viernes, 23 de diciembre de 2011

Cuento navideño de Norberto Luis Romero

Precocidad

Fue sobre las dos de la madrugada. Los padres dormían y no supieron nada hasta que oyeron los disparos, corrieron a la habitación del niño y descubrieron aterrados la cama vacía. De allí se precipitaron escaleras abajo hacia el salón, donde habían sonado los tiros. Lo que vieron les quitó el aliento: su hijo todavía empuñaba la pistola caliente, explicó el comisario a Cruz, el forense. Y prosiguió, señalando los tres cuerpos yacientes casi al pie del arbolito navideño: no llevan documentos, pero está claro que no son de aquí.

Pero el hijo…

El comisario se adelantó a la curiosidad de Cruz:

Las nuevas generaciones son precoces. Este debe tener entre nueve y diez años. Al parecer, oyó ruidos abajo, se levantó de la cama. Sabía perfectamente dónde guardaba la pistola su padre…, y bajó decidido. Señaló hacia el pasillo y continuó:

Se llama Pedro, está con sus padres, uno de nuestros hombres y la psicóloga en la cocina, padres e hijo bajo los efectos del shock. Pobre criatura, no deja de tiritar, permanece con los ojos muy abiertos, no pestañea y mira al vacío.

El forense hizo un amago.

Es inútil, Cruz, llevamos un par de horas intentando que nos diga algo, pero no quiere hablar, únicamente repite una palabra: carbón, carbón, carbón…

lunes, 19 de diciembre de 2011

Se dice de este Diario secreto 1836-1837 (Funambulista, 2011) que fue el texto más buscado en Rusia durante casi siglo y medio. Aunque su autoría no está del todo demostrada, de confirmarse a más de uno se le podría caer un mito. Al igual que ha sucedido recientemente con la Poesía licenciosa de Espronceda o, en su día, con los Borbones en pelota de los hermanos Bécquer, el hallazgo de estos documentos, concebidos sin duda más como divertimento o desagravio propio que para una posible publicación, han hecho estragos en la idealizada imagen que muchos tenían del romanticismo. El idolatrado hijo de la gran Rusia, Alexander Pushkin (1799-1837), tuvo tiempo en sus treinta y ocho años de vida para ejercer a conciencia un libertinaje que no tiene nada que envidiar al de Casanova. Pushkin tenía necesidad permanente de la vagina femenina -cito textualmente: "Mi intenso estudio sobre la vulva no me ha permitido comprender por qué surgen sentimientos tan fuertes con sólo mirarla"- y coleccionó amantes de todas las edades, frecuentaba los prostíbulos, lo hacía con sus propias doncellas e incluso con miembros de su propia familia, participando, por supuesto, en orgías desenfrenadas.
Sin embargo, tal derroche de facultades no impedía que estuviera apasionadamente enamorado de su mujer, Nataly, y que no soportara que ésta flirteara con un apuesto soldado, al que se vio obligado a retar en el duelo que provocaría su muerte: Pushkin no era amigo de disparar el primero y, aún así, se había salvado en los numerosos enfrentamientos por cuestiones de honor que había disputado.
La narración que nos presenta Funambulista recoge sus pensamientos desde un año atrás hasta casi el día anterior al fatídico duelo que segaría su vida. La injerencia en su cómoda vida del posible amante de su esposa le lleva a redactar un diario en el que justifica las razones de su comportamiento, describe sin escatimar detalles algunas escenas de sus amoríos, y reflexiona sobre cuestiones como la pasión, el matrimonio y, por supuesto, el sexo. Como confiesa en algún pasaje del libro, el autor de La hija del capitán no quería que nadie, ni los más cercanos, leyeran este catálogo de perversiones y bajezas; de ahí, probablemente, que no cuidara demasiado el estilo literario y no tuviera problemas en repetirse una y otra vez. Leyendo este curioso memorándum da la impresión de que es más importante lo que sucede en los márgenes del diario, en la vida real, que lo que Pushkin nos cuenta, exhausto de placer y de vivir al límite, a modo de reposo del guerrero.
Por si a alguien no le había quedado claro con las licenciosas vidas de otros ilustres románticos como Byron o Shelley, cualquier prejuicio entonces se soslayaba con más facilidad que en nuestros tiempos. ¿Siempre nos quedará John Keats?

lunes, 12 de diciembre de 2011

Hace 7.000 años

Contemplando el impresionante menhir dos Almendres, cerca de Évora, en un viaje reciente.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Cuando viajamos a la isla de Mallorca en el verano de 2002 y pasamos cerca de Manacor, ignorábamos que una leyenda del deporte español estaba gestándose a pocos metros de la carretera que surcaba nuestro coche alquilado. Por entonces, Rafa Nadal ya era una firme promesa del tenis, habiendo ganado numerosos torneos de categorías inferiores. De hecho, sólo unos días atrás había alcanzado en Wimbledon las semifinales del único Grand Slam Junior que jugaría en su meteórica carrera. Pero para el gran público, incluso para el buen aficionado al tenis que yo me consideraba, era todavía casi un completo desconocido. Sus éxitos posteriores, su filosofía vital, esa imagen alejada del glamour de las revistas, le han convertido ya en una especie de mito viviente y de ejemplo a imitar por las nuevas generaciones de tenistas arrojados a las pistas gracias a él.
Normalmente acostumbro a rechazar esas biografías escritas en el apogeo de la fama por el razonable pensamiento de que poco pueden aportar a la consabida sucesión de premios y homenajes. Creo que el propio Nadal secundaría esta opinión. Por eso me extrañó sobremanera que el más joven ganador de los cuatro "Grandes" se prestara a este mismo juego de autocomplacencia. Pero vistos los resultados de Rafa. Mi historia (Urano, 2011) comprendo mejor que haya transigido. Un deportista tan poco dado a sincerarse y a mostrar sus sentimientos en entrevistas y reportajes ha encontrado en este proyecto editorial la oportunidad de exhibirse impúdicamente hasta el punto de resultar conmovedor en muchos pasajes del mismo. Sin duda uno de los mayores aciertos del libro es la alternancia entre la voz íntima de Nadal que, a la par que deconstruye las sensaciones vividas en sus dos victorias más importantes hasta la fecha -las finales de Wimbledon 2008 y Open USA 2010- repasa episodios de su corta biografía, y la del periodista y escritor John Carlin, quien aporta la visión externa recurriendo también a la opinión de las personas más próximas al tenista, sobre todo, la familia y su equipo técnico.
Si el libro se hubiera inclinado sólo por una de las dos opciones el resultado no sería tan franco y esclarecedor. El contraste entre ambas perpectivas nos permite apreciar los matices que separan la imagen ofrecida a los medios por Nadal del tono descarnado y a flor de piel que impera en esa especie de diario íntimo. Rafa no elude hablar del tema que quizá todos esperaban, la separación de sus padres, y cómo ésta afectó en su rendimiento. Pero hay mucho más: la tormenta de las lesiones en una constitución física especialmente delicada, la exigente relación con su tío-entrenador, la pasión por Mallorca y el refugio y apoyo en sus seres queridos. Si muchos de sus seguidores esperaban ansiosos conocer a fondo a ese tímido tenista que ha sabido sobreponerse a los rigores de la fama, ahora tienen la oportunidad.

martes, 22 de noviembre de 2011

The reader´s diary (V)

