams", etc.

En dos páginas dedicadas a cada una no se puede hacer un análisis minucioso, así que prima el chiste fácil, la nostalgia empedernida y el tono conmovedor. Sin duda, una obra valiosa que nos invita a recordar a esos inefables compañeros de crecimiento que se incrusta y sobresale en la avalancha de títulos que se publican en estas fechas para recordar los símbolos de la generación de los ochenta y noventa. 

miércoles, 18 de noviembre de 2015

The Reader´s Diary (XLV)

Que la vida de Frank Sinatra fue turbulenta no hace falta que venga nadie a descubrírnoslo. No es esa la intención del periodista Francisco Reyero, quien ya abordó episódicamente los escándalos del crooner en la Costa del Sol en su libro Cuerpos celestes (Ézaro, 2014), autor de Nunca volveré a ese maldito país (Fundación José Manuel Lara, 2015), memorándum de las diferentes estancias y correrías del cantante por el paisaje franquista español. Concebido al modo de los hoy desaparecidos teletipos periodísticos, la obra de Reyero es un exhaustivo trabajo de investigación gestado tras laboriosa pulsación de archivos y hemerotecas digitales amén de entrevistas con gacetilleros, fotógrafos y gente de la farándula que en algún momento se cruzó con el oscarizado astro. No se trata aquí de opinar sobre los desmanes, amoríos ni la bravura sexual de Sinatra, sino de dar fe de sus idas y venidas, motivadas casi siempre -rodajes aparte- por el cordón umbilical que le unió como un yugo al animal más bello del mundo, Ava Gardner, y que culminarían en un desencuentro absoluto rematado con la sentencia que da título al volumen. No esperen, sin embargo, la típica crónica fría y distante, pues Reyero se gusta con un estilo desenfadado y punzante, cronista certero de unos años que, desde luego, nunca volverán.

Certera se muestra también Sara Mesa en Cicatriz (Anagrama, 2015), novela de aparente sencillez que encierra más complejidad y capas textuales de lo descrito en su argumento: la relación de una pareja que se conoce por internet, él cleptómano confeso por vocación, ella humilde trabajadora receptora de sus desinteresados regalos. Sin hacer alardes estilísticos en una prosa muy temperada, Mesa consigue que la historia nos atrape desde el inicio y que nos impliquemos emocionalmente con ambos protagonistas, flagrantes testimonios de la despiadada soledad de la época actual, islas remotas que acaban juntándose casi por inercia. No nos equivoquemos: no estamos ante la típica historia de encuentro y/o desengaño amoroso, sino ante una feroz radiografía de la sociedad que vivimos -tecnología mediante- y las diferentes formas de afrontarla. Mesa consigue plenamente su objetivo: lograr que el resultado del duelo amoroso de la pareja nos importe bien poco, ya que las grandes virtudes de esta modesta novela residen en el trayecto, en los mensajes subterráneos que atesora.

lunes, 26 de octubre de 2015

jueves, 24 de septiembre de 2015

Un gángster con alma de ángel

Junto a Humphrey Bogart y Edward G. Robinson, James Cagney (1899-1986) formó la primera línea de "tipos duros" del Hollywood clásico. Como ellos, también tuvo problemas a lo largo de toda su carrera para despojarse de esa imagen que le caracterizaba siempre con una pistola en la mano y un rictus endurecido que te hacía desear no cruzarte con él en una calle solitaria. A pesar de su baja estatura, su anómalo cabello pelirrojo, la energía de sus movimientos y su atropellada forma de hablar, casi como una metralleta, le convirtieron, tras unos inicios dubitativos, en el actor ideal para incorporar al gángster, al fuera de la ley, en una época -primeros años 30- que los había convertido en una especie de mitos para el público de las salas norteamericanas. Su papel más recordado de esta etapa sería el de Tom Powers en y El enemigo público (1931) con la famosa escena del pomelo aplastado sobre el rostro de Mae Clarke. Aunque la Warner, el estudio al que estuvo más vinculado pero contra el que luchó denodadamente por imponer sus condiciones sentando un precedente en las mejoras laborales de los actores y en su progresiva independencia de los estudios, trató de sofocar esa pasión por el lado peligroso de la vida logrando que Cagney se enfundara el uniforme de policía -G-Men, contra el imperio del crimen (1935)-, lo cierto es que fue incapaz de desligar al actor del poderoso icono cimentado en personajes como los de Ángeles con caras sucias (1938), Los violentos años 20 (1939) o la postrera Al rojo vivo (1949).

Miembro de una familia numerosa criada por su infatigable madre en el humilde barrio de Yorkshire, Cagney, como muchos personajes que luego incorporaría en la gran pantalla, se tuvo que fajar en la calle para sacar adelante a los suyos. Entre sus muchos trabajos, uno le dejaría una huella especial, el de bailarín, llegando a ser un consumado practicante, afición que, a la postre, le serviría para reportarle su único Oscar por su interpretación en Yanqui Dandy (1942). Sería este el momento culminante de una larga trayectoria a la que luego se añadirían westerns, películas de acción y comedias como la memorable Un, dos, tres (1961) de Billy Wilder, demostrando que su versatilidad artística abarcaba todos los géneros -antes de Errol Flynn, Cagney fue el actor elegido para hacer de Robín de los Bosques en el clásico de Michael Curtiz y William Keighley de 1938-.

