miércoles, 23 de diciembre de 2009

Un centenar de pequeñas joyas


Para muchos lectores de novelas (la gran mayoría), ensayo o poesía, el nombre de Ángel Olgoso seguramente no les dirá nada. Pero para la no muy abultada -aunque persistente- cofradía de los lectores de cuentos, se ha convertido en casi una institución a la que venerar con cada libro que publica. Granadino del 61, ha publicado ocho libros de cuentos; con el anterior, Los demonios del lugar (Almuzara), ganador del I Premio Internacional de Relatos de Terror Villa de Maracena, su nombre emergió ligeramente del anonimato al ser elegido libro del año por La Clave y Literaturas.com y quedar finalista del Premio Andalucía de la Crítica, en cuya selección anual se hace raro que aparezca un libro de relatos.

Páginas de Espuma, que sigue empeñada en completar un catálogo propio de cada vez más quilates, ha dado a la imprenta lo último de Olgoso, un libro de cien microrrelatos de título inquietante, La máquina de languidecer, y no menos sugerente portada. El contenido no les decepcionará. Moviéndose entre el relato de dos líneas y el de página y media, Olgoso ha confeccionado un verdadero catálogo de torturas tangibles, donde lo macabro, un feroz romanticismo, el juego metaliterario -memorable el dedicado, por ejemplo, a Kafka-, las referencias culturales, lo onírico y una prosa de cuidada factura donde no sobre un adjetivo juegan un papel determinante. La plasticidad de las imágenes que ofrece, su querencia por el final sorprendente y esclarecedor, su habilidad para escoger los títulos -una suerte también de microrrelatos en sí mismos- y lo que me atrevo a llamar la porosidad barroca que desprende su prosa, son ya una invitación permanente a la relectura. Si a ello añadimos que la ironía y el humor consiguen filtrarse por el fascinante universo de sus cuentos, sólo nos queda reconocer que la de Olgoso es una de las colecciones de relatos más importantes del año que acaba. Como muestra, un botón: "Nos dimos la mano impulsivamente. La suya -un objeto mustio y de tacto desagradable- apenas latía cuando, de regreso, casi al anochecer, corría a guardarla en la fresquera" (Intercambio).

domingo, 20 de diciembre de 2009

La vida sobre ruedas


Un buen amigo que estuvo muchos años de profesor en Holanda me contó un día una curiosa anécdota protagonizada por un buen número de coches parados, uno de los numerosos canales de Amsterdam y un grupo de patitos. Al parecer, las cuatro o cinco crías seguían a la madre, que se adentraba en el canal después de una jornada de paseo y adiestramiento, pero uno de los pequeñines era incapaz de superar el escalón de piedra que daba acceso al mismo. En los dos minutos que invirtió en realizar esta costosa operación -toda una eternidad en el tráfico rodado- los coches -o sus conductores- no protestaron en ningún momento ni mostraron su impaciencia. Es más, sólo cuando acabó el entrañable espectáculo fue cuando hicieron sonar sus cláxones para celebrar el acontecimiento, entusiasmo al que se unieron con sus aplausos los peatones y ciclistas que se habían congregado en las cercanías. Años después, yo mismo pude ser testigo de la infinita paciencia y saber estar de los holandeses. En pleno centro de la capital un autobús turístico se había quedado atascado al intentar hacer un giro a la derecha y no poder superar los pivotes que delimitaban la acera. Sin embargo, a pesar de que la cola de coches que le seguía colapsaba ya la céntrica plaza anterior, no escuchamos ninguna pitada. Es más, pudimos asistir atónitos a cómo un anciano en su silla de ruedas eléctrica -armado con sus zapatillas de felpa, lo juro- ayudaba con sus indicaciones al guardia de tráfico que se encontraba en la otra calle y a la conductora del autobús.

Esta idílica visión del tráfico urbano que nos puede parecer tan lejana representa para Tom Vanderbilt, autor de Tráfico, por qué el carril de al lado siempre avanza más rápido y otros misterios de la carretera, el modelo perfecto de conducción vial en ciudad. Sin embargo, es notorio que las ciudades holandesas no alcanzan ni de lejos el tráfico de las pobladas urbes norteamericanas, inglesas o asiáticas, por citar sólo algunas. Apoyado en un impresionante banco documental -las notas bibliográficas ocupan 104 páginas de las 414 del libro- integrado por estudios de especialistas, entrevistas a diseñadores viales, estadísticas, noticias de periódicos, e incluso citas de célebres escritores que se ajustan a su discurso como Shakespeare, Dickens o Stevenson, Vanderbilt desmenuza todos los problemas asociados a una carretera y a unas calles que se han convertido en parte indispensable de nuestra vida diaria. En el libro hay algunos momentos memorables, como cuando compara el tráfico rodado con el de las hormigas, o cuando reseña las estrategias urdidas por los diseñadores de Disneyworld para evitar el colapso de las colas en las atracciones y redirigir el "tráfico" de asistentes del modo más idóneo.

Cualquier situación que nos hayamos encontrado en nuestra vida al volante tiene su sitio aquí e intenta ser analizada teniendo en cuenta la siempre impredecible reacción del conductor, ya sea el atasco fantasma, las bicicletas, los carriles de aceleración, las intersecciones peligrosas, los aparcamientos en grandes superficies, las colisiones, las rotondas, el uso del móvil, la señalización, etc. Muchas de sus conclusiones no pueden dejar de ser obvias, pero estamos tan acostumbrados a nuestra forma de conducir que a veces no nos damos cuenta. Por ejemplo, al respecto de los accidentes Vanderbilt dice: "No solo tenemos una curiosidad morbosa por fisgonear, sino que también sentimos que no debemos perdernos lo que los demás han tenido ocasión de ver. El economista Thomas Shelling señala que cuando cada conductor aminora para mirar el lugar de un accidente durante diez segundos, no parece nada atroz porque ellos ya han esperado diez minutos. Pero esos diez minutos salieron de los diez segundos de todos los demás". Y ese es el gran acierto del autor, sentarse en al asiento del copiloto y escudriñar cómo nos transforma esa máquina rodante que es ya un apéndice más de nuestro organismo.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Vivir del cuento (del mismo de siempre)


El que eche de menos algo más de humor en la narrativa española actual disfrutará de lo lindo con este España, aparta de mí estos premios, de Fernando Iwasaki, quien, si bien es peruano, lleva asentado aquí tanto tiempo que podemos considerarlo ya parte integrante del sevillano barrio de Santa Cruz, desde donde dirige la Fundación Cristina Heeren de Arte Flamenco y coordina con mimo la revista literaria Renacimiento. Iwasaki vendría a cumplir, por tanto, en la realidad el papel que desempeñan los siete protagonistas de los otros tantos relatos que componen el presente volumen, a la sazón japoneses residentes en España amparados en un largo anonimato del que emergen con ínfulas de estrella mediática por la precipitación de los acontecimientos.

Como buen conocedor de los entresijos de los premios literarios, Iwasaki ha confeccionado una especia de ruta, pensada especialmente para concursantes latinoamericanos que quieran triunfar en nuestro país, compuesta por siete piezas ajustadas al perfil propuesto por otros tantos certámenes de lo más variopinto: desde el dedicado a la promoción del langostino de Sanlúcar hasta la celebración del centenario del Sevilla F.C., pasando por la defensa del patrimonio histórico, caso del que toma como partida la Cueva de la Pileta de Benaoján. La idea del autor es demostrar que, sin modificar la estructura de base, un mismo relato se puede adaptar a todo tipo de concursos. Y para que no quepan dudas y el círculo (y el juego) queden completos, Iwasaki incluye las supuestas bases y fallo del premio, citando incluso los nombres de los integrantes de cada uno de los jurados, elección muy atinada por cierto.

El resultado es que el autor de Un milagro informal o Ajuar funerario oficia un desternillante juego que se diría sobrepasa lo metaliterario para convertirse en un circo de múltiples pistas que persiguen el mismo objetivo: la ocurrencia llevada a la máxima potencia, esa buena ración de risas que siempre nos alegra el día.

martes, 15 de diciembre de 2009

Vagabundo en América


Los seguidores de Jack London estamos de enhorabuena. A la reciente reedición de algunas de sus obras más conocidas en la colección Biblioteca de Autor de Alianza, y a la publicación de la inédita y póstuma Jerry de las islas en Ediciones del Viento, se suma ahora la aparición de El camino, publicada originalmente en 1907 y que permanecía inédita en castellano a pesar de ser una de las obras emblemáticas del autor de San Francisco. En ella London daba cuenta, con el típico vigor que caracterizaba a sus narraciones, de su experiencia como vagabundo a lo largo y ancho de Estados Unidos, ya sea formando parte del ejército de Kelly, un grupo de unos 2.000 hombres sin trabajo que acudían a Washington para manifestarse por su situación, mendigando por las calles o subiéndose a trenes en marcha para salvar las grandes distancias.

Mucho antes que Kerouak, Hemingway, y otros grandes trotaheridos, London escribió sus experiencias como si le fuera la vida en ello, porque en él escribir y vivir iban siempre de la mano. Cómo él mismo dice en un momento del libro: "Comencé a hacer el camino porque no podía alejarme de él; porque no llevaba el coste del billete del tren en los tejanos; porque quiso la vida que no fuera capaz de trabajar eternamente en el mismo turno; bueno... porque me resultó más fácil hacerlo que no hacerlo". Con el espíritu aventurero como única bandera, London nos cuenta el drama diario de ser un sin techo en una época especialmente hostil, y asistimos a sus frecuentes estancias en prisión, a sus elaboradas historias para conseguir algo de comida, a su enfrentamiento con la muerte y la humillación en situaciones límite. Leer a London implica, no obstante, hacerlo también entre líneas, pues algunos de los temas más candentes aparecen sin poder evitarlo, ya sea la denuncia de los abusos del capitalismo, la reivindicación de los derechos de la mujer o la exaltación de los valores individuales.