La mano invisible. Isaac Rosa. Seix Barral, 2011. Quizá no sea éste el mejor libro de Isaac Rosa. Y la culpa la tiene en cierto modo su propio molde narrativo, configurado como un bucle obsesivo sobre el mundo laboral que no permite alardes expresivos. Tampoco la tensión agobiante de El país del miedo ni la brillante aleación de realidad y ficción de El vano ayer. Rosa construye un escaparate de diversos puestos de trabajo que, vigilados por un público anónimo, muestran la diferente catadura psicológica de los empleados, su variopinta manera de afrontar una tarea que no parece tener ningún objeto productivo. Con claro regusto kafkiano, la parábola trenzada por Rosa se lee con interés de principio a fin, pero nos sabe a poco después de catar sus obras mayores.
Historias de un dios menguante. José Mateos. Pre-Textos, 2011. Aunque ya había dejado muestras de su prosa en algunos libros de difícil clasificación como Soliloquios y divinanzas o La razón y otras dudas, éste es el primer libro de relatos del poeta José Mateos. Un conjunto de historias íntimas, recitadas a media voz, engarzadas por el sutil hilo de la incompresión y la ausencia. Temas ya conocidos son tratados aquí con la delicadeza de un poeta que no espera respuestas, sino plantear interrogantes sobre unos personajes dejados de la mano de dios.
Sevilla, un retrato literario. Eva Díaz Pérez. Paréntesis, 2011. Los que hayan paseado por la Sevilla de postal turística tienen aquí la oportunidad de acceder a esa otra Sevilla, la subterránea y desconocida que no aparece en las guías ni se promociona en el exterior, la Sevilla de las tertulias noctámbulas y los escritores olvidados, la Sevilla que pasó a mejor vida y que, con avidez periodística y pasión de letraherida, Eva Díaz Pérez nos devuelve con profusión de datos y pistas para practicar diferentes rutas a cual más apetecible.
Diarios, 1984-1989. Sándor Márai. Salamandra, 2008. Mi buen amigo Tomás Rodríguez Reyes me llevó a este documento estremecedor donde Márai relata sus últimos años de vida, antes de pegarse un tiro porque no soportaba verse morir poco a poco. El autor húngaro relata con crudeza descarnada la terrible agonía vivida junto a su desahuciada esposa, su propia debacle física -lee por las noches a pesar de que su vista casi se lo impide-, al tiempo que hace comentarios sobre la situación de su país, la idiosincrasia norteamericana o sus últimas lecturas. Sólo le propondría a Salamandra que al menos uno de los cinco tomos de los diarios de Márais que faltan por traducirse sea prologado por el bueno de Tomás. Creo que la lectura magistral que del último ha realizado en su blog le dan derecho pleno.
Donde se guardan los libros. Jesús Marchamalo. Siruela, 2011. Con el añadido de algunos autores, el último título de Marchamalo recopila la serie de artículos que publicó en el ABC Cultural sobre las bibliotecas de varios escritores de renombre de nuestras letras. Ilustrado con las pertinentes fotografías, el libro es una delicia para quien quiera conocer las manías clasificatorias de bibliófilos empedernidos como Vila-Matas, Trapiello, Francisco Rico, Soledad Puértolas, Clara Janés o Juan Manuel de Prada, sus tesoros más preciados, sus cuitas para deshacerse del sobrepeso, o sus oscuros habitáculos para títulos indeseables o castigados.

lunes, 21 de noviembre de 2011

El mapa del cielo

Para que los que, como yo, no tenéis facebook y no lo habeis visto aún, os enlazo el booktrailer promocional que la editorial Plaza&Janés ha realizado de El mapa del cielo, la esperada continuación de El mapa del tiempo de mi hermano Félix J. Antes de que se publique aquí el 9 de febrero, ya están vendidos los derechos de traducción a varios países, y otros la están leyendo con buenas expectativas.

http://www.youtube.com/watch?feature=player_detailpage&v=MeJYVjghvTc

jueves, 10 de noviembre de 2011

Ni un momento de descanso

Todo un lujazo asistir ayer en la Fundación Caballero Bonald a la intervención de Antonio Orejudo en el ciclo "Letras Capitales" del Centro Andaluz de las Letras. Haciendo gala de una síntesis magistral, un gran despliegue de ideas y su ya clásico humor algo gamberro, el autor de Un momento de descanso nos mantuvo pegados a la silla -irónicamente, sin descanso- durante algo más de una hora. Después de escucharle, ahora le tengo envidia sana por partida doble, como escritor y como orador. Y se me viene a la mente mi Andrés García, el protagonista de La vida en espiral, y los pensamientos asesinos que pasaron por su cabeza. Pero no te preocupes, Antonio, que Andrés, pura ficción, se quedará encerrado en sus páginas y no llegará la sangre al río. Te estimo demasiado.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Un artículo

Memorable el artículo publicado ayer por José Carlos Llop en ABC. Toda una lección de la quintaesencia de la literatura.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Fabricando al robot perfecto

Reconozco que ante tanta promoción, insólita tratándose de un realizador español novel, tenía mis reservas ante la película de Kike Maíllo. La esperaba aparatosa, vacua, pródiga en falsas promesas y fuegos de artificio, un vano intento por emular con ínfulas creativas la factura del cine comercial norteamericano. Sin embargo, a medida que se sucedían las imágenes, mis reticencias previas se fueron desvaneciendo. Además de sus muchos otros valores, uno de los mayores aciertos de Eva es que es una película honesta consigo misma. No pretende llegar donde sus medios no pueden, sino que prefiere centrarse en una historia pequeña, bien contada, que, partiendo de un universo cultural reconocible -y que abarca desde las reminiscencias bíblicas al Frankenstein de Mary Shelley pasando por evidentes episodios cinematográficos- lleve a buen término la modestia bien entendida, sin llegar en ningún momento al exceso. No hay ningún despliegue de efectos visuales, deslizándose estos según lo requiere el guión. No se cargan las tintas en la faceta más divertida de los robots -el personaje de Lluís Homar, genial, por cierto, en su cometido- ni en el aspecto romántico de la historia de amor -las buenas maneras de un director se perciben con la elección musical para una escena crucial, aquí Bowie y su Space oddity-, ni siquiera en la parte más melodramática, resuelta por Maíllo de una forma drástica y eficaz.
La sólida interpretación de los actores -incluso de Alberto Amman en el personaje más endeble del film-, la cuidada ambientación y la habilidad para mantener la tensión a lo largo del metraje contribuyen a lograr una obra estimable, vendida erróneamente a los medios con una grandilocuencia falsa, pues la belleza que encierra cabe en el minúsculo cerebro de un robot.

domingo, 23 de octubre de 2011

Con Eva en Palacio


El pasado viernes compartí mesa con Eva Díaz Pérez desglosando toda su obra literaria, que tendrá pronta continuidad con El sonámbulo de Verdún (Destino), en las librerías el 15 de noviembre. El ambiente palaciego de la Fundación Medina Sidonia le ha inspirado a la autora nuevas páginas para otra novela que ya barrunta en su cabeza. Os dejo aquí el texto de mi presentación en esta entrañable velada.

La verdad es que cuando me ofrecieron presentar a Eva Díaz Pérez no pude menor que mostrar mi entusiasmo, ya que me siento muy identificado con ella por varias razones que voy a explicar a continuación. En primer lugar, somos casi de la misma quinta o generación –aunque este término a ella no la convenza del todo-. Eva nació en el 71 y yo aparecí en este mundo, casi de puntillas, en enero del 72.

Los dos estudiamos Periodismo, y además, en la misma facultad, en ese viejo caserón que fue residencia del pintor sevillano Gonzalo Bilbao, un edificio de 1900 con suficiente enjundia para protagonizar en el futuro, quién sabe, una nueva novela de Eva Díaz, protagonizada quizá por una doctoranda en Bellas Artes que encuentra un lienzo inédito de Valdés Leal sepultado entre los escombros de la antigua biblioteca.

Desde su llegada a la primera plantilla de la redacción de El Mundo Andalucía en 1998, ha ganado el Premio de Periodismo Ciudad de Huelva, el de la Universidad de Sevilla, y ha sido accésit o finalista del Unicaja, el Francisco Valdés y el Manuel Alcántara. Un currículo impresionante cimentado en críticas teatrales –recordemos que Eva hizo sus pinitos en Arte Dramático y ha publicado un libro sobre Salvador Távora-, en pequeños ensayos de trasfondo histórico, y en artículos que, salvando la rutina diaria, tratan de buscarle las cosquillas a la realidad en temas tan polémicos como el tabaco o los toros.

