viernes, 27 de diciembre de 2013

The Reader´s Diary (XXVIII)

Soy un ferviente seguidor de Graham Swift desde que la espléndida adaptación de su novela El país del agua (Stephen Gyllenhaal, 1992) me llevara a la fuente original obligándome a darles la razón a quienes le consideraban una de las firmes promesas de la nueva hornada británica, junto a los Barnes, Lodge, Kureishi, Ishiguro y otros. Desde entonces no he dejado de leer ninguna de sus novelas, en las que, además de rasgos estructurales característicos como las idas y venidas entre pasado y presente o la profundización psicológica de sus personajes, sobresale un estilo que mima cada expresión, cada detalle descriptivo, como si le fuera imposible cerrar un párrafo de cualquier manera. Ojalá estuvieras aquí supone el desembarco de Swift -hasta ahora mimado por Anagrama- en Galaxia Gutenberg, pero ese cambio de aires no ha alterado para nada su registro. La acción de la novela transcurre en realidad en un breve lapso de tiempo, el que tarda el protagonista, un hombre propietario de un camping de autocaravanas, en asumir la muerte de su hermano en el frente con todas las consecuencias que ello supondrá para su estabilidad familiar y mental. Como es habitual en él, Swift nos lleva hacia delante y atrás en el tiempo para ofrecernos algunos momentos clave que nos aclaran el halo trágico del presente. Casi una norma en sus novelas, la muerte está presente de nuevo para sacudir la conciencia de los vivos. Es la tarjeta de visita de Swift, una obsesión recurrente que impregna a sus creaciones de cierta melancolía proustiana. Hasta su desconcertante e intrigante final, Ojalá estuvieras aquí aporta de nuevo suficientes motivos para desear que la espera de una nueva novela de Swift se haga más corta.
Quien casi siempre nos trae su ración anual de buena literatura es Paul Auster. Informe del interior rebusca en sus recuerdos de infancia, adolescencia y primera juventud para completar al magnífico Auster de Diario de invierno. Sin llegar a la hondura del anterior, esta nueva entrega parece algo más dispersa. Adolece de ese sentido unitario del anterior, por lo que sus partes no brillan a la misma altura. Me quedo con esos primeros recuerdos de riñas escolares, descubrimientos sexuales y literarios y, sobre todo, con la magnífica evocación de dos películas de las que me siento igualmente entusiasta: El increíble hombre menguante y Soy un fugitivo. Su detallado análisis secuencia a secuencia es antológico. Sólo por él merecería la pena leer el libro. Los extractos de correspondencia con su primera mujer y sus comentarios ad hoc me plantean más dudas, ya que me rechinan un tanto con el discurso anterior. Quizá hubiera sido mejor entregarse a la creatividad a partir de las cartas, y no comentarlas para un lector que no puede evitar cierta lejanía y desconexión con lo narrado. A pesar de todo, Informe del interior atesora algunas páginas de ese Auster al que tanto veneramos.
No se puede decir, por tanto, que Auster haya fracasado con este libro, por lo que no estaría incluido entre los lectores potenciales de Instrucciones para fracasar mejor (Abada, 2013), curiosísimo ensayo en el que Miguel Albero nos ofrece pautas para no desmerecer en el noble arte del fracaso, yendo a contracorriente de tantos libros de autoayuda que pregonan el éxito a toda costa. Albero, autor de un interesante libro sobre bibliopatías y otras enfermedades relacionadas con la bibliofilia, se ha documentado con avidez para contarnos la historia y usos del fracaso desde diferentes ámbitos y disciplinas, así como para establecer sus diferentes tipologías y su rabiosa actualidad. Con ingenio, amenidad y aportando ejemplos a diestro y siniestro, Albero desemboca en el ansiado prospecto o recetario que nos ayudará a sobrellevar mejor esa innata condición del ser humano, esa inevitable tendencia a echarlo todo por tierra. Sin duda, una de las sorpresas más estimulantes del año literario.

miércoles, 25 de diciembre de 2013

Give me five (2013)

No, no he dejado de escribir, sólo me he tomado una breve pausa para leer más y mejor. Por eso, apelo a la manida sentencia de "no están todos los que son, pero sí son todos los que están" para dejaros, como hice a finales de 2011, mi lista de los mejores del año que acaba, esperando que el 2014 traiga tan buena cosecha como la presente. Mis mejores deseos literarios para todos:

Narrativa: 1. Prohibido entrar sin pantalones. Juan Bonilla (Seix Barral) / 2. Shakespeare y la ballena blanca. Jon Bilbao (Tusquets) / 3.  Técnicas de iluminación. Eloy Tizón (Páginas de Espuma) / 4. El libro de los pequeños milagros. Juan Jacinto Muñoz Rangel (Páginas de Espuma) / 5. Coral Glynn. Peter Cameron (Libros del Asteroide).

No ficción y otros géneros: 1. El banquete de los genios. Manuel Hidalgo (Península) / 2. La arquitectura del aire. Carlos Marzal (Tusquets) / 3. Mirador. Pilar Pardo (Canto y Cuento) / 4. Todo lo que era sólido. Antonio Muñoz Molina (Seix Barral) / 5. Instrucciones para fracasar mejor. Miguel Albero (Abada).

lunes, 2 de diciembre de 2013

The Reader´s Diary (XXVII)

El título del ensayo con el que Toni Montesinos se hizo con el XI Premio Internacional de Crítica Literaria Amado Alonso era originalmente El éxito y la rabia. Lecturas emparejadas de narrativa estadounidense. A la hora de publicarlo en la editorial Pre-Textos ha optado por una pequeña modificación: La pasión incontenible. Éxito y rabia en la narrativa norteamericana. Modificación menor, pero importante, ya que el autor ha preferido resaltar antes el sentimiento, la pasión que se palpa en la obra de los autores reseñados, que la estructura elegida, el emparejamiento por cuestiones vitales, geográficas o estilísticas de los escritores analizados, cuestión que desarrolla ampliamente en el prólogo. Es más, me atrevería a decir que el término elegido admite una doble lectura, visible nada más comenzar este atractivo viaje por la narrativa norteamericana contemporánea, que no es otra que la pasión con la que Montesinos transita de una costa a otra del continente, mostrándose leído, adulando y criticando para ser honesto consigo mismo, aunque ello le cueste desmontar algunos mitos intocables de la modernidad. El texto del autor del reciente Diario del poeta isleño, al contrario que otras obras similares que exigen complicidad, no excluye a ningún lector, pues se preocupa de aportar datos biográficos y bibliográficos sin caer en el enciclopedismo ni en un didacticismo hueco. Este método le permite a un tiempo informar y opinar, recrear y seducir, y, más importante aún, invitar a la lectura de títulos clásicos y también menos conocidos de autores como Faulkner, Melville, McCullers, Fante, Schulberg, Saroyan, Hammett o Scott Fitzgerald, por citar sólo a algunos. Montesinos deja el último capítulo abierto para buscar líneas de acercamiento o puntos de encuentro entre Paul Auster -de cuya narrativa hace un espléndido análisis en unas pocas páginas- y otros escritores contemporáneos. Pues, como no me cansaré de decir, una novela, un relato o cualquier texto de creación literaria, siempre llama a otro.
La narrativa de Juan Bonilla también se ha caracterizado siempre por llamar a otros textos, citados expresamente por el autor a modo de homenaje -famosas son las búsquedas o rememoraciones bibliográficas de sus personajes-, pero sobre todo por fagocitarse a sí mismo. El corpus literario del escritor jerezano quizá sea uno de los más personales de la narrativa española actual, pues bebe de sí mismo, ramificándose en mil direcciones y adoptando los registros más variados: novela, relato, poesía, artículos, obras de encargo, híbridos de todo ellos... Al afrontar la lectura de su último libro de cuentos, Una manada de ñus (Pre-Textos, 2013), uno tiene la impresión de haber leído algunos pasajes con anterioridad, siente que esa anécdota le suena de otro libro, y sin embargo, asume también que no le importa, que se ensambla perfectamente en su nuevo soporte y lo enriquece, dándonos la razón al afirmar que la obra de Bonilla es una novela en marcha, al modo de decir de Trapiello. Otra constante en la obra del autor de Tanta gente sola, sobre todo de su narrativa breve, es su hábil conjugación de elementos autobiográficos y ficticios. Pero es en Una manada de ñus donde esta querencia se hace más visible. Hay varios relatos que evocan su infancia y adolescencia -y me atrevería a decir que Bonilla camufla poco su pasado, incluso en los nombres propios y las fechas-, como los dedicados a la idolatrada Brooke Shields o al ajedrez, y otros que se acercan a su presente más físico, como el impagable cuento sobre su vivencia del ascenso del Xerez a Primera en un hotel de Berlín, o el que relata los últimos días de un familiar muy cercano en el hospital. En todos ellos, y en otros de gran factura como "El llanto", se aprecia ese paralelismo tan caro al autor entre los ocurrentes -y muy retorcidos a veces- pensamientos de sus personajes y los del propio autor, al que imaginamos calibrando el impacto de sus imágenes, como que un jurado literario se trague página a página aquel libro que nunca premió. Buena prueba de ello es la imagen elegida para su nueva colección, una brillante metáfora para explicar el paso de la adolescencia a la madurez, donde algo de nosotros, al igual que los miembros de la manada menos afortunados, siempre se queda en el camino.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Borrachera de nostalgia

