miércoles, 9 de diciembre de 2015

The Reader´s Diary (XLVI)

Entre el más de centenar de obras que se publican al año en nuestro país de temática exclusivamente cinematográfica menudean las biografías, los estudios sobre directores, las obras que apenas rebasan el estadio de la curiosidad y los inefables volúmenes donde predomina lo visual, ya se trate de abordar éxitos recientes como apoyo de merchandising o la historia del cine a través de sus títulos más clásicos. Que aparezca, por tanto, un libro como el presente, un enjundioso ensayo que invita a mirar las películas de otra forma, es ya digno de aplauso.

Instrucciones para ver una película (Pasado&Presente, 2015), del crítico David Thomson, es un estimulante ejercicio de cinefilia, pero con la virtud de ser apto para todo tipo de públicos. Su autor nos lleva de paseo a lo largo de diferentes títulos significativos del siglo XX, no tanto por su calidad estética -pues hay de todo, de obras maestras a títulos de fama pasajera e incluso alguno que otro de escasa relevancia-, sino por lo que pueden aportar para el enriquecimiento visual del espectador. De ahí que confronte títulos que aparentemente guardan poco parentesco, descubra el doble fondo de un fotograma o se salga de la pantalla para entrar en la vida real de un actor o director. El caso es ir más allá de la imagen, encontrar los detalles y matices que se nos pueden pasar por alto en el primer visionado, alcanzar la pluralidad de significados y referentes que están presentes delante o detrás de la pantalla para engrandecer la experiencia que supone ver una película y recuperar esas sensaciones que parecen haber fagocitado internet, youtube y otros aparentes enemigos del séptimo arte clásico. Error. Thomson nos convence que hasta en creaciones visuales ideadas expresamente para estos nuevos formatos puede haber una belleza devastadora. La clave está en no quedarse con la primera impresión, sino en "trabajarnos" la imagen. Sólo de esa forma conseguiremos llegar donde el director quiso o donde nunca pensó que pudiéramos llegar.


Aunque Thomson se refiera fundamentalmente a películas, también dedica espacio, como se hace inevitable en la época dorada que vive la ficción televisiva, a varias series de referencia. Algunas de ellas ya han logrado germinar libro propio que las abordan desde diferentes ángulos. La revista Jot Down ha decidido en su tercer monográfico reunir las cien series teen imprescindibles en un desenfadado volumen.100 series juveniles (Jot Down, 2015), que reúne a numerosos colaboradores de la conocida publicación, es un divertido y amable viaje en el tiempo que nos sumerge en series de nuestra infancia, adolescencia, juventud, algunas de las cuales aún perduran en nuestros días. Ahí están series inolvidables de institutos como "Salvados por la campana" o "Parker Lewis nunca pierde", familiares como "Padres forzosos", "Los problemas crecen", "Alf" o "Blossom", infantiles como "Heidi", "Marco" o "Candy Candy", numerosos ejemplos del manga animado y muchas otras de las que guardamos recuerdos con olor a naftalina: "El gran héroe americano", "El coche fantástico", "La familia Addams", etc.

En dos páginas dedicadas a cada una no se puede hacer un análisis minucioso, así que prima el chiste fácil, la nostalgia empedernida y el tono conmovedor. Sin duda, una obra valiosa que nos invita a recordar a esos inefables compañeros de crecimiento que se incrusta y sobresale en la avalancha de títulos que se publican en estas fechas para recordar los símbolos de la generación de los ochenta y noventa. 

miércoles, 18 de noviembre de 2015

The Reader´s Diary (XLV)