Pero volviendo a las coincidencias que nos unen, Eva y yo publicamos nuestro primer libro con apenas dos meses de diferencia, un servidor en diciembre del 2000 –Sopa de cine- y ella en febrero del 2001 –El polvo del camino, que ahora, por cierto, acaba de reeditar aprovechando su décimo aniversario-. Rizando el rizo de las casualidades, los dos libros aparecieron en la misma editorial, Signatura, y, contra lo que se podía prever viendo nuestras preferencias posteriores, ninguno de los dos fue una novela, acogiéndose al ensayo divulgativo con un punto irónico.

Salvando estas coincidencias biobibliográficas, sobre las que más adelante volveré, Eva y yo compartimos también una relación de amor y odio con la ciudad que nos vio nacer, Sanlúcar en mi caso, Sevilla en el suyo. La ciudad hispalense siempre ha estado presente en la obra literaria de Eva de un modo u otro, casi siempre para erradicar esa imagen de postal turística, de jarana y pandereta que la han castigado a lo largo de los siglos, impidiendo ver esa otra Sevilla, de matices insospechados e historias ocultas, que late refulgente en los libros de Eva.

Si en Memoria de cenizas –premio Unamuno concedido por el periódico Protestante Digital-, nos relataba el casi desconocido episodio del foco reformista surgido en las celdas del convento de San Isidoro del Campo, y cuyos protagonistas, obligados al destierro, gestaron la primera traducción de los textos bíblicos, la mítica Biblia del Oso; en Hijos del mediodía, su segunda novela –Premio de Narrativa El Público de Canal Sur-, se adentraba en el corazón de las vanguardias literarias para ofrecernos una Sevilla en estado de gracia, henchida de literatura y de máscaras de héroes con nombre y apellidos: Fernando Villalón, García Lorca, Cernuda, Romero Murube, Rafael Laffón, Pedro Vallina, y otros muchos, algunos de ellos hoy olvidados, cuyas sorprendentes y a veces estrambóticas biografías, Eva ha vuelto a rescatar en las páginas de Sevilla, un retrato literario, un fascinante paseo por la tinta invisible escrita en los muros, calles, sótanos, árboles, iglesias y aromas de una ciudad que tiene la virtud –o la desgracia, según de mire- de fagocitarse a sí misma.

En eso, creo, Sevilla se parece a Sanlúcar, como si el río Guadalquivir fuera un cordón umbilical jamás cortado, una corriente de conquistas y hazañas que nos arrastra en el mismo barco, pero que también va dejando en el lecho marino las frustraciones y derrotas, los tesoros perdidos y los náufragos anónimos cuyo nombre habría que desenterrar del olvido.

Sevilla, un retrato literario, vuelve a acercarme a Eva por una razón menos evidente que la de volver a compartir editorial –ahora Paréntesis-, me acerca a ella por esa pasión irreductible por bucear en nuestro pasado más cercano, el que tenemos a la vuelta de la esquina y no somos capaces de ver. Eva, que ha confesado en una entrevista que de poder vivir en un solo lugar, elegiría una biblioteca, es una amante correspondida de archivos polvorientos, rarezas bibliográficas, correspondencia inédita, una amante, en definitiva, de la hojarasca de la que el tiempo se va desprendiendo porque no cabe en los manuales de historia convencionales.

Si además de su familia, amigos, compañeros de profesión y, por supuesto, ella misma, alguien se alegró aquella noche de Reyes del 2008 de que resultara finalista del Premio Nadal, ese fui yo. El reconocimiento tributado a El club de la memoria, esa novela que homenajeaba a los exiliados de la Guerra Civil –y que se comunicaba en paralelo con ese puzzle de biografías de pequeños grandes hombres y mujeres, La Andalucía del exilio-, suponía en realidad el reconocimiento a una forma de entender la literatura que comparto plenamente con Eva; una literatura que, aunando realidad y ficción hasta volverlas casi indistinguibles una de la otra, beba de nuestro pasado, de los arcones de nuestra memoria más frágil y dolorosa para otorgarles esa voz dormida, que diría Dulce Chacón. En una de esas vueltas de tuerca del destino, Eva, como si presintiera que la noche de Reyes le iba a traer suerte, había pronunciado unos días atrás el pregón de la Cabalgata de los Reyes Magos de Sevilla.

La magia de la que habló en su discurso se había hecho realidad. Y es que Eva, en cierto modo, tiene algo de hada madrina, pues ha conseguido lo que podría parecer imposible, que un grupo de estudiantes de secundaria sepa lo que es la ucronía. Ciñéndonos a la definición que aporta el emotivo trabajo de la alumna de un instituto de Málaga, Noelia Gil Paredes, “ucronía es un género literario al que también se puede llamar ‘novela histórica alternativa’, pues lo que la caracteriza es que la trama es una historia desarrollada a partir de un acontecimiento del pasado real pero que sucede de manera diferente en la novela”. Y sigue diciendo, “la ucronía conjetura sobre realidades alternativas a partir de un evento histórico muy conocido, significativo o relevante, en el ámbito universal o regional”.

En El sonámbulo de Verdún, la novela de Eva que saldrá a la venta el próximo 15 de noviembre, la ucronía viene de la mano de Klaus Werger, un periodista capaz de ensamblar en sus artículos las pequeñas historias con la inmensidad de la Historia con mayúsculas; de un joven soldado checo, Jaroslav que, tras desertar del ejército austrohúngaro, espera en Verdun el final de la Gran Guerra; y, finalmente, de la mano de un siglo entero de la historia contemporánea centroeuropea, contada a través del poético e invisible travelling de una bala que sale de un fusil y llega a la frente de un soldado.

El amor por la vieja Europa, por sus ciudades y sus barrios –Praga, Budapest, Viena, Josefov, Steinhof-, por nombres que quisiéramos olvidar para que no se repitieran –Terezín, Hartheim- y por otros que nos evocan mundos soñados y leyendas de otros tiempos –Weimar, Golem, Kafka-, el amor que comparto con Eva fruto de infinitas lecturas sobre un continente que atesora buena parte de la historia de la humanidad.

De esa irremediable atracción por lo subterráneo, lo recóndito, por el guardapolvos que cubre las historias que duermen el sueño de los justos, nos debe venir a ambos la fascinación por los cementerios, por la siniestra belleza de las tumbas de los escritores o artistas que admiramos, y que hemos buscado con tesón en París, Roma, Praga o la misma Sevilla.

Decía el fallecido José María Bernáldez en la revista “Mercurio” –en cuyas páginas, al igual que en las de “Clarín”, Eva y yo, cómo no, también hemos coincidido alguna vez- que en la prosa de Eva encontraba huellas de Arturo Barea, de Cansinos Assens, de Galdós, de Sandor Marai, de Primo Levi o de Irene Nemirovski, mientras que Francisco Morales Lomas en “El Maquinista de la Generación” hablaba de una “línea cervantina similar a otros escritores del momento como Orejudo o Benítez Reyes”, con la que la autora que hoy presentamos “mezcla la realidad y la ficción creando juegos librescos”.

No resulta extraño, por tanto, que Eva participara en la antología Quince ventanas al Quijote, que ofrecía diferentes aproximaciones de algunos de nuestros mejores jóvenes narradores a uno de los textos de referencia del castellano, ni que en sus páginas abunden palabras que parecen provenir de siglos atrás y que se exhiben para reflejar impúdicamente la riqueza de nuestra lengua: tapaluces, trementina, trampantojo, toronjas, rosolíes, ónice, albayalde, alheña, boje, collaciones, rascadero, almodrote, tahalí, bencina...

