viernes, 31 de mayo de 2013

The Reader´s Diary (XVII)

Pocas veces se da la feliz circunstancia de que una película sea tan buena como la novela original en la que se basa, o al contrario, que la novela esté a la altura de su versión fílmica. Los cinéfilos valoran The Last Picture Show (1971) como la mejor creación de Peter Bogdanovich, y algunos, entre los que me encuentro, la citan siempre como una sus películas favoritas de todos los tiempos. Cinéfilo empedernido igualmente, y autor de libros de entrevistas indispensables, Bogdanovich insufló esperanzas a la crítica con su aparición a finales de los años 60 en un momento en que nuevos realizadores con apuestas diferentes -Spielberg, Coppola, Scorsese, etc.- amenazaban con renovar el panorama cinematográfico tras la caída del star system. El héroe anda suelto (1968), ¿Qué me pasa, doctor? (1972), Luna de papel (1973) o la citada The last picture show prometían una brillante carrera que sin embargo se vio truncada por sus problemas con la industria, que le han acabado reciclando en tv movies y series. Gallo Nero recupera ahora la novela de Larry McMurtry -Oscar por su guión adaptado de Brokeback mountain (2005)- publicada cinco años antes y que él mismo adaptó para la gran pantalla. El que se conozca cada secuencia de memoria, como es mi caso, podrá apreciar con la lectura de la novela el excelente trabajo de compresión que hicieron McMurtry y Bogdanovich para dibujar con el trabajo del excelente equipo de actores el pasado de cada uno y las relaciones interpersonales, eliminar pasajes necesarios -como el episodio de zoofilia- o recurrir a la elipsis -el revolcón entre Jacy y Abilene sobre la mesa de billar-. Uno tiene la sensación de ver de nuevo la película, pero captando ahora nuevos matices de los personajes, como si pudiera acceder al extra del dvd de escenas suprimidas o al "cómo se hizo". Felicito a Gallo Nero por permitirnos esta inigualable comunión entre papel y fotogramas.
De fascinante podemos etiquetar también la nueva novela de Jon Bilbao, Shakespeare y la ballena blanca (Tusquets, 2013), capaz de rendir tributo al genio de las letras inglesas y a la novela Moby Dick en una hipotética expedición de una compañía teatral enviada por la reina de Inglaterra para cimentar las relaciones con Dinamarca. Bilbao humaniza a Shakespeare, con sus obsesiones y dudas sobre la creación, sus probables tendencias homosexuales, y su extraña vida familiar. La recreación de la época le permite también ofrecer una descripción de los modos de hacer del teatro de la época, tan diferente al de hoy. Al margen de la calidad ya conocida de su prosa y su habilidad para imprimir ritmo a la trama, destaca en Bilbao su capacidad para imprimir verosimilitud a la historia que cuenta, haciéndonos creer que el autor de Hamlet bien pudo tener en su cabeza la novela de Melville mucho antes que él, ofreciéndonos un apasionante juego literario entre realidad y ficción del que sale beneficiado con creces el lector.


martes, 28 de mayo de 2013

Mi profesora (recuerdos)

Todavía hoy por la mañana tengo un nudo en el estómago. Un carrusel de imágenes se precipitan por mi memoria como elefantes ciegos que buscan la salida del laberinto, el papel en blanco. La señorita Maricarmen fue mi primera profesora con mayúsculas, la que me enseñó a leer y a escribir, la que tuvo tanta paciencia con mi zurda dejándola estar, la que me dio mi primer premio de literatura sin saber que había copiado mi cuento de un libro -sí, mi primer y único plagio, todavía me avergüenzo-, la que evitó que me inclinara por el lado oscuro antes de tiempo. A esa corta edad en la que uno es tan influenciable y se deja llevar con facilidad, me fui escorando con cierta peligrosidad hacia el grupo gamberro de la clase. El asunto llegó a su extremo cuando fui castigado varios días seguidos a quedarme después de clase para reflexionar sobre mi dudoso comportamiento. Sin que yo lo supiera, la señorita Maricarmen llamó a mi padre y le explicó la situación. Todavía tengo grabada aquella conversación en casa de mi abuela, yo al borde de ese enorme escalón que había que subir para llegar al salón-dormitorio, mi padre con su imponente estatura física -a los niños todos nuestros progenitores nos parecían altos- y moral, filtrando con su elocuencia habitual las razones de mi deriva y la forma de encauzarme de nuevo por el buen camino. La señorita Maricarmen estaba convencida de que yo era un niño con grandes valores humanos y enormes posibilidades académicas, que con mi actitud insurgente sólo me estaba traicionando a mí mismo, haciéndome daño e hiriendo a los que más me querían. Debía apartarme enseguida de los "garbanzos negros" y buscar amistades más enriquecedoras, que me aportaran lo que hoy calificaríamos como "buen rollo". Aunque aquello me pareció exagerado para mi desliz, yo siempre fui muy obediente, así que le hice caso a ambos de inmediato, recuperando mi estatus de chico bueno, dócil, tímido y silencioso. Entonces no lo comprendí, pero la señorita Maricarmen me estaba tendiendo una mano colosal, inabarcable para mi pequeña extremidad. Era consciente de que a esa edad un niño puede torcerse como un árbol enfermo, sin posibilidad de regenerarse. Me tenía un gran cariño y aprecio, y por eso quería evitarlo a toda costa. No sé si ahora, dondequiera que esté -si existe un cielo de profesores entrañables, seguro que está allí-, se sentiría orgullosa de la persona en la que me he convertido, pero sé -porque cuando me cruzaba con ella, lo veía en su mirada y en su forma de hablarme- que su cariño hacia mí se había mantenido intacto con los años, igual que el mío hacia ella. Gracias por todo, Maricarmen o Mamen -así te conocían los mayores-, si me permites que te deje de llamar señorita.