Que la vida de Frank Sinatra fue turbulenta no hace falta que venga nadie a descubrírnoslo. No es esa la intención del periodista Francisco Reyero, quien ya abordó episódicamente los escándalos del crooner en la Costa del Sol en su libro Cuerpos celestes (Ézaro, 2014), autor de Nunca volveré a ese maldito país (Fundación José Manuel Lara, 2015), memorándum de las diferentes estancias y correrías del cantante por el paisaje franquista español. Concebido al modo de los hoy desaparecidos teletipos periodísticos, la obra de Reyero es un exhaustivo trabajo de investigación gestado tras laboriosa pulsación de archivos y hemerotecas digitales amén de entrevistas con gacetilleros, fotógrafos y gente de la farándula que en algún momento se cruzó con el oscarizado astro. No se trata aquí de opinar sobre los desmanes, amoríos ni la bravura sexual de Sinatra, sino de dar fe de sus idas y venidas, motivadas casi siempre -rodajes aparte- por el cordón umbilical que le unió como un yugo al animal más bello del mundo, Ava Gardner, y que culminarían en un desencuentro absoluto rematado con la sentencia que da título al volumen. No esperen, sin embargo, la típica crónica fría y distante, pues Reyero se gusta con un estilo desenfadado y punzante, cronista certero de unos años que, desde luego, nunca volverán.

Certera se muestra también Sara Mesa en Cicatriz (Anagrama, 2015), novela de aparente sencillez que encierra más complejidad y capas textuales de lo descrito en su argumento: la relación de una pareja que se conoce por internet, él cleptómano confeso por vocación, ella humilde trabajadora receptora de sus desinteresados regalos. Sin hacer alardes estilísticos en una prosa muy temperada, Mesa consigue que la historia nos atrape desde el inicio y que nos impliquemos emocionalmente con ambos protagonistas, flagrantes testimonios de la despiadada soledad de la época actual, islas remotas que acaban juntándose casi por inercia. No nos equivoquemos: no estamos ante la típica historia de encuentro y/o desengaño amoroso, sino ante una feroz radiografía de la sociedad que vivimos -tecnología mediante- y las diferentes formas de afrontarla. Mesa consigue plenamente su objetivo: lograr que el resultado del duelo amoroso de la pareja nos importe bien poco, ya que las grandes virtudes de esta modesta novela residen en el trayecto, en los mensajes subterráneos que atesora.

lunes, 26 de octubre de 2015

jueves, 24 de septiembre de 2015

Un gángster con alma de ángel

Junto a Humphrey Bogart y Edward G. Robinson, James Cagney (1899-1986) formó la primera línea de "tipos duros" del Hollywood clásico. Como ellos, también tuvo problemas a lo largo de toda su carrera para despojarse de esa imagen que le caracterizaba siempre con una pistola en la mano y un rictus endurecido que te hacía desear no cruzarte con él en una calle solitaria. A pesar de su baja estatura, su anómalo cabello pelirrojo, la energía de sus movimientos y su atropellada forma de hablar, casi como una metralleta, le convirtieron, tras unos inicios dubitativos, en el actor ideal para incorporar al gángster, al fuera de la ley, en una época -primeros años 30- que los había convertido en una especie de mitos para el público de las salas norteamericanas. Su papel más recordado de esta etapa sería el de Tom Powers en y El enemigo público (1931) con la famosa escena del pomelo aplastado sobre el rostro de Mae Clarke. Aunque la Warner, el estudio al que estuvo más vinculado pero contra el que luchó denodadamente por imponer sus condiciones sentando un precedente en las mejoras laborales de los actores y en su progresiva independencia de los estudios, trató de sofocar esa pasión por el lado peligroso de la vida logrando que Cagney se enfundara el uniforme de policía -G-Men, contra el imperio del crimen (1935)-, lo cierto es que fue incapaz de desligar al actor del poderoso icono cimentado en personajes como los de Ángeles con caras sucias (1938), Los violentos años 20 (1939) o la postrera Al rojo vivo (1949).

