viernes, 28 de junio de 2013

The Reader´s Diary (XIX)

Quizá mi primer acercamiento a Murakami no ha sido el convencional. En lugar de empezar por esas novelas que sus seguidores tanto recomiendan -Tokio Blues, Kafka en la orilla o Al sur de la frontera, al oeste del sol-, he optado por buscar a la persona, al autor que se encuentra tras la cáscara de tanto boom mediático. De qué hablo cuando hablo de correr (MaxiTusquets, 2011 / ebook, 2013) es un libro insólito, pero también el libro que se puede escribir y publicar cuando ya tienes una sólida carrera detrás y un público entregado, algo así como aquel extraño híbrido que Auster tituló Viajes en el scriptorium. Sin embargo, si comparamos esa rareza que defraudó a los que nos contamos entre los lectores del autor norteamericano con el breve ensayo autobiográfico de Murakami, las distancias son evidentes. El escritor japonés evita desde el principio la pretenciosidad, el artificio; todo lo que relata en el libro rezuma sinceridad, honestidad por los cuatro costados tanto consigo mismo como con el lector. Esta intención se puede apreciar desde la limpieza de una prosa llana, ausente de gratuidades formales, hasta el contenido de su discurso, que penetra en la intimidad del autor, entendiendo ésta como la génesis de su oficio, su forma de concebir la escritura. Para Murakami, correr y escribir van de la mano, son actividades complementarias que necesitan una de la otra para desarrollarse plenamente, brazo y zancada, pluma y zapatillas. El autor de Kioto concibe la escritura como una carrera de fondo que necesita constancia y perseverencia, pero que incluye también el cansancio, el desgaste y, sobre todo, el armazón mental imprescindible para seguir siempre adelante a pesar de los obstáculos. Murakami, escritor tardío y de vocación espontánea, casual, ofrece algunos datos sobre la redacción de sus novelas y sobre su rutina diaria, dejándonos entrar en su estudio con la humildad del anfitrión que ofrece todo lo que tiene al visitante. No creo, por tanto, que éste sea un libro para juzgar la calidad literaria del escritor, sino más bien su calidad humana, algo que muchas veces se echa en falta en los autores consagrados.
En latitudes bien opuestas, física y popularmente, se mueven dos autores por los que merece la pena apostar. Empecemos con Pilar Pardo, poeta murciana pero afincada en Jerez, que -y en esto sí se parece a Murakami- ha descubierto su vena literaria bien tarde o, al menos, hasta ahora no nos la había enseñado. Si Temporada de fresas (Isla de Siltolá, 2010) ya supuso un verdadero descubrimiento, Mirador (Canto y Cuento, 2013) es la plena confirmación del talento de una autora casi secreta, cuya apuesta poética está presidida por la sencillez y la claridad de ideas. Los poemas de Pilar Pardo apuntan a cuestiones esenciales, a una intimidad descarnada presentada sin vacilaciones, con mecanismos muy sutiles que revelan su sentido en los versos finales, en una detonación que siempre acaba conmoviéndonos: "cuanto más rebuscado / el aspecto satánico / más tierno el desamparo". La maternidad, la familia, el paso del tiempo, la infancia, la madurez, la soledad... temas mil veces tratados, pero que con Pilar Pardo aparecen renovados, prendados de imágenes poderosas por su aplastante simplicidad y la elección de unos símbolos de gran plasticidad. Estamos, no me cabe duda, ante una de las voces a tener en cuenta en el panorama poético español de los próximos años.
Descarnado también, pero en un sentido más físico, agresivo y lírico a la vez, se presenta Daniel Ruiz García en su última novela, Tan lejos de Krypton (Onuba, 2012), con la que se hizo acreedor del premio que da nombre a la editorial. En entrevistas promocionales, el joven autor sevillano confiesa haber escrito su novela más íntima y autobiográfica, una especie de homenaje a su infancia salpicada de superhéroes, cómics y mucha, mucha fantasía. El protagonista, alter ego del autor, es un periodista que se ocupa de la comunicación de grandes empresas en el extranjero. Su monótona existencia se verá alterada cuando recibe la llamada de su madre para informarle del fallecimiento de su tío. El regreso al pueblo de su infancia le servirá al autor para hacer una larga evocación de su yo de aquellos años donde todo parecía posible: los amores con la vecina del pantalón ajustado, transformarse en un superhéroe para combatir el mal, hacerle frente a los matones de turno... Uno de los muchos aciertos de la novela es el registro logrado por esa voz infantil, esa mente-hervidero en la que todo se procesa a otra velocidad y los sentimientos parecen calar más hondo. Salvando la distancia que separa la literatura y el cine, el protagonista de Tan lejos de Krypton -hermoso título a modo de homenaje a toda una época- encuentra claros paralelismos con otros conmovedores niños cinematográficos: pienso en el Antoine Doinel de Los cuatrocientos golpes, en el Javi de Secretos del corazón, y en algunos más. A título personal, Ruiz García ha conseguido algo que pocas veces me ha sucedido con la lectura de un libro: recordar un momento de mi infancia en todos sus detalles, me refiero a un momento concreto, la noche en que TVE proyectó Kung Fu contra los siete vampiros de oro. Ignoro si Ruiz García la pasó como su protagonista, soportando al baboso novio de su hermana y viendo cómo se le escapaba su primer amor infantil, pero yo me recuerdo esa misma noche con mi hermano Félix prometiéndonos resistir hasta el final de la película ante la mirada intimidatoria de nuestro padre. No lo conseguimos. Nos pudo el temor ante las primeras imágenes de cementerios tétricos y desolados.
Ruiz García refrenda con su última creación el buen hacer que ya había demostrado con las anteriores Chatarra, Perrera o La canción donde ella vive, y consigue que nos planteemos de nuevo la manida cuestión de por qué algunos autores no están en el lugar que se merecen, debiendo bregar a cuerpo descubierto para conseguir publicar sus creaciones, mientras que otros que no lo merecen tienen la sartén por el mango. Dicen que el tiempo coloca a cada uno en su sitio. Ojalá sea así.




