miércoles, 20 de julio de 2011

La luz con el tiempo dentro

Conozco a Pedro Sevilla desde hace unos años: como poeta, con esa ternura a flor de verso que nos inunda los sentidos y ese poder evocador de hondo aliento; como cliente, callado y algo taciturno, amigo de escudriñar las estanterías en busca de esos tesoros abandonados por alguna editorial enemistada con las reediciones; como amigo y compañero de armas, saludándonos en esos actos literarios -presentaciones, ferias, etc.- que nos reúnen cada cierto tiempo. Sin embargo, después de leer La fuente y la muerte (Renacimiento, 2011) tengo la sensación de que apenas le conocía, o más bien, de que la imagen de Pedro que yo tenía era si acaso un dibujo a carboncillo, la sombra de un hombre que se insinuaba en todo lo que escribía, en la forma de caminar, en su mirada huidiza y bondadosa... Rebasada la cincuentena, Pedro Sevilla ha creído oportuno escribir sus memorias para presentarse tal cual es, un hombretón criado en el campo, en un barrio típico de ese Arcos que quizá hoy poco tiene que ver con el que fue. Ese niño y ese joven que hoy nos contemplan desde estas páginas tenía una cualidad que le hacía diferente a los demás: su extrema sensibilidad para empaparse de todas las sensaciones y matices que flotaban a su alrededor.
Pedrito, el niño llorón y cabezón, el que prefería sentarse a ver atardecer en vez de jugar, fue moteando su espíritu en ese tosco ambiente de mulas de carga, vecinas y primas chismosas, labriegos ardientes, embarazos continuos y entierros multitudinarios. Desde la distancia que le permite el tiempo, el Pedro de hoy evoca episodios salteados de esa infancia y adolescencia tranquila y pueblerina, consiguiendo que muchas -si no todas- de sus páginas parezcan poesía, utilizando la repetición de estructuras para buscar la musicalidad, la mágica añoranza de un tiempo que todos querríamos haber compartido con él. Una de las virtudes esenciales de todo libro de memorias debería ser lograr la simbiosis con el lector, ser capaz de arrastrar a los rincones -oscuros y felices- de tu pasado a todo aquel que decida asomarse. Pedro Sevilla lo consigue de la primera a la última página, rebañándonos esas lágrimas que todos derramamos cuando fuimos los mejores.

lunes, 18 de julio de 2011

En la plaza quieta

Dentro de los actos programados por la Librería La Luna Nueva este verano en su jardín, el pasado jueves disfrutamos de la presentación del VIII Premio de Poesía "Luna del Aire", En la plaza quieta, a cargo de su autor y gran amigo, Antonio Núñez Torrescusa. Le introdujo mi querida Marianela Nieto. En la entrañable velada se escucharon también interludios musicales a cargo de la joven pianista Alicia Parra Acero y algunos poemas del libro recitados por algunos niños que prometen maneras. Os dejo una foto del acto:

miércoles, 13 de julio de 2011

Secretos y mentiras

Los compases iniciales parecían apuntar a que Pequeñas mentiras sin importancia (Les petits mouchoirs) sería la clásica película de convivencia entre amigos treintañeros cuyo subgénero -si nos atrevemos a etiquetarlo así- ha arrojado ya frutos de indudable interés como Reencuentro (Lawrence Kasdan, 1983), Los amigos de Peter (Kenneth Branagh, 1992) o Beautiful girls (Ted Demme, 1996). Sin embargo, las cosas cambian a la media hora de película, cuando, tras presentarnos a los personajes y el grave accidente en moto de uno de ellos, los amigos se marchan a disfrutar de unos días de vacaciones en una cabaña propiedad de un miembro del clan, el más serio y meticuloso en sus acciones. Por arte de magia, los personajes, que antes parecían responder al estereotipo, adquieren unos contornos bien definidos, recobrando la tensión y el nervio, hasta entonces invisibles. A ello contribuye una galería de actores que ajustan al máximo los sutiles matices que nos van revelando poco a poco, y entre los que destaco al veterano François Cluzet -autor, sin quererlo, de algunos de los mejores gags o tragicomedias de la película-, a Benoît Magimel o a la más popular Marion Cotillard.
Encerrados en las cuatro paredes de la vivienda o en contacto con la naturaleza, cada uno de los compañeros va descubriendo sus puntos vulnerables, comparte sus más íntimos secretos y miente y se autoengaña para sentirse mejor consigo mismo. Las consecuencias, devastadoras, no se hacen esperar. Lo que parecían unas vacaciones idílicas se transforma en una bomba de relojería que acaba explotando salpicándoles a todos. El amargo final, donde hasta los actores más secundarios juegan un papel primordial, nos recuerda lo lejos que nos hallamos de la felicidad inicial. Cuestiones tan básicas como la amistad, la solidaridad o el egoísmo son ofrecidas en bandeja por el joven actor y director Guillaume Canet -es su tercera película- para que reflexionemos sobre la deshumanización que impera en la sociedad actual. Sin duda estamos ante una de las películas del año.