Miembro de una familia numerosa criada por su infatigable madre en el humilde barrio de Yorkshire, Cagney, como muchos personajes que luego incorporaría en la gran pantalla, se tuvo que fajar en la calle para sacar adelante a los suyos. Entre sus muchos trabajos, uno le dejaría una huella especial, el de bailarín, llegando a ser un consumado practicante, afición que, a la postre, le serviría para reportarle su único Oscar por su interpretación en Yanqui Dandy (1942). Sería este el momento culminante de una larga trayectoria a la que luego se añadirían westerns, películas de acción y comedias como la memorable Un, dos, tres (1961) de Billy Wilder, demostrando que su versatilidad artística abarcaba todos los géneros -antes de Errol Flynn, Cagney fue el actor elegido para hacer de Robín de los Bosques en el clásico de Michael Curtiz y William Keighley de 1938-.

Estas y muchas otras curiosidades las relata con profusión de detalles Jaime Boned en una extensa biografía, la primera publicada en castellano sobre el actor americano, situado en octavo lugar en el olimpo de las grandes leyendas del cine americano dada a conocer por el American Film Institute en 1999. James Cagney, el gángster eterno (T&B, 2015) escarba en la bibliografía publicada sobre el actor en Estados Unidos para ir desglosando sus opiniones personales, sus episodios familiares, su atípica vida social -contrariamente a la vida de muchas estrellas, Cagney no gustaba de trasnochar ni de saraos, y sólo se reunía cada cierto tiempo con un club selecto de amigos entre los que se encontraban Spencer Tracy o Frank McHugh-, e introducirse en todos sus rodajes, los preparativos, los estrenos, y la repercusión crítica que tuvieron. Sólo algunas expresiones poco afortunadas chirrían en una obra muy completa que viene a llenar uno de los muchos huecos que todavía faltan en la historiografía del cine del Hollywood clásico.

jueves, 10 de septiembre de 2015

La noche de los monstruos


De los tres poetas que conforman la época dorada del romanticismo inglés -si partimos de que Wordsworth y Coleridge fueron los adelantados o primeros exponentes-, sin duda es John Keats el que responde más modélicamente a la imagen del ideal romántico fraguada por la cultura occidental, aunque ésta guardara una pálida semejanza con los auténticos postulados del movimiento. Aquejado muy joven de una enfermedad mortal entonces incurable, la leucemia, Keats llevó una vida sosegada y más bien casera, poco dada al derroche viajero y a la euforia amatoria de sus dos compañeros de ecuación: Lord Byron y Percy Bysse Shelley. A pesar de compartir su postrero lugar en la tierra con este último -el Cementerio Acatólico para Extranjeros de Roma-, a Keats no se le conocen turbias historias sentimentales ni episodios vergonzantes que fueron la comidilla de la alta sociedad inglesa. Keats fue el máximo ejemplo del poeta que puso su causa antes que esos estudios de medicina que se vio obligado a cursar. Tuvo un gran amor que casi no pudo paladear por su repentina muerte y que plasmó de manera elegante la directora Jane Campion en Bright Star. Este verano tuve la oportunidad de visitar su tumba, ésa que esconde su nombre y en la que se lee el conocido epitafio: "Aquí yace un joven poeta cuyo nombre fue escrito en el agua". Junto a él, la tumba de su amigo Joseph Severn, que le acompañó en los últimos días, y la del hijo de éste, muerto en extrañas circunstancias. Dijo Oscar Wilde que la tumba de Keats es el lugar más santo de toda Roma, y puedo dar fe de que es cierto, pues la paz que respira, y las sensaciones de humildad, sosiego y belleza que transmite obligan a uno a reverenciarla, a permanecer en silencio preso de una emoción indefinible.


Fiel a su carácter delicado y poco dado a las reuniones sociales, Keats no participó en la famosa noche de Villa Diodati, en la que Byron, Shelley, la mujer de éste, Mary, y Polidori, crearon dos de los mitos más universales del terror moderno: Frankenstein y el vampiro. Por eso, en El verano que nunca llegó (Mondadori, 2015), de William Ospina, adquiere un protagonismo secundario, siendo los actores principales los que se congregaron en esa velada terrorífica, pero no solo ellos, sino sus antepasados y descendientes, pues Ospina más que una novela, traza un ensayo metaliterario sobre aquella noche que parecía predispuesta a los relatos de fantasmas con la intención de aportar algo nuevo a lo ya mucho escrito o, al menos, de dejar plasmada su visión íntima del episodio, visitando los lugares emblemáticos o consultando la bibliografía apropiada. Podríamos decir, en definitiva, que El verano que nunca llegó es la historia personal de Ospina sobre el mito, un mito que parece inagotable y del que se seguirá hablando y escribiendo hasta el fin de los tiempos.