El camino es además la obra escogida por la editorial Buck para iniciar su andadura. No podía ser menos en una empresa que nace con el nombre del famoso perro lobo protagonista de La llamada de la selva. Con la intención de publicar obras inéditas o poco conocidas de la literatura norteamericana de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, merece también la pena acercarse a los dos títulos aparecidos de la reportera Nellie Bly, 10 días en un manicomio y La vuelta al mundo en 72 días.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Un barniz distinto


Reconozco que cuando me enfrento a una cartelera trufada de títulos tipo "Novio a la fuga", "Los amigos de la novia", "Esposa por sorpresa" o "Juntos para siempre", los prejuicios me asaltan sin poder evitarlo. Por lo general es necesario toparme con una buena crítica o una recomendación de algún amigo fiable para pasar al interior de la sala. Algo de eso me sucedió con la comedia romántica 500 días juntos, que tampoco es ninguna maravilla, pero cuya estructura y planteamiento le infunden cierta originalidad en un género que ya peca incluso de utilizar los mismos actores para películas que parecen intercambiables.

El contenido a priori es el de siempre: chico encuentra chica, la conquista, rompen... Pero el envoltorio es diferente, ya que, como rezan los 500 días del título, el guión salta azarosamente de uno a otro para presentar los diferentes estados que puede atravesar una relación amorosa: las bromas que en un principio hacen gracia y luego llegan a exasperar, la primera visión, el goce carnal, los misterios insondables del otro, las amistades, etc. En esta novedosa propuesta de continuos flashbacks, hay lugar para homenajear al cine musical o introducir una memorable secuencia que propone el universo paralelo que se urde en la mente del protagonista y se muestra al mismo tiempo que la cruda realidad.

El artífice de la original puesta en escena, Marc Webb, no puede soslayar los inevitables lugares comunes, pero les imprime un aire fresco y renovador que eleva su film por encima de la media. Si a ello añadimos la presencia fundamental de The Smiths en el desarrollo de la relación, uno no puede más que estar especialmente receptivo a la pantalla.