Eva Díaz Pérez es una apasionada del lenguaje y de las tradiciones, pero en su literatura trata siempre de retorcerle el cuello al tópico, a ese casticismo servil y ramplón que, incapaz de levantar el vuelo, ha hecho tanto daño a nuestras letras, colocando a veces las placas y monumentos equivocados. No podría terminar esta intervención sin posicionarme –no físicamente, que ya lo estoy- enteramente de su lado, y suscribir su respuesta a una pregunta de una entrevista reciente. Preguntada sobre cómo prefería ocupar su tiempo libre, Eva respondió sin dudar: “Leer, escribir y viajar. El orden de los factores no altera el producto”.


miércoles, 12 de octubre de 2011

El día que Chanquete murió de verdad


No recuerdo si fue la segunda o la tercera vez que la repusieron, pero lo cierto es que durante una emisión de Verano azul circuló en el barrio la leyenda urbana de que "Chanquete", el incombustible anciano que echó ancla en "La Dorada", una suerte de abuelo de Heidi que buscaba climas más tropicales, había muerto de verdad. Por aquellos años internet era una utopía, apenas leíamos otro periódico que el "Marca", y la televisión y la radio constituían nuestro único cordón umbilical con aquella otra realidad que traspasaba los muros de nuestro pueblo. Al igual que nuestros pequeños héroes de la pantalla -Javi, Pancho, Desi, Bea, Quique, Piraña y Tito- no dimos crédito a los rumores, pero durante varios días, hasta que nuestros padres nos confirmaron que Antonio Ferrandis, que así se llamaba "Chanquete" en la vida real, seguía vivo y coleando, rodando más series y películas, y que incluso con una de ellas había ganado España el Oscar a la mejor película extranjera, tuvimos nuestras dudas y quisimos con toda nuestra alma que aquella noticia fuera un bulo y nada más.
¿Qué había pasado dentro de nosotros para que una persona ajena a la familia, un personaje de ficción que no gozaba de ninguna facultad prodigiosa como, por ejemplo, Bruce Lee, otro de nuestros ídolos de la época, nos importara tanto como para sentir su muerte? Creo que la respuesta hay que buscarla en que "Chanquete" reunía en un solo hombre todas las cualidades más nobles del padre, del abuelo, del tío y del amigo, un caleidoscopio de virtudes que chocaban en numerosas ocasiones con el ímpetu de los chavales a los que adoctrinaba, y que bien podíamos ser nosotros con sólo trucar la pantalla, como en Pleasantville, y poder escuchar sus "sermones", pasear por las calles de Nerja, repartiendo leche a los vecinos, recibir nuestra primera moto, enamorarnos como pardillos, desnudarnos en una piscina con una mezcla de chulería y rebeldía, organizar una campaña de limpieza, luchar contra la especulación inmobiliaria, asistir al ocaso de un mago en horas bajas, a la perplejidad de un enfermo mental que creía venir del espacio exterior, al divorcio de nuestros padres, a la soledad de una pintora que busca su refugio, a la aventura de explorar una cueva desconocida, al inconformismo de los desplantes con frases escogidas, a los secretos íntimos de los cantantes de moda...
Como el personaje de Tobey Maguire en aquella película, los niños de entonces que hoy rozamos la cuarentena podríamos responder sin problemas a un maratón de preguntas sobre la serie sin temor a equivocarnos. Treinta años después, la sociedad ha cambiado notablemente y Verano azul se ve hoy con un punto de sonrojo y algo de vergüenza ajena, pero entonces llegó en el momento oportuno para los niños que estábamos aprendiendo a vivir, esos niños cuya nostalgia siempre beberá de los inolvidables ochenta hasta caer, ciegos de mirindas y canciones infantiles, en un espejismo imposible de recuperar.

martes, 11 de octubre de 2011

Felix Romeo, in memoriam

Creo que nunca llegué a conocerle -la memoria ya va siendo frágil-, aunque estuve muy cerca. Recuerdo en una comida de mi primer curso de verano en El Escorial, sentado entre otros con Juan Manuel de Prada e Ignacio Martínez de Pisón, que este último contó algunas correrías compartidas con el bueno de Romeo y Miguel Pardeza, un futbolista letraherido, rara avis donde las haya. Años después hubo alguna presentación a la que no pude acudir y, más tarde, el seguimiento ocasional de las magníficas entrevistas que mantenía en La Mandrágora. Guardo como oro en paño la primera edición de sus Dibujos animados con esa impagable ilustración de El Coyote armado con una pistola debida a Fernando de Felipe, otro zaragozano casi de su misma quinta. Aquel fue uno de los primeros libros que Plaza y Janés nos envío para el suplemento cultural Mosaico que entonces mi hermano Félix y yo teníamos entre algodones. Quizá me gustó menos de lo esperado. Era la primera novela de Romeo, cuyo estilo mejoró con Discotheque, y, sobre todo, con Amarillo, novela autobiográfica que quizá comparta con mi también tercera novela, Bancos de niebla, más puntos en común de lo que parece, pues ambas tratan de retratar la ausencia del amigo que se ha suicidado. Romeo era poseedor de una vasta cultura, o quizá sería mejor decir un completo enfermo de cultura, cuya pasión desmedida -volcada en numerosos eventos y compromisos- le impidió fraguar la gran obra en papel que seguro atesoraba en su cabeza. Su temprana muerte ha segado de raíz esa posibilidad, y nos debemos conformar con esa mínima trilogía narrativa que quizá no haga justicia a su fervorosa y furibunda manera de entender el hecho literario.

jueves, 29 de septiembre de 2011

El reino de las sombras

Uno, que es un cinéfilo y nostálgico empedernido -¿no serán ambas cosas lo mismo?- no puede evitar sentir un arañazo en el alma al pasar por un cine abandonado, presa de la especulación urbanística de los cascos históricos y del irrefrenable auge de los centros comerciales. Los tiempos han cambiado. Hoy a ningún empresario se le pasaría por la cabeza abrir un multicines sin el amparo de cadenas de comida rápida, tiendas de moda y aparcamiento gratuito. El cine, mal negocio en época de descargas y software libre, necesita amortizar su inversión con una parafernalia añadida. Los grandes cines de antaño, los que milagrosamente se conservan casi intactos en los centros de las ciudades a falta de comprador, ya son sólo reducto de vagabundos y sin techo, pero a veces recobran el esplendor de sus mejores años gracias -irónicamente- a la magia del cine, como ha sucedido estos días en el Cine Jerezano con el rodaje de Miel de naranjas de Imanol Uribe. Otros tienen aún más suerte y siguen proyectando gozando de la amnistía concedida por la ausencia de superficies comerciales en muchos kilómetros a la redonda, caso de pueblos pequeños como el de Arenas de San Pedro, en Ávila.
Viene todo esto a colación porque mi buen amigo Salvador Daza ha recordado en su blog el penoso desmantelamiento del último cine que proyectaba en Sanlúcar antes de la llegada de las multisalas. Daza recuerda también que apenas, unos meses antes y, previendo el inminente desastre, ambos, junto a otros muchos amigos y lectores, nos unimos en un esforzado homenaje a aquel santuario de sueños presentando mi primer libro, Sopa de cine, en las alturas de la Sala 2. Evocando los años del cine mudo, Daza ilustró con su bellísima música el corto de Chaplin Detrás de la pantalla, toda una declaración de intenciones.
Pero lo que me ha traído también a la memoria el bueno de Salvador es que tengo que terminar de una vez por todas mi historia cinematográfica de la ciudad, a la que todavía le quedan algunos fotogramas, pero muy pocos ya, por unir a la película de una vida de claroscuros.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

¿Un árbol caído?