Cuando se juega con la nostalgia, se corre el riesgo de no querer regresar al presente. La máxima que pregona que cualquier tiempo pasado fue mejor parece cumplirse para los que rondamos cierta edad, y más en una época en la que “todo lo que era sólido” –como diría Muñoz Molina- parece desvanecerse como el agua que tratamos de retener inútilmente haciendo un cuenco con nuestras manos. El ambiente que nos rodea se ha vuelto irrespirable, la confianza en las instituciones y el bienestar social se ha perdido. El hábitat en el que uno se mueve –literatura, librerías, periodismo- ha mostrado su reverso tenebroso y deja víctimas a diario que cada vez te tocan más de cerca. Se habla continuamente de la palabra reinventarse para salir adelante y descartar el suicidio colectivo. Uno se agarra a lo que tiene, lo que nunca le ha fallado, la familia, los amigos, para animarse y tratar de buscar lo positivo que puede haber detrás de todo esto, para encarar el futuro con espíritu renovado, aunque tropecemos una y otra vez.
Antes todo parecía más fácil, quizá porque no teníamos conciencia de lo que luego nos tocaría vivir. Abro al azar Lo tengo repe (Diábolo, 2013) y aparecen los cromos de La frontera azul que regalaba Panrico, una empresa que hoy se debate entre la vida y la muerte. Quizá sea la imagen más definitoria de lo que han cambiado los tiempos: el pasado intocable, rocoso, acogedor cual refugio placentero, y el presente movedizo, inestable e impredecible con ganas de llevarse todo lo que fuimos, incluso nuestros sueños y recuerdos.
Cuando se juega con la nostalgia se arriesga uno a emborracharse sin medida, pero soy de los que piensan que hay que permitírselo de vez en cuando. Dos recientes publicaciones son las causantes de este preámbulo, el citado libro de Guillem Medina, y el no menos evocador Yo fui a EGB (Plaza y Janés, 2013), de Javier Ikaz y Jorge Díaz, los cuales se han ganado a pulso compartir con la serie Papel y plástico de Oscar Lombana y La tele que me parió de Pepe Colubi, esa pequeña biblioteca sólo apta para nostálgicos irredentos que frisan entre los 35 y 50. Con una prosa menos jocosa e irónica que la de Colubi, y con menos detallismo visual que los libros de Lombana, Yo fui a EGB recuerda las décadas de nuestra infancia y adolescencia ordenando los recuerdos por categorías: polos y helados, pastelitos, series de televisión, vestuario, argot, interiores y mobiliario, etc. El resultado, rematado con un diseño muy atractivo fruto de innumerables aportaciones de colaboradores y amigos, nos retrotraerá a esa mágica época en la que pudimos ser Koji Kabuto por un día o recorrer los ¿240? metros de longitud del estadio de Campeones para marcar el gol de nuestra vida.

Orquestado de modo muy diferente, Lo tengo repe es más un catálalogo de regalos, pero no de simples regalos, sino de aquellos con los que nos obsequiaban las marcas de pastelitos, chicles, yogures, magdalenas, el Cola Cao o Nocilla, para incentivar nuestro consumo indiscriminado de chucherías, en ocasiones muy poco saludables. Ordenados por marcas y temas, e introducidos por un enciclopédico comentario del autor –no he echado en falta ninguna promoción de las que fui seguidor-, se reproducen con esmero cromos, álbumes, figuritas, recortables, juegos, llaveros, adhesivos, desplegables y tebeos que hicieron las delicias de todos los niños de los 70 y 80, obligando a nuestras madres al overbooking de yogures en el frigo, y descubriendo nuestro inédito poder seductor ante las cajeras del supermercado –un sobre extra siempre se agradecía-. Gracias al libro de Medina, he vuelto a ponerles nombre a promociones que guardaba en alguna recámara de la memoria, esas mismas que hoy se venden a precio de oro en diferentes portales de Internet. Está comprobado, la nostalgia es un valor duradero, no como las preferentes de los bancos. 

lunes, 4 de noviembre de 2013

The Reader´s Diary (XXVI)

Reconozco que mi entrada en el universo de David Foster Wallace no ha sido el más ortodoxo, pues trasegar entre los artículos reunidos de En cuerpo y en lo otro (Mondadori, 2013), y escoger únicamente los dedicados a Roger Federer y a la mercadotecnia del Us Open, no parece una ruta apropiada para apreciar lo mejor del quehacer del último escritor con muchos números para convertirse en mito de la reciente cultura norteamericana. Wallace sabía mucho de tenis y, lo que es más importante, sabía contarlo. Sus dos artículos son dos pequeñas joyas que demuestran su pasión por el arte -pues no otra cosa puede considerarse el tenis del helvético- y su conexión con el mundo del que decidió bajarse un mal día: su crónica periodística de uno de los eventos deportivos más célebres del verano estadounidense haría palidecer las de sus colegas de rotativos. El resto de sus textos sobre escritores a reivindicar o sobre cuestiones de otra índole me interesaron menos, pero nunca es tarde para degustar la narrativa de este auténtico letraherido.
Contundente es también la narrativa de Isaac Rosa, afincado en sus dos últimas novelas, la presente La habitación oscura (Seix Barral, 2013) y la anterior La mano invisible, en una suerte de alegoría de la crisis de la España actual. Si en la anterior, con ecos orwellianos, hacía una incisiva incursión en la degradación del mundo laboral, ahora da un paso más al introducir a sus personajes, presos todos de los abruptos cambios de la sociedad que creyó tenerlo todo sin tener nada, en una habitación cerrada al mundo a cal y canto por decisión voluntaria. Ambas novelas podrían configurar una especie de díptico, ya que, amén de sus intenciones críticas, comparten una misma estructura a modo de bucle obsesivo que obliga al lector a ponerse de su lado. Movimientos como el 15-M, las plataformas de protesta, la degradación moral que alienta bajo la carencia y la pérdida de perspectiva, son el meollo de una novela cíclica que da un paso más en la trayectoria de Rosa por participar activamente, con sus armas de novelista, en la lucha diaria del tiempo de carestía que nos ha tocado vivir. Aplaudo sin duda ese posicionamiento, aunque para mí lo mejor de Rosa siguen siendo sus tres primeras novelas, sobre todo esa espeluznante El país del miedo que nos sobrecogió de ídem.
Los relatos de Eloy Tizón recogidos en Técnicas de iluminación (Páginas de Espuma, 2013) ofrecen también, a su modo, una visión del mundo actual, aunque, como su propio título expresa, concretada en iluminar los claroscuros que nos asolan a diario, ya sea con un cometido laboral, con una inocente escapada de la ciudad o con la rutina de la convivencia. Eloy Tizon es un escritor que se prodiga poco. Por eso sabemos que, cuando lo hace, la espera habrá merecido la pena. Velocidad de los jardines es uno de los más grandes libros de relatos que se han escrito en este país, y Técnicas de iluminación se le acerca mucho. Los cuentos de Tizón podrían vivir sin argumento. Me explico: sólo la lectura de sus ideas narrativas, sus brillantes metáforas y la melodía musical que imprime a una cadencia meticulosamente estudiada hacen de sus libros una verdadera orgía para los sentidos. El contenido, en Tizón, me parece secundario a la forma, a ese estilo que le convierte en un escritor sin parangón en el panorama actual de nuestras letras. Pero, para más inri, también hay fondo en sus cuentos, reveses inesperados o universos sumergidos que salen a flote en las extrañas escaramuzas que viven sus protagonistas, camuflados en dobles lecturas o pequeños detalles que parecen carecer de importancia. Parecía imposible querer más a Tizón, pero Técnicas de iluminación ha demostrado lo contrario.

jueves, 17 de octubre de 2013

The Reader´s Diary (XXV)