martes, 5 de julio de 2011

The reader´s diary (III)

Miserias y esplendores del trabajo (Alain de Botton, Lumen). Alain de Botton (Suiza, 1969) siempre es capaz de ir más allá de las apariencias, de hurgar en la trastienda de lo anodino para hallar, si no una respuesta, sí al menos una explicación que nos haga la vida más confortable. Si en su anterior ensayo trató de indagar en las razones por las que la arquitectura de una casa o un edificio nos pueden hacer más o menos felices, ahora el autor de Ansiedad por el estatus se introduce en la vida laboral de algunas personas de diferentes sectores productivos y de quienes, en la sociedad capitalista y consumista en que nos movemos, apenas sabemos nada, ya que sólo vemos el resultado final de su labor, o incluso lo ignoramos totalmente, caso del artista que lleva más de dos años dedicado a pintar los diferentes matices de un roble centenario. La ambición exhaustiva de De Botton le lleva a contarnos el proceso de fabricación de las galletas y sus odiseas marítimas, las necesarias pero casi insignificantes empresas que contribuyen a que un avión se mantenga en el aire, la carcelaria rutina de los numerosos miembros de una auditora, el afán de un guía turística por promocionar la belleza de las torres eléctricas, o las descabelladas ideas de los imaginativos emprendedores. Con ese tono ya tan caro al autor que oscila entre la poesía y la filosofía ocurrente, De Botton consigue un jalón más en una trayectoria literaria destinada a descubrirnos ese otro mundo de cosas pequeñas en el que apenas reparamos.
El combate del siglo (Jack London, Gallo Nero). Inédito hasta la fecha, Jeffries-Johnson Fight fue una serie de diez artículos que Jack London escribió por encargo para el New York Herald en el verano de 1910, calentando el ambiente previo al combate decisivo que se librería en Reno (Nevada) entre el primer negro campeón de los pesos pesados y el campeón blanco retirado que volvía para "poner las cosas en su sitio". London, periodista de vocación, aventurero y gran amante del boxeo -ver su magnífico relato Un bistec-, pergeñó una brillante crónica en la que no eludió el tema principal que se escondía sobre el ring: el racismo. La fuerte carga antisemita generada por el hecho incontestable de que Jack Johnson, el negro imbatible, no tenía rival en el cuadrilátero, generó una expectación mediática sin igual hasta esa fecha, logrando que el cine, que entonces comenzaba a gestarse como lenguaje narrativo, se interesara por captar y exhibir en las salas las imágenes del combate. Pero había un gran problema: la iglesia, diferentes organismos conservadores y muchos ayuntamientos se negaron a proyectarlas, consiguiendo que el enfebrecido clima antisemita se prolongara más allá del combate y se manifestara en disturbios, decretos y actitudes que hoy nos resultan chocantes. La joven editorial Gallo Nero ha tenido la feliz idea de acompañar la crónica de London con un artículo de Barack Y. Orbach en el que se analizan las consecuencias políticas y sociales de un acontecimiento que sentaría precedentes en el uso de la censura cinematográfica.