Cierto sector de la crítica -ignoro por qué razón- siente devoción hacia Terence Malick. Quizá se deba a que se prodiga tan poco como director -cinco películas y un corto en más de treinta años de carrera cinematográfica- que se da por hecho que su acercamiento a la cámara obedece a una imperiosa necesidad de contar algo distinto a lo que estamos habituados, un ejercicio de honestidad consigo mismo que forzosamente tiene que verse reflejado en la pantalla. No será El árbol de la vida la película que venga a cambiar esta opinión. En efecto. Estamos ante algo distinto. Pocos directores norteamericanos actuales pueden plantearse hoy día estrenar en las salas comerciales un producto de estas características. Basculando entre el documental a lo más puro National Geographic -dinosaurios incluídos- y la supuesta poesía visual de una historia familiar que se podía haber despachado en cinco minutos, Malick se abandona literalmente en las imágenes de una fábula moral que parece querer decirnos que siempre hay que escoger el camino del bien y ser fuerte ante las adversidades. Al igual que sucedía en La delgada línea roja, los actores son meras figuras pasivas de un mensaje que se manifiesta a través de escenas alargadas hasta el infinito y de voces en off que se van alternando con la historia principal. No hay lugar para la sorpresa ni para el exabrupto: cuando asistimos al envilecimiento de uno de los hijos -que incorpora de adulto un Sean Penn desnortado con cara de no saber dónde está- y podemos intuir que se avecina un episodio de pedofilia o algo peor, nos encontramos con Malick insinuando una simple masturbación con la combinación robada de una vecina.
Todo está demasiado edulcorado en El árbol de la vida, hasta el punto de hacernos añorar la película del mismo título (Edward Dmytryk, 1958) protagonizada por Montgomery Clift y Elizabeth Taylor, que, a pesar de ser una mala réplica del ambiente sureño de Lo que el viento se llevó, tenía algunas virtudes que no se hallan en su homónima del siglo XXI. Basta ver la escena final para convencernos de que estamos más cerca de la candidez de City of angels (Brad Silberling, 1998) que de un cine supuestamente destinado a cambiar nuestra visión del mundo.

miércoles, 21 de septiembre de 2011



Esta noche tendremos la oportunidad de conocer los últimos años de Cernuda en su exilio mejicano relatados por el autor de su biografía, Antonio Rivero Taravillo. Le introducirá otro poeta de excepción, José Manuel Benítez Ariza. La cita será en el jardín de La Luna Nueva en calle Caballeros, 36 (entrada por calle Barja).

jueves, 15 de septiembre de 2011

Bernie Gunther

Reconozco que leerse de una tacada las tres novelas que componen la Trilogía berlinesa (RBA, 2010) puede provocar cierto empacho de nazis, de ahí que haya decidido postergar mi lectura de la muy recomendada HHhH de Laurent Binet. Publicadas originalmente a finales de los ochenta y principios de los noventa, Violetas de marzo, Pálido criminal y Réquiem alemán se presentan ahora remozadas en un solo volumen para solaz de los seguidores de uno de los más carismáticos detectives de la novela negra contemporánea, Bernie Gunther, a quien Kerr dio posterior continuidad en los títulos Unos por otros, Una llama misteriosa, Si los muertos no resucitan y Gris de campaña, última entrega hasta la fecha. Avispado, riguroso, dotado de un sexto sentido infalible, con un cuerpo hecho a las palizas y al polvo fácil, Gunther ha heredado muchos rasgos del tough boy de la novela negra clásica norteamericana, y también ese prurito de honestidad que nos hace creer que, bajo esa capa de dureza e impermeabilidad, se esconden fogonazos de humanidad que estallan en el momento más imprevisible.
En su inquebrantable soledad -pues Gunther está hecho a las pérdidas sentimentales-, nuestro detective tiene tiempo para reflexionar sobre una Alemania que no le gusta y evocar con nostalgia los tiempos de Weimar, radiografiar la psicología de los nazis, opinar sobre el problema judío, y asistir a a la majestuosa victoria de Jesse Owens en las olimpiadas de Berlín. Puntos comunes a las tres novelas son la acción trepidante -con sucesión de asesinatos, intrigas, mujeres fatales, policías, violaciones, persecuciones, etc.-, el dibujo minucioso de la sociedad y el urbanismo de una ciudad inigualable, y la querencia, en la mejor tradición noir, de un estilo lapidario y casi abrasivo. No sabemos cuántas historias más nos deparará Bernie, pero sí estoy seguro de que se ha ganado un sitio de honor junto a Phillip Marlowe o Sam Spade.

martes, 16 de agosto de 2011

The reader´s diary (IV)

Señores niños (Daniel Pennac) Mondadori, 2011. Por razones difíciles de explicar, Messieurs les enfants, uno de los títulos más populares de Pennac, permanecía inédito en español desde su ya lejana edición francesa de 1997, precisamente por las mismas fechas en que la hoy desaparecida Thassàlia nos presentaba su célebre tetralogía de Belleville. Quizá la adquisición de los derechos editoriales por parte de Mondadori y el estimable éxito de su anterior Mal de escuela han hecho aconsejable la publicación de este ejercicio que, como el anterior, se mueve a medio camino entre la ficción y el afán pedagógico. Unos adolescentes reciben de su rígido profesor el encargo de hacer una redacción imaginándose a sí mismos de adultos. Lo que ignoran es que la tarea se transformará en realidad para todos ellos y sus familias, así como para el incauto profesor. Deslizándose en la cuerda floja del absurdo y la ironía, Pennac no logra aquí brillar a la altura de sus mejores obras, pero sí nos ofrece otra excelente prueba de sus aptitudes para escribir de un modo inequívocamente personal.

París no se acaba nunca (Enrique Vila-Matas) Anagrama, 2003. En las escasas cuatro horas que separan las ciudades de Madrid y Estambúl di buena cuenta de esta lectura atrasada de Vila-Matas, llegando a la conclusión de que aún no he encontrado el libro que verdaderamente me convenza de su privilegiada posición en el parnaso de las letras. A ratos divertido, a ratos curioso, muy repetitivo y excesivamente egotista, me gustaría pensar que París no se acaba nunca fue concebido por el autor más como un pasatiempo para empeños de mayor enjundia que como un intento serio de autobiografía literaria.

Esta historia (Alessandro Baricco) Anagrama Compactos, 2009. A falta de leerme sus ensayos y alguna que otra de sus novelas, situaría Esta historia un escalón por debajo de las magistrales Tierras de cristal, Océano mar y Seda, pero sin duda por encima de la más convencional City. Tras dos primeras partes excepcionales, las conformadas por la infancia del protagonista y el diario de la guerra, Baricco no consigue situarse al mismo nivel con el resto, dibujando un personaje femenino que no está a la altura de su pareja, y precipitando el cierre de un círculo un tanto forzado. Aún así, hay pasajes imprescindibles en una historia que tenía todos los componentes para ser otra obra maestra.

miércoles, 20 de julio de 2011

La luz con el tiempo dentro

Conozco a Pedro Sevilla desde hace unos años: como poeta, con esa ternura a flor de verso que nos inunda los sentidos y ese poder evocador de hondo aliento; como cliente, callado y algo taciturno, amigo de escudriñar las estanterías en busca de esos tesoros abandonados por alguna editorial enemistada con las reediciones; como amigo y compañero de armas, saludándonos en esos actos literarios -presentaciones, ferias, etc.- que nos reúnen cada cierto tiempo. Sin embargo, después de leer La fuente y la muerte (Renacimiento, 2011) tengo la sensación de que apenas le conocía, o más bien, de que la imagen de Pedro que yo tenía era si acaso un dibujo a carboncillo, la sombra de un hombre que se insinuaba en todo lo que escribía, en la forma de caminar, en su mirada huidiza y bondadosa... Rebasada la cincuentena, Pedro Sevilla ha creído oportuno escribir sus memorias para presentarse tal cual es, un hombretón criado en el campo, en un barrio típico de ese Arcos que quizá hoy poco tiene que ver con el que fue. Ese niño y ese joven que hoy nos contemplan desde estas páginas tenía una cualidad que le hacía diferente a los demás: su extrema sensibilidad para empaparse de todas las sensaciones y matices que flotaban a su alrededor.
Pedrito, el niño llorón y cabezón, el que prefería sentarse a ver atardecer en vez de jugar, fue moteando su espíritu en ese tosco ambiente de mulas de carga, vecinas y primas chismosas, labriegos ardientes, embarazos continuos y entierros multitudinarios. Desde la distancia que le permite el tiempo, el Pedro de hoy evoca episodios salteados de esa infancia y adolescencia tranquila y pueblerina, consiguiendo que muchas -si no todas- de sus páginas parezcan poesía, utilizando la repetición de estructuras para buscar la musicalidad, la mágica añoranza de un tiempo que todos querríamos haber compartido con él. Una de las virtudes esenciales de todo libro de memorias debería ser lograr la simbiosis con el lector, ser capaz de arrastrar a los rincones -oscuros y felices- de tu pasado a todo aquel que decida asomarse. Pedro Sevilla lo consigue de la primera a la última página, rebañándonos esas lágrimas que todos derramamos cuando fuimos los mejores.