martes, 18 de junio de 2013

The Reader´s Diary (XVIII)

Cada nuevo libro de relatos de Felipe Benítez Reyes -y con éste van cuatro, tras Un mundo peligroso (1994), Maneras de perder (1997), y "Fragilidades y desórdenes", inédito incluido en Oficios estelares (2009)- es una invitación a disfrutar del inimitable estilo del multidisciplinar autor roteño, fabricante de novelas cuando menos estrafalarias, poemarios de hondo calado, libros de prosas breves inclasificables, e incluso portadas donde da rienda suelta a su espíritu de renaissance-man -la última muestra, su collage para La arquitectura del aire, de Carlos Marzal-. Cada cual y lo extraño (Destino, 2013) está organizado a modo de almanaque: cada relato tiene como telón de fondo un acontecimiento del año natural, ya se trate de los Reyes Magos, el carnaval o los viajes veraniegos, o bien un hecho reseñable en la memoria -ficticia o no- del escritor, ligado a una fecha concreta, caso del servicio militar, al parecer, el único explícitamente autobiográfico incluido en el conjunto. Sucede con los relatos de FBR que uno a veces disfruta más de la forma de contarlo que del relato en sí mismo. Su facilidad para pasar del humor descacharrante al ramalazo lírico le convierte en un trapecista del circo de las prosas cortas -si tal circo existiera, cosa que FBR suscribiría seguro-. Hay mucho que celebrar en esta docena de situaciones imperfectas, donde el/los protagonista/s nunca salen bien parados, porque la vida nunca es de color de rosa, pero por su tono "marxiano" y desmitificador, me quedo con el del catártico crucero por el Báltico, verdadera orgía lacrimógena (de risa, claro).
FBR también nos deja algunas de sus brillantes imágenes poéticas en su breve relato inédito para Diez bicicletas para treinta sonámbulos, con el que la editorial Demipage ha querido celebrar su décimo aniversario a lomos de los más variados velocípedos, los que viajan en el tiempo, los que evocan tiempos mejores, los que entablan combates imposibles, los que sufren la envidia ajena, o incluso aquellos cuyas ruedas son capaces de mantener una conversación. Sólo por el prólogo del siempre tan poco prodigado y nunca suficientemente valorado Eloy Tizón merece la pena enfrentarse a este libro desigual, donde cada cual ha aceptado la invitación como mejor ha sabido o podido. De este modo, encontramos piezas que se orillan en la nostalgia, como las de Luis Landero o Álvaro Valverde, otras que se contagian del espíritu ciclista europeo -Muñoz Molina-, otras que se decantan por un ejercicio estilístico -Juan Carlos Mestre-, varias que alcanzan altas cotas de intensidad -Sara Mesa, Juan Aparicio Belmonte, Fernando Aramburu-, y muchas otras que apenas citan como de pasada el motivo por el que se les ha citado, es decir, la bicicleta. Empeño, por tanto, loable, pero resultado algo deslavazado, como si la cadena se hubiera salido en algún momento del trayecto-proyecto.
Mucha mayor estabilidad y largo recorrido presenta la nueva novela de Jeffrey Eugenides, la tercera en un período de casi veinte años, lo cual denota una clara convicción en el oficio, el deseo de no querer dar a la imprenta cualquier cosa. La trama nupcial, como Middlesex, nos va inoculando lentamente su veneno. Ambientada a primeros de los ochenta en un campus universitario norteamericano con muy poco parecido al que nos ofreció tanta comedia adolescente, la novela del autor de Las vírgenes suicidas se apoya en unos caracteres psicológicos que van creciendo ante nuestros ojos de un modo exuberante, mostrando sus carencias, sus necesidades, y también sus patologías. Pocos narradores hay en la literatura actual que describan con tal maestría las relaciones humanas y sean capaces de introducirse en la mente del personaje como hace Eugenides. El autor va alternando presente y pasado de los tres principales protagonistas de esta trama nupcial, rindiendo de paso un homenaje explícito a las novelas de Jane Austen y a otras autoras de la época, a cuya investigación consagra la protagonista su tesis. Nada hay de gratuito en las novelas de Eugenides; todos los detalles acaban participando del conjunto para otorgarle ese aspecto de solidez que nos hace lamentar que tengamos que esperar de nuevo casi una década para el siguiente plato.