miércoles, 26 de agosto de 2015

Prado, a little bigger

Como ya comenté en anteriores entradas de este blog, poco a poco el aforismo se va abriendo su pequeño hueco -por su propia condición sería absurdo que fuera grande- en la oferta editorial. La Isla de Siltolá ha iniciado su propia colección, que se suma a la de Renacimiento -"A la mínima"-, y a la esporádica apuesta de algunas otras, como Hiperión, que nos presenta ahora el tercer libro de aforismos de Benjamín Prado. Más que palabras devuelve al primer plano a un autor en permanente estado de gracia y, sin duda, uno de los cultivadores más brillantes de este microgénero. Como en las anteriores entregas, el nuevo volumen también se divide en varios bloques de cien aforismos cada uno que sólo parecen pretender dar una pausa al lector entre tanto destello ingenioso, pues la agrupación temática no se manifiesta en ningún momento.

Es difícil encontrar en los aforismos de Prado alguno colocado como mera ocurrencia o de relleno entre otros de mayor envergadura. Se nota que el autor se trabaja a conciencia cada pieza, buscando que brillen a un tiempo el continente y el contenido, el significado y el estilo. Las páginas de Más que palabras están repletas de hallazgos formales, de verdades como puños que, bajo la sencillez de una frase, se cargan de un sentido contundente y vivaz. Valgan algunos ejemplos: "El desamor consiste en transformar un flechazo en una puñalada", "sólo me pondré a tu nivel si luego me ayudas a incorporarme", "En cuanto vi lo que me esperaba a su lado, llamé al destino y anulé la reserva", "Hay quienes para descargar su conciencia necesitarían un vertedero". Los aforismos de Prado frecuentan la ironía y el sarcasmo -"hay quien confunde poner las cosas por escrito con escribir"-, y no eluden, por supuesto, las referencias a la realidad en que vivimos -"suscribir una hipoteca es que un banco se compre una casa con tu dinero", "un optimista del siglo XXI es quien ve la batería del móvil medio llena"-. En definitiva, perlas que merece la pena releer varias veces para degustarlas como se merecen: "hay quienes sólo te prestan oídos para después cobrarte intereses".

viernes, 24 de julio de 2015

The Reader´s Diary (XLIV)

Kafka non-stop. Ediciones del Subsuelo ha recuperado varios escritos sobre el escritor checo de Nahum N. Glatzer, editor e intérprete de Kafka desde la sede de Schocken Verlag en Nueva York. Glatzer colaboró en la primera edición de los diarios del autor de La metamorfosis y escribió varios ensayos sobre su literatura como "Franz Kafka y el árbol del conocimiento", que se incluye en el presente Los amores de Franz Kafka. Es uno de los textos finales junto a otros que relatan su experiencia traductora y editorial con el autor praguense. Sin embargo, el grueso del volumen lo conforman extractos de sus escritos sobre las diferentes mujeres que, de un modo u otro, mantuvieron relaciones con Kafka. A pesar de que sus cartas a Milena o a Felice están publicadas, al igual que sus diarios -donde aparecen incontables referencias a sus "mujeres"-, Glatzer se ha dedicado a una esforzada labor de síntesis para filtrar fragmentos de misivas y apuntes diarísticos para contextualizar relaciones que, por diferentes razones, fracasaron o no llegaron a buen puerto e influyeron de forma decisiva en la labor creativa del escritor. El resultado ofrece un paisaje más conciso y analítico de la personalidad de Kafka, de sus dificultades para mantener una relación estable con el sexo opuesto, una poda, digamos, en la frondosidad del bosque ya existente.