lunes, 18 de julio de 2011

En la plaza quieta

Dentro de los actos programados por la Librería La Luna Nueva este verano en su jardín, el pasado jueves disfrutamos de la presentación del VIII Premio de Poesía "Luna del Aire", En la plaza quieta, a cargo de su autor y gran amigo, Antonio Núñez Torrescusa. Le introdujo mi querida Marianela Nieto. En la entrañable velada se escucharon también interludios musicales a cargo de la joven pianista Alicia Parra Acero y algunos poemas del libro recitados por algunos niños que prometen maneras. Os dejo una foto del acto:

miércoles, 13 de julio de 2011

Secretos y mentiras

Los compases iniciales parecían apuntar a que Pequeñas mentiras sin importancia (Les petits mouchoirs) sería la clásica película de convivencia entre amigos treintañeros cuyo subgénero -si nos atrevemos a etiquetarlo así- ha arrojado ya frutos de indudable interés como Reencuentro (Lawrence Kasdan, 1983), Los amigos de Peter (Kenneth Branagh, 1992) o Beautiful girls (Ted Demme, 1996). Sin embargo, las cosas cambian a la media hora de película, cuando, tras presentarnos a los personajes y el grave accidente en moto de uno de ellos, los amigos se marchan a disfrutar de unos días de vacaciones en una cabaña propiedad de un miembro del clan, el más serio y meticuloso en sus acciones. Por arte de magia, los personajes, que antes parecían responder al estereotipo, adquieren unos contornos bien definidos, recobrando la tensión y el nervio, hasta entonces invisibles. A ello contribuye una galería de actores que ajustan al máximo los sutiles matices que nos van revelando poco a poco, y entre los que destaco al veterano François Cluzet -autor, sin quererlo, de algunos de los mejores gags o tragicomedias de la película-, a Benoît Magimel o a la más popular Marion Cotillard.
Encerrados en las cuatro paredes de la vivienda o en contacto con la naturaleza, cada uno de los compañeros va descubriendo sus puntos vulnerables, comparte sus más íntimos secretos y miente y se autoengaña para sentirse mejor consigo mismo. Las consecuencias, devastadoras, no se hacen esperar. Lo que parecían unas vacaciones idílicas se transforma en una bomba de relojería que acaba explotando salpicándoles a todos. El amargo final, donde hasta los actores más secundarios juegan un papel primordial, nos recuerda lo lejos que nos hallamos de la felicidad inicial. Cuestiones tan básicas como la amistad, la solidaridad o el egoísmo son ofrecidas en bandeja por el joven actor y director Guillaume Canet -es su tercera película- para que reflexionemos sobre la deshumanización que impera en la sociedad actual. Sin duda estamos ante una de las películas del año.

martes, 5 de julio de 2011

The reader´s diary (III)

Miserias y esplendores del trabajo (Alain de Botton, Lumen). Alain de Botton (Suiza, 1969) siempre es capaz de ir más allá de las apariencias, de hurgar en la trastienda de lo anodino para hallar, si no una respuesta, sí al menos una explicación que nos haga la vida más confortable. Si en su anterior ensayo trató de indagar en las razones por las que la arquitectura de una casa o un edificio nos pueden hacer más o menos felices, ahora el autor de Ansiedad por el estatus se introduce en la vida laboral de algunas personas de diferentes sectores productivos y de quienes, en la sociedad capitalista y consumista en que nos movemos, apenas sabemos nada, ya que sólo vemos el resultado final de su labor, o incluso lo ignoramos totalmente, caso del artista que lleva más de dos años dedicado a pintar los diferentes matices de un roble centenario. La ambición exhaustiva de De Botton le lleva a contarnos el proceso de fabricación de las galletas y sus odiseas marítimas, las necesarias pero casi insignificantes empresas que contribuyen a que un avión se mantenga en el aire, la carcelaria rutina de los numerosos miembros de una auditora, el afán de un guía turística por promocionar la belleza de las torres eléctricas, o las descabelladas ideas de los imaginativos emprendedores. Con ese tono ya tan caro al autor que oscila entre la poesía y la filosofía ocurrente, De Botton consigue un jalón más en una trayectoria literaria destinada a descubrirnos ese otro mundo de cosas pequeñas en el que apenas reparamos.
El combate del siglo (Jack London, Gallo Nero). Inédito hasta la fecha, Jeffries-Johnson Fight fue una serie de diez artículos que Jack London escribió por encargo para el New York Herald en el verano de 1910, calentando el ambiente previo al combate decisivo que se librería en Reno (Nevada) entre el primer negro campeón de los pesos pesados y el campeón blanco retirado que volvía para "poner las cosas en su sitio". London, periodista de vocación, aventurero y gran amante del boxeo -ver su magnífico relato Un bistec-, pergeñó una brillante crónica en la que no eludió el tema principal que se escondía sobre el ring: el racismo. La fuerte carga antisemita generada por el hecho incontestable de que Jack Johnson, el negro imbatible, no tenía rival en el cuadrilátero, generó una expectación mediática sin igual hasta esa fecha, logrando que el cine, que entonces comenzaba a gestarse como lenguaje narrativo, se interesara por captar y exhibir en las salas las imágenes del combate. Pero había un gran problema: la iglesia, diferentes organismos conservadores y muchos ayuntamientos se negaron a proyectarlas, consiguiendo que el enfebrecido clima antisemita se prolongara más allá del combate y se manifestara en disturbios, decretos y actitudes que hoy nos resultan chocantes. La joven editorial Gallo Nero ha tenido la feliz idea de acompañar la crónica de London con un artículo de Barack Y. Orbach en el que se analizan las consecuencias políticas y sociales de un acontecimiento que sentaría precedentes en el uso de la censura cinematográfica.

lunes, 27 de junio de 2011

The reader´s diary (II)

La velocidad literaria (Nieves Vázquez Recio, Castalia). Los relatos incluidos en este volumen, acreedor del último Premio Tiflos, exigen un "background" literario que incluye un menú variado y rico en platos tan diferentes como Kafka, Walter Benjamin, Uri Caine, Roland Barthes, el Ulyses de Joyce o la generación "Nocilla". La autora afronta valientemente el reto de situar su discurso en la misma voz de los autores citados o en alguien cercano, acomodando el estilo y el ritmo al personaje en cuestión. Esta disposición funciona mejor en unos relatos que en otros, pero conlleva, en mi opinión, dos problemas: la frialdad de la narración, incapaz de sustraerse de las férreas pautas impuestas por ese modelo metaliterario, y la dificultad para conectar con el lector medio, ajeno a muchas de las numerosas claves literarias que se dan cita en un recorrido veloz, quizá demasiado.
El linternista vagamundo y otros cuentos del cinematógrafo (Pedro García Martín, Machado Libros). Pocas son todavía, a pesar de haber transcurrido más de un siglo desde su nacimiento, las ficciones ambientadas en los primerísimos tiempos del cinematógrafo, cuando un lienzo en blanco invadido por una locomotora hacía caer de sus asientos a los sorprendidos y privilegiados espectadores. En la mayoría de las ocasiones, el autor que sitúa su novela en la época mágica de los primeros pasos de Edison y los hermanos Lumière, no puede evitar cuando menos dedicarle unas líneas a modo de sincero homenaje, caso de la primera novela de Andrés González Barba, Los diarios de Regent Street. Pero son, ya digo, muy escasos los intentos de tratar de recrear esas inéditas impresiones que se formó el primer público del séptimo arte. El de García Martín no será el libro definitivo que venga a llenar este vacío, ni en su pretensión estuvo serlo. Pero los cuatro relatos breves aquí incluidos sí tienen la virtud de centrarse exclusivamente en la recepción del hecho cinematográfico, uno de los fenómenos más apasionantes sobre el que se ha escrito, sin embargo, abundante obra ensayística. Basculando entre la anécdota, la sorpresa y la confusión entre realidad y ficción -impagable el cuento sobre el granjero ruso que es engañado por la pantalla-, el librito de García Martín entretiene y nos hace concebir esperanzas en futuros empeños de mayor enjundia.
Cine al rojo vivo (José de Diego, T&B Editores). Sin alejarnos del cine, la casi siempre interesante T&B nos ofrece un catálogo de películas que impactaron al público o crearon una desorbitada expectación en la época de su estreno, a pesar de estar realizadas en muchos casos con medios irrisorios o ser concebidas en circunstancias muy adversas. La naranja mecánica, Defensa, Perros de paja, Tarzán y su compañera, La parada de los monstruos, El gabinete del Dr. Caligari, Cowboy de medianoche, Grupo salvaje, Psicosis, El fotógrafo del pánico, Picnic... son algunos de los títulos que el autor de este bien documentado trabajo analiza desde su génesis hasta su estreno en las salas y su posterior huella en la historia del cine.

