lunes, 30 de marzo de 2015

El Caminito del Rey: lo que ha llovido

Ahora que el Caminito del Rey (www.caminitodelrey.info) se ha vuelto a abrir con fines turísticos, totalmente remodelado, no me resisto a incluir aquí unas fotos de primera juventud, allá por el verano de 1993, en el que unos amigos y yo nos atrevimos a cruzarlo. La seguridad brillaba por su ausencia. Sin duda, éramos jóvenes y temerarios. Hoy en día sólo me atrevo con retos intelectuales como "Saber y ganar".



miércoles, 25 de marzo de 2015

Evocación literaria de mi paso por "Saber y Ganar"

Aunque muchos ya sabéis que los programas están grabados, ésta, como el título anuncia, es una evocación literaria, así que permitid que empiece de este modo, instalado en el AVE que me lleva de vuelta a mi ciudad, ahora, aquí:

Ya de regreso en el tren. Tengo casi cinco horas por delante, cinco horas para recordar una y otra vez todo lo vivido en los últimos días. Cinco horas para fustigarme por decisiones equivocadas -arriesgarme cuando no debía y encogerme cuando estaba obligado a hacerlo-, por no saber templar los nervios cuando la ocasión lo pedía, por pensar demasiado una respuesta que se vuelve incorrecta en el proceso de maduración, por volverme con el sinsabor de haber podido hacer más, mucho más, de quedar al menos una vez el primero, de ganar un comodín, de superar una calculadora... Para expresar lo que siento nada mejor que una escena de película: Neil Perry -Robert Sean Leonard- en El club de los poetas muertos al final de la función de El sueño de una noche de verano que acaba de interpretar, repitiéndose a sí mismo: "he actuado muy bien, he estado muy bien". Yo también tengo la sensación de haber concursado muy bien -hubo programas en los que respondí más que nadie- y, sin embargo, estoy frustrado por haberme quedado a medias, en tierra de nadie, alcanzando una insólita marca no demasiado estimulante: ser el concursante que llega a un octavo programa con menos rendimiento económico.

Primera parada en Tarragona. Pronto las personas con las que me cruce, como estos viajeros que ahora atraviesan el pasillo, me reconocerán por la calle y me animarán en su inocencia de desconocer el final, celebrarán que esté llevando el nombre de mi ciudad por motivos más loables que los que suele publicar la prensa, me insistirán en que tengo que practicar más el cálculo mental... ¿Cómo explicarles que practiqué hasta el hartazgo y que llegué a hacer las siete operaciones en doce segundos? ¿cómo hablarles de la transformación que sufres cuando alguien dice el temible "grabando"? En esos momentos estás totalmente solo, como el tenista que lucha contra sus propios fantasmas, todos te miran y se compadecen pero nadie te puede echar un cable. La única cuestión que importa es devolver la pelota al campo contrario, llevas ya muchas pero todavía no es suficiente, y justo entonces, cuando estás a punto de conseguirlo y ganar el punto, es cuando empieza a sonar en tu mente aquello del miedo a ganar. Y te sientes -el cine vuelve al rescate- que te podrías descomponer en moléculas, como el personaje de Ethan Hawke en Antes de atardecer.

Segunda estación. Lleida. El canal de bandas sonoras del AVE es un bucle, repite las mismas piezas que ya escuché en la ida. Aún así, persisto en él porque soy incapaz de conciliar el sueño y me ayuda a recuperar tantas emociones atrasadas y ponerlas por escrito, emociones que, estoy seguro, tienen que derramarse en algún momento, con el estímulo menos pensado. Nunca he sido muy llorón, pero presiento que se está formando un gran lago en algún recóndito lugar del lagrimal. La mirada de reojo de mi compañero de asiento me advierte de que quizá estoy convirtiendo mi relato en un folletín sentimental, así que tendré que ponerme más serio. Hablando del llanto, a ver qué le parece este aforismo: las lágrimas son los puntos suspensivos de la tragedia. Uno más para mi colección, que ya va alcanzando proporciones librescas. Se ha dormido, así que debo suponer que lo he conseguido.