Para contentarnos mientras Jean Echenoz no publica una nueva novela, Anagrama recupera siete piezas breves del gran miniaturista francés englobadas bajo el título de Capricho de la reina, y publicadas previamente en diferentes revistas de arte. El resultado no decepcionará a sus seguidores, entre los que me encuentro, pero quizá les dejará con ganas de mucho más. Los relatos merecen ser leídos únicamente por su capacidad descriptiva -ejemplar es en este sentido "Veinte mujeres en el parque de Luxemburgo y en el sentido de las agujas del reloj"-, por la facilidad con que Echenoz se saca de la chistera una historia que nos envuelve desde la primera línea con ese estilo suyo tan peculiar que hace avanzar la narración como en sordina, sin que seamos conscientes de ello. Me quedo sobre todo con "Nelson" e "Ingeniería civil", ambos impresionantes por su planteamiento y desenlace.

A Peter Cameron ya le venía siguiendo la pista desde Algún día este dolor te será útil y Coral Glynn. Su editorial española, Libros del Asteroide, recupera ahora una novela anterior, Aquella tarde dorada, sobre un joven profesor universitario de Kansas que, para escribir una biografía sobre un escritor fallecido que le permita disfrutar de una beca de investigación y la publicación de la misma, decide viajar a una mansión perdida de Uruguay para conseguir la autorización de las tres personas que tienen la sartén por el mango: el hermano, la viuda y la amante del escritor. La visita a este lugar cambiará radicalmente la perspectiva del joven y actuará como espejo revelador sobre su futuro.


Con su estilo delicado, rebosante de diálogos brillantes, y capaz de recrear escenarios casi mágicos así como lograr una gran riqueza psicológica hasta en el personaje más secundario, Cameron tiene visos de ser un clásico, con intrigas que pueden recordar los grandes relatos decimonónicos o del siglo veinte, o incluso esos paisajes cinematográficos que acuden a la mente del lector. A mí, en concreto, me han venido imágenes de De repente, el último verano, la adaptación de Tennessee Williams realizada por Mankiewicz con Katherine Hephurn, Montgomery Clift y Elizabeth Taylor. Quizá sea por la habilidad de Cameron para hacernos creer que estamos realmente en una mansión perdida de Uruguay, con esos muebles viejos, esos caminos solitarios y esos personajes que parecen vivir en un universo paralelo. Un gran relato, sin duda. 

miércoles, 24 de junio de 2015

The Reader´s Diary (XLIII)

Coinciden en las librerías dos títulos que novelan sendos episodios amorosos de dos escritores que figuran en primera línea de mi santoral: Franz Kafka y Fernando Pessoa. En el primero de ellos, La grandeza de la vida, el periodista alemán Michael Kumpfmüller se detiene en los últimos años de vida de Kafka y en su relación con la joven Dora Diamant, quince años menor que el escritor y último eslabón de una cadena amorosa llena de sinsabores e indecisiones. Al contrario que la nutrida correspondencia con dos de sus amores anteriores, Milena Jesenská y Felice Bauer, publicada en su integridad, las cartas cruzadas entre Kafka y Dora no se han localizado, por lo que el autor de la presente novela fabula sobre lo que hubiera podido dar de sí partiendo de la pista de sus diarios y de los apuntes desarrollados en la ingente bibliografía sobre el escritor checo. Y lo hace de un modo sencillo y evocador, dibujando entre todos los posibles a un Kafka cercano, carcomido por la tuberculosis, que halla en la bondad e inocencia de Dora el último asidero al que agarrarse, quizá la mujer definitiva de no mediar la catástrofe humana. Una mujer que se desvivió por el escritor, que hizo todo lo posible por hacer sus últimos días más llevaderos, y que hubiera cambiado su episódica fama porque el autor de El proceso se hubiera quedado con ella aunque sólo fuera un día más. Kumpfmüller ha encontrado el tono ajustado a una historia íntima, sin hincar demasiado el diente en la tragedia, permitiéndonos conocer los más que probables detalles de una idílica relación arruinada por la enfermedad.

