miércoles, 28 de enero de 2015

Vindicación de la verdad

Lo ha vuelto a hacer. Tras una novela de género que debemos entender como de transición a logros más altos -Las leyes de la frontera-, Javier Cercas vuelve a su fórmula más querida y agradecida, esa cuerda floja entre la realidad y la ficción. Si en Anatomía de un instante se dedicaba a investigar el trasfondo de los personajes que aparecían en una foto singular, tomada en el Congreso de los Diputados el 23-F -una idea que, en cierto modo, retomaría años después Manuel Hidalgo en suBanquete de los genios-, en El impostor se adentra hasta el tuétano en la verdad y mentira de Enric Marco, personaje fascinante donde los haya que se inventó una vida -la de superviviente de un campo de concentración alemán- justificándose a sí mismo que lo hacía por el bien de la humanidad, de las personas que se habían quedado sin voz. Al igual que en su célebre trabajo anterior, Cercas se introduce a sí mismo en el proceso de escritura, y detalla sus problemas de conciencia a la hora de afrontar la difícil misión de relatar el caso Marco -sus reuniones con escritores y amigos, sus rocambolescas pesquisas, sus entrevistas con personas y otros investigadores que le conocieron, como el que destapó en 2005 la farsa del personaje, la grabación de conversaciones con el propio Marco y sus cambios de ánimo con respecto a él-, dejando claro que su principal objetivo es prescindir de la ficción y ceñirse a los datos objetivos, sin tratar de comprender -aunque sea inevitable- las razones que le llevaron a falsear la realidad para reinventarse a sí mismo. Gracias a la habitual pericia narrativa de Cercas, la ardua investigación y su relato paralelo se convierten en un viaje apasionante y absorbente por la España de los últimos ochenta años, pero también al mismo tiempo en un interesante ensayo sobre el tema de la falsedad y la impostura, en lo lícito o ilícito de subvertir las normas morales establecidas en beneficio propio o común. Un trabajo de notable envergadura que confirma a Cercas como uno de los autores más necesarios del panorama literario español de las últimas décadas.
no menos interesante

domingo, 18 de enero de 2015

The Reader´s Diary (XXXVIII)

La Antología poética preparada por el profesor Eduardo Sánchez Fernández (Linteo, 2014) nos permite redescubrir a uno de los poetas más olvidados del romanticismo inglés, eclipsado por la inexpugnable fama de su trío más representativo: Byron, Shelley y Keats. Quizá a John Clare no le benefició tener una vida larga -recordemos que sus coetáneos murieron a los 36, 30 y 26 años respectivamente-, ni haber fallecido en el manicomio en el que se llevó varias décadas encerrado. Los temas de su poesía no aspiraban a los retos de los versos de sus compañeros generacionales, todos ellos versados en el mundo clásico, amantes de extravagancias exóticas y de beberse la vida a grandes sorbos o, como en el caso de Keats, capaz de gigantescas metáforas con los elementos más sencillos. Clare era un poeta rural, quizá lo más parecido en Inglaterra a lo que en el siglo XX sería Miguel Hernández, y su poesía no era amiga de grandes hallazgos formales ni estilísticos, sólo de contar la hermosura de las briznas de hierba, de las vacas paciendo, de los amaneceres dominicales, tal comos se aparecían ante sus ojos. Es de elogiar el esfuerzo del profesor Sánchez Fernández por acercarnos algunos de sus mejores piezas. Pero no podemos decir lo mismo de la traducción. Basta comparar la asombrosa diferencia en la traslación de uno de los poemas mayores de Clare, I am, de la presente antología con la incluida en la exquisita Lírica inglesa del siglo XIX que Ángel Rupérez preparó para la editorial Trieste en 1987. Parecen dos poemas distintos. La intensidad que sabe imprimir Rupérez difiere notablemente de la más literal y plana de Sánchez Fernández, incapaz de transmitirnos la emoción que emanaba de los versos de un poeta pegado a la vida aún en sus arrebatos de mayor locura.


En otro sentido y, cambiando totalmente de tercio, también se me queda corto el que creemos último capítulo de las andanzas de los héroes cervantinos que sobrevivieron a Don Quijote. Si guardo un excelente recuerdo de Al morir Don Quijote, El final de Sancho Panza y otras suertes me ha resultado algo cansina, innecesaria al fin y al cabo, pues todo había quedado dicho en la anterior. Proseguir con las aventuras del escudero, el bachiller, el ama y la sobrina se me antoja como una secuela cinematográfica sin más fundamento que el enorme amor que, a todos nos consta, Trapiello profesa a los grandes clásicos hispánicos. Pero ello no basta para hacer una gran novela, a pesar del notable esfuerzo de su autor por recuperar el lenguaje de la época y urdir un marco espacial rigurosamente verosímil fruto de sus numerosas lecturas. Conseguir igualar el resultado de su predecesora era, nunca mejor dicho, una empresa quijotesca.