viernes, 25 de febrero de 2011

Las perlas enterradas


Con cada edición de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, la Universidad de Sevilla tiene de unos años a esta parte la loable costumbre de publicar un libro que, presentado como un complemento más de la cita, enriquezca la misma con nuevas investigaciones o visiones de la historia sevillana relacionada en mayor o menor medida con el mundo del libro. Al publicado en la edición anterior, el interesante Enfermos del libro, de Miguel Albero, se suma ahora este Un mundo de libros, una antología, llamésmola, de bibliófilos, ya que la encargada de la edición, la profesora Yolanda Morató -autora también de algún capítulo-, aglutina en sus páginas los recorridos de diferentes autores por las librerías de viejo y de anticuario de medio mundo.
Tras un prólogo de Juan Manuel Bonet, del que también se nos ofrecen sus escrupulosas pesquisas por las jugosas trastiendas parisinas, este viaje quijotesco, algo enfebrecido, se inicia en la ciudad hispalense, con gran tradición en el universo del libro viejo. El más veterano Fernando Ortiz traza la visión de las librerías que fueron, mientras Juan Bonilla traza una cartografía de las que siguen, un recorrido animado por sus habituales ocurrencias y episodios memorables. En Madrid, Jesús Marchamalo bucea en los libros dedicados, mientras el imprescindible Andrés Trapiello saluda a sus proveedores habituales casi como uno más de la casa. De hecho, si uno pasea por la Cuesta Moyano, cree adivinar siempre la sombra del escritor leonés. El recorrido europeo prosigue con el impagable Iwasaki, que comprueba si son verdades los mitos y leyendas que circulan sobre la Shakespeare and Company, continúa con el vagabundeo letraherido de Morató por Londres, con el abrazo protector que siente Emilio Quintana en las librerías de Estocolmo, y culmina con el apasionante paseo de Eva Díaz Pérez por las fascinantes Praga y Budapest, dueñas de rincones ignotos impregnados de belleza decimonónica.
Cruzamos el charco y llegamos a América con un divertido viaje de Bonilla por librerías latinoamericanas buscando tesoros ocultos a precio de saldo, y un no menos desternillante relato de otro buscador, José María Conget, al que casi siempre se le adelanta el librero anticuario por excelencia de nuestro país, Abelardo Linares. Esta odisea de tinta gastada y papel amarillento culmina con las visiones de Morató sobre Nueva Orleans, la de Garriga Vela sobre Caracas y la de Miguel Alberto sobre Buenos Aires. Todos ellos nos ofrecen claves y lugares que no podemos dejar de pasar por alto, y nos recuerdan que a veces una buena edición de aquel libro que creíamos perdido bien merece que nos dejemos un poco de vida.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Las armas de la nostalgia



A José Manuel Benítez Ariza, como no podía ser de otro modo, le conocí en un cine. Pero no en un cine cualquiera, sino en el Teatro Falla, ahora ocupado por la insidiosa murga de los carnavales, al término de una de las películas que se proyectaban en el marco de la Muestra Alcances, allá por el año 96: ¿tanto ha pasado ya? Yo acababa de leerme La raya de tiza (Pre-Textos), novela que compré por casualidad en la sevillana Librería Vértice, situada entonces en la calle Mateos Gago, y en la que, y también es casualidad, acabaría trabajando algunos años después. Cuando se encendieron las luces y se levantaron los espectadores sentados en la fila de butacas situada delante de mí, reconocí de inmediato al sujeto que, con parsimonia, se disponía a abandonar la sala. Era el autor de esa primera novela que tanto me había emocionado, o al menos se parecía bastante al tipo de la foto de solapa. Procesé rápidamente los datos en mi cabeza: recordaba que Benítez Ariza era gaditano, y que la novela delataba su pasión por el séptimo arte, así que era perfectamente plausible que aquel individuo fuera quien realmente parecía.
Yo acababa entonces de publicar junto a mi hermano Félix -o estábamos a punto de hacerlo- el primer número de un suplemento cultural en un semanario local, y con la excusa de hacerle una entrevista -por si la de lector fascinado se quedaba corta o sonaba algo rara al tratarse entonces de un autor no muy conocido- decidí abordarle con el arrojo de la juventud entusiasta y descarada. Me sorprendí al encontrarme con una persona tan sencilla y humilde como los personajes que asomaban por aquella primera novela y con el compromiso de un encuentro próximo que no tenía visos de ser una fórmula ritual. Esa entrevista, de título esclarecedor -"La grandeza de lo sencillo"- acabaría en las páginas de la imprescindible Clarín, que por entonces acababa también de aterrizar en el ahora tan invisible mundo de las revistas literarias.
Desde ese momento, mis encuentros con Benítez Ariza se fueron sucediendo dando pie a una larga amistad que, pese a las vicisitudes laborales y la distancia física, se ha mantenido a lo largo del tiempo, arrojando en lo personal algunos jalones significativos, y que nunca le agradeceré lo bastante, como su presentación -hoy hace casi diez años- en el Teatro Principal de Sanlúcar de mi primer libro, Sopa de cine, su invitación a colaborar en la publicación que coordinó durante un tiempo, La Ronda del Libro, o que me pusiera en contacto con el inefable José Luis García Martín.
Ayer volvimos a coincidir en Cádiz en la puesta de largo de Bancos de niebla, recordamos aquellos lejanos días, y me dio por pensar que Benítez Ariza y yo compartimos no pocos intereses comunes en materia narrativa, sobre todo nuestra pasión por el cine -recuerdo especialmente su maravillosa colección de artículos La vida imaginaria- y ese tono melancólico y nostálgico del que no podemos sustraernos al escribir. En este sentido, y como ayer también me recordaba otro magnífico introductor, poeta y, sobre todo, amigo, Tomás Rodríguez Reyes, Bancos de niebla comparte con Vacaciones de invierno y Vida nueva esa querencia por la memoria personal, por esos años de infancia y adolescencia -los ochenta en mi caso, más los setenta en el de Benítez Ariza- que marcaron indeleblemente al adulto que hoy somos, y que siempre nos hace volver la mirada para reconstruirla con la urdimbre de la ficción. El díptico de José Manuel -que a no más tardar será tríptico- escarba con morosidad y sensibilidad exquisitas en un tiempo ya perdido que todavía patalea dentro de nosotros y asoma en cada recodo como un niño travieso que no quiere dejar de jugar con nuestros recuerdos. Ya se trate de una infancia lastrada por una larga convalecencia -Vacaciones de invierno- o de una adolescencia poblada de amoríos silenciosos y vaivenes políticos -Vida nueva-, Benítez Ariza tiene, como el que escribe estas líneas, el espíritu hecho a la evocación, a ese spleen baudeleriano que nos atrapa siempre con el bolígrafo en la mano o con los dedos sobre el teclado. Los protagonistas de ambas novelas, como el Andrés y, quizá también, el Mario de Bancos de niebla, tienen mucho de su autor, tanto que a veces cuesta distinguirlos, por más que los hechos narrados se tergiversen, se adornen o se reinventen gracias al poder de la fabulación. Esa alianza inquebrantable e indistinguible de realidad y ficción es otra característica que nos une en este ¿oficio? de narradores, porque creo que Benítez Ariza estará de acuerdo conmigo en que el disfraz, el disimulo, es siempre el mejor amigo cuando se trata de echar mano de los recuerdos. La verdad siempre duele un poco más.
Probablemente tardemos en volver a coincidir en algún evento literario, pero siempre nos quedará esa "columna de humo" que nos avisará de la presencia del otro, de sus logros y esfuerzos por ser fieles a esta melancolía incandescente.