viernes, 24 de mayo de 2013

Demoledora

Si algo caracteriza el discurso fílmico del austriaco Michael Haneke es crear incomodidad en el espectador. La narrativa audiovisual de las últimas décadas nos ha malacostumbrado al vértigo, al deleite, a la falta de pensamiento, a la nula o mínima interacción con la mente que está detrás de la propuesta que se nos ofrece. Haneke no comulga con la estandarización y va por libre. Por eso cada una de sus películas suscita tanto los más escendidos elogios como las más enervantes muestras de rechazo. El espectador es parte activa de su ecuación, debe ayudar a darle forma, a resolverla, y debe sufrir con él hasta las últimas consecuencias. Amor es una prueba más de este coherente proceder, y quizá uno de los puntos más álgidos al que Haneke nos ha llevado en los últimos años, seguramente desde La cinta blanca (2009), su anterior película. Desde los primeros compases, Haneke va a contracorriente, ofreciéndonos un plano largo de un patio de butacas repleto de público que asiste a un concierto de piano, sin que nunca se vea el escenario. A lo largo de la película asistimos a otros largos planos con fundido en negro, en la que sólo se escuchan los sonidos que nos dan pistas de la acción, y que nos recuerdan la antológica apertura de Bailar en la oscuridad (2000), del también inconformista Lar von Trier.
Sólo un cineasta tan inclasificable como él puede destrozarnos el final de la película sin que nos importe, ya que de lo que trata Amor es del sentimiento en su grado más extremo, en su expresión más desnuda, hasta llegar a esos pliegues recónditos del alma que creíamos no poseer. Dos actores que no actúan, que parecen haber estado siempre ahí -esos dos grandes monstruos llamados Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva-, se nos ofrecen en carne viva para que observemos su degradación física y espiritual, sorteando los obstáculos diarios y la incomprensión de los que siempre serán ajenos a esa fortificación que levanta el amor a su alrededor para que nadie pueda entrar. Llegará un momento, cuando alcancemos cierta edad, en la que alguien nos preguntará y responderemos sin dudar: "no os preocupéis, yo he visto Amor de Haneke, y es como si ya lo hubiera visto todo".