Somos muchos los que tenemos como uno de nuestros imprescindibles libros de cabecera cinéfilos Vértigo y pasión (Taurus, 1998), el magnífico ensayo que el filósofo Eugenio Trías dedicó a la mítica película de Hitchcock. La reciente muerte del escritor no ha impedido que Galaxia Gutenberg haya reunido en un volumen algunos de los artículos que sobre el séptimo arte -una de sus grandes pasiones- dejó inéditos el autor de Lo bello y lo siniestro, y que se estructuran en torno a las producciones preferidas de algunos de sus directores más admirados: Coppola, Lang, Lynch, Tarkovski, Kubrick, Welles, Bergman y el propio Hitchcock de nuevo. La selección es reducida: podían haber sido algunos más y podían haberse estudiado más títulos de cada uno, pero el propio Trías reconoce que las que sí están eran ineludibles. El autor de De cine es consciente de los ríos de tintas que se han vertido sobre todas y cada una de las películas abordadas -y, de hecho, cita al principio de cada capítulo los títulos bibliográficos más relevantes sobre cada director-, así que su mirada es la de un espectador apasionado que no puede evitar exhibir su apabullante acervo cultural a la hora de desmenuzar secuencias, buscar símbolos y significados, rastrear anécdotas y, en definitiva, trascender la imagen para ir siempre más allá en un cuidado discurso que nos hará revisar, seguro, películas cuyas cualidades no supimos ver -Eyes wide shut, sin ir más lejos, para un servidor- o deleitarnos con detalles y lecturas que siempre enriquecerán el recuerdo que guardamos en nuestra memoria cinéfila. Eugenio Trías pertenecía a la estirpe de los que acudían al cine como a un templo sagrado, rindiendo tributo a un arte que, en estado de gracia, nos ha dejado esos fotogramas prendidos ya para siempre a nuestra retina. Este libro no es sino su personal homenaje a los creadores que lo hicieron y lo hacen todavía posible.
Un territorio mítico pueden también representar algunas librerías, y más en una época como la actual, en la que la bibliofilia cobra mayores visos de patología, de nostalgia acrecentada por un negocio que camina hacia la incertidumbre. Jorge Carrión, viajero incansable y explorador de librerías por los cinco continentes, nos regala en el volumen de título homónimo -con el que resultó finalista del Premio Anagrama de Ensayo- un entrañable y edificante recorrido por algunas de las librerías más famosas, grandes, encantadoras o recónditas del mundo. Carrión salta de uno a otro país, de una a otra ciudad, sellando su pasaporte invisible de librerías, haciéndonos visible su arquitectura interior y exterior, la historia que arrastra, sus anécdotas personales, su peculiar ordenación; traza un retrato a pinceladas de los libreros, rememora las películas que se rodaron allí, y evoca las dificultades puntuales para alcanzar algunas de ellas. Pero esta historia o viaje personal por las librerías no podía dejar de lado a los escritores cuyas obras les dan vida, así que Carrión también tiene tiempo para detenerse en la obra de algún autor, en recrear sus visitas de aprovisionamiento o en relatar sus encuentros con otros compañeros. Y en este aparente desorden expositivo, el libro de Carrión tiene muchos puntos en común con el de Trías, pues ambos prefieren deslizarse por la memoria personal, por cierta tendencia fetichista y compulsiva antes que por el rigor y el academicismo. Hay que agradecérselo a ambos.

lunes, 7 de octubre de 2013

The Reader´s Diary (XXIV)

Tras leer y disfrutar plenamente con El libro de los pequeños milagros (Páginas de Espuma, 2013) mantengo mi opinión de que Juan Jacinto Muñoz Rangel es un purasangre de los relatos. En De mecánica y alquimica ya había dado buenas muestras de ello, con su hábil conjunción de elementos fantásticos, barrocos y de amplia fuerza evocadora y sugerente. El asesino hipocondriaco, su primera novela, me pareció, sin embargo, un relato alargado, como si la idea germen de la misma hubiera encontrado mejor asiento en una narración de cincuenta páginas a lo sumo. Su debut en el díficil pero muy agradecido género del microrrelato demuestra que el malagueño es un especialista de las distancias cortas: sabe cómo llamar la atención con un inicio desconcertante, cómo mantener la tensión e imprimir esa vuelta de tuerca final que exige redoble y ovación. Como anuncia su título, la última obra de M.R. se afana en dinamitar la convención, poniendo del revés lo natural y subvirtiendo el orden establecido, creando esos "pequeños milagros" que tiran a un tiempo de ironía, sarcasmo, acidez, magia, ensoñación, pero, sobre todo, de una inventiva y originalidad colosales. M.R. saca de su chistera situaciones imposibles, alteraciones no por lógicas menos desconcertantes, malformaciones aberrantes y criaturas timburtonianas que harán las delicias del lector ávido de nuevas sensaciones. Se nota que M.R. es un tipo muy leído: ha fagocitado cine y literatura con ansia de caníbal, y, con su habilidad de brujo y/o maestro de ceremonias de circo de siete pistas, les ha imprimido nueva forma dotándoles de vida autónoma. Sólo su serie de "Backwards" merecería recordarse como una de las microinvenciones más importantes del año que va tocando a su fin.
En las distancias cortas ha encontrado también su piedra de toque Jean Echenoz, quien, tras su trilogía biográfico-poética -de la que acabo de disfrutar la que me faltaba por leer, Ravel recuperada en "Compactos" por Anagrama- sigue encuadernado en el poco más de centenar de páginas con 14 (Anagrama, 2013), su particular contribución a esa Primera Guerra Mundial no lo suficientemente abordada en el plano literario -entre las últimas aportaciones, me quedo con El sonámbulo de Verdún, de Eva Díaz Pérez-. Siempre poco amigo de los tópicos y las convenciones narrativas, Echenoz acomete el empeño como si se tratara de una pieza de cámara. Sigue a unos pocos personajes en su ida y vuelta -o ida solamente- del conflicto armado, retratando escenarios, paisajes de batalla, muertes, heridas, cartas, uniformes, como si de un vals se tratase, con esa musicalidad del lenguaje suya tan característica, capaz de otorgar al relato fuerza dramática y belleza a partes iguales. Leer a Echenoz es sucumbir a su poder hipnótico, descubrir las verdaderas dimensiones de la palabra, una literatura que definitivamente está en otra dimensión.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Un GPS para el cine actual

En los últimos años, los avances tecnológicos y la consiguiente modificación en los hábitos de la exhibición han marcado ineludiblemente el negocio del cine. La recepción del espectador ya no es la misma que hace veinte años o incluso una década, si me apuran. Las salas se han vaciado. Las películas dirigidas a una audiencia minoritaria, las españolas e incluso a veces las de un presupuesto normal, cada vez tienen más dificultades para estrenarse, y o bien lo hacen de tapadillo, o su circulación se restringe al circuito de los festivales o al dvd, cuando no a la estricta invisibilidad. Afortunadamente, los nuevos canales de difusión digitales han impedido que caigamos en el clásico debate formulado con cierta frecuencia: ¿existe una película si nadie la ve? En esta enrarecida y viciada situación de la exhibición cinematográfica, donde entra en juego principalmente el factor económico, el espectador potencial cobra un nuevo protagonismo, ya que ahora es él el quien tiene que ir a buscar la película, y no la película la que le busque a él. Son bienvenidas, por tanto, herramientas que nos faciliten ese acercamiento, esa búsqueda de la imagen que nos emocione, nos haga reflexionar o, por qué no, nos repela.  Conscientes de esta compleja coyuntura, los especialistas Hilario J. Rodríguez y Carlos Tejada han hecho realidad un empeño ciertamente loable: ofrecer en un solo volumen un panorama bastante revelador -siempre hay ausencias reseñables y presencias injustificadas- de la cinematografía del pasado siglo y del presente, ofreciendo pautas para un futuro ciertamente impredecible. Cine XXI. Directores y direcciones se confecciona a modo de diccionario de realizadores con la única condición de que estos estén en activo o hayan muerto en fechas muy recientes. Un equipo misceláneo de críticos, blogueros y escritores de diferente procedencia se han unido para elaborar un fichero casi sistemático de la producción cinematográfica actual, sin olvidar campos de más difícil acceso y frecuente olvido monográfico, como el videoarte, el documental o la animación. La multiplicidad de miradas conlleva, empero, cierto hándicap a la hora de afrontar las respectivas fichas de cada director: mientras unos apuestan por trazar un recorrido bio-filmográfico, otros se detienen sólo en sus títulos más significativos, y otros se dedican directamente a divagar sobre cuestiones cinematográficas. Ello hace que la homogeneidad de la obra se resienta, pues la ausencia de un criterio unitario desplaza las más de las veces el contenido a juicios subjetivos antes que al rigor de la obra de referencia.  A pesar de esta disparidad a la hora de afrontar cada entrada, el valor del volumen queda fuera de toda duda, haciendo palpable su necesidad en este laberinto que nos encontramos ahora, y por cuyos infinitos vericuetos este gps nos será de gran utilidad.