Tercera parada. Zaragoza, la de mayor trasiego de viajeros. Antes de que atesten el pasillo, decido ir a la cafetería para estirar las piernas y aclarar las ideas. Mientras muevo la cucharilla del café, repaso mentalmente lo escrito. Temo dar al lector la impresión de haber sufrido demasiado. Debo hacer énfasis en los momentos alegres, el haber conocido a los miembros del equipo de un programa que, con intermitencias, he seguido desde sus primeros años. También a unos concursantes que consideraba compañeros antes que competidores, y que ves marchar y llegar por el caprichoso devenir del concurso. Esas cenas compartiendo nuestras vidas de no concursantes, esos momentos entre bambalinas que rebajan la tensión inminente, esa solidaridad latente que aflora cuando menos lo esperas... secuencias irrepetibles que son las que verdaderamente importan, el montaje del director en el que te has convertido desde que has empezado a escribir esto. Ya me lo han dicho por teléfono cuando anuncié mi despedida. Hay que quedarse con lo bueno: el privilegio de que te hayan elegido entre tantísimos aspirantes, la experiencia única de participar en mi concurso favorito, la certeza -sí, convéncete- de haberlo dado todo hasta el final...

Cuarta parada. Ciudad Real, sí, pero también imaginaria, porque siempre paso y nunca me quedo, sólo el recorte de su relieve por la ventanilla, inapreciable en su justa medida. Ciudades que uno deja atrás como la tierra quemada de la vida. Ciudades que ni siquiera la comodidad del trayecto permite atrapar como es debido. Curioso. Tengo todos los adelantos de estos tiempos -el portátil enchufado a la corriente, el móvil cargándose, la cámara digital para salvar imágenes para la posteridad- pero soy incapaz de decir nada de ella. Y pienso en los escritores que viajaban un siglo atrás, con el cuaderno emborronado de apuntes sobre sus impresiones viajeras. Me digo que algo se ha perdido en el camino.

Quinta estación. Puertollano. En la que siempre me acuerdo de Porfiria Sanchiz, la actriz de la que publicaré una biografía en breve, y que me ha tenido rendido a sus pies varios años. Aquí en Puertollano estudió en un colegio religioso y, al parecer, apuntaba excelentes dotes de pianista. No conseguí encontrar ningún documento de su paso por allí, ningún examen, ninguna matrícula, todo desaparecido, pero a ella sí que puedo verla rezando con sus compañeras, leyendo en su habitación a su admirado Shakespeare sin saber que muchos años después interpretaría a muchos de los personajes del bardo londinense. Porfiria, la tigresa escondida en la almohada, un título que le encantó a mi editor. ¿Y de dónde viene?, me preguntarán en futuras entrevistas. Se trata de un título que condensa dos ideas o, mejor dicho, un dato histórico y una idea. El dato, que Porfiria interpretó la última obra de Jardiel Poncela, Los tigres escondidos en la almohada. La idea, que en cada una de sus breves escenas en la pantalla, Porfiria era como una tigresa que, agazapada, saltaba a la yugular de cualquiera que se pusiera por delante. Os recomiendo a su Madame Dorin de Cielo negro como primera toma de contacto.

Ya estamos en Córdoba, más cerca del origen de este diario de raíl, de la llamada que me hizo creer que a veces los deseos se cumplen después de todo. Seguramente tarde semanas en procesar lo ocurrido, me costará verme por televisión y sufra de nuevo sabiendo el derrotero de los acontecimientos. Pero, ya entrando en Sevilla, quizá por la alegría que desprende sólo su nombre, decido volverme optimista. Salir en antena ocho días seguidos no es moco de pavo, es tu cuota de felicidad, la felicidad que cualquiera tendría derecho a envidiar. Ya falta menos para un abrazo que ha tardado demasiado. Esa sí sera la última estación.

http://www.rtve.es/alacarta/videos/saber-y-ganar/saber-ganar-23-03-15/3058531/

miércoles, 18 de marzo de 2015

The Reader´s Diary (XXXIX)