lunes, 20 de mayo de 2013

Loving the writer

Uno de los pocos peros que se le puede poner a Las ciudades y los escritores (Debate, 2013) es su procedencia televisiva, ajena a la literatura. Los textos de cada capítulo corresponden a los guiones de otros tantos episodios realizados para la serie Lugares con genio con la productora argentina Tranquilo y emitida en varios países del otro lado del Atlántico. No estamos por tanto ante un texto escrito con vocación de libro, por lo que la lectura resulta cuando menos extraña, debiendo el lector reconstruir la parte visual desaparecida, perfectamente visible por otro lado en algunas páginas web. El tono didáctico que preside la serie televisiva se manifiesta, por tanto, de forma explícita en cada capítulo, dedicado a uno o varios escritores según la ciudad elegida. El procedimiento es casi siempre el mismo: una breve semblanza del autor, un recorrido por algunos de los lugares emblemáticos de su vida -viviendas, lugares de trabajo, restaurantes, bibliotecas, tumbas, etc.- y alguna que otra conversación con personas que le trataron o expertos en su obra.
En la excelente nómina seleccionada por el escritor están presentes la Lisboa de Pessoa, la Praga de Kafka, el Edimburgo de Stevenson, el Londres de Virginia Woolf, el Buenos Aires de Borges, el Madrid del Siglo de Oro, el París de Sartre, Beauvoir y Camus, la Bretaña de Chateaubriand, el País Vasco de Baroja o la Irlanda de William Butler Yeats. El texto se ilustra también con las pertinentes citas de los autores, cuando no de poemas íntegros. El letraherido que goza siguiendo la huella de sus escritores de cabecera descubrirá quizá rincones que se le pasaron por alto, o algunos datos curiosos que desconocía. Se impone, no obstante, como antes mencionamos, ese tono explicativo que lastra cualquier posibilidad de llegar más lejos, al corazón mismo de la obra del autor por el que viajamos como un turista con cámara en mano. Para esas empresas más espirituales y emocionantes, sugiero, como ya hice en su día, los libros de Mauricio Wiesenthal o de César Antonio Molina, verdaderas cimas de esa obsesión enfermiza que nos obliga a algunos a rendir tributo a nuestros maestros.

Tumba de Franz Kafka en Praga.

miércoles, 15 de mayo de 2013

La voz y la fantasía

Aunque ambos hicieron más de una aparición episódica o a modo de cameo en algunas películas y cortometrajes, se les recordará siempre por estar al otro lado de la cámara, contribuyendo a que su ausencia física dejara -irónicamente- una presencia imborrable en nuestro ánimo, en nuestro imaginario visual y sonoro. De hecho, las películas en las que participó Ray Harryhausen (1920-2013) -amén de por las escuetas pieles que ceñían el cuerpo de Raquel Welch en Hace un millón de años (1966)- serán recordadas por sus efectos visuales, que suplían el parco interés de su trama, cuando no la baja intensidad dramática de su puesta en escena. Uno podía aguantar los colores estridentes, el hieratismo de los actores y el, con frecuencia, risible desarrollo de su propuesta argumental, sabiendo que cada cierto tiempo, en el momento más insospechado, aparecerían las maravillosas criaturas ideadas por el maestro de Los Angeles, pionero de la animación stop-motion, que muchos años después retomaría Tim Burton sin olvidar a su padre putativo: recordemos el piano marca "Harryhausen" de La novia cadáver (2005). Jasón y los argonautas (1963), Simbad y la princesa (1958) o Furia de titanes (1981) jamás habrían engrosado con honores la memoria cinéfila de no ser por el trabajo artesanal de Harryhausen, un ilusionista convencido de que la fantasía más descabellada podía llevarse a cabo en una pequeña mesa de trabajo si se disponía de la paciencia y la inventiva necesarias. Animaría desde ya a publicar un volumen que abordara el concienzudo trabajo de este mago de la animación, de no ser porque ese libro ya existe, escrito por Carlos Díaz Maroto y arropado por un gran despliegue iconográfico (Calamar, 2010).

Del mismo modo que sucede en el plano visual con las películas en las que intervino Harryhausen, nuestros recuerdos sonoros cinematográficos le deben mucho a Constantino Romero (1947-2013), beneficiado sin duda por el gran atraso que, desde los inicios del sonoro -en los primeros años fueron frecuentes las versiones hispanas de las películas de Hollywood-, ha vivido nuestro país en la imposición de la versión original subtitulada, todavía hoy día circunscrita a salas específicas o canales de televisión temáticos. La magnífica dicción de Romero, la gravedad de su voz y su amplio poder evocativo, lograron crear una dependencia, una identificación entre personaje y registro sonoro que volvían execrable, casi un atentado, cualquier sustitución o desliz. El James Bond de Roger Moore, Darth Vader, Terminator, el replicante Rutger Hauer de Blade Runner (1982), el William Shatner de la saga Star Trek o el Clint Eastwood de casi toda su filmografía no serían los mismos sin esa voz que nos invita a volver de nuevo a aquellas escenas que nos marcaron indeleblemente. En estos días se ha recordado su participación en algunas películas animadas como El Rey León (1994) o Mulan (1998), pero animo a los más frikis a deleitarse de nuevo con su doblaje de Zeus en Ulises 31 (1982) o del Conde Brocken en Mazinger Z (1978).

lunes, 13 de mayo de 2013

Yo también estuve con Stilton

 
Con Gerónimo Stilton, un buen amigo y también quesero, que siempre firmará más ejemplares que tú.

