domingo, 23 de octubre de 2011

Con Eva en Palacio


El pasado viernes compartí mesa con Eva Díaz Pérez desglosando toda su obra literaria, que tendrá pronta continuidad con El sonámbulo de Verdún (Destino), en las librerías el 15 de noviembre. El ambiente palaciego de la Fundación Medina Sidonia le ha inspirado a la autora nuevas páginas para otra novela que ya barrunta en su cabeza. Os dejo aquí el texto de mi presentación en esta entrañable velada.

La verdad es que cuando me ofrecieron presentar a Eva Díaz Pérez no pude menor que mostrar mi entusiasmo, ya que me siento muy identificado con ella por varias razones que voy a explicar a continuación. En primer lugar, somos casi de la misma quinta o generación –aunque este término a ella no la convenza del todo-. Eva nació en el 71 y yo aparecí en este mundo, casi de puntillas, en enero del 72.

Los dos estudiamos Periodismo, y además, en la misma facultad, en ese viejo caserón que fue residencia del pintor sevillano Gonzalo Bilbao, un edificio de 1900 con suficiente enjundia para protagonizar en el futuro, quién sabe, una nueva novela de Eva Díaz, protagonizada quizá por una doctoranda en Bellas Artes que encuentra un lienzo inédito de Valdés Leal sepultado entre los escombros de la antigua biblioteca.

Desde su llegada a la primera plantilla de la redacción de El Mundo Andalucía en 1998, ha ganado el Premio de Periodismo Ciudad de Huelva, el de la Universidad de Sevilla, y ha sido accésit o finalista del Unicaja, el Francisco Valdés y el Manuel Alcántara. Un currículo impresionante cimentado en críticas teatrales –recordemos que Eva hizo sus pinitos en Arte Dramático y ha publicado un libro sobre Salvador Távora-, en pequeños ensayos de trasfondo histórico, y en artículos que, salvando la rutina diaria, tratan de buscarle las cosquillas a la realidad en temas tan polémicos como el tabaco o los toros.

Pero volviendo a las coincidencias que nos unen, Eva y yo publicamos nuestro primer libro con apenas dos meses de diferencia, un servidor en diciembre del 2000 –Sopa de cine- y ella en febrero del 2001 –El polvo del camino, que ahora, por cierto, acaba de reeditar aprovechando su décimo aniversario-. Rizando el rizo de las casualidades, los dos libros aparecieron en la misma editorial, Signatura, y, contra lo que se podía prever viendo nuestras preferencias posteriores, ninguno de los dos fue una novela, acogiéndose al ensayo divulgativo con un punto irónico.

Salvando estas coincidencias biobibliográficas, sobre las que más adelante volveré, Eva y yo compartimos también una relación de amor y odio con la ciudad que nos vio nacer, Sanlúcar en mi caso, Sevilla en el suyo. La ciudad hispalense siempre ha estado presente en la obra literaria de Eva de un modo u otro, casi siempre para erradicar esa imagen de postal turística, de jarana y pandereta que la han castigado a lo largo de los siglos, impidiendo ver esa otra Sevilla, de matices insospechados e historias ocultas, que late refulgente en los libros de Eva.

Si en Memoria de cenizas –premio Unamuno concedido por el periódico Protestante Digital-, nos relataba el casi desconocido episodio del foco reformista surgido en las celdas del convento de San Isidoro del Campo, y cuyos protagonistas, obligados al destierro, gestaron la primera traducción de los textos bíblicos, la mítica Biblia del Oso; en Hijos del mediodía, su segunda novela –Premio de Narrativa El Público de Canal Sur-, se adentraba en el corazón de las vanguardias literarias para ofrecernos una Sevilla en estado de gracia, henchida de literatura y de máscaras de héroes con nombre y apellidos: Fernando Villalón, García Lorca, Cernuda, Romero Murube, Rafael Laffón, Pedro Vallina, y otros muchos, algunos de ellos hoy olvidados, cuyas sorprendentes y a veces estrambóticas biografías, Eva ha vuelto a rescatar en las páginas de Sevilla, un retrato literario, un fascinante paseo por la tinta invisible escrita en los muros, calles, sótanos, árboles, iglesias y aromas de una ciudad que tiene la virtud –o la desgracia, según de mire- de fagocitarse a sí misma.

En eso, creo, Sevilla se parece a Sanlúcar, como si el río Guadalquivir fuera un cordón umbilical jamás cortado, una corriente de conquistas y hazañas que nos arrastra en el mismo barco, pero que también va dejando en el lecho marino las frustraciones y derrotas, los tesoros perdidos y los náufragos anónimos cuyo nombre habría que desenterrar del olvido.

Sevilla, un retrato literario, vuelve a acercarme a Eva por una razón menos evidente que la de volver a compartir editorial –ahora Paréntesis-, me acerca a ella por esa pasión irreductible por bucear en nuestro pasado más cercano, el que tenemos a la vuelta de la esquina y no somos capaces de ver. Eva, que ha confesado en una entrevista que de poder vivir en un solo lugar, elegiría una biblioteca, es una amante correspondida de archivos polvorientos, rarezas bibliográficas, correspondencia inédita, una amante, en definitiva, de la hojarasca de la que el tiempo se va desprendiendo porque no cabe en los manuales de historia convencionales.