martes, 24 de septiembre de 2013

Quedarse corto

Hay una expresión válida para muchas situaciones de la vida y que es aplicable también al campo de la crítica de diferentes disciplinas artísticas. Dos películas vistas recientemente, quizá más la primera de ellas, me han hecho recordarla. Tanto Todas las cosas buenas (2010) como Tierra prometida (2012) se quedan cortas en sus pretensiones. La primera, debut en la ficción del prometedor Andrew Jarecki -Capturing the Friedmans-, no agota las enormes posibilidades de un argumento basado en la vida de David Marks, hijo de un acaudalado empresario con fases de inestabilidad mental quien fue juzgado y absuelto por la misteriosa desaparición de su mujer y dos crímenes paralelos. Marks, que sigue con vida disfrutando de una apacible libertad, llegó a disfrazarse de mujer para ocultar su identidad. Jarecki se posiciona evidentemente al otro lado de la justicia, pero ni esa postura le basta para articular un discurso efectivo, pues en ningún momento -salvo quizá en un par de escenas bien resueltas- genera la tensión necesaria exigida por la contundencia del relato y hasta llega a provocar el efecto contrario: que la última parte de la película resulte un tanto ridícula y casi cómica. Ryan Gosling, Kirsten Dunst y un gran veterano como Frank Langella hacen lo que pueden para salvar los muebles pero el edificio ya tenía los cimientos mal puestos y se derrumba a los veinte minutos.
Mucho más medido, pues a Van Sant le sobran kilómetros en el cine de factura comercial norteamericano, se muestra el director de El indomable Will Hunting en Tierra prometida. Una historia de trasfondo ecologista oculta en realidad la clásica parábola sobre la honestidad y los principios: los grandes conglomerados empresariales son indefendibles frente a la pureza del individuo y sus orígenes, y de eso se acaba dando cuenta el personaje interpretado por Matt Damon tras una serie de varapalos y reveses inesperados. Van Sant que, como sabemos, escinde su quehacer en arriesgadas propuestas personales donde puede acertar con maestría -My own private Idaho, Elephant, Paranoid Park- pero también fracasar con estrépito -Even cowgirls get the blues, Last days- y en un cine mucho más convencional que le permite las veleidades anteriores -Descubriendo a Forrester, Psycho-, rueda al modo de los viejos artesanos del cine de Hollywood, sin que se note su presencia, con un ritmo pausado que da preeminencia a la historia y a los personajes sobre los alardes estilísticos. Sin embargo, hasta cuando Van Sant recala en este cine digamos "manufacturado" no puede evitar mostrarse a veces poco convencional: cualquier otro realizador habría forzado un encuentro sexual entre Matt Damon y Rosemarie DeWitt, pero Van Sant lo reserva para el final a modo de "off" visual sobreentendido. Detalle de clase, supongo. 

lunes, 16 de septiembre de 2013

The Reader´s Diary (XXIII)

Llevaba tiempo queriendo leer algo de Patrick Modiano, uno de los escritores franceses contemporáneos más mimados por la crítica. Me decidí por En el café de la juventud perdida (Anagrama, 2008), que me habían recomendado algunos amigos de confianza. Sin embargo, salgo de su lectura con una impresión indefinida sobre su verdadera valía. Toda la novela gira en torno a la hija de una cabaretera del Moulin Rouge, y a las impresiones que diferentes personas que la conocieron ofrecen de ella. Esta estructura circular, coral por decirlo de otro modo, no tendría nada de malo si el objetivo condujera a alguna parte, pero da la sensación de que Modiano pasa de un personaje a otro sin orden ni concierto y sin tener muy claro a dónde quiere llegar. Hay pasajes bellos, los cafés y el ambiente literario parisino están descritos con sutileza y pinceladas cortas, pero me falta algo de sentido en la composición final. Algunos dirán que la novela no tiene por qué seguir una linealidad ni buscar la concreción. Ejemplos hay de sobra para debatir sobre este punto. Pero aunque esa hubiera sido la intención de Modiano, me sigue faltando ese aliento poético que sublimara la narración, como sí le sucede, por poner un ejemplo, a las novelas de otro contemporáneo suyo, Jean Echenoz, cuyas novelas sí saben siempre hacia donde se dirigen.
Otro que tiene muy bien plantados los pies en el suelo es el norteamericano Peter Cameron, quien con Coral Glynn (Libros del Asteroide, 2013) consigue, y ya era difícil, superar lo logrado con su anterior Algún día este dolor te será útil. Podía sorprender en principio que Cameron situara la novela en la Inglaterra de los años 50, cambiando radicalmente el contexto respecto a su novela previa, aunque si tenemos en cuenta que se licenció en Literatura Inglesa y que siempre ha confesado su admiración hacia la narrativa de escritoras británicas como Elizabeth Taylor o Barbara Pym, la cosa cambia. El personaje que da nombre a su sexta novela, extraordinariamente retratado por Cameron, es una enfermera que trabaja a domicilio, por lo general, con pacientes en estado terminal. Su nuevo destino es una solitaria casa de campo con ecos de la Rebeca de Daphne du Maurier, en la que debe cuidar de la madre de un militar convaleciente de heridas de guerra, quien le propondrá matrimonio iniciando una tormentosa relación con episodios a cual más sorprendente y secretos que van saliendo poco a poco a la luz. Al igual que sucedía en Algún día... la habilidad de Cameron para dibujar el carácter de sus criaturas es asombroso, consiguiendo lo que sólo está al alcance de unos pocos: que el lector comparta asiento con ellos, en las mismas habitaciones, compadeciéndolos o alegrándose por sus breves momentos de felicidad. La escritura de Cameron es de las que acarician al lector, delicada pero no hasta el punto de chirriar cuando se desvela un abrupto acontecimiento, todo lo contrario, se diría que el efecto se duplica por lo inesperado. Temas espinosos para la época y el contexto social en el que se desarrolla la novela, como la homosexualidad o la represión y los abusos sexuales, se incrustan en la narración con una pasmosa naturalidad, como si Cameron hubiera nacido varias décadas más atrás.
En resumen, Coral Glynn, como su personaje central, demuestra una solidez a prueba de obstáculos, esa solidez que, saltando en el tiempo y cambiando de contexto, se fue al garete con la llegada de la crisis económica en los últimos años de la década anterior. Se han escrito muchos libros sobre ella de reputados economistas, de políticos oportunistas, de sociólogos cariacontecidos y de colectivos indignados, pero faltaba el del escritor dotado de una visión externa, semejante a la del ciudadano medio que ha observado con preocupación el derrumbe de un edificio construido con materiales de derribo. Muñoz Molina se encerró varios meses en archivos periodísticos consultando rotativos que entonces abundaban en páginas y en noticias que, vistas con la perspectiva que otorga el tiempo, vaticinaban el desastre luego sobrevenido. Con su habitual clarividencia, el autor de Un invierno en Lisboa elabora un discurso ficcionalizado sobre unos años que lo cambiaron todo, una crónica certera y machacona sobre los desaguisados y tropelías cometidos en los tiempos de abundancia y que nos han convertido en las vacas flacas que ahora somos. La negrura del panorama dibujado, que no es otro que el que aún tenemos encima sin saber por cuánto tiempo, no agota, sin embargo, la esperanza en un futuro al que hay que mirar a la cara, porque, como se encarga de recordar Muñoz Molina, hubo una época en que estuvimos mucho peor, y es necesario valorar lo que hemos logrado. Como Anatomía de un instante, Todo lo que era sólido (Seix Barral, 2013) está llamado a ser un libro de referencia del presente siglo.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Hitchcock: cero en suspense