Dos libros de dos poetas próximos y con sólidas trayectorias refrendadas en numerosos premios. A un lado del ring, Juan José Vélez Otero (Sanlúcar de Barrameda, 1957), autor ya de ocho poemarios que se cuentan por otros tantos premios. Al otro, Manuel Francisco Reina (Jerez de la Frontera, 1974), ganador entre otros de los premios Ciudad de Irún y Aljabibe, y quien con La paternidad de Darth Vader (La Palma, 2015) alcanza ya el undécimo. Ambos púgiles tienen golpes variados: Juan José se dedica también a la traducción, a poner en valor la obra de poetas poco conocidos en nuestro país; y Manuel Francisco reparte novelas, antologías poéticas, ensayos y hasta un libro canónico sobre la copla.
Empecemos con el más joven. Un engañoso título, que puede hacer pensar que se trata de un libro sólo para frikis, esconde un catártico ajuste de cuentas con el padre invisible, el padre maltratador, el padre machote que repugna al niño que se esconde en los libros, al presuntamente desviado. Poema a poema, verso a verso, sin prisa pero con ganas de soltar el lastre acumulado desde una tortuosa infancia, Manuel Francisco aduce motivos, recrea escenas desasosegantes, exhibe toda su rabia contenida a lo largo de los años, y le devuelve golpe a golpe -eso sí, con su única arma, la literaria, la que más duele y la que le permite explayarse en detalles- todo el daño infligido. Parece innecesario decir que Darth Vader, presente en la infancia y adolescencia de la generación del autor, actúa como símbolo ideal de la villanía y del soterrado enfrentamiento físico y dialéctico entre padre y vástago. Algunos poemas son verdaderamente conmovedores y tamizan ese fuego interno que es necesario aventar para no caer en el insulto ni en el vocerío hueco. Reina ha encontrado la voz apropiada, la del niño hecho hombre a quien nunca le faltaron fuerzas para plantar cara al invasor.
Por su parte, En el solar del nómada (Valparaíso, 2014) refunde en un solo volumen dos libros que se publicaron en cortas ediciones -La soledad del nómada (Vitruvio, 2005) y El solar (Endymion, 2007)- y que ahora Juan José Vélez remasteriza y añade algún poema nuevo. Precedido de un prólogo de José Jurado Morales que todo libro de poesía desearía tener por su claridad expositiva y su carácter didáctico, la obra de Vélez Otero camina por los territorios de la nostalgia, por una madurez que nos ha alcanzado por sorpresa y de la que no podemos escapar. El autor impregna todos su poemas con el aliento de la desesperanza, de quien lo tuvo todo y ya lo ha perdido, de quien evoca para recordarse a sí mismo. La emoción contenida está presente en cada verso, ramificándose en detalles del paisaje, símbolos de la infancia, amores pasajeros o recuerdos familiares. Vélez también suele recurrir a algunos "palabros" poco habituales que otorgan al conjunto un toque de distinción, como si fueran una piedra de toque donde descansar un momento. La crudeza de los sentimientos expuestos a flor de piel, la vida misma, se camuflan también con frecuencia en un tono más distendido cercano a lo humorístico, lo que permite eludir el tono solemne y buscar ropajes más llanos. Todo ello contribuye a hacer de la poesía de Juan José una poesía cercana, que nos habla de lo que verdaderamente importa: qué diablos hacemos aquí. 

jueves, 5 de marzo de 2015

No te lo puedo creer


"No te puedo creer" es una expresión muy común en Argentina para referirse a una situación anómala, algo con lo que no contábamos y que altera profundamente nuestro estado de ánimo, llevándonos a cometer actos que parecen escapar a nuestro control. Relatos salvajes es un muestrario de situaciones de ese calado: todos los pasajeros de un avión descubren que tienen algo en común con el piloto que gobierna la nave, y al que en su día menospreciaron; una camarera atiende sin dar crédito al hombre que causó el suicidio de su padre; un conductor con prisa debe hacer frente a otro colega desquiciado que se niega a dejarse adelantar; un desactivador de bombas, harto de ver cómo la grúa se lleva su coche una y otra vez sin atender a sus explicaciones, decide darle un escarmiento al gobierno municipal convirtiéndose en un ídolo local; una novia descubre que ha sido engañada por su recién estrenado marido y decide darle un escarmiento en una surrealista celebración; un hombre adinerado decide esconder a su hijo, que ha atropellado mortalmente a una embarazada, colocando en su lugar a su sirviente.
El joven argentino Damián Szifron, que hasta la fecha sólo había dirigido dos películas poco recordadas -El fondo del mar (2003) y Tiempo de valientes (2005)- y participado en varias teleseries, se ha convertido de la noche a la mañana en un nombre a seguir con este film de episodios que tiene, ya desde su clarificador título, coartada para desfasar y provocar cualquier cosa menos la indiferencia. Los diferentes episodios, desde el magnífico prólogo al esperpento final, nos llevan por los territorios de la sorpresa, la desesperación, la rabia, la desvergüenza, la honestidad con uno mismo, la justicia, etc, para desembocar en una catarsis que pone fin a todo y que se revela necesaria para empezar otra vez de cero. Szifron tiene la virtud de hacernos conectar enseguida con el protagonista de la pesadilla y lograr que nos preguntemos si obraríamos como él de encontrarnos en una situación similar. Las imágenes, viscerales, nos sitúan en una dimensión donde ya no hay vuelta atrás y tenemos que apechugar con las consecuencias. Sin duda, una lección de puro cine donde todos los actores rayan a gran nivel.