Si además de su familia, amigos, compañeros de profesión y, por supuesto, ella misma, alguien se alegró aquella noche de Reyes del 2008 de que resultara finalista del Premio Nadal, ese fui yo. El reconocimiento tributado a El club de la memoria, esa novela que homenajeaba a los exiliados de la Guerra Civil –y que se comunicaba en paralelo con ese puzzle de biografías de pequeños grandes hombres y mujeres, La Andalucía del exilio-, suponía en realidad el reconocimiento a una forma de entender la literatura que comparto plenamente con Eva; una literatura que, aunando realidad y ficción hasta volverlas casi indistinguibles una de la otra, beba de nuestro pasado, de los arcones de nuestra memoria más frágil y dolorosa para otorgarles esa voz dormida, que diría Dulce Chacón. En una de esas vueltas de tuerca del destino, Eva, como si presintiera que la noche de Reyes le iba a traer suerte, había pronunciado unos días atrás el pregón de la Cabalgata de los Reyes Magos de Sevilla.

La magia de la que habló en su discurso se había hecho realidad. Y es que Eva, en cierto modo, tiene algo de hada madrina, pues ha conseguido lo que podría parecer imposible, que un grupo de estudiantes de secundaria sepa lo que es la ucronía. Ciñéndonos a la definición que aporta el emotivo trabajo de la alumna de un instituto de Málaga, Noelia Gil Paredes, “ucronía es un género literario al que también se puede llamar ‘novela histórica alternativa’, pues lo que la caracteriza es que la trama es una historia desarrollada a partir de un acontecimiento del pasado real pero que sucede de manera diferente en la novela”. Y sigue diciendo, “la ucronía conjetura sobre realidades alternativas a partir de un evento histórico muy conocido, significativo o relevante, en el ámbito universal o regional”.

En El sonámbulo de Verdún, la novela de Eva que saldrá a la venta el próximo 15 de noviembre, la ucronía viene de la mano de Klaus Werger, un periodista capaz de ensamblar en sus artículos las pequeñas historias con la inmensidad de la Historia con mayúsculas; de un joven soldado checo, Jaroslav que, tras desertar del ejército austrohúngaro, espera en Verdun el final de la Gran Guerra; y, finalmente, de la mano de un siglo entero de la historia contemporánea centroeuropea, contada a través del poético e invisible travelling de una bala que sale de un fusil y llega a la frente de un soldado.

El amor por la vieja Europa, por sus ciudades y sus barrios –Praga, Budapest, Viena, Josefov, Steinhof-, por nombres que quisiéramos olvidar para que no se repitieran –Terezín, Hartheim- y por otros que nos evocan mundos soñados y leyendas de otros tiempos –Weimar, Golem, Kafka-, el amor que comparto con Eva fruto de infinitas lecturas sobre un continente que atesora buena parte de la historia de la humanidad.

De esa irremediable atracción por lo subterráneo, lo recóndito, por el guardapolvos que cubre las historias que duermen el sueño de los justos, nos debe venir a ambos la fascinación por los cementerios, por la siniestra belleza de las tumbas de los escritores o artistas que admiramos, y que hemos buscado con tesón en París, Roma, Praga o la misma Sevilla.

Decía el fallecido José María Bernáldez en la revista “Mercurio” –en cuyas páginas, al igual que en las de “Clarín”, Eva y yo, cómo no, también hemos coincidido alguna vez- que en la prosa de Eva encontraba huellas de Arturo Barea, de Cansinos Assens, de Galdós, de Sandor Marai, de Primo Levi o de Irene Nemirovski, mientras que Francisco Morales Lomas en “El Maquinista de la Generación” hablaba de una “línea cervantina similar a otros escritores del momento como Orejudo o Benítez Reyes”, con la que la autora que hoy presentamos “mezcla la realidad y la ficción creando juegos librescos”.

No resulta extraño, por tanto, que Eva participara en la antología Quince ventanas al Quijote, que ofrecía diferentes aproximaciones de algunos de nuestros mejores jóvenes narradores a uno de los textos de referencia del castellano, ni que en sus páginas abunden palabras que parecen provenir de siglos atrás y que se exhiben para reflejar impúdicamente la riqueza de nuestra lengua: tapaluces, trementina, trampantojo, toronjas, rosolíes, ónice, albayalde, alheña, boje, collaciones, rascadero, almodrote, tahalí, bencina...