miércoles, 12 de junio de 2013

Fray Perico y su trabuco

Se cumplen ahora quince años desde que el binomio formado por Salvador Daza y Regla Prieto -músico él, filóloga ella- iniciara en el plano editorial sus investigaciones sobre los curas homicidas a lo largo de la historia. Ese primer trabajo se tituló Proceso criminal contra Fray Pablo de San Benito en Sanlúcar de Barrameda (1774) (Universidad de Sevilla, 1998), dándose la circunstancia de que este juicio, desarrollado por azares del destino en su ciudad natal, se erigiría en el primero que derogaría los privilegios del estamento eclesiástico en las causas judiciales imponiendo al tribunal civil debido a la crudeza y gravedad de los hechos juzgados, sentando un precedente judicial al que las partes implicadas se remitirían en casos similares posteriores. Tras esta monografía llegarían luego Proceso criminal contra Fray Alonso Díaz (1714) (Universidad de Sevilla, 2000), y De la santidad al crimen: clérigos homicidas en España (1535-1821) (Espuela de Plata, 2004), que recopilaba en capítulos más breves una serie de casos especialmente llamativos ocurridos a lo largo y ancho de la geografía española.
La polémica y la sospecha siempre han acompañado a los oficiantes religiosos -sólo hay que consultar los diferentes escándalos de pederastia sacados a la luz en las últimas décadas y que han obligado a pedir perdón al mismísimo Papa-, pero también la indulgencia y el oscurantismo, como si querer saber más, meter la cabeza en la olla podrida, pudiera ser contraproducente para la opinión pública y la imagen de perfección que la Iglesia siempre se ha esforzado en transmitir. Sin embargo, el historial de delitos protagonizados por eclesiásticos es tan abundante que Daza y Prieto se han animado a publicar un nuevo libro con los casos que no tuvieron cabida en el anterior, algunos de los cuales alcanzan también el continente americano. Lucifer con hábito y sotana: clérigos homicidas en España y América (1556-1834) (Espuela de Plata, 2013) es el resultado de bucear varios años en archivos de difícil acceso, pidiendo permisos concedidos no siempre con amabilidad, y desentrañando los secretos mejor guardados del pasado de una Iglesia cuya caterva de criminales no desmerecería de las de los forajidos del viejo oeste americano, pudiendo, si me apuran, protagonizar su propio CSI. Con prolijidad de detalles, los autores dan cuenta de cada suceso centrándose sobre todo en el tira y afloja judicial que lo lleva a ir dando tumbos hacia un poder u otro, entablándose una encarnizada batalla entre jurisdicciones que podía acabar
con el reo ajusticiado, encadenado de por vida o más libre que el aire. En definitiva, una nueva piedra de toque, una llamada de atención para advertir que los tiempos no han cambiado tanto.

martes, 4 de junio de 2013

Gatchaman o nuestra magdalena proustiana

Tiny, Keyop, Jason, Marc, Princesa lucharán... ¿Quién que no haya nacido a finales de los 60 o a principios de los 70 no recuerda esta canción? No sabríamos qué suerte habría corrido la serie nipona Comando G (Gatchaman en su versión original) de no intervenir el grupo infantil Parchís para ponerle música y letra a dos de las canciones más tarareadas por los niños de la época. Pegadizas al máximo, ya los primeros compases te hacían girar la cabeza hacia el aparato de radio o televisión que hubiera prendido la magia. Pese a ser de producción anterior a la no menos impactante Mazinger Z, Comando G llegaría a España después que aquélla, cuando ya nuestra mirada se había habituado a esos dibujos que muchos años después reconoceríamos como los primeros mangas de nuestra vida. Comando G es para muchos un icono de nuestra infancia, quizá mucho más que Star Wars, cuya verdadera dimensión sólo supimos apreciar con algunos años más. Todavía recuerdo cómo nos repartíamos los diferentes personajes entre mis hermanos, pedaleando sobre la bicicleta como si pilotáramos el Ave Fénix o cualquier otro de los espectaculares vehículos que conducían nuestros ídolos para salvar a la Tierra de los siempre oscuros planes de Gallactor.
Apelando a esa nostalgia ochentera y al saludable espíritu friki que comparten varias generaciones, Joaquín Sanjuan Blanco se ha atrevido con la primera monografía de la serie publicada en español de la que tengo constancia.
El libro, publicado por Dolmen en su colección MangaBooks, repasa los orígenes de la serie, las diferentes versiones y drásticos recortes y remiendos que sufrió al ser adquirida por otras compañías, los cómics posteriores, sus secuelas, los personajes, su banda sonora, su merchandising, así como el repaso argumental de los diferentes capítulos. Se echa de menos, no obstante, una mayor calidad fotográfica en la reproducción de fotogramas y dibujos, y de más las abundantes erratas que circulan por un texto algo reiterativo y plano. A pesar de todo, merece la pena echarle un vistazo aunque sólo sea para recordar tiempos sin duda mejores.