Estas y muchas otras curiosidades las relata con profusión de detalles Jaime Boned en una extensa biografía, la primera publicada en castellano sobre el actor americano, situado en octavo lugar en el olimpo de las grandes leyendas del cine americano dada a conocer por el American Film Institute en 1999. James Cagney, el gángster eterno (T&B, 2015) escarba en la bibliografía publicada sobre el actor en Estados Unidos para ir desglosando sus opiniones personales, sus episodios familiares, su atípica vida social -contrariamente a la vida de muchas estrellas, Cagney no gustaba de trasnochar ni de saraos, y sólo se reunía cada cierto tiempo con un club selecto de amigos entre los que se encontraban Spencer Tracy o Frank McHugh-, e introducirse en todos sus rodajes, los preparativos, los estrenos, y la repercusión crítica que tuvieron. Sólo algunas expresiones poco afortunadas chirrían en una obra muy completa que viene a llenar uno de los muchos huecos que todavía faltan en la historiografía del cine del Hollywood clásico.

jueves, 10 de septiembre de 2015

La noche de los monstruos


De los tres poetas que conforman la época dorada del romanticismo inglés -si partimos de que Wordsworth y Coleridge fueron los adelantados o primeros exponentes-, sin duda es John Keats el que responde más modélicamente a la imagen del ideal romántico fraguada por la cultura occidental, aunque ésta guardara una pálida semejanza con los auténticos postulados del movimiento. Aquejado muy joven de una enfermedad mortal entonces incurable, la leucemia, Keats llevó una vida sosegada y más bien casera, poco dada al derroche viajero y a la euforia amatoria de sus dos compañeros de ecuación: Lord Byron y Percy Bysse Shelley. A pesar de compartir su postrero lugar en la tierra con este último -el Cementerio Acatólico para Extranjeros de Roma-, a Keats no se le conocen turbias historias sentimentales ni episodios vergonzantes que fueron la comidilla de la alta sociedad inglesa. Keats fue el máximo ejemplo del poeta que puso su causa antes que esos estudios de medicina que se vio obligado a cursar. Tuvo un gran amor que casi no pudo paladear por su repentina muerte y que plasmó de manera elegante la directora Jane Campion en Bright Star. Este verano tuve la oportunidad de visitar su tumba, ésa que esconde su nombre y en la que se lee el conocido epitafio: "Aquí yace un joven poeta cuyo nombre fue escrito en el agua". Junto a él, la tumba de su amigo Joseph Severn, que le acompañó en los últimos días, y la del hijo de éste, muerto en extrañas circunstancias. Dijo Oscar Wilde que la tumba de Keats es el lugar más santo de toda Roma, y puedo dar fe de que es cierto, pues la paz que respira, y las sensaciones de humildad, sosiego y belleza que transmite obligan a uno a reverenciarla, a permanecer en silencio preso de una emoción indefinible.


Fiel a su carácter delicado y poco dado a las reuniones sociales, Keats no participó en la famosa noche de Villa Diodati, en la que Byron, Shelley, la mujer de éste, Mary, y Polidori, crearon dos de los mitos más universales del terror moderno: Frankenstein y el vampiro. Por eso, en El verano que nunca llegó (Mondadori, 2015), de William Ospina, adquiere un protagonismo secundario, siendo los actores principales los que se congregaron en esa velada terrorífica, pero no solo ellos, sino sus antepasados y descendientes, pues Ospina más que una novela, traza un ensayo metaliterario sobre aquella noche que parecía predispuesta a los relatos de fantasmas con la intención de aportar algo nuevo a lo ya mucho escrito o, al menos, de dejar plasmada su visión íntima del episodio, visitando los lugares emblemáticos o consultando la bibliografía apropiada. Podríamos decir, en definitiva, que El verano que nunca llegó es la historia personal de Ospina sobre el mito, un mito que parece inagotable y del que se seguirá hablando y escribiendo hasta el fin de los tiempos.

miércoles, 26 de agosto de 2015

Prado, a little bigger

Como ya comenté en anteriores entradas de este blog, poco a poco el aforismo se va abriendo su pequeño hueco -por su propia condición sería absurdo que fuera grande- en la oferta editorial. La Isla de Siltolá ha iniciado su propia colección, que se suma a la de Renacimiento -"A la mínima"-, y a la esporádica apuesta de algunas otras, como Hiperión, que nos presenta ahora el tercer libro de aforismos de Benjamín Prado. Más que palabras devuelve al primer plano a un autor en permanente estado de gracia y, sin duda, uno de los cultivadores más brillantes de este microgénero. Como en las anteriores entregas, el nuevo volumen también se divide en varios bloques de cien aforismos cada uno que sólo parecen pretender dar una pausa al lector entre tanto destello ingenioso, pues la agrupación temática no se manifiesta en ningún momento.

Es difícil encontrar en los aforismos de Prado alguno colocado como mera ocurrencia o de relleno entre otros de mayor envergadura. Se nota que el autor se trabaja a conciencia cada pieza, buscando que brillen a un tiempo el continente y el contenido, el significado y el estilo. Las páginas de Más que palabras están repletas de hallazgos formales, de verdades como puños que, bajo la sencillez de una frase, se cargan de un sentido contundente y vivaz. Valgan algunos ejemplos: "El desamor consiste en transformar un flechazo en una puñalada", "sólo me pondré a tu nivel si luego me ayudas a incorporarme", "En cuanto vi lo que me esperaba a su lado, llamé al destino y anulé la reserva", "Hay quienes para descargar su conciencia necesitarían un vertedero". Los aforismos de Prado frecuentan la ironía y el sarcasmo -"hay quien confunde poner las cosas por escrito con escribir"-, y no eluden, por supuesto, las referencias a la realidad en que vivimos -"suscribir una hipoteca es que un banco se compre una casa con tu dinero", "un optimista del siglo XXI es quien ve la batería del móvil medio llena"-. En definitiva, perlas que merece la pena releer varias veces para degustarlas como se merecen: "hay quienes sólo te prestan oídos para después cobrarte intereses".