Los biopics de directores del Hollywood clásico, amén de ser escasos, nunca suelen ser películas de fuste. Así, a vuelapluma, sólo recuerdo dos excepciones dignas de recordar, y en ambos casos, abordaban la figura de realizadores menores e irregulares, cuando no directamente prescindibles: me refiero a Dioses y monstruos, basada en la vida de James Whale, y a Ed Wood, a quien Tim Burton encumbró a una gloria póstuma. El primer largometraje de ficción de Sacha Gervasi (1966) no vendrá a cambiar las cosas. Atreverse con una figura tan emblemática como Alfred Hitchcock ya era una aventura de riesgo y, aunque el libro de Stephen Rebello en el que se apoya acota una mínima coyuntura temporal en la vida del cineasta -la que comprende la génesis, rodaje y estreno de Psicosis- los resultados no son muy alentadores. La esforzada y loable interpretación de Anthony Hopkins como el mago del suspense y de Helen Mirren como su mujer, la guionista Alma Reville, no son suficientes patas para un banco que nació cojo. La realización es plana, alimenta los tópicos ya tan historiados de la vida del director -su obsesión por las rubias, la ambigua relación con su esposa, la pasión enfermiza por su trabajo...- y peca de falta de ambición. Uno tiene la sensación de estar ante un producto realizado para la pequeña pantalla en lugar de ante una película con un punto de partida prometedor. Para quien tenga un mínimo conocimiento de la vida y obra del director inglés, la previsibilidad es la tónica dominante en una cinta con pocos aciertos para recordar, quizá la forma de presentar la historia como un episodio del conocido "Alfred Hitchcock presenta". El resto se diluye en una atmósfera átona que flaco favor hace al mito. 

lunes, 26 de agosto de 2013

Argo

No he tenido oportunidad de ver las dos películas anteriores de Ben Affleck, pero el reciente visionado de Argo me motiva desde ya a recuperarlas. Sobra decir de qué va la película pasados varios meses desde su estreno, en los que la cinta ha tenido tiempo de acumular premios que acreditan su calidad. Un argumento tan original y, sobre todo, tan poco conocido de la historia reciente de Estados Unidos, uno de esos apetecibles bombones por los que la necesitada industria hollywoodiense suspira largamente, corría el riesgo de caer en el espectáculo fácil, en esa autocomplacencia norteamericana tan propia de los grandes estudios. Affleck, sin embargo, sabe moderar el entusiasmo para contar una historia al modo clásico, sin grandilocuencia ni aspavientos, con las dosis justas de suspense, tragedia y divertimento: sí, las ráfagas de humor de Argo no desentonan en el marco de esta oscura y enrevesada trama de intereses políticos, religiosos y territoriales. Aunque a veces el joven director peque de cierto maniqueísmo en el abordaje de algunas escenas y el tratamiento de algunos personajes, el desarrollo de la acción goza de un brío inusitado, recordando por momentos a otra imprescindible película de conspiraciones políticas, la británica In the loop. Con Argo Affleck se ha ganado a pulso el reconocimiento de crítica y público, el mismo que perdió hace años en su faceta interpretativa, algo que dudo mucho recupere asumiendo el personaje del hombre-murciélago en la próxima entrega del superhéroe en la pantalla. 

miércoles, 21 de agosto de 2013

The Reader´s Diary (XXII)

Karoo y James Sveck comparten algo más que el protagonismo absoluto de dos de las novelas más celebradas de los últimos años: son diferentes, inadaptados, asociales y presentan grandes problemas de entropía con el mundo que les rodea al igual que gozan de una facilidad innata para herir a las personas más cercanas. Aunque les separan muchos años de edad -Karoo está en la cincuentena y Sveck es un preuniversitario- no he podido dejar de establecer lazos de unión entre uno y otro, por mucho que el contexto narrativo y los intereses de los personajes difieran bastante entre sí. Karoo es un extravagante guionista de Hollywood que remienda las creaciones de otros con el objetivo declarado de otorgarles su pertinente prurito de comercialidad. Su matrimonio se fue al traste hace tiempo, es alcohólico "anestesiado", tiene un hijo adoptado al que intenta acercarse y, last but not least, en su búsqueda de la madre verdadera del chico, se enamora perdidamente de ella y cree ser feliz. Sveck es un adolescente introvertido, apasionado lector de Trollope y Shakespeare, potencialmente homosexual, a quien le cuesta entablar relaciones sociales y descree del futuro universitario común.
Karoo (Seix Barral, 2013), de Steve Tesich -guionista de El mundo según Garp- se publicó tras la muerte del autor, ingresando inmediatamente en la lista de novelas de culto de las últimas décadas. Tras la traducción francesa, recibió el Premio Mémorable a la mejor novela inédita, convirtiéndose en el bestseller sorpresa de la temporada literaria. El estilo de Tesich es muy visual -nada extraño, si tenemos en cuenta sus orígenes- y nos sumerge de lleno en la estrambótica vida de este personaje enfermizo, condenado a fracasar en todos los proyectos vitales en los que se embarca, al contrario que en su vida profesional, al menos si se aborda desde una óptica lucrativa y no ética. A pesar de su más que dudoso proceder, Tesich consigue hacer simpática a su criatura tiñéndola de claroscuros, intercalando risa y tragedia con la pausa necesaria para cogernos desprevenidos. No sé si Sam Mendes se habría leído la novela antes de American beauty, pero creo que el personaje de Kevin Spacey le debe mucho a Karoo.
Algún día este dolor te será útil (Libros del Asteroide, 2012), de Peter Cameron, confirma a su autor como uno de los escritores norteamericanos -quizá junto a Franzen y Eugenides- que mejor ha diseccionado a la familia y sus relaciones. Narrada en primera persona, el tierno pero también agrio retrato de James Sveck es un dardo en la diana del american way of life. La familia desestructurada intenta mantener las apariencias, pero todas las costuras están al aire y Sveck nos las va enseñando sin tapujos, dando rienda suelta a sus pensamientos más recónditos o aireándolas en las consultas terapéuticas a las que acude presionado por su madre. Dotada de un lirismo casi invisible, la novela de Cameron transita por aguas cenagosas haciendo gala de un aparente mínimo esfuerzo que no es tal, sino todo lo contrario. El final abierto nos hace desear una continuación, aunque ignoro si estará en la mente del autor. La semilla, al menos, ya está plantada. 

miércoles, 7 de agosto de 2013

lunes, 5 de agosto de 2013

The Reader´s Diary (XXI)

Me consta que Eva Díaz Pérez es una contumaz viajera y una apasionada lectora, y que ambas devociones se ensamblan modélicamente en su interés por la historia de la Europa más reciente, ese viejo continente que tantas novelas guarda dentro todavía. Adriático (Fundación José Manuel Lara, 2013), con la que la autora sevillana se ha alzado con el Premio Málaga de Novela, debería ser sin duda una de esas novelas; sin embargo, me resisto a considerarla como tal. Adriático se puede leer como un largo poema en prosa, se debe leer como un largo poema en prosa, donde cada capítulo-escala dibuja perfiles de dos ciudades que invitan a la ensoñación y a la fantasía, Venecia y Trieste, y bosqueja retratos de personajes como el artista que con sutiles brochazos expresa un carácter, un estado de ánimo, sin mediar más palabra. Claro que en Adriático hay una historia, la de un profesor que, a punto de jubilarse, recibe el encargo de tasar los objetos que se rescatan de los canales venecianos, cada uno con su particular historia de olvido, esplendor y miseria. Un profesor que vuelve al palacio de sus primeros años para reencontrarse con los fantasmas del pasado familiar, con los cinco sentidos abiertos a las ciudades y cosas que fueron y a las ciudades y cosas que son. Ello le permite a la escritora lucirse en las descripciones, en los detalles, en las composiciones, pues la novela se teje con estampas de primorosa literatura, abandonando al personaje central para bifurcarse, como si viajáramos en góndola por el laberinto de canales de esa ciudad inigualable, en secundarios casi anónimos cuya propia novela quedó sumergida en el fondo del mar, en antepasados que se resisten a desaparecer para siempre y vagan entre las sombras y los muebles apolillados, en lugareños como el viejo Pietro que parecen haber estado siempre ahí. Ecos de Magris, de Baricco, incluso de Fellini o Visconti, aquilatan las páginas de Adriático para hacer de ella ese poema de amor no confesado a una ciudad (o a dos), ese canto a una Europa siempre a punto de desaparecer, como Venecia.
Ignoro si Eva es aficionada también a la magia, pero de lo que no hay duda es que Harry Houdini fue, en el ámbito de los fenómenos extraños y casi sobrenaturales, un símbolo en la historia cultural del viejo continente. Nacido en Budapest y fallecido en Detroit víctima de su propia egolatría -fue golpeado a petición propia por un estudiante, lo que le produjo una hemorragia interna irreversible-, el célebre escapista y sus hazañas dieron de comer durante años a la prensa, generaron numerosas biografías e incluso un estimable biopic protagonizado por Tony Curtis. Sin embargo, la faceta de escritor de Houdini quizá sea la menos conocida. Ahora, Capitán Swing edita en español Cómo hacer bien el mal, un conjunto de escritos publicado en 1906 en los que el escapista alertaba a las posibles víctimas de los trucos más usuales de ladrones, carteristas o allanadores de moradas con el fin de estar siempre alerta contra los enemigos de lo ajeno. Este libro se acompaña de otros textos publicados por Houdini a lo largo de su vida en los que, entre otras cosas, muestra su feroz cruzada contra el espiritismo, lo que le ganó una tirantez perenne en su relación con Arthur Conan Doyle, autor del prólogo de esta edición. El libro se abre, no obstante, con un tímido intento narrativo de Houdini, en el que relata su sueño de ser encerrado en una pirámide egipcia. Este fenómeno irrepetible, que llegó a editar durante dos años una revista, demuestra sus excelentes dotes para la literatura, dejándonos conocerle un poco más, aunque, como nos aclara al final, sin revelar esos trucos y habilidades que le permitían escapar de cualquier prisión o de un tanque de agua congelada sujeto por cadenas. Esos secretos son los únicos que están a buen recaudo en su tumba.