martes, 1 de diciembre de 2009

Yo fui un hombre lobo adolescente

“Durante años he guardado silencio, casi como el de los corderos, soportando envidias, desprecios, descalificaciones y hasta las burlas más zafias (en mi país, naturalmente). A esto debo unir los que en su ignorancia y soberbia han falseado la historia de nuestro cine, borrándome del mapa como si jamás hubiera existido. Sin embargo, no podrán borrarme nunca jamás; y la razón es sencilla. Existen otros países como Estados Unidos, Alemania, Bélgica, Francia, Canadá, Japón, etc., donde mi obra es justamente valorada. En sus enciclopedias, revistas y filmotecas, y hasta en sus fanzines, siempre me colocarán en el friso de los mitos. Como bien dijo Jorge Grau en el malhadado Sitges: cuando yo desaparezca, será casi imposible sustituirme (...) Ya se sabe, las criaturas de las tinieblas no mueren jamás”. Así de contundente acaba su autobiografía Jacinto Molina, más conocido por los personajes que interpretó en el cine –Gilles de Rais, Waldemar Daninsky o Drácula– y, sobre todo, por un alias, Paul Naschy, tan precipitado como efectivo, tan azaroso como fulminante distintivo para toda una vida.
Al parecer, el bueno de Jacinto se enfrentaba a uno de sus mayores retos profesionales: interpretar al hombre lobo en una coproducción hispanoalemana que había escrito él mismo nada menos que en las Filipinas. Tras un rodaje en el que había pasado casi de todo –desde cambiar la nacionalidad del licántropo de asturiana a polaca, verse embarcado como actor a falta de otro más apropiado, darse un terrible chocazo con un portón o dar el pego simulando los incisivos con trozos de patata– y cuando la película estaba a punto de ser distribuida, el productor le llamó asegurándole –no le faltaban luces al muchacho– que el nombre de Jacinto Molina no vendería en el extranjero. Disponía de media hora para buscar un seudónimo atractivo, ya que las copias debían estar listas esa misma mañana. A Jacinto sólo se le ocurrió hojear el periódico, encontrándose de bruces con el nombre del Papa Paulo VI. Ya tenía el principio. Acto seguido, rememoró su pasado en la lona y se acordó del campeón de los pesos gallos Imre Nagy. Sólo tuvo que unirlos, imprimirles un leve toque germánico y ya estaba acuñado el nombre que absorbería toda su personalidad y en el que se integrarían las constantes vitales de uno de las figuras más desconcertantes que ha dado la historia de nuestro cine.
Para conocer los entresijos de una vida tan disparatada como coherente, sólo hay que acercarse a Memorias de un hombre lobo, el alucinado y fascinante exorcismo al que se entregó Naschy tras más de cuarenta años consagrado a una pasión cinéfila que le devoraba. Aunque en realidad, quien quiera conocer a fondo a Jacinto Molina deberá hacerse con el tocho de más de quinientas páginas que publicó originalmente en Francia, y del que el anterior es una esforzada síntesis. No era para menos. Con una existencia tan agitada como la de Paul Naschy –todo lo contrario a la vida gris y rutinaria que enarbolan algunos escritores como marca de fábrica– se podría escribir una enciclopedia entera.
A Paul Naschy sólo le faltó nacer en junio para completar la triada diabólica, pues vino a este mundo un seis de septiembre a las seis de la madrugada en un Madrid tormentoso predispuesto a las brujas y los aquelarres. El destino siniestro de Jacinto –sólo a unos padres inocentes y bondadosos se les podía haber ocurrido un nombre tan florido– parecía, por tanto, estar escrito desde el principio de los tiempos. El ambiente tétrico de un Madrid convulsionado por la guerra civil, sufrir en el propio hogar la persecución del padre por el franquismo, y el revelador encuentro con el goticismo de la Catedral de Burgos marcaron bien pronto un temperamento entregado ya a tan corta edad a la fantasía y lo sobrenatural. ¿Quién le iba a decir entonces a Jacinto que su futuro tendría mucho que ver con el de Hitler? Pues sí. Al parecer, el dictador alemán había sufrido varias veces en su vida ataques de licantropía; cuando se enteró, Jacinto no pudo reprimir un gesto de desconcierto.
En aquellos tiernos años, cuando sus compañeros jugaban a la pelota o le disparaban con tirachinas a los pájaros, Jacinto devoraba la Espasa y se quedaba absorto con los cuentos y cómics que leía con fruición en un desván que imagino sacado de una película de Tim Burton. Una influencia decisiva en la macabra formación de Jacinto la ejerció su tío que, entre otras veleidades, se permitía pasear al niño por los cementerios madrileños como si de los Campos Elíseos se tratara. Otras visitas causaron también un notable impacto en una mente embrujada ya por el lado oscuro de la vida, como la del Museo del Prado, donde Jacinto se quedaba horas mirando los lienzos de Goya, El Bosco o Gutiérrez Solana, o las realizadas a lugares tan pintorescos como el campo de las Calaveras o el monte de las Culebras, finca paterna en la que Jacinto tuvo su primer cara a cara con un lobo. Esas cosas no se olvidan, como tampoco las palabras que le dijo Wenceslao Fernández Flórez, una de las importantes personalidades que se movían en el círculo de su tío: “Chaval, estudia mucho en el colegio, pero sobre todo lee. La auténtica cultura sólo se consigue leyendo”.
Sin embargo, la verdadera revelación de su vida la sintió Jacinto asistiendo con recogida emoción a las sesiones del cine de su barrio. Ante sus ojos atónitos fueron desfilando en tropel los fotogramas de Los tambores de Fu-Manchú, El misterioso Dr. Satán, Las aventuras del Capitán Maravillas o Frankenstein y el Hombre Lobo, todo un festival regocijante de monstruos, héroes de tercera fila y doctores perturbados recluido en los estrechos márgenes presupuestarios de la serie B más infame y anoréxica. Jacinto ya sabía lo que quería ser de mayor, pero pronto comprendió que lo iba a tener muy difícil para hacer realidad sus sueños. En el colegio religioso en el que recibía clases, dominado por unos curas siniestros capaces de las mayores atrocidades para hacer respetar su estricto reglamento, a Jacinto le preguntaron por su proyecto de futuro. Cuando el ilusionado chaval respondió con candidez que quería ser director de cine, sus compañeros le miraron como si estuvieran ante un ser de otro mundo, y al profesor se le agrió un rostro que amenazaba con lanzar esputos contra Satanás y los siete pecados capitales. Empequeñecido ante las circunstancias, Jacinto se vio obligado a rectificar a tiempo y balbucir un convencional “ingeniero agrónomo” que sonó como los ángeles en los oídos de todos los presentes. Aquel fue el primer aviso de la lucha sin cuartel que tendría que entablar contra todas las adversidades que trataran de hacerle desistir de sus sacrílegos propósitos.
Pero como el cine no lo es todo en la vida –aunque a algunos ya nos gustaría–, Jacinto también comenzó en aquellos años sus primeros escarceos sexuales, espiando a la criada en el baño como un vulgar voyeur o asistiendo anonadado al extraño rito sexual de dos hermanas con inclinaciones lésbicas. Posiblemente el futuro Paul Naschy se inspiraría en alguno de estos episodios a la hora de rodar sus perversiones posteriores. También por aquella época a Jacinto lo teníamos corriéndose juergas con Jarabo, un curioso personaje que también daría para una novela, y que terminó siendo arrestado y ajusticiado por varios asesinatos y profanación de cadáveres. Jacinto recuerda en sus memorias el error de principiante en que cayó una mente tan compleja y calculadora: llevar a la tintorería el traje ensangrentado por los brutales crímenes cometidos. A veces la realidad puede llegar a superar a la ficción. Como lo demuestra también el irónico revés vital del sargento que se las hizo pasar canutas a Jacinto en la mili, que acabó siendo figurante en una de sus películas. Los ambientes peligrosos y un tanto marginales serían desde entonces una constante en la atropellada vida del futuro cineasta.
Mientras en su cabeza se fraguaban infinidad de proyectos a cual más delirante, un Jacinto ya veinteañero se introdujo en el mundo del culturismo, coincidiendo en el gimnasio con el político Manuel Fraga y diversos fenómenos circenses, una combinación explosiva que no desmerecería de las piruetas argumentales de sus futuras películas. Jacinto tenía por entonces como ídolo a Steve Reeves, el héroe del peplum acartonado que vivía entonces su momento de gloria en las pantallas. Dicho y hecho, Jacinto se propuso estar a su altura y en 1958 fue proclamado campeón de España de pesos ligeros en halterofilia. Se demostraba así que, poniéndole empeño, Jacinto era capaz de lograr cualquier reto que se plantease. En los muchos años de peregrinación por esos mundos de músculos y proezas atléticas, se haría amigo de un entonces desconocido Miguel de la Cuadra Salcedo, que de lanzar jabalina pasaría a lanzarse como un kamikaze por territorios vírgenes y aventuras patrocinadas por el ente público.
Con la brújula todavía algo despistada, Jacinto se enamoró de una escritora e inició su faceta de literato, produciendo a destajo novelas de baja estofa ambientadas en el viejo oeste. Los títulos no podían ser más reveladores: La muerte te acompaña, Yo sé que ganarás, Dale la mano al diablo... Para colmo de males, la que Jacinto consideraba su obra maestra fue rechazada por la editorial por exceso de sexo y violencia. Quizá para evitar la mirada reprobatoria de sus padres, o porque los cuatro gatos que compraban aquellas novelas se hubieran reducido a uno, Jacinto renunció por primera vez a su nombre y optó por un seudónimo que resultara convincente para la clientela: Jack Mills.
Mientras escribía, también tenía tiempo de incorporarse como extra en los rodajes que le caían cerca. Así, se daba la curiosa circunstancia de que durante el día se disfrazaba de esclavo egipcio, soldado romano y guardia de Herodes –tres en uno, ¿quién da más?– para Rey de reyes, y por la noche era un guerrero mongol en El príncipe encadenado. Además de cubrir sus necesidades alimenticias, estos trabajos le sirvieron para tomar contacto con una profesión que ya intuía más cercana. Pero la realidad de la posguerra era todavía demasiado cruda como para pensar en sueños de grandeza. Sintiendo de cerca el aliento de la miseria, Jacinto se vio obligado a transigir con trabajos tan variopintos como el de diseñador en una empresa de frío industrial, pintor de cuadros por encargo, luchador de lucha libre o embellecedor de tulipas. Desde su precaria situación y recordando las penurias familiares de una infancia difícil, no es extraño que a Jacinto se le vinieran a la cabeza pensamientos asesinos cuando vio desfilar bajo su casa a Franco y a Eisenhower.
Pero como la desgracia siempre puede ser más cruel, Jacinto aún viviría la muerte trágica de su novia en accidente de tráfico y el fallecimiento del tío cuya experiencia fuera tan decisiva para él. Zarandeado por la vida, trataría de ahogar sus penas alternando con prostitutas en el promiscuo ambiente universitario zaragozano, adonde había ido a parar con el fin de estudiar Ciencias Exactas, una elección un tanto desconcertante para un apasionado de los inciertos parámetros del otro mundo. En cualquier caso, su estancia allí le serviría para recibir el impacto de la sala de cadáveres de la facultad de Medicina, una visión inolvidable que acrecentaría sus ganas de coquetear con el más allá. Vuelto a Madrid, Jacinto decidió revolcarse ya sin remisión en el mundo del cine, aunque ello significara embarrarse hasta las cejas en tareas poco gratas para un aspirante a comerse el mundo. De este modo, y mientras se pegaba en el cine un empacho de películas de terror para ponerse al día y tomar nota, trabajaba en películas del montón como La furia de Johnny Kid, donde hizo las veces de decorador, jefe de vestuario y, ahí es nada, proveedor de armamento. Entre sus diversas peripecias a uno y otro lado de la cámara, tendría un valor especial su encuentro con Boris Karloff, una de las leyendas del cine terrorífico y uno de sus ídolos, en una serie televisiva americana de título olvidable.
Sintiéndose ya bien curtido en el oficio, Jacinto Molina decidió mover el estrafalario guión que había escrito sobre un hombre lobo typical spanish. Para describir las vicisitudes que hubo de atravesar, lo mejor es acudir a sus propias palabras, teñidas de rabia y resentimiento: “Empezó mi peregrinaje con el libro bajo el brazo. Las negativas de los sabios productores iban desde la tajante a la chistosa. Se comentaba, con verdadero cachondeo, que por ahí andaba un forzudo medio majara que quería hacer una película con vampiros y hasta con un hombre lobo, cuando todo el mundo sabía que ese tipo de cine sólo podían hacerlo los norteamericanos o los ingleses. En la cinematografía de aquellos años lo que funcionaba eran las comedias sobre los Rodríguez, las chicas yé-yé y, sobre todo, los mariquitas, y si por medio se metía algún tartaja, miel sobre hojuelas”. La radiografía que hace Naschy del canceroso cine español de la época no tiene desperdicio, como tampoco la incisión en su orgullo herido, que se asemeja un poco a la desmesurada fe que ponía Ed Wood en cada uno de sus disparatados proyectos. Gracias a la extrema bondad de una productora alemana, Naschy –que, bajo las capas de maquillaje peludo, mandaría a la tumba para siempre a Jacinto, reservándole únicamente la gloria de escribir los guiones o firmar la dirección, como si se tratara de otra persona– les pudo espetar en su propia cara a los que no confiaron en él aquello de “ríe mejor quien ríe el último”. Con La marca del hombre lobo no sólo debutaba en las pantallas Waldemar Daninsky –ese licántropo polaco a su pesar y por circunstancias del oficio–, sino que se abría la veda al fantástico español, casi inexistente hasta entonces y llamado a profanar el dulce y acartonado sueño en que andaba sumido el cine patrio, donde Ozores y otros malandrines llevaban las riendas, aunque ya comenzaran a hacerse oír las voces rebeldes de Carlos Saura, Elías Querejeta o Gonzalo Suárez.
Paul Naschy se convirtió a partir de este título en un signo diferencial de nuestra industria, en el quiste incómodo de un organismo acostumbrado a sufrir sin quejarse. Si había conseguido lo que parecía una hazaña imposible, ya sería capaz de sacar adelante cualquier idea que se le pusiera a tiro de cámara. En Los monstruos del terror, por ejemplo, quiso rendir en una misma cinta un homenaje a todos sus ídolos, utilizando un argumento que parece sacado de un chiste de Arévalo: un alienígena procedente del planeta Ummo trata de hacerse con el planeta Azul merced a los miedos atávicos que provocan en sus habitantes los monstruos clásicos, a saber, Frankenstein, Drácula, la momia, el Golem y, por supuesto, el hombre lobo. Aunque algunos duden de la veracidad de este dato, lo cierto es que un desahuciado Robert Taylor llamó a Naschy interesado en encarnar al protagonista.
Lo que pudo ser una de las anécdotas más sabrosas del rodaje se quedó en nada comparada con la que tuvo lugar en un caserón fantasmagórico, propicio a los sustos y a los infartos de miocardio. Allí una de las actrices invitó a Naschy a una extraña ceremonia satánica que acabó convirtiéndose en una macabra orgía de sangre y locura donde, entre otras lindezas dignas de mención, el bueno de Jacinto –¿para qué me metería yo en estos berenjenales?, pensaría– fue obligado a confesar sus pecados ante un sacerdote. Ésta sería una de las primeras experiencias traumáticas que Naschy sufriría en sus carnes en el transcurso de una serie de rodajes tocados por un hado fatalista que brotaba, quizá, del mismo corazón de unas historias escritas para no dormir.
Al mismo tiempo que la fortuna comenzaba a sonreírle en lo profesional, en el plano personal Naschy contrajo nupcias con Elvira Primavera, un nombre que parecía venirle como anillo al dedo al particular universo del cineasta. Para dejar claro que en el incombustible y retorcido cerebro de este pintoresco personaje se hacía imposible disociar la realidad de la ficción, una imagen vale más que mil palabras. Para conquistar a la chica de sus sueños, la que sería su compañera para siempre, a Naschy no se le ocurrió cita más romántica que llevarla a ver Las novias de Drácula; algo que se puede interpretar como una suerte de aviso para Elvira, para que fuera consciente de a quién le estaba entregando su corazoncito. Por si aún le quedaban dudas tras la boda, Naschy se superó a sí mismo invitándola a un pase de La máscara del demonio, sólo apta para amantes de las emociones fuertes y los sustos de órdago. Se comprobaba así que el amor puede superar todas las barreras, como esas 30.000 pesetas que el actor tenía en el banco en el momento de casarse, un buen indicio, por otra parte, de que los ingresos reportados por las tropelías del hombre lobo no fueron precisamente para tirar cohetes.
Pese a ello, Naschy no quiso cejar en su empeño de hacer de su licántropo un nuevo mito del celuloide, y recurrió nuevamente a los colmillos y la sangre de jovencitas de buen ver para reavivar una cuenta corriente que tocaba fondo. En La furia del hombre lobo tampoco faltaron los problemas. El director previsto fue sustituido con el rodaje en marcha, lo que hizo posible que apareciera en escena uno de los más dignos representantes de la cacharrería del cine español, José María Zabalza, llamado por el propio Naschy el “Ed Wood hispano”, lo que ya es mucho decir. En esa galería de horrores y adefesios varios del cine patrio que algún día alguien deberá dar a la imprenta, Zabalza tendría un lugar de honor. Se dice que cuando no estaba borracho –algo que era raro de ver– dirigía westerns imposibles en cuyos salones se veían anuncios de horchatas y donde el inigualable Jesús Puente ofrecía la versión hispana de Al Capone. Como ven, todo un aliciente para que alguna distribuidora se decida a editar en vídeo sus mejores trabajos. En lo que le tocaba, Naschy tuvo que soportar que un chaval de catorce años –Zabalza ya no estaba para esfuerzos mentales– retocara su guión, que al repescar planos de La marca del hombre lobo y montarlas con las tomas nuevas el actor apareciera con distintas camisas en la misma escena, y, por fin, que el posible distribuidor se apeara del proyecto cuando vio a Zabalza orinando en la acera con absoluta desinhibición.
