sábado, 8 de noviembre de 2014

The Reader´s Diary (XXXVI)

Creo que ya he comentado por aquí en alguna ocasión mi fascinación por los cementerios de cierto valor escultórico. Cada vez que visito una ciudad europea, trato de acercarme a alguno. Así, a bote pronto recuerdo el de Montparnasse en París, el de Vysehrad en Praga o el de la Iglesia de San Pedro en Salzburgo. El recuerdo de los que se fueron presenta múltiples variantes según el arco temporal y geográfico en el que nos situemos, abarcando desde las momificaciones y pirámides de Egipto a las coloridas tumbas de los camposantos mejicanos. Todo un espectro -nunca mejor dicho- de posibilidades que oscilan entre la sobriedad y el barroquismo, pero cuya intención final es, al fin y al cabo, dejar testimonio del finado, de la indiferencia, cariño o veneración que se le tributa. Y sin duda, si pudiéramos establecer una subcategoría especial dentro del casi infinito catálogo de cementerios repartidos por la geografía mundial, ésa sería la de los osarios, cuya morbosidad linda ya con el género de terror. El imperio de la muerte. Historia cultural de los osarios (Ullmann, 2014) es un espectacular volumen que recoge la evolución de una forma de enterramiento mantenida a lo largo de los siglos cuyo carácter tétrico no puede ocultar su belleza estética.
Haciendo alarde de una exigente documentación y arropado por excelentes fotografías, grabados y dibujos, Paul Koudounaris nos regala un trabajo exuberante que traza un itinerario de la evolución de los osarios, planteados como aviso de lo que nos espera, como derroche de amor incontenible o como rincón maldito que hay que ocultar a la vista. Uno, que ha tenido oportunidad de ver la "Capilla de los Huesos" de la Iglesia de San Francisco de Évora, no podía imaginar la larga historia de huesos y calaveras perpetrada en su gran mayoría por artistas anónimos. En fin, una delicia visual no apta para espíritus proclives al susto fácil.
Es inevitable. A todos nos llega nuestra hora. Aunque Kirk Douglas, el último gran mito del Hollywood clásico junto a las hermanas Joan Fontaine y Olivia de Havilland, parece empeñado en ser centenario. A punto de cumplir 98 años, el otrora protagonista de tantos títulos inolvidables ha sido capaz de pergeñar un texto de emotiva sinceridad que nos retrotrae a la complicada génesis, producción y estreno de Espartaco, uno de los rodajes más conflictivos situado ya en el ocaso de los grandes estudios. De hecho, fue un exponente del cambio que empezaba a operarse en Hollywood, pues la produjo Douglas con su propia productora, entonces una práctica poco habitual. Entrando a saco en sus recuerdos sin omitir nombres y episodios desagradables, Douglas rememora la difícil gestación de un proyecto de apariencia megalómana que tuvo que competir con otro paralelo encabezado por Yul Brynner, pero que acabó imponiéndose gracias a su tesón por apoyarse en un reparto multiestelar y en el guión del masacrado Dalton Trumbo. Pues sí, Yo soy Espartaco (Capitán Swing, 2014) ofrece otra lectura, la de la despiadada caza de brujas que arrinconó el talento de muchos profesionales de la industria por ser simpatizantes comunistas o sospechosos de serlo. El libro, que cuesta no leer de un tirón, está plagado de anécdotas, de amistades bigger than life, de muchos, muchos roces -con el meticuloso Kubrick todo podía pasar-, y, sobre todo, de una pasión por el oficio cinematográfico que se palpa en cada línea.