lunes, 28 de enero de 2013

Un gran espectáculo

En las adaptaciones de las novelas de éxito se juega siempre con el riesgo de defraudar a los lectores y no estar a la altura de las expectativas generadas. No he tenido la ocasión de leer la novela de Yann Martel, pero me atrevo a aventurar que sus seguidores deben encontrar pocos reparos en la esforzada traslación a la pantalla realizada por el casi siempre competente Ang Lee. Lejos de sentirse amedrentado ante los riesgos planteados en el texto original, el espacial -más de la mitad de la película transcurre en un bote salvavidas, y han pasado muchos años desde que Hitchcock lo hiciera en Náufragos (1944), y, por tanto, la mirada del público actual no está acostumbrada a asumir tanta lentitud y falta de movilidad-, y el visual -las escenas con los animales, las acuáticas y las tormentas exigían no sólo un presupuesto elevado sino una gran inventiva que hicieran verosímil la historia-, el autor de Tigre y dragón logra minimizar el desafío con una puesta en escena de gran plasticidad que diluye el peligro de los tiempos muertos y potencia al máximo las grandes posibilidades que ofrecía el texto. Como recurso narrativo, fácil pero efectivo, imbrica la primera persona del relato original dentro del relato del propio escritor, aprovechando la introducción de la novela de Martel, en la que el autor aporta datos sobre su frustrada novela en marcha y el hallazgo en la India de una historia que le fascinó. Adornada con los prodigiosos efectos visuales y la factura clásica tan caras al cine norteamericano -Ang Lee se ha adaptado como un guante a la industria-, La vida de Pi se deja ver con interés si bien quizá no sea ese gran clásico de nuestros tiempos que la publicidad se ha hartado de pregonar. Para eso me temo que hace falta algo más que una buena historia y muchas cabriolas informáticas.

miércoles, 23 de enero de 2013

Levedad

¿Quién eres tú? ¿Quién soy yo? ¿Somos los que fuimos o los que seremos? En una presentación reciente, y con su claridad y elocuencia habituales, Luis García Montero dijo que somos una permanente conversación con nosotros mismos y con la realidad circundante. Lejos del imperativo "yo soy", surgen las dudas ya que nuestra identidad fluctúa con el tiempo, enriqueciéndose con las emociones, los sentimientos y, por supuesto, los pensamientos. A veces somos extraños para nosotros mismos y el espejo nos lo confirma, un símbolo, como el de la niebla, al que Felipe Benítez Reyes recurre en su último poemario para definir nuestra volubilidad. Congruente con toda su obra anterior, el roteño indaga y reflexiona sobre esenciales cuestiones metafísicas, compartiendo con el lector su desconcierto ante la fugacidad y levedad del ser (o no ser).
Felipe divide sus Identidades (Visor, 2013) en tres bloques, uno primero, titulado "Los protocolos inversos"- algo más abstracto, en el que se introduce de lleno en la tesis propuesta, logrando algunos poemas sublimes, como el de apertura -Inacción de gracias- o el titulado Son de insomnio, en el que recurre a la canción, casi a la nana infantil, para conseguir el efecto deseado; el segundo, "Actualidades y símbolos al paso", parece concebido más como un cajón de sastre en el que tienen cabida las estampas de viajes, los homenajes literarios -magnífico el de la Lisboa de Pessoa- y también, algo poco habitual en la poesía de Benítez Reyes, sí más en sus irónicos artículos, varios poemas sobre la actualidad, como los dedicados al dinero y la crisis, a la familia real y al naufragio de una patera. Por último, el tercero, "Entre sombras y bosquejos", nos recuerda más al tono de su emblemático El equipaje abierto, derivando hacia la nostalgia por el pasado -conmovedor el titulado Atlas geográfico universal, 1972- y a la incertidumbre sobre lo que nos espera, actuando a modo de resumen del tema abordado, y que encuentra su expresión mayor en el poema que da título al libro y en versos tan definitivos como éste: "Eres ese temblor que va contigo / Eres el mismo, en fin, que nunca fuiste". Las identidades no serán una muesca más en la trayectoria poética de Felipe, sino una especie de súmmum o tótem literario, a partir del cual, y como se ha encargado de repetir el autor en conferencias y entrevistas, habrá que crear algo distinto, un paisaje nuevo como el que contemplaremos mañana, esta noche, ahora mismo.