Por fortuna, Naschy se desquitó pronto de tan amarga experiencia logrando uno de sus títulos más recordados, La noche de Walpurgis, y, de paso, encontrándose con uno de los directores que mejor supo leer su retorcida mente: el ruso-argentino Leon Klimovsky. El sorprendente éxito internacional del film, además de sanear la economía del actor, significó el revival del cine fantástico en todo el mundo, algo que, sin embargo, en España –donde se consideraba y se sigue considerando a Naschy como un bicho raro– se negaban a aceptar. En el anecdotario de rodaje, rico como todos aquellos donde Naschy tuviera algo que ver, merece resaltarse el atrevimiento del actor en pro de la causa cinematográfica. Para darle mayor realismo a una escena, decidió tenderse sin cortarse un pelo sobre la plancha de la sala de autopsias de un cementerio, justo en el mismo sitio donde minutos antes reposaba el cadáver de un accidentado. Pero ahí no acabaría la cosa. Paseando disfrazado de licántropo en un descanso, Naschy no se percató de que había una anciana colocando flores en una lápida. Ya se pueden imaginar el susto de la señora, que –faltaría más– le puso un pleito a la productora.
Hablando de productores, si bien Naschy no gozaba de muy buena prensa en la industria cinematográfica de nuestro país, algunos intelectuales y personalidades de fuste cultural confiaron en su alucinado talento financiándole sus descabellados proyectos. Uno de ellos fue el periodista Manuel Leguineche, que esquilmó con gusto su cartera para dar vía libre a El gran amor del conde Drácula y El jorobado de la Morgue, película ésta, por cierto, en la que Naschy volvió a dar buena muestra de su visceral entusiasmo en el plató, al hacer que un instituto sanitario capturara ratas hambrientas con el fin de darle mayor realismo a una escena. Anécdotas aparte, Naschy comprobaría también cómo sus atrevidos coqueteos con lo sobrenatural y el más allá podían tener insólitas consecuencias en su vida. Tras el estreno de La rebelión de las muertas, se plantó un buen día en su casa un curioso personaje vestido con una túnica para transmitirle el mensaje de que él era el elegido para ser el guía de su secta esotérica. “Esto me pasa por jugar con los muertos”, debió pensar el actor.
Otras veces, las situaciones delirantes –que podían dar lugar con facilidad a otras tantas películas de corte surrealista– provenían del propio cutrerío de la producción. Sucedió, por ejemplo, en el rodaje de El espanto surge de la tumba, una de las cintas pioneras del gore hispano escrita por Naschy, haciendo gala de su proverbial rapidez, en tan sólo día y medio. El equipo se había instalado en Roble Gordo, lugar llamado así por ser escenario de la acampada del conde Fernán González en una histórica batalla e incluido, por tal motivo, en el Patrimonio Nacional. Ello no fue obstáculo para que, en un descuido, alguien se dejara una antorcha encendida y, a la mañana siguiente, del centenario roble no quedaran ni las cenizas. Al parecer, Naschy escapó mejor de este desaguisado –ya se sabe que en materia patrimonial la indulgencia de los munícipes es ostensible–, cosa que no pudo decir el guarda forestal, cesado en sus funciones.
En ocasiones, y como ya vimos en el caso de Zabalza, la fuerza negativa del plató la irradiaba el director. Parecía un requisito indispensable tener un currículum delictivo o, cuando menos, un pasado turbulento para acceder al máximo cargo en películas de estas características. Lo cierto es que el rodaje de Todos los gritos del silencio –nada que ver con el film al que puso música Mike Olfield; ya querría Naschy poder permitirse esos lujos...– se tuvo que interrumpir por obra y gracia de su realizador, Ramón Barco, detenido por corrupción de menores. Años después, Naschy leyó en un periódico que su cadáver había aparecido totalmente descompuesto en el metro de Nueva York.
Tal como estaban las cosas, no es extraño que el actor, harto de tanto mequetrefe que se hacía llamar director, decidiera tomar el mando y asumir el control absoluto de sus películas. Antes de que eso sucediera, tuvo tiempo de sentar varios precedentes en la casposa y subdesarrollada industria nacional, la del landismo y la de Paco Martínez Soria travestido –por cierto, ¿nadie se ha percatado de su enorme parecido en esa película con E.T., cuando una jovencita Drew Barrymore viste al simpático extraterrestre de señora?–, implicándose en Disco rojo, cinta pionera sobre el tráfico de drogas en nuestro país, en El mariscal del infierno, primera película del género de espada y brujería, y en Exorcismo, cuyo guión asegura haber escrito tres años antes que el de la famosa película americana. Previamente a su debut como director en Inquisición, Naschy también pudo presumir de haber vivido el primer desnudo de Aurora Bautista en Los pasajeros, de compartir cartel con Carmen Sevilla en la impagable Muerte de un quinqui, y de pasarlas canutas cuando el excéntrico dueño del castillo donde se rodaba El mariscal del infierno le retó a un duelo de espadas e hizo salir a un león al salón.
En su primera incursión tras las cámaras tampoco faltaron las sorpresas, ya que un buen día apareció en el rodaje un productor con cuatro matones con la intención de llevarse por la fuerza a Juan Luis Galiardo, actor al que pretendían convencer para trabajar con ellos de un modo poco ortodoxo. Si hasta entonces Naschy se había hecho notar por lo arriesgado y vanguardista de sus empresas profesionales, la cosa se agudizaría cuando el final de la dictadura dio carta blanca a unos excesos que lindaban con lo prohibido y lo malsano. De este modo, no tuvo reparos en interpretar Comando Txiquia (Muerte de un presidente), meses después del asesinato de Carrero Blanco y, sobre todo, El francotirador, en la que daba vida a un relojero vasco que, tras perder a su hija en un atentado terrorista, decidía tomarse la justicia por su mano y asesinar a Franco con su fusil de 9 mm. Las llamadas de fachas amenazando con hacerle picadillo se sucedían a diario en la casa del actor, que se vio obligado a mandar a su familia a Argel para evitar riesgos. Tampoco le faltaron agallas a Naschy para abordar en El transexual un tema entonces tabú que le situaba en la primera línea de un cine comprometido con la realidad más flagrante. Este acercamiento llegó a su máxima cota con El huerto del francés, donde entró a saco en la España negra mediante la historia del célebre asesino de Peñaflor, capaz de plantar en su jardín los cadáveres de las víctimas que iba liquidando en una espiral psicópata digna de Seven o cualquier otro thriller a los que nos tienen tan acostumbrados los americanos.
Por aquel entonces, Naschy podía presumir no sólo de tener su camisa ensangrentada en las vitrinas del museo fantástico de Forrest J. Ackerman, sino de haber gozado en la ficción de algunos de los cuerpos más turgentes de la España de la transición y el destape gozoso, como los de Agatha Lys, Blanca Estrada, María José Cantudo o la mismísima Nadiuska, con quien protagonizó una de las cimas del cine kitsch de todos los tiempos: Tarzán en las minas del rey Salomón. Pero como era cabezón por naturaleza y nunca tenía bastante, decidió reengancharse al mundo del culturismo, aunque la edad ya no se lo aconsejara. Quizá como castigo a su atrevimiento, se partió el tríceps cuando trataba de levantar 155 kilos compitiendo en la modalidad de power lifting. Puede que marcado por esa contrariedad, a Naschy le cambiara el humor en aquella época, dando rienda suelta a su rabia contenida en fragmentos así de lapidarios: “La vida me había pegado ya muchos palos y la impresión que me daba la gente era bastante negativa. Para mí, la amistad había sido un lamentable chasco. Sabía lo que eran las traiciones y la falta de lealtad, y salvo en mi familia –mis padres, mi mujer y mis dos hijos–, no creía en demasiadas cosas pertenecientes a este cochino mundo”.
Pero pronto se le alegraría de nuevo la cara al recibir inesperadamente una oferta tentadora del país del sol naciente. Los japoneses, que ya por entonces estaban en todo gracias a su poderosa red de infiltrados a escala internacional, llevaban tiempo fijándose en las fantasías visuales de un individuo llamado Paul Naschy, al que creían inmigrante centroeuropeo en tierra española. En Japón, Naschy fue tratado como una especie de ídolo musical, disfrutando de una limusina a su entera disposición. Tratando de no parecerle un paleto a los orientales, recuerda su temor a descalzarse por si aparecían rotos en sus calcetines. Durante su estancia en la tierra de los ojos rasgados, Naschy, siempre predispuesto al conocimiento de nuevas culturas y ambientes marginales, entabló contacto con samurais, con kamikazes y hasta con la mafia japonesa, los temibles yakuza. ¿Cómo no podía compensar a estos entrañables personajes con su talento? Dicho y hecho. Entre otros menesteres, rodó para ellos Amor blanco –un romance entre dos japoneses en España, con escena de sanfermines incluida–, un documental de nueve horas sobre el Museo del Prado, otro sobre El Escorial y un tercero sobre las cuevas de Altamira, donde se dio el gustazo de interpretar al arqueólogo que hacía el hallazgo. También intervino en la que sería la primera coproducción hispano-japonesa de la historia, El carnaval de las bestias, con el entrañable tema del canibalismo como puente de acercamiento entre culturas tan distintas.
Dentro del curioso periplo oriental de Naschy, también tuvieron su importancia los seriales televisivos, en uno de los cuales y, dando vena a su innata capacidad camaleónica, llegó a interpretar a un samurai. Interviniendo en una de estas series, Naschy evoca en sus memorias el accidente mortal de un miembro del equipo, donde pudo constatar la frialdad japonesa frente a la muerte, ya que se siguió rodando como si tal cosa y el hermano del fallecido, testigo impasible de la tragedia, le dijo algo que le dejó helado: “¿Qué más puede pedir mi hermano? Su final ha sido glorioso. La noche anterior hizo el amor con su novia y ha encontrado una muerte honorable. ¿Se puede pedir mayor felicidad?”. Quizá el broche de oro de su colaboración con Masurao Takeda –así se llamaba el japonés que aportó sus yenes a la causa Naschy– fuera La bestia y la espada mágica, un bizarro pastiche en el que su personaje de hombre lobo convivía en feliz armonía con cuentos de fantasmas y leyendas japonesas a cual más curiosa. Los rodajes semiorientales tampoco se libraron de episodios hilarantes. En el anterior film, por ejemplo, y al faltar un tigre necesario para unas escenas, se recurrió a traer de Holanda el felino de la serie Sandokán, no sin antes hacerle devorar la friolera de 25 pollos para evitar posibles bajas en el equipo de filmación.
Pero como Naschy no podía estar pendiente sólo de los caprichos de Takeda, siguió alternando sus encargos con el cine fantaterrorífico que le había hecho popular allende nuestras fronteras –pues en España no se comió un colín–, rodando cosas como Latidos de pánico en una casa que perteneció a Franco. Según cuenta su director, era todo un espectáculo ver la extraña mezcla que hacían los documentos y recuerdos del caudillo con las bragas rojas de la actriz Lola Gaos, una comunista acérrima a la que no le dolieron prendas a la hora de revolcarse sobre los restos personales de Paquito. Con una imagen tan aterradora comienza una de las etapas más flojas en la trayectoria de Naschy y, a la postre, un largo calvario que marcaría el declinar de su absoluto reinado en el cine fantástico español. Disfrazar a José Luis López Vázquez de Supermán era todo un síntoma de que las cosas ya no carburaban con la misma frescura en el cerebro del maestro. Para colmo de males, en el rodaje de Mi amigo el vagabundo estuvo a punto de perder la vista al dispararse accidentalmente una pistola y caerle pólvora en los ojos. Quizá porque ya presentía los funestos tiempos que venían para su cine, Naschy colocó como protagonista a su hijo Sergio, siguiendo el deseo subconsciente de que alguien continuara sus trémulos pasos. El propio actor y director pareció intuir su futuro mientras rodaba en Egipto El último kamikaze, donde una infinidad de problemas en la producción le llevaron a pensar que sobre él había caído la maldición de los faraones.
Efectivamente, Naschy demostró que aún podía caer más bajo parodiándose a sí mismo en Buenas noches, señor monstruo, una película cuyo infame argumento narraba “las vicisitudes que pasaban unos jubilados monstruos clásicos al enfrentarse a un grupito de estomagantes niños cantores (Regaliz)”. El destino hacía cumplir así una doble ironía: si por un lado Naschy emulaba a sus ídolos Lugosi y Karloff, éstos entregados a las payasadas de Abbot y Costello, por otro debía sufrir viendo cómo su entrada en los films de presupuesto decente tenía muy poco de gloriosa. La película de marras sería, con el tiempo, uno de los mayores despropósitos en la filmografía de Antonio Mercero -me imagino que no habrá contado para el Goya de honor que le van a dar el año que viene-, al igual que Operación mantis, una bochornosa parodia de las cintas de James Bond, lo fue para el luego afamado guionista Joaquín Oristrell. A la ya maltrecha carrera de Naschy no le hizo ningún favor intervenir en ambas cintas, las cuales, por otra parte, demostraron que el cine español no estaba preparado todavía para la parodia y sí para hacer el ridículo más estrepitoso.
Ambos fracasos profesionales sumieron al actor en una depresión, acrecentada luego por la muerte de su padre y el derrumbe definitivo de su productora. Naschy parecía destinado a conocer el triste final de las otoñales estrellas de Hollywood o, cuando menos, el de algunos ídolos efímeros de la España más castiza –por ejemplo, su admirado Urtain, que acabó siendo portero de discoteca–. Encerrado a cal y canto en su casa en radical contraste con su vida hiperactiva, Naschy se vio obligado a pasar por una de las situaciones más dolorosas que le pueden caber a alguien que conoció la gloria: arrastrarse para pedirle trabajo a gente que apenas conocía o, simplemente, odiaba. Las reacciones siempre solían ser las mismas: “¡Oiga! ¿pero usted no es Paul Naschy? Pero hombre, no puedo creérmelo, un personaje tan famoso como usted pidiendo trabajo. Pero si tiene usted que estar forrado...”. Soportando humillación tras humillación, Naschy debía hacer verdaderos esfuerzos para no convertirse en hombre lobo y saltar a la yugular de aquellos que le miraban con sorna: “Para muchos hombres grises era la hora de la revancha. Podían humillar a alguien que había hecho algo diferente, a alguien que había pasado esa barrera que ellos, con sus cartapacios de ejecutivos, nunca conseguirían superar”.
Nuestro único monstruo asistía impotente a una época comandada por una industria que, o bien rechazaba abiertamente su cine como si nunca hubiera existido, o le tributaba homenajes condescendientes más cercanos al pitorreo que al respeto a una obra sin igual. Poco a poco, Naschy fue saliendo del pozo gracias a gente como Eduardo Fajardo o La Cuadrilla, que le invitaron a participar –gratuitamente, claro– en varios de sus cortos, y, animado por su regreso al cine, aunque fuera bastante discreto, llegó a idear un proyecto conjunto con Alaska, que no llegaría a prosperar para desgracia de los amantes del delirio psicotrópico. La que sí llegó a buen puerto fue la película El aullido del diablo, concebida por Naschy como una suerte de catarsis autobiográfica donde se desfogaba de las maldades sufridas en aquellos años oscuros. Para demostrar que aún no estaba acabado –aunque quizá se debiera más a la falta de presupuesto–, se atrevió a interpretar doce personajes distintos en una maratón actoral que le devolvió la confianza en sí mismo. De forma simultánea y, para olvidar la muerte de su amigo Masurao Takeda, volvió al gimnasio y, como no podía ser de otra forma tratándose de Naschy, coincidió esta vez con un grupo de matones que acudían allí entre encargo y encargo y le explicaban con pelos y señales sus últimas hazañas. El actor tuvo la oportunidad de comprobar que había recuperado la forma cuando unos navajeros le asaltaron en la calle y se llevaron sus caricias.
La carrera de Naschy transcurría, no obstante, entre platos de dudoso gusto –en Aquí huele a muerto hizo de blanco para las bufonadas de Martes y Trece– y proyectos más personales como el de La noche del ejecutor, versión cañí de El justiciero de la ciudad, donde Naschy hacía las veces de un Charles Bronson mudo –para lo que hablaba éste, tampoco merecía la pena escribir frases– y especializado en lanzar puñales contra todo Cristo. El agotador stress del rodaje –Naschy ya no estaba para tantos trotes– le hizo sufrir una cardiopatía de la que se libró por los pelos y que redujo su corpachón a los ridículos niveles de una practicante de gimnasia rítmica. A pesar de ello, lo que más le dolió a Naschy no fue el corazón, sino el ver, postrado en la cama, cómo del mundo del cine sólo acudieron dos personas a visitarle. Volvían a asomar su rostro las paradojas de la vida: pocos días después, recibió en su casa una llamada del mismísimo Spielberg buscando material suyo para completar su colección y citándole en su mansión de Los Angeles. Se desconoce si hubo alguna filtración de la noticia, pero lo cierto es que poco tiempo después el Círculo de Escritores Cinematográficos le nombraba presidente. ¿Una mera casualidad?
De cualquier forma, los premios y distinciones no podían hacer olvidar a Naschy que había llegado su canto del ci(s)ne. Cada vez era más difícil sacar adelante los proyectos que le ofrecían, aunque, bien mirado, si uno es capaz de imaginarse una película sobre la construcción de una catedral medieval interpretada por David Carradine y Torrebruno, quizá le sea más fácil entenderlo. Algunas revistas seguían mofándose de él y estaba más expuesto que nunca a los timos de los productores.
Atrincherado en un pasado de rompe y rasga, Jacinto Molina tuvo que contemplar con incredulidad cómo Chiquito de la Calzada y otros advenedizos se cachondeaban a gusto de un género, el cine de terror, que en España siempre ha sido menospreciado. Y es que este polifacético personaje pudo alardear de una biografía que ya querrían para sí Bigote Arrocet o El Gran Wyoming. Aunque, como todos los grandes que en el mundo han sido, la mayor virtud consiste en saber ser modesto: “Mi papel siempre ha sido como el de aquellos viejos lugareños que, ante el chisporroteante fuego del hogar, en las oscuras cocinas de las aldeas desgranaban cuentos de miedo mientras fuera ululaba el ventarrón”. Ya se sabe. Genio y figura. Descanse en paz.