lunes, 22 de julio de 2013

The Reader´s Diary (XX)

La tercera edición del III Premio de Narrativa Breve Ribera del Duero consolida la trayectoria de la joven escritora mejicana Guadalupe Nettel (1973), autora de dos novelas y tres libros de cuentos anteriores, siendo Pétalos (Anagrama, 2008) el que la dio a conocer en nuestro país. El matrimonio de los peces rojos (Páginas de Espuma, 2013) agrupa cinco relatos en los que diferentes animales (los peces rojos del título, las cucarachas, los hongos, los gatos y una serpiente) actúan, por un lado, como motor de la historia y, por otro, como reflejo del estado anímico y físico del/la protagonista. En el cuento que abre el volumen y que da título al mismo, una pareja de exóticos peces por naturaleza incompatibles asisten a la disolución del matrimonio que los acoge en su casa y a su propia muerte. En la segunda pieza, un adolescente acogido por circunstancias económicas en casa de sus tíos ve reflejada su vida en la invasión, destrucción y posterior desamparo de las cucarachas de la vivienda. El tercer relato muestra otra relación imposible de pareja, un adulterio doble consentido mutuamente del que son testigos los hongos que anidan en las partes pudendas de los participantes. A través del embarazo de su gata, una joven estudiante sufre en silencio el fruto aparentemente no deseado de una relación fugaz. Finalmente, el cuento que cierra el conjunto, imbuido sin duda de cierto toque zen, tiene como protagonista a una peligrosa serpiente, a quien un cabeza de familia con orígenes asiáticos ha instalado en un terrario de la vivienda familiar ante la desazón de su mujer e hijo.
La tesis inicial -en algunas ocasiones, los animales pueden simbolizar una determinada situación vital, erigiéndose en espejo de nosotros mismos- encuentra una perfecta plasmación en un desarrollo intenso y una voz directa y fresca que nos gana desde las primeras líneas. Como ya demostró en libros anteriores, Nettel transmite empatía con el lector, sin ser amiga de demasiados malabarismos formales, haciendo de la sencillez y la intimidad sus principales valores. Sin duda, uno de los libros de relatos a tener en cuenta a final de año.
Algo de animal hay también en los comportamientos de ciertos aficionados al deporte rey, pero a ellos -no hay ninguna duda- no está dedicado este enjundioso y apasionante relato sobre la rocambolesca historia del fútbol español, de la que uno podría atreverse a fijar paralelismos con la Historia en mayúsculas, sólo que a la inversa: donde antes no teníamos nada, ahora tenemos un imperio, y somos admirados y temidos a escala mundial. El libro del periodista Tom Burns Marañón, De Ríotinto a la Roja (Contra, 2013), hace un recorrido vibrante y forzosamente resumido -sería imposible detenerse pormenorizadamente en cada lance deparado por nuestra selección y equipos punteros- por el devenir del fútbol en nuestro país: la formación de los primeros clubes de emigrantes ingleses en Huelva y Bilbao, las primeras participaciones de la selección, la rivalidad Barça-Madrid, fichajes millonarios que dejaron huella, entrenadores, estadios, árbitros, porteros, defensas leñeros, delanteros imparables... El momento elegido por Burns para presentar su obra ha sido el más idóneo. De hecho, se vio obligado a escribir un epílogo a la edición inglesa tras la consecución de la segunda Eurocopa en 2012, algo que ninguna selección había conseguido tras ganar el Mundial. El libro se lee con gran amenidad, está trufado de anécdotas, rescata nombres que yacen en el olvido, mantiene la ecuanimidad sin caer en el fanatismo, y pone las cosas en su sitio: la leyenda con la leyenda y el fracaso con el fracaso. Sólo nos queda por desear que Burns Marañón se vea obligado a escribir un nuevo epílogo el año que viene, si somos capaces de ganar en Brasil. Algo que con ese optimismo que tanto nos haría falta en otras situaciones, no se me antoja nada descabellado.

domingo, 14 de julio de 2013

Fabricando a Harry Quebert

"Eres un escritor de moda. Eso es. La gente no espera que ganes el Premio Pulitzer, les gustan tus libros porque estás en boga, porque les entretienen, y eso también está muy bien". En esta frase que le dirige Harry Quebert a su pupilo, el joven escritor Marcus Goldman, se podrían resumir las intenciones del también joven y talentoso Joël Dicker (Suiza, 1985), alter ego de Goldman en la realidad, o viceversa, tanto monta. Antes de afrontar su segunda novela tras un debut de relativo éxito -engordado éste en el caso de Goldman, también frente a su segunda criatura- da la impresión de que Dicker ha estudiado a fondo el panorama literario, las tendencias y gustos de los lectores potenciales, elaborando una trama que contuviera todos los elementos propicios para fraguar un bestseller contemporáneo. Como primera bala de la recámara, la saga Millenium, de Stieg Larsson, sin duda. Ambas novelas giran en torno a la desaparición de una joven ocurrida mucho tiempo atrás en una pequeña y apacible comunidad y su reverberación en el presente. La principal diferencia es que en la trilogía del sueco el protagonista que investigaba los hechos era un periodista, y en la novela del suizo un escritor que trata de ayudar a su mentor. En ambas ficciones menudean poderosos intereses, pulsiones sexuales, pistas erróneas y muchos giros inesperados.
Sin embargo, y al margen de las superiores dimensiones físicas de la creación de Larsson, las diferencias entre una y otra son palpables. La arquitectura narrativa de Larsson es más poderosa, sus personajes -hasta los secundarios- dejan huella en el lector, muchas de sus escenas son desasosegantes, y su estilo literario brilla en cada página, frente a la planitud del joven autor suizo, que se excede en la repetición -quizá para que el lector no se pierda- y casi no es capaz de una mínima descripción con cierto vigor narrativo. No obstante, no es mi intención denostar el ambicioso trabajo de Dicker, sólo remarcar que quizá se ha puesto un referente demasiado elevado. Dicker maneja bien las piezas y, al contrario que sucede en muchas novelas negras o de crímenes hacia el final de la acción, consigue que ésta remonte el aliento hacia la mitad en una sucesión de vueltas de tuerca que consigue mantenernos en tensión hasta el final. Es difícil hoy en día encontrar una novela que cueste trabajo soltar, aunque suene a tópico, y Dicker lo consigue. Siempre tendremos la duda, empero, de si quiso escribir esta novela o, como le sucede a su personaje, la novela le vino impuesta por una serie de condicionantes externos. O, dicho de otro modo, como si a la irreprochable excelencia del producto resultante le faltara esa cualidad inherente a las obras maestras: el alma.