Eva Díaz Pérez es una apasionada del lenguaje y de las tradiciones, pero en su literatura trata siempre de retorcerle el cuello al tópico, a ese casticismo servil y ramplón que, incapaz de levantar el vuelo, ha hecho tanto daño a nuestras letras, colocando a veces las placas y monumentos equivocados. No podría terminar esta intervención sin posicionarme –no físicamente, que ya lo estoy- enteramente de su lado, y suscribir su respuesta a una pregunta de una entrevista reciente. Preguntada sobre cómo prefería ocupar su tiempo libre, Eva respondió sin dudar: “Leer, escribir y viajar. El orden de los factores no altera el producto”.


miércoles, 12 de octubre de 2011

El día que Chanquete murió de verdad


No recuerdo si fue la segunda o la tercera vez que la repusieron, pero lo cierto es que durante una emisión de Verano azul circuló en el barrio la leyenda urbana de que "Chanquete", el incombustible anciano que echó ancla en "La Dorada", una suerte de abuelo de Heidi que buscaba climas más tropicales, había muerto de verdad. Por aquellos años internet era una utopía, apenas leíamos otro periódico que el "Marca", y la televisión y la radio constituían nuestro único cordón umbilical con aquella otra realidad que traspasaba los muros de nuestro pueblo. Al igual que nuestros pequeños héroes de la pantalla -Javi, Pancho, Desi, Bea, Quique, Piraña y Tito- no dimos crédito a los rumores, pero durante varios días, hasta que nuestros padres nos confirmaron que Antonio Ferrandis, que así se llamaba "Chanquete" en la vida real, seguía vivo y coleando, rodando más series y películas, y que incluso con una de ellas había ganado España el Oscar a la mejor película extranjera, tuvimos nuestras dudas y quisimos con toda nuestra alma que aquella noticia fuera un bulo y nada más.
¿Qué había pasado dentro de nosotros para que una persona ajena a la familia, un personaje de ficción que no gozaba de ninguna facultad prodigiosa como, por ejemplo, Bruce Lee, otro de nuestros ídolos de la época, nos importara tanto como para sentir su muerte? Creo que la respuesta hay que buscarla en que "Chanquete" reunía en un solo hombre todas las cualidades más nobles del padre, del abuelo, del tío y del amigo, un caleidoscopio de virtudes que chocaban en numerosas ocasiones con el ímpetu de los chavales a los que adoctrinaba, y que bien podíamos ser nosotros con sólo trucar la pantalla, como en Pleasantville, y poder escuchar sus "sermones", pasear por las calles de Nerja, repartiendo leche a los vecinos, recibir nuestra primera moto, enamorarnos como pardillos, desnudarnos en una piscina con una mezcla de chulería y rebeldía, organizar una campaña de limpieza, luchar contra la especulación inmobiliaria, asistir al ocaso de un mago en horas bajas, a la perplejidad de un enfermo mental que creía venir del espacio exterior, al divorcio de nuestros padres, a la soledad de una pintora que busca su refugio, a la aventura de explorar una cueva desconocida, al inconformismo de los desplantes con frases escogidas, a los secretos íntimos de los cantantes de moda...
Como el personaje de Tobey Maguire en aquella película, los niños de entonces que hoy rozamos la cuarentena podríamos responder sin problemas a un maratón de preguntas sobre la serie sin temor a equivocarnos. Treinta años después, la sociedad ha cambiado notablemente y Verano azul se ve hoy con un punto de sonrojo y algo de vergüenza ajena, pero entonces llegó en el momento oportuno para los niños que estábamos aprendiendo a vivir, esos niños cuya nostalgia siempre beberá de los inolvidables ochenta hasta caer, ciegos de mirindas y canciones infantiles, en un espejismo imposible de recuperar.

martes, 11 de octubre de 2011

Felix Romeo, in memoriam

Creo que nunca llegué a conocerle -la memoria ya va siendo frágil-, aunque estuve muy cerca. Recuerdo en una comida de mi primer curso de verano en El Escorial, sentado entre otros con Juan Manuel de Prada e Ignacio Martínez de Pisón, que este último contó algunas correrías compartidas con el bueno de Romeo y Miguel Pardeza, un futbolista letraherido, rara avis donde las haya. Años después hubo alguna presentación a la que no pude acudir y, más tarde, el seguimiento ocasional de las magníficas entrevistas que mantenía en La Mandrágora. Guardo como oro en paño la primera edición de sus Dibujos animados con esa impagable ilustración de El Coyote armado con una pistola debida a Fernando de Felipe, otro zaragozano casi de su misma quinta. Aquel fue uno de los primeros libros que Plaza y Janés nos envío para el suplemento cultural Mosaico que entonces mi hermano Félix y yo teníamos entre algodones. Quizá me gustó menos de lo esperado. Era la primera novela de Romeo, cuyo estilo mejoró con Discotheque, y, sobre todo, con Amarillo, novela autobiográfica que quizá comparta con mi también tercera novela, Bancos de niebla, más puntos en común de lo que parece, pues ambas tratan de retratar la ausencia del amigo que se ha suicidado. Romeo era poseedor de una vasta cultura, o quizá sería mejor decir un completo enfermo de cultura, cuya pasión desmedida -volcada en numerosos eventos y compromisos- le impidió fraguar la gran obra en papel que seguro atesoraba en su cabeza. Su temprana muerte ha segado de raíz esa posibilidad, y nos debemos conformar con esa mínima trilogía narrativa que quizá no haga justicia a su fervorosa y furibunda manera de entender el hecho literario.