Texto extraído de Sopa de cine (Signatura, Sevilla, 2000)

viernes, 27 de noviembre de 2009

Auster resucita


Una de las muchas ventajas de trabajar en una librería -como en algunos suplementos culturales o revistas- consiste en recibir por parte de la editorial un ejemplar -a veces, incluso las pruebas de imprenta no corregidas- de una novedad de fuste de su sello semanas antes de que se comercialice. Si bien es cierto que la opinión de las librerías pequeñas no tienen mucho peso en la posterior distribución y se limita a engr@sar la maquinaria de encuestas puesta en marcha por la casa, la valoración de nuestros pesos pesados de la industria cultural -léase, Casa del Libro, Fnac y El Corte Inglés- determina en buena medida el futuro de ese libro en cuestión, hasta el punto de influir en su tirada o en la sección que ocupará en los disputados pasillos de tan sacrosantos lugares de ¿esparcimiento? Sí, ya sé que puede resultar triste escuchar esto, pero para una editorial publicar 10.000 en lugar de 20.000 ejemplares puede resultar un ahorro importante y, quién sabe, si somos todavía capaces de ser utópicos en un universo copado por las cifras de ventas y los contratos mercenarios, quizá esa disminución del gasto previsto pueda servir para publicar aquel título de mayor calidad pero menor tirón comercial que nunca hubiera tenido su espacio en esta jungla de no mediar esta circunstancia.

No será éste el caso de Paul Auster, cuyas novelas tienen siempre un lugar preferente en los anaqueles de las librerías de nuestro país, sobre todo a raíz de la consecución del Príncipe de Asturias, que amplió su ya importante círculo de lectores a niveles más cercanos al bestseller que al autor de culto. Siempre he sido un seguidor ferviente del autor norteamericano. Me he leído todas sus novelas, sus poemas, sus escaramuzas autobiográficas, los libros sobre su obra -ese Dossier Paul Auster, de Gerard de Cortanze- y he visto las películas de su vertiente como guionista-director. Y siempre he sido de la opinión de que al autor al que veneras hay que exigirle mucho más que aquellos que sólo frecuentas de vez en cuando. No me preguntéis por qué, pero lo siento así. En el caso de Auster, tras la moderada decepción de Tombuctú, llegaron las espléndidas El libro de las ilusiones y La noche del oráculo y la menos conseguida Brooklyn Follies. Sin embargo, quizá sumido en el vértigo de tantos premios y actividad extraliteraria, Auster se miró en mala hora el ombligo para salir del paso con Viajes en el Scriptorium, donde ponía en escena a algunos de los personajes de su universo novelístico en una suerte de experimento fallido, sabedor de que, a estas alturas, su crédito y prestigio crítico no se podían agotar de una sola tirada. Un hombre en la oscuridad tampoco sobrevoló ese territorio mediocre del que el autor de La trilogía de Nueva York parecía no querer salir.