Caso bien distinto es el de Un amor como éste, en el que Luis Morales (Cáceres, 1971) se vale de la correspondencia entre Fernando Pessoa y Ofelia Queiroz, publicada en su integridad en 2013. Aquí estamos ante otra forma de novelar lo posible. Si Kumpfmüller lo hacía, entre comillas, de la nada, Morales utiliza las misivas de uno y otro para hacer uno de esos ejercicios metaliterarios tan queridos por la literatura reciente -estoy pensando, por ejemplo, en la trilogía de Echenoz, o en lecturas recientes como La pequeña comunista que no sonreía nunca- con el fin de rellenar los huecos de una relación extendida en el tiempo casi quince años, los que median entre 1920, fecha en la que se conocieron en la oficina donde Pessoa trabajaba y 1935, año de la muerte del poeta. Quizá en el plano afectivo, en el de las relaciones amorosas, es donde Kafka y Pessoa se encuentren más próximos. Ambos mantuvieron escasas relaciones que no llegaron a buen puerto, debido sin duda a un lastre personal que les acercaba más al escritorio, a la defensa de su territorio personal, antes que a entregarse en cuerpo y alma al ser amado. No hablamos de una defensa de la castidad, pues ambos reconocen episodios de iniciación en prostíbulos, sino de una incapacidad innata para convivir con una mujer. Quizá para Pessoa la relación con Ofelia llegó tarde -también, como Dora y Kafka, había una gran diferencia de edad-, en una etapa de fertilidad creativa socavada por las servidumbres laborales que le permitían subsistir y una ambigua relación con el mundo editorial que le hizo ser un gran desconocido en vida. Si a ello añadimos su paulatino acercamiento al ocultismo, las desgracias familiares y su maltrecha salud abonada por el alcohol y el tabaco, quizá hallemos las razones del fracaso de una relación trufada de cartas de arrebatadora pasión rayana a veces en lo cursi.
En fin, semejante y suculento material de partida se merecía una gran novela, y Morales la ha escrito hilando fino, convirtiéndose en un trasunto del propio Pessoa, imitando su tan característico estilo, intercalando citas y pasajes de la obra del poeta, y llegando incluso a elucubrar un final alternativo de "comieron perdices" que se agradece como una coda humorística. La pasión del autor por Lisboa -compartida por el que suscribe- juega sin duda a favor de un texto y un homenaje saldados con notable alto.

lunes, 8 de junio de 2015

The Reader´s Diary (XLII)

Dos nuevos títulos se incorporan a la estupenda colección "A la Mínima" que la editorial Renacimiento dedica a ese género tan inclasificable y agradecido como es el aforismo, lo que, sumados a la colección que también ha inaugurado para este fin La Isla de Siltolá, nos hacen albergar también -mínimas- esperanzas de que el arte de la greguería, de lo volatinero, alcance poco a poco el sitio que merece en los anaqueles de las librerías. Si estos esfuerzos son dignos de aplaudir no lo es menos el que un autor consagre casi toda su trayectoria a un género tan especial. Es el caso del navarro Ramón Eder que, si bien ha hecho también incursiones en los géneros de la poesía y el relato, cultiva casi en exclusiva este apunte breve, tan es así que incluso no puede evitar que se infiltre en sus otros libros.
Aire de comedia es un libro, valga la redundancia, breve, en el que también incluye algunas reflexiones de mayor extensión. Son los aforismos de Eder ocurrencias ingeniosas, chispazos que quizá no nos lleven a otra parte, pero que endulzan el día a día. Valgan algunas muestras: "La belleza sofisticada de la mujer pájaro", "Hay días en los que salimos líricos de casa y la calle está épica", o "El pez cuando muerde el anzuelo parece un ser humano". Como el propio título indica, domina un tono humorístico que esconde, las más de las veces, cierto escorzo hacia el humor negro o la doble apariencia. No siempre Eder se desenvuelve con el mismo ingenio, y en ocasiones, el aforismo no pasa del chiste fácil: "Uno no puede volver a sus 27 años, pero sí puede quedar para tomar café con una chica de 27 años". No obstante, su nuevo volumen de piezas breves es toda una invitación a mirar la vida desde un observatorio minimalista poco común.