sábado, 12 de febrero de 2011

Entre amigos


El pasado jueves presentamos en la Fnac de Sevilla Bancos de niebla. El escritor y amigo Daniel Ruiz García hizo una impagable introducción digna de figurar en el top ten de monólogos de El Club de la Comedia. Un servidor puso la nota melancólica leyendo dos fragmentos no incluidos finalmente en la novela, y Marianela Nieto, con su voz de ángel (y no lo digo porque sea mi mujer), recitó dos poemas que bien podría haber escrito Mario desde su crisálida. Gracias a todos por asistir y convertir en inolvidable la velada.

miércoles, 2 de febrero de 2011

En los márgenes


Uno siempre está abierto a los consejos de los amigos llamados hojeadores -sí, al igual que hay ojeadores en los clubs de fútbol, también los hay en el mundillo editorial-, esos amantes de trasegar en las estanterías más recónditas de las librerías y llegar hasta la última página de suplementos y revistas literarias. Alguno de ellos me habló en su día de Rosas, restos de alas, una opera prima de un autor sanluqueño, que luego resultó no ser sanluqueño, pues Pablo Gutiérrez es onubense, aunque imparte clases en un instituto de mi localidad. Sí era primera novela, aunque Pablo ya había publicado algún relato suelto y formaba parte de la nómina de los Premios Miguel Romero Esteo de Teatro.
El caso es que no tuve tiempo entonces de hincarle el diente a esa novela publicada en la ya extinta colección de narrativa de la editorial La Fábrica, así que he remediado la falta con la lectura de Nada es crucial, segunda novela del autor, que le ha catapultado al primer plano de la actualidad gracias a la concesión del Premio Ojo Crítico de Narrativa. Si ya el año pasado comentaba en este blog la novela de Kirmen Uribe ganadora de la anterior edición, las sensaciones son ahora parecidas a las que me produjo Bilbao, Nueva York, Bilbao. Pablo Gutiérrez posee un estilo rabiosamente personal, poderoso, subyugante. La historia que cuenta no es ninguna novedad: dos chicos crecidos en barrios marginales siguen itinerarios diferentes -uno es reeducado por una congregación religiosa, la otra decide independizarse de su madre y su nueva pareja- hasta que acaban encontrándose para paliar su mutua soledad.
La originalidad de la novela de Pablo es que el narrador omnisciente trata de ver las peripecias de la pareja desde el mundo personal de cada uno, así que los nombres propios desaparecen para dejar paso al Hombre Alto y Locuaz o a universos como MundoLecu. Sin embargo, esta perspectiva innovadora se acaba agotando a medida que progresa el relato, de modo que las páginas empiezan a sobrarnos y el descubrimiento se vuelve repetitivo y machacón. Da también la impresión de que el autor no sabe cómo acabar la novela y que ésta podía terminar en cualquier momento sin excesivas consecuencias para los protagonistas.
No obstante, Nada es crucial atesora suficientes valores como para ser considerada una novela rompedora, de las que sobresalen en un maremágnum de novedades trufado de lugares comunes. Y ello no es poco.