Para aquellos que ya se imaginaban a un Auster acomodado en su poltrona, viviendo de las rentas de su cotizadísima marca de fábrica, la esperanza vuelve con Invisible, que le resucita literariamente y vuelve a sacar lo mejor de sí mismo. El protagonista, Adam Walker, recuerda incluso al Marco Stanley Fogg de El Palacio de la Luna, un joven universitario con ínfulas de poeta cuya solitaria y un tanto desorientada existencia cambiará radicalmente al conocer a Rudolf Born, un misterioso personaje que le ofrece dirigir una revista literaria. Como en sus mejores tiempos, Auster idea una estructura narrativa original. Se sirve de un conocido, y luego reputado escritor y académico, para mostrarnos las fragmentarias memorias de aquél, así como las pesquisas que éste realiza para localizar a las personas más importantes de su vida. Asistimos así al martirio de Walker, consumido por un secreto terrible que condiciona su existencia y del que nunca podrá escapar. De su confuso periplo se vale Auster para poner sobre la mesa cuestiones esenciales y temas espinosos: de las relaciones paternofiliales al incesto, de la historia política contemporánea a la esclavitud, de la venganza a la decrepitud... Todo ello contado con un estilo que recupera su brío ayudado por la visión poética del protagonista. Hacía tiempo que Auster no nos regalaba esos párrafos rebosantes de metáforas y plasticidad, ni que nos envolvía con una trama que actúa a modo de tela de araña sobre el lector.

Si la editorial me pregunta, ya tengo mi respuesta, sincera y tajante: una joya.

martes, 24 de noviembre de 2009

Fantasmas hechos y deshechos


Uno siempre recuerda con cariño la lectura de aquellos libros que le dejaron un poso de fascinación y sorpresa, esa curiosa aleación que nos deja tan buen sabor de boca. Algo de esto me pasó con Solos, un libro de relatos de Care Santos publicado en Pre-Textos del que conservo la nítida imagen del asesino de John Lennon confesándose en su celda. Si aquel era un trabajado muestrario de personajes que rumiaban su soledad en los estrictos márgenes de las distancias cortas, Los que rugen es una galería de fantasmas -reales e interiores, valga la muy sucinta distinción- que nos acompañan en trece historias para certificar que Care es una de las autoras mejor dotadas del panorama nacional para componer un libro de relatos unitario, con sentido y compuesto de algunas piezas dignas de figurar en las mejores antologías del género, con permiso de Poe, Henry James, Lovecraft y tantos otros que cultivaron las presencias extrañas.

Care Santos tiene además la habilidad de ir dosificando su talento con intencionada maestría, ya que de los cuentos más humorísticos y anecdóticos como "Confesión" u "Orden alfabético" es capaz -y evoco de nuevo a James- de imprimir, lo que no es fácil hoy día, una vuelta de tuerca más a variantes tan sobadas como la del hombre invisible -"Más allá de esta oscuridad y este silencio"-, o de acercarnos, y de qué modo, a nuestros fantasmas más recónditos en "Amanecer con monstruos marinos" -emotivo recuerdo de la figura paterna- o "Marcar un gol", quizá el cuento que a uno le ha llegado más adentro.

Si uno se fija atentamente, en buena parte de los relatos la protagonista podría ser la misma, una madre joven con sus recuerdos personales, sus temores y su azarosa vida sentimental, una prolongación -fantasmagórica y ficticia, por supuesto- de una Care Santos que intuyo a veces no tiene reparos en dibujarse a sí misma y en dibujarnos, de paso, a nosotros: recuerdo, por ejemplo, las clases de gimnasia de "Defensa y ataque".

Podría extenderme más sobre las virtudes y ¿defectos? de este nuevo libro de Care, y van... ¿50 quizás? Los fantasmas del relato "Orden alfabético", nada menos que Philip Roth y Saul Bellow, tendrían, henchidos de envidia, sobrados motivos para asesinar a la autora de tan nutrida biblioteca personal. Yo no pienso llegar a tanto, entre otras cosas porque mi pacifismo militante me lo impide, así que me limitaré a sumarme con mi rúbrica más encendida al manifiesto expuesto por mi hermano Félix J. Palma hace unas semanas en Madrid, confiando en que muchos, escritores sin constancia ni tesón, os unáis a la causa. Ahí os lo dejo por si no lo conocéis aún:



domingo, 22 de noviembre de 2009

Esos ojos perfectos


A estas alturas, cuatro días después, todavía las imágenes me dan vueltas por la cabeza, y algunas frases, por supuesto, sobre todo aquella de "por favor, dígale al menos que me hable". Alguna vez escuché que sabes cuando una película -me imagino que esto puede ser aplicable a un disco, a un libro, a un museo...- te impacta realmente porque se te mete en el esófago, revolviéndote las vísceras y no puedes desprenderte de ella en las horas siguientes. No tenía una sensación parecida desde que vi La vida de los otros. De El secreto de sus ojos me habían dado buenas referencias, pero al igual que en otros casos unas expectativas tan altas te desmontan la ilusión y sales del cine pensando que no era para tanto, en casos como éste se quedan realmente cortas, anonadadas ante unas imágenes que se bastan por sí mismas para borrar cualquier prejuicio u opinión que llevaras preconcebida antes de sentarte en la butaca.

Juan José Campanella es un buen ejemplo de ambas situaciones, o incluso de las tres, si incluimos aquí aquellas películas de las que no te esperas nada y te sacuden hasta el último fotograma: hablo de El niño que gritó puta. Del primer grupo me quedo con El hijo de la novia -muy buena, pero algo cortita para lo que uno esperaba (con perdón para sus muchos defensores)-, y del segundo con esta magistral adaptación de la novela de Eduardo Sacheri.

El secreto de sus ojos es una película que lo tiene prácticamente todo para resultar irresistible: unos personajes que conectan con el espectador desde su primera aparición, unos diálogos rápidos y que prenden siempre en lo emotivo, una puesta en escena aparentemente sencilla que se vuelve turbia o arrebatada según lo exija la acción -magnífica la escena en el estadio de fútbol-, dos historias interconectadas y a cual más apasionante -la del amor soterrado entre los funcionarios del juzgado y la de la investigación del crimen-, y, por supuesto, el planteamiento de interrogantes morales sobre el funcionamiento de la justicia, la ley del Talión y el sufrimiento.

Tengo un amigo que tiene por sistema quedarse a ver todos los créditos de la cinta, algo que en algunos multicines de hoy a veces no te dejan hacer porque los pases van muy justos y los que limpian la sala necesitan tenerla despejada cuanto antes. Recuerdo que en mis tiempos de estudiante compartía con él esta práctica, pero en los últimos años me he dejado venir, quizá porque la mayoría de las películas no lo merecía, quizá por la prisa de coger el coche pronto para evitar atascos, no sé. El caso es que cuando terminó El secreto de sus ojos nos quedamos clavados en los asientos, presenciando en el más absoluto silencio esa otra película, ese segundo visionado de imágenes atropelladas que pasa por tu mente mientras lees dónde se rodó la cinta o a quíen hay que agradecerle tal o cual cosa. Por mi parte, todo mi agradecimiento va a Campanella y a los artífices de una auténtica obra maestra.

martes, 17 de noviembre de 2009

Con Félix J. Palma en Tetuán

Que la medina de Tetuán es inmensa y es sumamente fácil extraviarse nos quedó claro en nuestra reciente visita al país marroquí con motivo del ciclo "La costumbre de leer" que organiza la Fundación Caballero Bonald en el Centro Cultural Al-Andalus de Martil. De no ser por el buen hacer y la experiencia de Josefa Parra y Antonio Reyes mi hermano Félix J. Palma, la periodista Marianela Nieto -encargada de presentarle- y un servidor seguro que aún seguiríamos por allí tratando de orientarnos por las casi inescrutables marcas del suelo.

Ante unos parroquianos muy interesados y habilidosos en sus preguntas, Félix habló de su concepción del relato como género y de su trayectoria literaria, avanzando que El mapa del tiempo está a punto de aparecer en bolsillo en la colección Alianza 20/13, y que antes de navidades, muy posiblemente se edite ya en portugués. Os dejo una foto de este emotivo acto.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Irónico Mendoza


Después de leer Tres vidas de santos, me ha quedado claro que prefiero el Mendoza irónico, el mordaz, el que no se deja llevar por la locura y el desbarajuste de sus personajes -como en La aventura del tocador de señoras-. Los tres relatos largos incluidos en su último libro, si bien no suscitan la carcajada estentórea de La asombrosa aventura de Pomponio Flato, sí mantienen en el lector -en este lector, por lo menos- la sonrisa perenne del que disfruta con la habilidad del autor para construir casi de la nada situaciones esperpénticas o cuando menos curiosas. Ya sea en el agudo retrato del mundo eclesiástico en "La ballena", ya en la hilarante entrega de los Premios Nobel de "El final de Dubslav", ya en el inteligente "El malentendido", una acendrada ironía sobre los valores del mercado literario, partiendo de la insólita relación entre un recluso y la profesora de un taller literario. Si en el primer relato se impone la crítica humorística a la iglesia en el personaje del atolondrado obispo, en el segundo prima la sensación de extrañeza ante un mundo que no acaba de comprenderse del todo, y, finalmente, en el tercero apunta más la reflexión, la velada ironía en un mundo puesto del revés.