miércoles, 10 de julio de 2013

Genios del cine

En el mundillo cinéfilo, reconozcámoslo, José Luis Garci tiene fama de ser un tipo cansino. Los años dorados en los que mantenía en antena sus debates de "¡Qué grande es el cine!" y en los kioscos su revista Nickelodeon le pasaron factura convirtiéndole para muchos en un cinéfilo sensiblero, nostálgico y llorón que ponía por delante la pasión y la exaltación babeante antes que el juicio ecuánime o la valoración crítica sopesada. En este sentido, creo que no se la hecho justicia. Hay que entender a Garci tal y como es, como son sus películas, al menos las rodadas en las últimas décadas, ajenas a su tiempo, situadas en un limbo especial, henchidas de homenajes y guiños, inmunes a la caducidad y al deterioro, únicamente deudoras de la propia historia del cine. Tuve la suerte una vez de asistir a una conferencia suya y puedo asegurar que Garci no abusa de ninguna pose, sino que no puede reprimir su amor a las películas, sobre todo a la época dorada de Hollywood. Otros críticos y eruditos prefieren mantener la distancia, sin mancharse de fotogramas, pero Garci no es de esos, no sabe hacerlo. Sus escritos sobre cine son una confesión perpetua, un desnudo integral que no esconde nada, ni filias ni fobias, ni arrebatos lujuriosos -muchos- ni odios encendidos -menos-, ni devociones extrañas ni rechazos difíciles de justificar.
En la introducción a Noir (Notorious, 2013) Garci confiesa haber escrito al bulto, sin detenerse a corregir, amontonando textos pasados y presentes sobre el cine negro, una de sus muchas pasiones cinéfilas. El cine negro ya tuvo un número monográfico en Nickelodeon pero, si de algo adolecen los cinéfilos apasionados como Garci, es de quedarse siempre con ganas de decir más, así que aquí nos presenta este grandioso homenaje -en continente y contenido-, donde caben artículos de fondo de armario -los textos de rodaje de la serie El crack, sus películas más negras-, largos panegíricos a actores, actrices y títulos clave como Perdición, relatos policiacos escritos con todas las de la ley, y un santoral de directores que comenta sus principales títulos en el género. Como en todos los libros de Garci, impera el desorden en la estructura y en la forma de narrar: Garci es de los que cortan su discurso para soltar un largo inciso y perderse por mil vericuetos cinematográficos, ya que su prioridad, como ya dije, son los sentimientos, el desmelene, consciente de que sus lectores ya están sobre aviso y respetan su forma de proceder. En este batiburrillo de textos, donde Garci es amigo de repetirse a conciencia y contar anécdotas personales de almuerzos, copas y conversaciones, hay piezas de diferente enjundia, pero es indiscutible su poder evocador y la enciclopedia cinematográfica que atesora en su cabeza, fruto de incontables horas de cine y de adoración. Y es que, como escribió en su día otro cinéfilo, Felipe Benítez Reyes, "hablar de cine es de las pocas cosas de las que merece la pena hablar en este raro mundo".
Otro buen cinéfilo, aunque de corte bien diferente, es el periodista y escritor Manuel Hidalgo, guionista y autor de monografías sobre Carlos Saura, Paco Rabal, Pablo G. del Amo o Berlanga. El banquete de los genios (Península, 2013) se vertebra en torno a una fotografía y a un almuerzo, celebrado en casa de George Cukor en noviembre de 1972 para rendir homenaje a Luis Buñuel con ocasión del reciente estreno de El discreto encanto de la burguesía en Los Angeles. Además de anfitrión y homenajeado, a esa reunión asistieron los directores Robert Mulligan, William Wyler, Robert Wise, Billy Wilder, George Stevens, Alfred Hitchcock, Rouben Mamoulian y John Ford, el guionista Jean-Claude Carrière y el productor Serge Silberman. Como bien dice el autor, nunca antes una fotografía había congregado a tantos genios en una misma habitación. La mayoría estaban al final de su carrera, reinaba la admiración mutua -o, al menos, el respeto- y su experiencia aseguraba jugosas conversaciones sobre el séptimo arte. Apelando a un símil culinario, ya que estamos hablando de un banquete, se podría decir que Hidalgo -novelista nunca suficientemente ponderado, ahí está su magistral La infanta baila- se dedica a cocinar una deconstrucción de esa instantánea, rescatando la trayectoria individual de cada uno de los participantes desde esa fecha, buceando en las memorias y libros que citaron esa comida, y aportando un resumen muy original del guión de la película que, en cierto modo, les había convocado allí, que, por cierto, giraba en torno a la imposibilidad de sentarse en la mesa a comer. Hidalgo va aportando una ingente cantidad de datos, pero con la suficiente morosidad y elegancia como para no indigestar al lector, sabedor de la inmensa cantidad de manjares que nos habían regalado los protagonistas de la foto a lo largo de su vida. Esta especie de ensayo-novela se digiere con auténtico deleite, ya que Hidalgo, como buen periodista y guionista, pasa de uno a otro comensal con orden y concierto, asumiendo que el punto de partida es tan inmejorable que asusta, y hay que ofrecerlo en pequeñas delicatessen, como si se tratara de un menú degustación del extinto "El Bulli". Uno de los libros cinematográficos del año y una estrella michelín asegurada.


jueves, 4 de julio de 2013

After War

Antes que nada, reconocer mi rendida admiración hacia este film in progress que nació sin pretensión de serlo en 1995. Richard Linklater, Ethan Hawke y Julie Delpy nos han permitido a lo largo de veinte años vivir una vida paralela en la pantalla -sobre todo para los que pertenecemos, año más, año menos, a la misma generación de sus protagonistas, Jesse y Celine-, tener un espejo en el que mirarnos para observar al detalle nuestros cambios, tanto físicos como psicológicos, las duras decisiones que hemos tomado, los cambios de hábitat, los errores, la evolución de nuestra familia, los reencuentros, nuestras vicisitudes laborales, las vacaciones... pero también el bastión que resiste, a pesar de sus fisuras y bamboleos, toda la hojarasca, desperdicios y flores que trae el mar, la vida misma, que no es otro que la conexión especial con un ser que ya es parte de nosotros y al que le entregamos, como dice Jesse en un momento de la tercera -y última, que sepamos- entrega de la serie, toda nuestra vida. 
Tras un inicio aparentemente relajado y cómodo -en el que Linklater deja caer como si nada la primera advertencia de grieta-, la película avanza por terrenos hasta ahora insólitos en la trilogía, con los dos protagonistas integrados en un grupo que convive en perfecta armonía en una casa veraniega del Peloponeso. Nuevamente el director deja que asome un amago de desencuentro a lo largo de la extensa escena de la comida, y más cuando la pareja hace saber, como si intuyeran el terremoto que se avecina, que no les hace mucha ilusión compartir la habitación de hotel que les han regalado. Tras un breve paseo cultural por la isla -con guiño a Rossellini incluido-
, la llegada al hotel marca un nuevo rumbo en la película, como si el metódico y paciente trabajo de las termitas hubiera dado su fruto: asistimos a la discusión más agria y feroz que nos han ofrecido Jesse y Celine a lo largo de casi veinte años, resuelta con admirable pulso por parte del director, con diálogos cargados de cuchillas y una actuación soberbia por parte de Hawke y Delpy. Todos los temores y vacilaciones de antaño han caído después de la convivencia, la naturalidad se impone -por eso Delpy nos muestra lo que quizá entonces hubiera parecido forzado- y los escudos y corazas, antes acostumbrados a mil batallas, ruedan por el suelo dejando a la pareja y a los espectadores con un nudo en la garganta, indefensos ante una situación que se les ha escapado de las manos. 
No destrozaré el final para los que aún no la hayan visto. Sólo diré que Linklater lo resuelve admirablemente, dejando la puerta abierta a nuevas entregas, que quizá, como insinuó la Delpy en una reciente rueda de prensa, pueda tener su colofón en una especie de "remake" de Amor de Haneke. Si el nivel se mantiene, los admiradores de la serie estaríamos dispuestos a compartirlo.

viernes, 28 de junio de 2013

The Reader´s Diary (XIX)