domingo, 20 de enero de 2013

El pasado siempre vuelve

Muchos teóricos e historiadores del cine sostienen que el séptimo arte dejó de serlo o, cuando menos, perdió buena parte de su esencia o naturaleza con la llegada del sonoro. Otros son de la opinión de que hasta el cine hablado el nuevo invento no era más que teatro filmado en el que los actores forzaban los gestos y maneras al modo de los mimos y los modelos de la farándula. Películas recientes, premiadas y agasajadas por la crítica especializada como The artist o Blancanieves parecen poner de nuevo sobre el tapete tan apasionante cuestión. La película de Pablo Berger, de quien apenas teníamos noticias desde su excelente debut con Torremolinos 73 (2003) -también ambientada en Andalucía, por cierto-, no avivará un debate que ya sólo es pasto de cinéfilos sesudos, pero sí puede lograr que nos planteemos la vigencia de un espectáculo que, más de un siglo después de su nacimiento, todavía es capaz de sorprendernos y emocionarnos recurriendo a sus formas originales.
A pesar del indiscutible acierto de su propuesta, que algunos malpensados pueden ver como un intento forzado de copiar el exitoso modelo del país vecino, la película de Berger tiene suficientes valores como para pasar por méritos propios como una de las películas españolas más estimulantes de los últimos años: lo original de su planteamiento argumental -una revisitación del famoso cuento adaptada a la España contemporánea y taurina, con guiños a la prensa del corazón y homenaje al mundo freak incluidos-, la belleza de su fotografía en blanco y negro, la precisión de su montaje, la hábil utilización de la música y los efectos de sonido, su capacidad para trascender las señas de identidad andaluzas y fusionarlas con una historia universal... Berger, en definitiva, y por si había alguien que lo dudara, nos ha hecho creer que el cine tiene todavía muchas cosas que contar, y que aún puede hacer gala de su modernidad y fescura apelando a su pureza.

viernes, 18 de enero de 2013

Magia con doble fondo


No hace mucho comentaba en este mismo blog un modesto librito que había aparecido sobre el famoso circo Barnum. Los entresijos del mundo editorial son tan insondables que mis palabras parecen haber sido escuchadas con la reciente publicación de El gran salto. La asombrosa historia del circo, de Raúl Eguizábal (Península). En esta voluminosa, documentada y valiosa obra se traza un recorrido historiográfico por el llamado mayor espectáculo del mundo rescatando números imposibles y fascinantes, personajes y artistas muchos de los cuales merecerían su propia biografía, concepciones diferentes según el ámbito geográfico, numerosas anécdotas dignas de recordar y familias y empresarios, como el citado Barnum, que apostaron su fortuna y su vida por avivar la ilusión de niños y mayores. El abultado campo de investigación, que comprende desde los primeros conatos circenses en las cortes monárquicas o en el lejano oriente hasta las novísimas propuestas del Circo del Sol, requería, por supuesto, meter la tijera, pero también una estructura que delimitara las diferentes propuestas que puede ofrecer la carpa. De este modo, Eguizábal divide su trabajo -profusamente ilustrado además con fotografías, dibujos, recortes de prensa o programas de mano- en una serie de categorías o especialidades que le permiten no dejar ningún cabo suelto y poner orden en la confusa y tupida maraña de cachivaches y aparejos que arrastran los carromatos de un pueblo a otro: tenemos a los acróbatas y trapecistas, a los domadores, a los caballistas, a los magos e ilusionistas, a los forzudos, a los hombres bala, a los lanzadores y, por supuesto, a los freaks o fenómenos de feria. Evitando la prolijidad y los excesos, Eguizábal sabe ser ameno logrando esa mágica concordancia entre continente y contenido tan difícil de obtener a veces.
Algo de magia tiene también el último libro de Benjamín Prado. Si el relato debe atesorar la difícil virtud de tener las palabras precisas, el aforismo es, quizá junto al haiku, el género literario que más se puede parecer a un juego de ilusionismo donde el mínimo error puede hacer, como en el circo, que el equilibrista se trastabille o el domador sufra el desagradable arañazo del león. Condensar una idea o un sentimiento en apenas una o dos frases provocando la sorpresa, la emoción y el puro goce estético es un logro que sólo está al alcance de muy pocos. Entre los más grandes podríamos citar a Canetti, Rilke o Kafka, y ya en la literatura española contemporánea me quedo con Lorenzo Oliván o Enrique Baltanás, cuyo libro también comenté por aquí. Nada menos que quinientos aforismos reúne Prado en Pura lógica (Hiperión, 2012), repartidos de centena en centena para dar descanso al lector y dejar que saboree como debe perlas como las que nos regala: "No hay peor ahogado que el que se hunde en lo superficial", Acariciarla era ir desdoblando un mapa", "Invadir es quedarse con los problemas de los enemigos", "No persigas lo que no quieras que te alcance", o "Una historia nunca puede escapar del sitio en el que ocurrió". En el debe de la edición, sólo anotar el desliz en la repetición de algún aforismo o la intrusión de alguna cruel errata que desvirtúa el efecto pretendido al hacerse notar demasiado en un espacio tan reducido.