Tres aciertos de un Mendoza en plena forma que nos deja, sin embargo, con algo de hambre.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Completamente viernes con García Montero


El pasado viernes tuvimos la suerte de contar con Luis García Montero en el jardín de Caballeros, 36, para presentar su libro Mañana no será lo quie Dios quiera. El tiempo fue clemente y nos brindó una noche sin lluvia y no demasiado fría en ese mágico espacio escogido por la Librería Luna Nueva. Le acompañamos en la mesa un servidor y el poeta -aún inédito, pero seguro que por poco tiempo- Antonio Núñez, atento lector de la obra del autor granadino desde sus inicios. Tras su emotiva introducción, y sin un papel delante, García Montero desgranó los pormenores de gestación de su sentido homenaje narrativo a Ángel González. Nos adelantó asimismo que trabaja en un nuevo libro de poemas y que la agradable experiencia de su casi debut novelístico -recordemos que escribió Impares, fila 13, con Felipe Benítez Reyes-, premiada ahora con el premio al Libro del Año otorgado por el Gremio de Libreros de Madrid, y que ya va por la tercera edición, le ha animado a una nueva incursión narrativa de la que quizá pronto tengamos noticias.

martes, 3 de noviembre de 2009

Puesta al día


Es obligado comenzar con Francisco Ayala, una de nuestras instituciones literarias que continuaba con vida y esforzándose por aparecer en congresos en torno a su figura. Precisamente, mis recuerdos sobre su persona se remontan a principios de los 90 cuando acudió a la Facultad de Ciencias de la Información de Sevilla, entonces en la casona de Gonzalo Bilbao, para intervenir en un ciclo de conferencias sobre su obra. Aún conservo el díptico del ciclo, celebrado del 22 al 24 de febrero de 1994 con ocasión de su investidura como Doctor Honoris Causa por la Universidad de Sevilla. Recuerdo que la sala era pequeña y alargada, nada ver con lo que allí se decía, enorme en contenido y demasiado breve en su extensión. Hablaron Manuel Ángel Vázquez Medel, Rafael de Cózar, Antonio Sánchez Trigueros, Luis García Montero, Carolyn Richmond, Luis Goytisolo y, por supuesto, el propio Ayala, que respondió amablemente a todas las preguntas de los estudiantes. Sólo un año después, el propio Vázquez Medel, experto en la obra ayaliana, organizó un nuevo ciclo sobre el maestro, en esta ocasión centrado en su relación con las vanguardias. Y ahí se pierde mi último recuerdo de Ayala, en la evocación de Indagación del cinema, una obra extraordinariamente lúcida sobre un arte que acababa de empezar a hablar escrita con poco más de veinte años. Descanse en paz.

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¡Padrino, búfalo! Sí, ya sé que López Vázquez intervino en películas de mayor enjundia como Plácido, Atraco a las tres, El cochecito o El jardín de las delicias, pero mi infancia estará siempre ligada a ese cariñoso apelativo con que le obsequiaban los vástagos de la nutrida familia de la saga de Pedro Lazaga. López Vázquez fue uno de esos actores, aunque no tanto como Alfredo Landa, que quedaron "clicheados" -si se me permite la expresión-, varados en ese personaje baboso, siempre salido y typical spanish que retozaba alegre entre la jamonería sueca de importación. Sin embargo, cuando a López Vázquez le daban un papel de rompe y rasga, se salía. ¿Quién no recuerda su interpretación en La cabina, por ejemplo? Es lo que tiene la historia del cine español, largas décadas obligado al pluriempleo, a los papeles de gracioso algo sainetesco. Si nos fijamos bien, algo parecido está pasando ahora con las series de televisión, donde el talento de muchos actores prefiere naufragar en aguas conocidas y ricas en sal antes que farandulear por ambientes teatrales o cambiar su imagen en una película de qualité. Afortunadamente, López Vázquez sí se atrevió y tuvimos la suerte de disfrutarlo a ratos.

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Millenium II o ¿por qué no llega más cine sueco a nuestras pantallas? Tampoco hay que sacar los pies del plato. La cinta de Daniel Alfredson no es una maravilla, pero lo mejor que se puede decir de ella, que no es poco, es que está a la altura de la novela de Larsson. Es cierto que algunos personajes apenas están esbozados, como Sonja Modig o el inspector Bublanski, o que algunas cosas están cambiadas -por ejemplo, en la película, Blomvquist, más torpón y lento de reflejos que en la novela, no se preocupa siquiera en adivinar la clave de seguridad del apartamento de Salander-, pero el vigor se mantiene, los actores están bien escogidos, ese clima gélido y angustioso se transmite, las escenas de acción no tienen nada que envidiar a Hollywood... En fin, que esperamos con impaciencia la tercera.
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Amenábar es un buscador de historias, buscador en todos los sentidos, es un hombre que "googlea" continuamente hasta completar el puzzle que tiene en mente. Después de ver Agora, confirmo que es un tipo con talento. A pesar de unos inicios un tanto dubitativos, la película coge fuerza a mitad de la trama y gana enteros en un final impresionante. Se le pueden discutir muchas cosas, como ese afán grandilocuente, ese empeño en elevar los pensamientos de Hipatia hacia el cielo -literalmente- buscando una conexión demasiado evidente, o una excesiva caricaturización en la descripción de las facciones religiosas de la época. Sin embargo, lo que podría parece a priori su apuesta más convencional, la doble historia de amor, es lo que infunde aliento y poesía a una historia que facilmente podría habérsele escapado de las manos.

martes, 27 de octubre de 2009

Una de tele


Se me hace raro hablar aquí de los programas televisivos, sobre todo en una época en que el crecimiento de la oferta redunda en una notoria disminución de la calidad. Uno, que no disfruta de la televisión de pago, ve reducida su visión a los estrechos márgenes que ofrece la Tdt. El caso es que hace ya unas semanas me topé con uno de los productos de ese fenómeno híbrido de reality-concurso que se impone de un tiempo a esta parte: "El aprendiz", en la Sexta. Doce o catorce chicos y chicas -no recuerdo bien- repartidos en dos grupos (uno de chicos y otro de chicas, por cierto, fomentando equivocadamente las actitudes machistas de siempre, ya que lo atinado habría sido, como en la realidad, integrar a ambos sexos en un mismo grupo) que tratan de vender más aceitunas que sus rivales siguiendo supuestas estrategias de marketing y mercado al más puro estilo Bassat, convertido aquí en un auténtico demiurgo de la nueva empresa.

Soy testigo durante hora y media de pisotones intencionados, de cómo unos le echan el muerto a otros, de la búsqueda del liderazgo, de un falso trabajo en equipo que acaba siendo una lucha descarnada por el arribismo individual: la fórmula del primero uno mismo y luego pregunto si he hecho daño a alguien. Así funciona todo en la realidad, me dirán muchos, tanto si uno se traslada a las empresas publicitarias como al mundo de los representantes comerciales, los teleoperadores o el profesorado universitario.

Viendo esta truculenta batalla de cachorros ejecutivos de medio pelo, me acordé de una película altamente recomendable que vi no hace mucho, Casual day. En ella los miembros de una empresa acuden a un hotel rural para pasar un "casual day" que, en la jerga empresarial de hoy día, sí, la de los libros de Empresa Activa y demás editoriales, significa liberarse de las presiones laborales del día a día con el fin de conocerse más participando en diferentes actividades de expansión. En esta cinta asistíamos a un intenso croquis de los estereotipos que circulan por toda empresa: el enchufado, el gerente hijodeputa en quien el gran jefe delega las decisiones más deleznables, el débil e inocente empleado que nunca saldrá de su reducida esfera de actuación, la pardilla y poco agraciada ejecutiva que ve lastrada su carrera por no acceder a favores sexuales... En fin, un mosaico impecable de las diferentes especies que pueblan los despachos y oficinas en busca de víctimas y medrar a costa del otro.

Casual day era una película, pero "El aprendiz" pretende vendernos la idea de que el que no se hace fuerte sin mirar abajo y hacia los lados -es decir, a los compañeros- está abocado al fracaso o a la medianía más absoluta. Y yo me pregunto si ese es el mundo al que los jóvenes universitarios querrían pertenecer, un mundo en el que no parece haber otra vida más allá de los tabiques de diseño, del portátil y del móvil. Porque, ¿con qué cara saludaremos a nuestro compañero de oficina, sí, ése mismo al que le quitamos el cliente, si nos lo encontramos en la playa en la sombrilla de al lado? Todo esto me recuerda a otro programa-serie de la Sexta: "Qué vida más triste".

martes, 20 de octubre de 2009

Una infancia pushkiniana


Uno recuerda con especial cariño cómo empezó en esto de la lectura con las novelas de Salgari, los tochos de Dumas o los relatos de Jack London, con cuya anarquía editorial debía luchar en los diferentes puestos de las ferias del libro que arribaban por los pueblos cercanos, pues con frecuencia sucedía que las antologías los recogían con títulos diferentes o incluían alguno que yo no tenía y me veía impulsado a comprar, pese a haber leído ya el resto. Esa furibunda pasión adolescente adopta otra forma con el paso del tiempo, se vuelve, si se me permite, quizá más exigente y comedida; quizá uno percibe que los años, maldita sea, sí que van pasando y ya tiene que leer sólo lo que realmente le interesa.

Pero volviendo a la querida infancia, los libros y autores que uno leía entonces se quedarán para siempre grabados en nuestra memoria como símbolos iniciáticos en un viaje de no retorno. Me molesta con frecuencia que se tache a determinados autores y a sus obras de "lecturas adolescentes", pues reconozco que he seguido leyendo, en mi caso, sobre todo a Dumas y London, siendo ahora, todo hay que decirlo, mucho más sibarita en las traducciones escogidas. Este préambulo viene al caso porque El Acantilado recupera un texto escrito por la poeta Marina Tsvietáieva en 1937 en el que evoca la figura del escritor ruso Alexander Pushkin. Leer a Pushkin por entonces en los colegios rusos debía ser como leer aquí a Machado o a Juan Ramón. Sus poemas eran y siguen siendo una especie de himnos populares que se repetían de boca en boca por las infinitas estepas, sus relatos casi leyendas tradicionales, y sus obras más clásicas como La hija del capitán o Eugenio Oneguin, una suerte de Platero y yo o Pepita Jiménez. De origen africano -aspecto que la autora se empeña en subrayar, sin duda por la fuerza primitiva de un rostro visto a los seis años-, Pushkin fue un romántico a ultranza que falleció a los 37 años a causa de un duelo de honor, ese tipo de muerte que si eres escritor parece conducirte directamente al pedestal de los más grandes.