Más hondura y capacidad reflexiva tiene en mi opinión el volumen de Gabriel Insausti, Preámbulos, dividido en varias partes según los temas abordados. Insausti, que ha tocado varios géneros como la poesía, la narrativa, la traducción o el ensayo -ha sido el último ganador del Premio Amado Alonso-, acumula aquí todo un baúl de aforismos muy lúcidos en los que se percibe un trabajo de revisión importante para lograr el doble efecto que debe poseer cada pieza: la ocurrencia o efectismo visual, y la reflexión o lo que podríamos llamar doble fondo. El autor de Cristal ahumado consigue esa empatía con el lector a través de breverías basadas en situaciones reconocibles que cobran una nueva dimensión en su corsé extensivo, ya sea por el fogonazo lírico, el ver más allá de lo real, o por la pura belleza estética. Los hay para todos los gustos: irónicos -"¿El fin de la civilización cristiana? ¡Si todavía no ha empezado!"-, los que juegan con la lógica -"Para estrechar los lazos con un aliado no hay como elucubrar un enemigo común"-, optimistas -"Con raras excepciones, las únicas causas por las que merece la pena luchar son causas perdidas"-, chistosos -"A cierta edad, la aceleración de la Historia se percibe en el ritmo al que se suceden los pañales"-, o simplemente brillantes -"En la historia de las civilizaciones todavía no se ha inventado el parto sin dolor".
Es esa habilidad de Insausti para ser conciso y punzante hablando de cuestiones vitales o asuntos históricos la que convierte a estos Preámbulos en una joya -pequeña, por supuesto- que nadie debería perderse en estos tiempos de abundante quincalla barata.

lunes, 1 de junio de 2015

Johnny cogió su fusil

Navona reedita en nueva traducción de José Luis Piquero y con epílogo de Javier García Sánchez una de las novelas reconocidas unánimemente como símbolo del pacifismo. Johnny empuñó su fusil, que su propio autor, Dalton Trumbo -uno de los integrantes de los famosos "diez de Hollywood"-, adaptó al cine más de tres décadas después, se publicó sólo dos días antes del estallido de la segunda guerra mundial, circunstancia que jugó en su contra, como recuerda el autor en el prólogo, ya que la gran mayoría de la opinión norteamericana era partidaria de entrar en conflicto, como finalmente sucedería. Incomprendida, por tanto, durante mucho tiempo, y relegada a cierto ostracismo, como le ocurrió en vida al autor y guionista cinematográfico, que se vio obligado a escribir bajo seudónimo por su supuesto apoyo a actividades "antiamericanas", Johnny empuñó su fusil ha ganado con el tiempo y, vista desde la época actual, se erige en un verdadero bastión no sólo del antibelicismo, sino de la libertad y la lucha por la vida.
Su protagonista, postrado en una cama de hospital en estado vegetativo tras recibir el impacto de un obús en las trincheras durante la primera guerra mundial, es un caso médico insólito que sólo dispone de su mente para distinguirse de un cadáver. Con este, también, insólito protagonista, Trumbo construye un relato en tercera persona que se introduce en los pensamientos de la víctima, Joe Bonham, dueño de una vida tranquila hasta el fatídico acontecimiento: un trabajo estable, novia y una familia feliz. Aunque quizá el factor sorpresa se haya perdido al ser la historia de sobra conocida, el mecanismo narrativo elegido por Trumbo no deja de sorprendernos y parecernos dignos de admiración, al trazar dos sendas narrativas que confluyen en el mismo punto de partida, la mente del soldado: por un lado, su tenaz voluntad de identificarse a sí mismo y su capacidad para comunicarse con el exterior, y por otro, los recuerdos biográficos que se van alternando con la narración principal, ya sea en forma de sueños o incisos de su atormentado cerebro.
Sorprende también la elección estilística de Trumbo, que le acerca aún más a ciertos moldes narrativos contemporáneos, al optar por el fluir atropellado de pensamientos que prescinden de comas y puntos para ajustarse al funcionamiento de la angustiada mente del protagonista, logrando pasajes de extremo lirismo que nunca caen en la ternura o la autocompasión fáciles. Valga una muestra: "Empezó a alargar su mano derecha en busca de la cosa pesada que le habían prendido en el camisón y pareció que ya la tocaba con los dedos antes de darse cuenta de que no tenía brazo que estirar ni dedos con que tocar".
Conmovedora hasta límites casi inabarcables, la novela de Trumbo debería ser un clásico de obligada lectura en todos los centros de enseñanza. 