Quizá mi primer acercamiento a Murakami no ha sido el convencional. En lugar de empezar por esas novelas que sus seguidores tanto recomiendan -Tokio Blues, Kafka en la orilla o Al sur de la frontera, al oeste del sol-, he optado por buscar a la persona, al autor que se encuentra tras la cáscara de tanto boom mediático. De qué hablo cuando hablo de correr (MaxiTusquets, 2011 / ebook, 2013) es un libro insólito, pero también el libro que se puede escribir y publicar cuando ya tienes una sólida carrera detrás y un público entregado, algo así como aquel extraño híbrido que Auster tituló Viajes en el scriptorium. Sin embargo, si comparamos esa rareza que defraudó a los que nos contamos entre los lectores del autor norteamericano con el breve ensayo autobiográfico de Murakami, las distancias son evidentes. El escritor japonés evita desde el principio la pretenciosidad, el artificio; todo lo que relata en el libro rezuma sinceridad, honestidad por los cuatro costados tanto consigo mismo como con el lector. Esta intención se puede apreciar desde la limpieza de una prosa llana, ausente de gratuidades formales, hasta el contenido de su discurso, que penetra en la intimidad del autor, entendiendo ésta como la génesis de su oficio, su forma de concebir la escritura. Para Murakami, correr y escribir van de la mano, son actividades complementarias que necesitan una de la otra para desarrollarse plenamente, brazo y zancada, pluma y zapatillas. El autor de Kioto concibe la escritura como una carrera de fondo que necesita constancia y perseverencia, pero que incluye también el cansancio, el desgaste y, sobre todo, el armazón mental imprescindible para seguir siempre adelante a pesar de los obstáculos. Murakami, escritor tardío y de vocación espontánea, casual, ofrece algunos datos sobre la redacción de sus novelas y sobre su rutina diaria, dejándonos entrar en su estudio con la humildad del anfitrión que ofrece todo lo que tiene al visitante. No creo, por tanto, que éste sea un libro para juzgar la calidad literaria del escritor, sino más bien su calidad humana, algo que muchas veces se echa en falta en los autores consagrados.
En latitudes bien opuestas, física y popularmente, se mueven dos autores por los que merece la pena apostar. Empecemos con Pilar Pardo, poeta murciana pero afincada en Jerez, que -y en esto sí se parece a Murakami- ha descubierto su vena literaria bien tarde o, al menos, hasta ahora no nos la había enseñado. Si Temporada de fresas (Isla de Siltolá, 2010) ya supuso un verdadero descubrimiento, Mirador (Canto y Cuento, 2013) es la plena confirmación del talento de una autora casi secreta, cuya apuesta poética está presidida por la sencillez y la claridad de ideas. Los poemas de Pilar Pardo apuntan a cuestiones esenciales, a una intimidad descarnada presentada sin vacilaciones, con mecanismos muy sutiles que revelan su sentido en los versos finales, en una detonación que siempre acaba conmoviéndonos: "cuanto más rebuscado / el aspecto satánico / más tierno el desamparo". La maternidad, la familia, el paso del tiempo, la infancia, la madurez, la soledad... temas mil veces tratados, pero que con Pilar Pardo aparecen renovados, prendados de imágenes poderosas por su aplastante simplicidad y la elección de unos símbolos de gran plasticidad. Estamos, no me cabe duda, ante una de las voces a tener en cuenta en el panorama poético español de los próximos años.
Descarnado también, pero en un sentido más físico, agresivo y lírico a la vez, se presenta Daniel Ruiz García en su última novela, Tan lejos de Krypton (Onuba, 2012), con la que se hizo acreedor del premio que da nombre a la editorial. En entrevistas promocionales, el joven autor sevillano confiesa haber escrito su novela más íntima y autobiográfica, una especie de homenaje a su infancia salpicada de superhéroes, cómics y mucha, mucha fantasía. El protagonista, alter ego del autor, es un periodista que se ocupa de la comunicación de grandes empresas en el extranjero. Su monótona existencia se verá alterada cuando recibe la llamada de su madre para informarle del fallecimiento de su tío. El regreso al pueblo de su infancia le servirá al autor para hacer una larga evocación de su yo de aquellos años donde todo parecía posible: los amores con la vecina del pantalón ajustado, transformarse en un superhéroe para combatir el mal, hacerle frente a los matones de turno... Uno de los muchos aciertos de la novela es el registro logrado por esa voz infantil, esa mente-hervidero en la que todo se procesa a otra velocidad y los sentimientos parecen calar más hondo. Salvando la distancia que separa la literatura y el cine, el protagonista de Tan lejos de Krypton -hermoso título a modo de homenaje a toda una época- encuentra claros paralelismos con otros conmovedores niños cinematográficos: pienso en el Antoine Doinel de Los cuatrocientos golpes, en el Javi de Secretos del corazón, y en algunos más. A título personal, Ruiz García ha conseguido algo que pocas veces me ha sucedido con la lectura de un libro: recordar un momento de mi infancia en todos sus detalles, me refiero a un momento concreto, la noche en que TVE proyectó Kung Fu contra los siete vampiros de oro. Ignoro si Ruiz García la pasó como su protagonista, soportando al baboso novio de su hermana y viendo cómo se le escapaba su primer amor infantil, pero yo me recuerdo esa misma noche con mi hermano Félix prometiéndonos resistir hasta el final de la película ante la mirada intimidatoria de nuestro padre. No lo conseguimos. Nos pudo el temor ante las primeras imágenes de cementerios tétricos y desolados.
Ruiz García refrenda con su última creación el buen hacer que ya había demostrado con las anteriores Chatarra, Perrera o La canción donde ella vive, y consigue que nos planteemos de nuevo la manida cuestión de por qué algunos autores no están en el lugar que se merecen, debiendo bregar a cuerpo descubierto para conseguir publicar sus creaciones, mientras que otros que no lo merecen tienen la sartén por el mango. Dicen que el tiempo coloca a cada uno en su sitio. Ojalá sea así.




martes, 18 de junio de 2013

The Reader´s Diary (XVIII)

Cada nuevo libro de relatos de Felipe Benítez Reyes -y con éste van cuatro, tras Un mundo peligroso (1994), Maneras de perder (1997), y "Fragilidades y desórdenes", inédito incluido en Oficios estelares (2009)- es una invitación a disfrutar del inimitable estilo del multidisciplinar autor roteño, fabricante de novelas cuando menos estrafalarias, poemarios de hondo calado, libros de prosas breves inclasificables, e incluso portadas donde da rienda suelta a su espíritu de renaissance-man -la última muestra, su collage para La arquitectura del aire, de Carlos Marzal-. Cada cual y lo extraño (Destino, 2013) está organizado a modo de almanaque: cada relato tiene como telón de fondo un acontecimiento del año natural, ya se trate de los Reyes Magos, el carnaval o los viajes veraniegos, o bien un hecho reseñable en la memoria -ficticia o no- del escritor, ligado a una fecha concreta, caso del servicio militar, al parecer, el único explícitamente autobiográfico incluido en el conjunto. Sucede con los relatos de FBR que uno a veces disfruta más de la forma de contarlo que del relato en sí mismo. Su facilidad para pasar del humor descacharrante al ramalazo lírico le convierte en un trapecista del circo de las prosas cortas -si tal circo existiera, cosa que FBR suscribiría seguro-. Hay mucho que celebrar en esta docena de situaciones imperfectas, donde el/los protagonista/s nunca salen bien parados, porque la vida nunca es de color de rosa, pero por su tono "marxiano" y desmitificador, me quedo con el del catártico crucero por el Báltico, verdadera orgía lacrimógena (de risa, claro).
FBR también nos deja algunas de sus brillantes imágenes poéticas en su breve relato inédito para Diez bicicletas para treinta sonámbulos, con el que la editorial Demipage ha querido celebrar su décimo aniversario a lomos de los más variados velocípedos, los que viajan en el tiempo, los que evocan tiempos mejores, los que entablan combates imposibles, los que sufren la envidia ajena, o incluso aquellos cuyas ruedas son capaces de mantener una conversación. Sólo por el prólogo del siempre tan poco prodigado y nunca suficientemente valorado Eloy Tizón merece la pena enfrentarse a este libro desigual, donde cada cual ha aceptado la invitación como mejor ha sabido o podido. De este modo, encontramos piezas que se orillan en la nostalgia, como las de Luis Landero o Álvaro Valverde, otras que se contagian del espíritu ciclista europeo -Muñoz Molina-, otras que se decantan por un ejercicio estilístico -Juan Carlos Mestre-, varias que alcanzan altas cotas de intensidad -Sara Mesa, Juan Aparicio Belmonte, Fernando Aramburu-, y muchas otras que apenas citan como de pasada el motivo por el que se les ha citado, es decir, la bicicleta. Empeño, por tanto, loable, pero resultado algo deslavazado, como si la cadena se hubiera salido en algún momento del trayecto-proyecto.
Mucha mayor estabilidad y largo recorrido presenta la nueva novela de Jeffrey Eugenides, la tercera en un período de casi veinte años, lo cual denota una clara convicción en el oficio, el deseo de no querer dar a la imprenta cualquier cosa. La trama nupcial, como Middlesex, nos va inoculando lentamente su veneno. Ambientada a primeros de los ochenta en un campus universitario norteamericano con muy poco parecido al que nos ofreció tanta comedia adolescente, la novela del autor de Las vírgenes suicidas se apoya en unos caracteres psicológicos que van creciendo ante nuestros ojos de un modo exuberante, mostrando sus carencias, sus necesidades, y también sus patologías. Pocos narradores hay en la literatura actual que describan con tal maestría las relaciones humanas y sean capaces de introducirse en la mente del personaje como hace Eugenides. El autor va alternando presente y pasado de los tres principales protagonistas de esta trama nupcial, rindiendo de paso un homenaje explícito a las novelas de Jane Austen y a otras autoras de la época, a cuya investigación consagra la protagonista su tesis. Nada hay de gratuito en las novelas de Eugenides; todos los detalles acaban participando del conjunto para otorgarle ese aspecto de solidez que nos hace lamentar que tengamos que esperar de nuevo casi una década para el siguiente plato.