martes, 21 de junio de 2011

The reader´s diary (I)

Los enamoramientos (Javier Marías, Alfaguara). La última novela de Marías se vertebra en torno a una obsesión, la de la protagonista por mantener en secreto o confesar lo inconfesable: el crimen (o no) cometido por un desconocido -a través de una tercera (o cuarta) persona- del que se ha enamorado poco a poco y con quien mantiene una fogosa relación sexual. La narradora no tiene a nadie, sólo al lector y al diario donde escribe sus cuitas, sus dudas y vacilaciones en su forma de obrar, la legitimidad de lo que está haciendo. Concebida como un bucle que gira sobre sí mismo, Los enamoramientos consigue enredarnos con su tela de araña, con esa prosa adiposa con que Marías nos envuelve y nos demuestra que sigue en plena forma. Entre líneas de tan generosa narración, el autor tiene tiempo para incrustar algunas alusiones a la sociedad actual y rendir dos explícitos homenajes, uno a Shakespeare y otro al Balzac de El coronel Chabert, una novelita que muchos habrán comprado sólo por las múltiples referencias que aparecen en el texto, y que quizá debería venderse en un pack conjuntamente con la novela de Marías. Sería una prueba de justicia con dos narradores de gran estirpe.

El tiempo de la desmesura (Juan A. Ríos Carratalá, Barril&Barral). ¿Se puede completar la realidad con la ficción? O dicho de otro modo, ¿es legítimo especular que aquello podía haber sucedido como yo lo cuento? Este es a grandes rasgos el planteamiento de este interesantísmo ensayo ficcional del profesor Ríos Carratalá, subdividido en tres partes, cada una de ellas destinada a rellenar los numerosos espacios en blanco dejados por tres películas "malditas" en la historia del cine español: Carne de fieras -extraño film dirigido por un anarquista que cuenta con un desnudo semiintegral a cargo de una de las más prometedoras artistas de la Segunda República, Marlène Grey-, El genio alegre -película folclórica rodada en el marasmo de la guerra civil- y Rojo y negro, conocida como "la película falangista que prohibió la dictadura". El investigador se adentra en la génesis de cada título, en el pasado y futuro -aciago en la mayoría de los casos- de sus protagonistas, y en su significación crítica, acudiendo a fuentes de todo tipo para completar un puzzle probable del que siempre faltarán piezas.

miércoles, 15 de junio de 2011

Y en París me encontré


Quizás los diálogos no sean tan ingeniosos como antes, quizá alguna situación nos resulte algo trillada, quizá la presencia de Carla Bruni resulte accesoria y denote en exceso la concesión de Allen a la ciudad que ha acogido su rodaje y a la que ha dedicado su nueva película, y quizás también Owen Wilson podía haberse desmelenado más con su personaje para acercarse a ese alter ego del director que pretende representar. A pesar de los peros, no obstante, Medianoche en París me parece una de las obras más redondas del último Allen. No se le puede criticar al realizador neoyorquino que en los brochazos con que dibuja a las grandes figuras de la bohemia parisina -Picasso, Scott Fitzgerald, Gertrude Stein, Hemingway, etc.- abunden los lugares comunes y los arquetipos, ya que los trazos se deben a la mano del protagonista, el personaje que encarna Wilson, así que podemos pensar que los retratos responden a la imagen que atesora el escritor y a su feliz aleación con el relato onírico.
La ambientación, la música, todos los secundarios, el tan sencillo como efectivo recurso para pasar de una época a otra, todos los elementos se alinean para convertir la película de Allen en una delicia visual de principio a fin, donde se amalgaman el humor sostenido -casi en voz baja- con el romanticismo más sutil. Allen confronta realidad y sueño para sacar a su protagonista de la vida errónea en la que se halla sin haberse percatado. Con su viaje alrededor de sus fantasmas, Allen le indica el otro camino, el que era incapaz de ver. Bella metáfora de gran calado sentimental, Medianoche en París sólo podía suceder en la "ciudad de la luz", la ciudad donde todos los sueños se pueden cumplir.

martes, 7 de junio de 2011

La persistencia de la ficción


La última vez que hablé con ella fue a primeros de enero. Me encontraba en el bullicio del trabajo cuando recibí su inesperada llamada para felicitarme por la publicación de Bancos de niebla. Me contó entonces que había sufrido una mala caída en su casa y que su salud se resentía desde entonces. Haciendo gala de su amabilidad habitual, me animó a visitarla en su residencia de Chipiona en unas fechas más primaverales. Ella entonces supo de mí por la entrevista que me hicieron en el ABC e, ironías del destino, yo me enteré de su fallecimiento por la esquela aparecida en el mismo periódico apenas cinco meses después.
Sobra decir que nuestro aplazado encuentro nunca se produjo, por lo que no tuve la oportunidad de saber si se había visto reflejada en el personaje de doña Asunción, con el que quise rendirle un cariñoso homenaje en Tren de cercanías, mi segunda novela. Me queda el consuelo de que, al menos, mi alter ego en la ficción, Alejandro, sí la visitó en su casa e incluso llegó a compartir con ella varias botellas de Lambrusco mientras charlaban sobre lecturas, escritores y la inmensidad de la vida, demasiado grande para abarcarla en poco más de cien páginas.
La inédita biografía de Isabel Tejera Quijano debería mencionar necesariamente la fundación de la Librería Vértice en la céntrica calle sevillana de Mateos Gago, y su esforzada apuesta, pionera en la ciudad, de importar libros extranjeros en una ciudad todavía pacata que vivía los estertores del franquismo y comenzaba a respirar aires de libertad. Siendo estudiante de periodismo en la capital hispalense, me recuerdo, con poco dinero en los bolsillos, consultando sus mesas de novedades y comprando la primera novela de un entonces desconocido José Manuel Benítez Ariza, La raya de tiza, esa misma línea que separaba a un joven con ínfulas de escritor de una librera con más de veinte años de experiencia a sus espaldas.
Nuestro siguiente encuentro no se produciría hasta cinco años más tarde, cuando empecé a trabajar en la librería Vértice, que ya entonces Isabel había vendido a Carla Saint y John Lilly, y donde la antigua propietaria daba sus últimos pasos antes de retirarse del oficio. A pesar de que nuestras reuniones fueron ocasionales y siempre me quedé con ganas de tratarla más a fondo, la imagen que conservo de Isabel es la de una persona entrañable, poseedora de una vasta cultura, que siempre valoraba más el trato con el cliente, la demora en el diálogo reposado y la animada conversación, que la transacción comercial que, al fin y al cabo, es la que mantiene al negocio. Isabel era feliz en su mimado reino de la sabiduría, con las peticiones extravagantes de sus clientes, con las visitas de escritores de renombre y los de provincias que venían a buscar sus libros en las estanterías, con las presentaciones y las actividades culturales que voceaban su exquisita labor por el casco histórico de Sevilla. Algunos libreros veteranos de la ciudad la recuerdan con cariño, como Eduardo Baraja, a quien ayudó a montar su Céfiro en la emblemática Virgen de los Buenos Libros. Eran tiempos ajenos a las grandes cadenas comerciales, en los que todo se hacía manualmente, y las bases de datos eran todavía una quimera.
Como los grandes cines de antaño que tachonaban con su aroma característico las calles del centro de la ciudad, Isabel Tejera era uno de los grandes dinosaurios que observaban los cambios vertiginosos desde su atalaya de enfermiza -pero bendita- bibliofilia, sabedora de que, cuando llegara su hora, tendría siempre un libro entre las manos. Con su voz grave y la elegancia de la que siempre hizo gala, Isabel, ya casi nonagenaria, nos ha dejado con un mundo más oscuro y feo, aunque confío en que siga sintiéndose viva entre las páginas de una novela que siempre será la suya.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Un hallazgo

