miércoles, 26 de agosto de 2009

Huellas literarias



Siempre me ha fascinado el turismo literario. Visitar las casas natales o en las que vivieron algún tiempo los escritores, los enclaves en los que se inspiraron para sus creaciones, los cafés que frecuentaban, sus tumbas... Es un turismo -un tanto fetichista, por qué no decirlo- que hay que hacer en solitario o con una pareja que comparta tu pasión, como es mi caso o el de mi buen amigo Tomás Rodríguez Reyes, que estuvo hace poco en Trieste siguiendo los pasos de Rilke. Le envidio. Yo lo más cerca que he estado del autor de los Sonetos a Orfeo ha sido en el Museo Rodin de París, edificio que albergó anteriormente el Hotel Biron donde estuvo residiendo el poeta, y en la habitación 208 del hotel Reina Victoria de Ronda, que mantiene prisionero el halo rilkeano para quien quiera visitarla.


El turismo literario exige una documentación previa al viaje que te evite encontrarte cerrada la casa de Victor Hugo en la plaza de los Vosgos parisina o te indique el acceso a la escondida tumba de Robert Graves en Cala Deiá. Por eso, cuando alguien se dedica a facilitarte expresamente el camino hay que agradecérselo. Si anotáramos en un cuaderno todos los lugares citados en el Libro de Réquiems de Mauricio Wiesenthal (Edhasa, 2009), tendríamos que dedicar casi el resto de nuestra vida a ponerlo en práctica. El autor de El esnobismo de las golondrinas -otro arcón de pistas literarias para los más aventureros- evoca la historia cultural europea de los últimos siglos trazando una biografía dibujada que evoca lugares, objetos, cementerios, paseos y encuentros que nos llevan de un personaje a otro con absoluta facilidad. Viajero incansable, Wiesenthal conoció a algunos de los protagonistas, a sus descendientes o a personas que pudieron contarle detalles de los numerosos autores que recorren las páginas de esta especie de biblia de los letraheridos que podría venderse perfectamente en un pack con esas Tumbas de poetas y pensadores de Cees Nooteboom, otra joya imprescindible para los mochileros de libro en mano.


Una de las vidas recreadas por Wiesenthal es la de Lord Byron quien, tras visitar Lisboa y Sintra, estuvo de paso por Cádiz y Jerez. Poco antes de leer estas páginas supe gracias a otro buen amigo, José Luis Jiménez, que ahora acaba de cumplirse el bicentenario de aquella célebre visita, que tuvo lugar el 29 de julio de 1809, y de la que el poeta dejó constancia en su obra La peregrinación de Childe Harold. Byron tomó aposentos en la vivienda de su pariente Jacobo Arturo Gordon Smythe, hoy Casa de las Atarazanas, y conservada en buen estado en la céntrica Plaza de San Andrés junto al colegio Compañía de María. ¡Cuántas veces habría pasado yo por allí sin tener noticia de este hecho! Eso me ha demostrado que a veces los recuerdos literarios pueden estar en los lugares más insólitos y que, a veces, no hay que buscarlos sino que vienen a buscarte. Aunque efímero, el fantasma negro de Byron sigue rondando por este noble caserón.

lunes, 24 de agosto de 2009

Este premio debería ser para...


Los discursos de agradecimiento siempre han tenido truco. ¿A quién se agradece, en primer lugar, a los miembros del jurado a los que no conocemos de nada, o, por el contrario, a los miembros del jurado a los que tan bien conocemos, y cuya efusiva mención quizá delataría nuestra relación? ¿Le agradecemos el premio hipócritamente a esos familiares con quienes hemos perdido el contacto? ¿O a ese profesor que nos hizo aborrecer la pedagogía para aprenderlo todo por nuestra cuenta y llegar adonde hemos llegado? En su pequeño ensayo, casi monólogo, publicado en Francia hace cinco años, Daniel Pennac hace una curiosa comparación entre el vaso dejado sobre el minibar de un hotel y la manzana sobre la cabeza del niño de Guillermo Tell. La luz que ilumina el interior del minibar al abrir la puerta es la misma que el niño recoge de su interior para afrontar los embates de la vida, su tremenda indefensión ante el mundo, la luz que le guiará en su terrible soledad. El personaje, alter-ego de Pennac, que teoriza sobre el hecho mismo del discurso de agradecimiento, llega a esa conclusión: hay que darle las gracias a aquel al que abre la puerta, aquel que es capaz de conectar con nuestro mundo interior y establecer un contacto nada ilusorio. Es difícil encontrar una metáfora más certera. Como dice el autor de Mal de escuela "el problema de la gratitud es que está unida a la inflación. De manera que debemos agradecer más y más a quienes amamos menos y menos". Así descubriremos entusiasmados que aquel profesor/a odioso/a se introdujo en nuestra vida para algo.

jueves, 6 de agosto de 2009

Sobran las palabras


Al principio, nos llama la atención el sonido, mezcla de música e imaginario monólogo de un ratón de sobra conocido. La oscuridad es casi total y la inteligente iluminación apunta únicamente al agujero por el que podría salir su único inquilino. Sólo Juan Muñoz (1948-2001) podía haber tenido una idea tan brillante. Esperando a Jerry es sólo una de las muestras del fascinante universo de este artista prematuramente desaparecido, cuya obra se muestra en su mayor representación hasta la fecha en el Museo Reina Sofía hasta el 31 de agosto. Uno, que no es especialista en arte contemporáneo -eso se lo dejo a algún buen amigo como José Yñiguez-, no pudo menos que quitarse el sombrero en su reciente visita al edificio Sabatini de la conocida institución. Además de las esculturas, sin duda su actividad más conocida y reputada, se muestran aquí dibujos, piezas radiofónicas y auditivas que completan una trayectoria jalonada por el éxito más allá de nuestras fronteras. La presente retrospectiva, de hecho, que ha sido completada con nuevas adquisiciones, venía de exponerse en la Tate Modern de Londres, en el Guggenheim de Bilbao y en Oporto.

El visitante puede caminar entre las figuras de Many times, un grupo de casi cien asiáticos que se agrupan estratégicamente ¿sin decirse nada? La incomunicación, la soledad, son parte fundamental del trabajo de Muñoz. Enanos -magistral el incluido en El apuntador-, acróbatas, figuras colgantes, sombras interactivas, descarrilamientos de tren, automóviles con casas incrustadas, balcones, figuras que se balancean o se apoyan en la pared aisladas y pensativas... el universo de Muñoz bascula entre un expresionismo muy personal y un toque kafkiano donde lo imaginario juega un papel fundamental. En Muñoz es tan importante el continente como el contenido, la figura como el espacio que ocupa. Por eso, los comisarios de la exposición han sabido jugar las bazas que les ofrecía el imponente marco para situar cada pieza en su hábitat ideal. Han explotado las dimensiones de las salas, han aprovechado el jardín y han jugado con las paredes, techos y recursos de iluminación del Museo para rendir honores a un artista irrepetible.