lunes, 6 de mayo de 2013

The Reader´s Diary (XVI)

Dos recientes lecturas me han traído recuerdos personales relacionados con diferentes etapas de mi vida. Empiezo con el Pequeño diccionario de cinema para mitómanos amateurs, de Miguel Cane (Impedimenta, 2013), una -también- pequeña joya de diseño editorial con magníficas ilustraciones de Ana Bustelo. El joven articulista mejicano, que goza de cierto prestigio en su país por sus escritos cinematográficos y su largo currículum de party boy -no me preguntéis en qué consiste eso-, ha redactado una coqueta monografía de sus filias y devociones cinematográficas con un estilo desenvuelto y ameno, donde caben directores, personajes, pero sobre todo, muchos actores y actrices de todos los tiempos conocidos en su mayoría por buena parte del público, pero también muchos olvidados, secundarios de lujo o sin él, y también fetiches personales del autor. Es inútil, por tanto, juzgar el volumen por sus ausencias y presencias, ya que la intención del autor no es elaborar un exhaustivo diccionario biográfico -para eso, ya hay varias obras de consulta-, sino acercar al espectador con ínfulas de mitómano aquellas figuras que él considera relevantes en el devenir del séptimo arte, o que lo fueron para él en su formación cinematográfica. Los no iniciados se encontrarán por tanto con un arsenal de datos desconocido que mejorará su información sobre determinada figura, mientras que los cinéfilos se recrearán con pasajes ya conocidos ilustrados con una prosa elegante que combina lo didáctico con el apasionamiento, la enseñanza con la pura adoración. Es ahí, en ese carácter híbrido de la obra, donde encuentro cierto paralelismo con mi ya lejano Sopa de cine. Con ese libro también pretendí rendir tributo a algunos de mis iconos referenciales del séptimo arte -Bruce Lee, Paul Naschy, los niños prodigio, etc.-, pero, al mismo tiempo, con un enfoque didáctico e ilustrativo que hiciera accesible la larga historia del cinematógrafo a las nuevas generaciones.
Pero, como decía, no ha sido el único viaje en el tiempo de estos últimos días. En una feria del libro de ocasión me topé hace años con dos volúmenes sueltos de una "Historia universal de la literatura" que, contrariamente a lo que podía sospechar, estaba perfectamente documentada y escrita con un rigor analítico fuera de toda duda. Uno de los tomos dedicaba un capítulo entero a los movimientos literarios rusos de principios del siglo XX, como el acméismo, el futurismo y otros movimientos de vanguardia protagonizados por Blok, Esenin, Ajmatova o Maiakovski. Fue suficiente para que me sintiera fascinado por la forma de encarar la literatura de algunos de ellos en una época especialmente difícil y cambiante, tanto que fue mi tema elegido para un trabajo de la asignatura de Literatura que tuve que hacer en primero de Periodismo. Todavía recuerdo a mi profesora sorprendida por la profusión de datos que había incluído en el trabajo y mi excelso conocimiento de un panorama literario tan lejano a nosotros.
En cuanto me enteré, hace poco más de un mes, que el argumento de la nueva novela de Juan Bonilla, Prohibido entrar sin pantalones (Seix Barral, 2013), giraba en torno a la gigantesca -en todos los sentidos- figura de Maiakovski, me abalancé sobre ella y la devoré. El planteamiento del autor no puede ser más idóneo, ya que se introduce de lleno en la época con una prosa espasmódica, que no da respiro y relega al mínimo los signos de puntuación, imbricando voces narrativas con fragmentos de cartas, poemas y apuntes personales de un narrador omnisciente que también participa de ese tornado de ideas y ese comerse la vida a dentelladas que fue el futurismo, o al menos, el futurismo entendido por Maiakovski. No podía hallarse un vehículo mejor para esos versos salvajes, esas imágenes impactantes que el poeta supo plasmar para la posteridad. Por la novela de Bonilla desfila toda la galería de literatos, políticos, amantes, cineastas y funcionarios que hicieron de aquella Rusia un hervidero cultural y revolucionario. El autor de Nadie conoce a nadie se introduce en un registro menos habitual adoptando ese tono gamberro al que se refiere el marketing editorial, y nosotros se lo agradecemos. Creo que no había otra forma de traspasar el alma de Maiakovski, ese poeta ciclón que, en sus últimos días, antes de que se descerrajara un tiro en el corazón, era consciente de que su fama nunca llegaría a ser la de Gorki. Su clarividencia, como en tantas otras cosas, fue total.