martes, 15 de enero de 2013

Colosal

El reto de Tom Hooper después de su aclamada El discurso del rey (2010), ganadora de 4 Oscars, no era modesto: nada menos que una adaptación del musical de Claude-Michel Schönberg y Alain Boublil sobre la novela de Víctor Hugo, llevada al cine y la televisión en multitud de ocasiones casi desde los primeros tiempos del cine mudo. El resultado, salvando la opinión de agoreros y algunos puristas, no ha podido ser más espectacular. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto con un musical que nos trae a la memoria los grandes momentos de un género que parece resucitar cada cierto tiempo. Sólo tenemos que acordarnos de las recientes aportaciones de Woody Allen o Lars Von Trier para confirmar, para quien todavía tenga dudas, que el musical tiene aún sobrado público en el cine de consumo actual, tan mermado por las comedias infantiloides y la falta de ideas. Los miserables rezuma puro cine por los cuatro costados, desde su prodigiosa puesta en escena -valga como muestra la impresionante escena inicial del arrastre del buque- hasta la hilazón de diferentes escenas con una misma canción, pasando por la soberbia interpretación de todos los actores -incluso el normalmente anodino Russel Crowe- y la maravillosa banda sonora. Hooper ha conseguido lo que a priori parecía imposible: superarse a sí mismo y aumentar las expectativas sobre su siguiente proyecto. El cine británico está de enhorabuena. El único pero es que el espléndido Hugh Jackman tendrá que coincidir en la terna con Daniel Day-Lewis encarnando a uno de los presidentes más queridos de Estados Unidos. Y contra eso no se puede competir.

sábado, 12 de enero de 2013

Sevilla tiene más(caras)

Del tándem sevillano formado por Santi Amodeo y Alberto Rodríguez tras su primera colaboración en el cortometraje Bancos y en el sorprendente debut en el largo, El factor Pilgrim (2000), quizá sea Alberto Rodríguez el que haya logrado mayor repercusión crítica y mejor suerte comercial. Su primera película en solitario, El traje (2002), ya apuntaba un universo estilístico propio y maneras interesantes que cuajaron totalmente en Siete vírgenes (2005), premiada en varios certámenes y nominada a varios Premios Goya. Su prometedora trayectoria se empañó un tanto con la decepcionante After (2009), pero ha remontado el vuelo, y de qué manera, con la impresionante Grupo 7 (2012).
Una de las virtudes del joven cineasta ha sido no renunciar a sus orígenes a la hora de llevar sus argumentos, siempre originales, a la pantalla. Rodríguez ha convertido a la capital hispalense en paisaje cinematográfico de primer orden, abordando diferentes cuestiones sociológicas que podía haber trasladado a espacios ficticios, pero que ha preferido situar en su ciudad evitando caer en esos clichés que la acompañan habitualmente, y demostrando que sus calles, barriadas y personajes tienen suficiente entidad como para asumir un protagonismo que se le había negado en multitud de ocasiones, y que en los últimos años ha comenzado a aflorar con títulos como Solas, El mundo es nuestro, o los de su propio ex compañero de fatigas, Santi Amodeo. Ya se trate de la inmigración y la picaresca para sobrevivir -El traje-, de la delincuencia juvenil en barrios marginales -Siete vírgenes-, de la carestía de horizontes de los treintañeros -After- o de la erradicación de la droga -Grupo 7-, Alberto Rodríguez ha demostrado tener muy claras sus ideas a la hora de encarar un nuevo proyecto cinematográfico.
Grupo 7, a diferencia de trabajos anteriores, quizá sea la película que parte de un suceso más concreto, anclando su argumento a las peripecias de un grupo policial que existió realmente en Sevilla, encargado de eliminar con métodos expeditivos la venta de droga y la delincuencia en el centro de la ciudad en los años previos a la organización de la Exposición Universal de 1992. Integrado por cuatro policías -interpretados por Antonio de la Torre, Mario Casas, José Manuel Poga y Joaquín Núñez-, el denominado Grupo 7 se vale de todos los mecanismos legales e ilegales para lograr el objetivo encomendado: chivatazos, engaños, violencia desmedida, chantajes, incautaciones, etc. La progresión del relato, que Rodríguez consigue hacer tan físico como las palizas que sufren o propinan sus protagonistas, sigue un camino inverso en lo que se refiere a los dos principales bastiones del grupo: mientras el personaje de Antonio de la Torre, descreído y hastiado de su trabajo, va dándose cuenta poco a poco del sinsentido de sus métodos, el policía que incorpora Casas sigue la trayectoria opuesta: de jovencito algo amedrentado por la hostilidad de sus compañeros -tiene esposa e hijo recién nacido- acaba animalizándose hasta no ser reconocido por estos. La habilidad de Rodríguez está en no tomar partido por ninguno de los dos, sino en presentarnos su evolución con la naturalidad de una cámara presta siempre a captar los mínimos detalles expresivos.
Aunque no he tenido todavía la oportunidad de ver Blancanieves, nunca sabremos si la cinta de Rodríguez habría tenido más suerte en las nominaciones de los Oscar. Lo único seguro es que estamos ante una de las mejores películas del año pasado y ante el mejor trabajo de un joven realizador que debe dar mucho que hablar en los próximos años.