Tsvietáieva, cuya vida no fue mucho más larga -se suicidó a los 49 años tras sufrir la crudeza del régimen estalinista-, encontró en Pushkin el desahogo para una vida rutinaria y sin grandes sorpresas, el aliento preciso para embarcarse en la aventura literaria. Aquí la poeta no trata de sentar cátedra, sólo bosquejar recuerdos e impresiones de una infancia marcada por la omnipresente estatua de Pushkin, los poemas que se estudiaban en el colegio o un lienzo que representaba el final del escritor, con los caballos esperando para llevarse su cadáver. Quizá porque uno también leyó La hija del capitán y siente especial predilección por los autores rusos del XIX, y aún por una coincidencia cuando menos curiosa -nació el mismo día que murió Pushkin, el 27 de enero-, la lectura de esta obrita le ha dejado el agradable aroma que desprende aquel arcón tanto tiempo arrumbado en el trastero o el descubrimiento de una cuartilla con poemas garabateados que creíamos perdidos. La infancia tiene ese algo de brujería inconsciente.

martes, 13 de octubre de 2009

¡Hip, Hip... Hipatia!


Cuenta Luis Manuel Ruiz en su blog que a los pocos meses de comenzar a redactar Tormenta sobre Alejandría conoció la noticia del entonces proyecto de Alejandro Amenábar sobre Hipatia de Alejandría, una casi perfecta desconocida en la historia de la antigüedad y revivida ahora por arte y gracia de los mass media. Novelas, pseudobiografías, películas, páginas web y presumiblemente videojuegos nos retratraerán a una época fascinante y a la figura de una mujer cuya principal valía consistió en ascender al olimpo de la sabiduría en un tiempo dominado por el género masculino que arrinconaba al sexo opuesto a un papel pasivo y de servidumbre. No es de extrañar, por tanto, que su hallazgo -quizá Luis Manuel también escuchó hablar de ella en la serie Cosmos, de Carl Sagan- suscitara en los creadores contemporáneos nuevos motivos para incursiones artísticas.

Fue el caso de Luis Manuel que, a pesar de encontrarse con la gigantesca sombra del megalómano proyecto de Amenábar, decidió seguir adelante con una historia que, si bien no tiene a Hipatia como protagonista, sí la sitúa en un lugar destacado. En lo personal, me resulta cuando menos curiosa que la lectura de esta ya sexta novela en la trayectoria del escritor sevillano me haya coincidido con la de El nombre de la rosa -ese clásico que siempre va uno postergando entre el aluvión de novedades del mercado-, pues ambas guardan muchos puntos en común: el esclarecimiento de unos crímenes, la poderosa presencia de la religión y la decisiva intervención de los libros en el desarrollo de la trama.

Haciendo gala de su habitual estilo rico en metáforas y descripciones detalladas -se nota que Luis Manuel se ha empapado de manuales de historia para recrear convincentemente la época-, el autor de El criterio de las moscas hilvana una apasionante intriga repleta de personajes con muchos matices y donde la trepidante acción no está reñida con las discusiones filosóficas tan caras a la época y los diálogos trufados de citas bibliográficas. En Tormenta sobre Alejandría sentimos la arena penetrando en las sandalias, el aroma de las ambrosías gastronómicas, la irrefrenable sensación de caminar por los laberínticos pasillos de la famosa biblioteca. En su novela Luis Manuel ha rendido homenaje a una época irrepetible y, sobre todo, a una forma de entender el conocimiento hoy desaparecida, como las cenizas del tesoro impreso más importante de la humanidad.

lunes, 5 de octubre de 2009

Vidas improbables


Los seguidores de Felipe Benítez Reyes estamos de enhorabuena. En poco más de un mes verá la luz en Visor la edición revisada de Vidas improbables, un libro ya casi mítico entre los pocos pero buenos lectores de poesía. El escritor roteño adelantó algunos poemas y sus chispeantes e ingeniosas biografías inventadas en la Fundación Caballero Bonald. Humor, fantasmagorías, surrealismo, poetas del pueblo y mucha, mucha ironía desfilan por unas páginas que ya deseamos tener en nuestras manos. Tras su intervención, me quedó claro que Felipe es hoy por hoy uno de los mejores lectores de poesía que tenemos en nuestro país, y no sólo de su producción propia, pues todavía recuerdo un acto de homenaje a José Agustín Goytisolo celebrado en Sevilla, en el que Felipe, con una voz cavernosa, casi de ultratumba, acentuando los silencios y las pausas, nos sumió a todos los presentes en la gelidez de un cementerio praguense, con su neblina y sus figuras mortuorias. Quien tuvo, retuvo.

martes, 29 de septiembre de 2009

¿Gregor cansa?


Por lo menos a un servidor no, es más, agradezco que con regular periodicidad aparezcan en el mercado reediciones de sus obras o libros que apuesten por desentrañar o cuando menos explorar la fulgurante trayectoria vital y literaria de uno de los genios del siglo XX. Si hace poco comentaba aquí la publicación en Minúscula de Kafka va al cine, la bibliografía sobre el escritor checo vuelve a crecer con la exquisita reedición de Un médico rural en Impedimenta -que incluyen las pequeñas prosas de Contemplaciones, uno de los pocos libros publicados en vida del autor-, el curioso Kafka vino hacía mí (Acantilado), recopilación de recuerdos de amigos y personajes que conocieron al escritor, y el presente El mundo formidable de Franz Kafka, traducción poco afortunada, por cierto, de la frase de Kafka que inspira el título original: "The tremendous world I have inside my head". A todos ellos habría que sumar el aún reciente Praga en tiempos de Kafka editado por Bruguera.

Hoy por hoy, resulta difícil encontrar un escritor que haya generado por igual tanta influencia y misterio en la literatura contemporánea. Sólo hay que echar un vistazo a los títulos que han tomado prestado el nombre del autor de El proceso o que se inspiran en la profunda huella que dejó. Se me ocurren a botepronto los siguientes: Kafka en la orilla (Murakami), Conversaciones con Kafka (Gustav Janouch), La maldición de Kafka (Achmat Dangor), K. (Roberto Calasso), y en el ámbito español, Kafka y la muñeca viajera (Jordi Sierra i Fabra) y El amigo de Kafka (Manuel Moyano).

Esta nueva aproximación del polaco Louis Begley no vendrá a aclarar el porqué de este asombroso legado, pues su intención no es pergeñar el clásico y sesudo estudio sobre la compleja psicología del escritor praguense. Tan sólo aproximarse a algunas cuestiones esenciales que marcaron su vida como el judaismo, el sexo femenino o la figura paterna para extraer de sus diarios, sus cartas o sus obras literarias algunas claves que refuercen la idea de la prosa de Kafka como un magma volcánico que se extendía a todo lo que salía de su angustiada pluma. Kafka tenía miedo, más bien terror, al compromiso marital: de hecho, lo rompió dos veces con uno de sus amores, Felice Bauer, y una con la episódica Julie. De su repudio a la carne habla en sus diarios y a través de sus personajes. Sin embargo, es sabido que frecuentaba burdeles y que tuvo algún desahogo amoroso en algún hotel. La tuberculosis que con poco más de treinta años empezó a arruinar su vida le hizo replegarse aún más sobre sí mismo y ganarse entre sus allegados la imagen de un joven arisco, tortuoso, ambivalente y extraordinariamente difícil de tratar. De lo que no cabe duda es que de no haber experimentado tanto sufrimiento, la obra de Kafka, a pesar de su brevedad, no alcanzaría esa visceralidad que ha penetrado a lo largo de los años en lectores de todo el mundo. Ésa es la tesis de Begley quien, con un estilo ameno punteado continuamente por pasajes de escritos del autor, ofrece un acercamiento conmovedor a la figura de un Kafka atormentado y siempre al borde de la locura. Sus seguidores se lo agradecemos.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Reo de nocturnidad


Asomado a la ventana de mi salón, le he visto pasar más de una noche montado en su bicicleta, pedaleando como un perpetuo insomne hacia una meta que nunca podrá alcanzar. Colgada del manillar o sobre el guardabarros trasero lleva siempre unas bolsas de algún supermercado de contenido indescifrable. Su ritmo no es ni lento ni rápido, y mientras conduce por la nocturnidad de unas calles semidesiertas, parece atravesar un mundo paralelo, un mundo donde los coches no le pitan para que se eche a un lado ni le recriminan que no lleve luces que le hagan más visible. Es inútil preguntarse a dónde va a esas horas intempestivas, cuál es el destino de un hombre que lo tuvo todo y que ya no parece esperar nada de la vida, ni siquiera justicia, esa palabra que desapareció de su vocabulario hace tiempo, traspapelada entre pancartas, gritos, reuniones y juicios. La televisión, ese demiurgo de nuestra era, tampoco pudo resarcirle por el insalvable daño que una investigación policial chapucera y unos juicios encorsetados le infligieron durante años de calvario. Francisco Holgado -que, como habréis adivinado, es el personaje del que hablo- se ha convertido en un icono de sí mismo, un infatigable justiciero cuyas esporádicas apariciones en Chapín son recibidas entre el respeto y un murmullo generalizado de compasión o indiferencia. A Francisco Holgado la vida le arrebató un hijo y un matrimonio, cuyos integrantes luchan ahora por separado con diferentes técnicas de combate a cual más aparentemente inútil. Pronto se cumplirán catorce años del trágico suceso que, al menos -ya es algo- ha servido para que se incrementen las medidas de seguridad en las gasolineras y estaciones de servicio, que antes parecían pedir a gritos un atraco. Sin ir más lejos, el que suscribre recuerda de sus tiempos de reportero un asalto donde los maleantes maniataron a los dos trabajadores y los abandonaron a su suerte a la intemperie, en la soledad de un campo donde no se divisaban casas en un kilómetro a la redonda. Entonces los móviles aún no se conocían, y no podían sacarnos de ningún apuro. En algunas cosas los tiempos han cambiado para mejor, pero al menos para Holgado y otros desposeídos como Fernando García, el padre de una de las niñas de Alcásser, la retroactividad no existe, como si los herederos de los errores del pasado no quisieran asumirlos, cerrando los ojos a una época prehistórica que ya no les hace sonrojarse de vergüenza. He tenido alguna ocasión de saludar a Holgado en mi vida, pero quizá el temor a que mi mano se tiñera de tinieblas o la certeza de remover de nuevo en su cabeza recuerdos y actitudes de condolencia, me han hecho desistir del intento. Por eso creo que estas palabras son, de momento, la única forma de decirle que le admiro.