Lo que son las cosas. Buceando en los números de la revista cinematográfica Primer Plano (1940-1963) como documentación necesaria para varios proyectos en los que ando embarcado, me topé por sorpresa con un artículo de la gaditana Pilar Paz Pasamar a raíz del estreno de la versión disneyana de Peter Pan. El artículo de fondo, que no crítica -pues era imposible que Pilar hubiera visto el film producido por la Disney, que no se estrenaría hasta el 20 de diciembre de 1954-, se publicó en el número 669 de la revista, de fecha 9 de agosto de 1953. Pilar tenía poco más de veinte años y residía ya en Madrid estudiando Filosofía y Letras. Había publicado dos años atrás su celebrado debut poético, Mara, y se encontraba inmersa en la redacción de la revista Platero junto a compañeros generacionales como José Manuel Caballero Bonald, Fernando Quiñones, Serafín Pro, Felipe Sordo Lamadrid o Julio Mariscal. Desde su exilio de Puerto Rico, Juan Ramón Jiménez mantenía con ella una cariñosa correspondencia alentándola como una de las promesas más firmes de la poesía española. Pilar Paz publica, por tanto, su texto sobre el personaje de Barrie en un contexto cultural que, sorteando la dura posguerra, germinaría bien pronto en obras de consideración y en nombres propios de gran proyección.
Su artículo -ilustrado con fotogramas de la película- es una muestra de una pasión desmedida por la literatura, una vocación inaplazable que yacía, creo, sepultado bajo el polvo de las hemerotecas, y que quizá ni su misma autora recordaba ya. Remediémoslo, por tanto, ahora:


Peter Pan en versión americana, por Pilar Paz Pasamar (Primer Plano nº 669, 9-8-1953)

Hasta que me enteré del último milagro, quiero decir de una de las últimas obras de Walt Disney, me había estado preguntando cómo entre tanto tema infantil y personajes de cuentos maravillosos, la figura de Peter Pan, el inolvidable niño de J.M. Barrie, no había saltado ya a la pantalla a cegar los ojos de todos con su gracia perversa de puro ingenua. Inconvenientes de la distancia; mientras pensaba esto, ya el chiquillo, vivito y coleando, y revestido de colores sabios, hacía no sé el tiempo que ocupó la pantalla por obra y gracia del artista americano. Y no hace mucho, durante un pasado curso universitario, comentábamos, casi con asombro, la mayor puntuación concedida por el catedrático a un compañero cuyo trabajo consistía, ni más ni menos, que en un inteligente estudio sobre la técnica waltdisniana. Pensar que las aulas no eran sitio apropiado para tratar el tema, acaso no fuese muy absurdo. Aunque el trabajo era muy bueno y se leyó con toda seriedad, a mí, y no sé si a muchos, me costó bastante persuadirme de que las cosas se mantuviesen en sus puestos y no irrumpieran en clase una deliciosa baraúnda de pájaros habladores, toda una gama de iluminados personajes diminutos. Claro que esto fue en un principio. Después fue fácil darse cuenta de que aquello era un perfecto y serio trabajo sobre la técnica y el milagro, y que no se debía regresar a los cinco años, porque no entenderíamos nada. Tampoco podía extrañarnos que entre los temas que trataban del Bosco, o Leonardo, o Rafael, pongo por ejemplo, se escogiese como al mejor un tema de tanta actualidad, un artista tan de nuestro tiempo, un tema tan risueño y fantástico, y se desmenuzaran en palabras más o menos eruditas las montañas mágicas y los picos parlantes. Fue entonces cuando, una vez más, coloqué en la fila de los personajes posibles para una recreación waltdisniana al presumido y encantador Peter.
Según creo, el mismo Barrie eligió, entre numerosas estrellas del cine mudo, a la ingenua Betty Broson para que encarnase al simpático Peter. Ahora es Walt Disney quien nos presenta la nueva versión del cuento fantástico, pero parece ser que la película no ha sido del agrado de todos. Según los compatriotas del autor, y suponemos que los más exigentes, el Peter Pan de Walt Disney no es el Peter Pan de J.M. Barrie, ni, por consiguiente, el personaje que nos llevó en nuestros primeros años a la isla de Nunca-Jamás. Yo he sentido al saberlo una profunda lástima por el Peter Pan made in U.S.A., que verá con asombro torcerse el gesto de los espectadores ante sus ademanes, no muy ingleses por lo visto. Supongo, en el caso que fuese posible, la vergüenza inmediata del pobre Peter, y su impotencia, también en el caso de que la sintiera, arrojar disimuladamente la goma de mascar y desprenderse de sus aires de muchachote americano. Reconozcamos que el público inglés está en el perfecto derecho de opinar como sienta, y comprendamos que el recuerdo de Broson haga suspirar a los más viejos; pero creo que no me equivocaré si me adelanto a decir que acaso nosotros no adoptaremos igual postura. Al fin y al cabo, las manos que lo han llevado a la pantalla son las únicas culpables, y esas manos nos han transportado tantas veces a la infancia, que sería un poco cruel estorbarle esta vez el delicioso camino de ida y vuelta; ese camino que nunca nos ha defraudado y que nos condujo, siempre niños, a la alfombra de peces, a la risa de los pájaros y las montañas luminosas. Creo así, y al menos por mi parte, este nuevo Peter Pan tendrá dispuesta una alegre emoción sin estrenar y mi sonrisa más bonachona.

martes, 17 de mayo de 2011

La Buena Vida


El desgraciado fallecimiento de Pedro San Martín posiblemente ponga punto final a una banda que marcó a toda una generación de melancólicos y soñadores, entre los que me encuentro. Tras la marcha de Borja Sánchez, fundador y guitarra principal del grupo, tras la publicación de Soidemersol (1997), uno de sus mejores discos, y, sobre todo, de la vocalista Irantzu Valencia en 2009, el grupo de Donosti parecía apostar su dubitativo futuro a una más que difícil reconversión en el complicado panorama musical nacional. No obstante, la muestra más reciente de su trabajo, el EP Viaje por países pequeños (2009) apostaba por mantener la línea cadenciosa y ajena a las modas que habían convertido al grupo en referencia indispensable de un cierto tipo de sonido, con reminiscencias de los 60, la chanson francesa, y ciertos aires de bossanova con exquisitos arreglos orquestales. Siete discos de estudio -algunos tan brillantes como el citado Soidemersol, Hallelujah! (2001) y Álbum (2003)- y un recopilatorio, amén de numerosos EP's, conforman la intachable trayectoria de un grupo especial, de esos que parecen anidar en un universo aparte, a salvo de imposiciones, tendencias programadas y listas radiofónicas, custodiados por una, quizá, no demasiado numerosa, pero fiel audiencia, entregada como pocas. Lo pude comprobar la única vez que tuve oportunidad de verles tocar en directo. Fue en la sevillana sala Fun Club hará cerca de diez años. Uno, que tiene mala memoria para recordar las letras, podía observar cómo a su alrededor buena parte de los asistentes canturreaban las canciones que, de un modo u otro, les habían reunido allí a pesar de albergar intereses y formas de vida contrapuestas. Es lo que tiene la música. Entre los detractores de La buena vida es frecuente tildarles de cursis y engolados, de lanzar mensajes ñoños para gente que roza los cuarenta, cuando no los supera. Respeto su opinión, ya que la música del grupo donostiarra parece detenerse milagrosamente en esa frontera que separa la sensibilidad a flor de piel de la mojigatería. Para los no iniciados les recomiendo darle tiempo, dejar que la música ejerza poco a poco su poderoso influjo. Aunque La buena vida deje de existir como grupo, su obra perdurará en los oídos menos acomodaticios a las radiofórmulas y los grandes éxitos.

Vídeo: Qué nos va a pasar