martes, 19 de mayo de 2015

Match Point

Como si buscaran reanimar la titubeante carrera de Rafa Nadal en su regreso a las pistas -casualidad o no-, coinciden en los anaqueles de las librerías cuatro títulos que le sitúan como protagonista absoluto o compartido: De Rafael a Nadal, de Ángel García Muñoz y Javier Méndez Vega (Corner, 2015), Todo se puede entrenar, escrito por su tío y entrenador Toni Nadal (Alienta, 2015), y los dos que me dispongo a comentar: Sin red, de Sebastián Fest (Debate, 2015) y Rafael Nadal. Retrato de un mito (La Esfera, 2015). El primero de ellos, escrito por un periodista argentino especializado que les ha entrevistado en varias ocasiones a lo largo de sus dilatadas trayectorias, enfrenta a los dos mitos del tenis contemporáneo, Rafa Nadal y Roger Federer -Djokovic mediante-, en un interesante viaje que va analizando las diferentes características de su juego, su forma de ser, sus derrotas y victorias, sus acercamientos y desencuentros, para ofrecer una visión bastante objetiva en la que se revelan fundamentales las propias declaraciones de los protagonistas, y las de numerosos actores implicados -tenistas, entrenadores, responsables de prensa, fisioterapeutas, directivos, organizadores de torneos, etc.-. El autor va hacia atrás y adelante en el tiempo, saltando de una época y un escenario a otro según sirva para ilustrar el paralelismo que pretende trazar en su discurso. Así, de las amargas derrotas de Federer ante el invencible Nadal de Roland Garros pasamos a la hegemonía casi aplastante del suizo en Wimbledon, pasando por las lágrimas de éste tras perder la final de Australia 2009 o la disección de la única derrota de Nadal hasta la fecha en la Philippe Chatrier. Golpes imposibles, tomas y dacas verbales, respeto mutuo, esfuerzo, lesiones, vida personal, trofeos, imagen o marketing son varias de las muchas cuestiones abordadas en un enjundioso libro fruto de numerosos años de trabajo de campo. Sólo lamentar la inclusión de algunas erratas, fruto quizá de la excesiva celeridad al publicar el volumen, ya que en él se comentan torneos de apenas hace dos meses.
Aunque más centrado en el tenista mallorquín, Rafael Nadal. Retrato de un mito también contrapone al de Manacor con su alter ego de Basilea. Javier Martínez, periodista de El Mundo, ha seguido a Nadal durante toda su trayectoria y tiene una visión muy clara del tenista dentro y fuera de la pista, rodeado siempre de un equipo homogéneo que trata de tapar la mínima fisura surgida en torno al mito. Martínez también opta por una técnica narrativa similar a la de Fest, saltar de un momento a otro de una larga historia de éxitos en función del progreso de la narración. El resultado es un libro que nos acerca -quizá de una forma distinta a la autobiografía escrita por el tenista junto a John Carlin- a un triunfador cuya carrera siempre ha estado amenazada por un retiro temprano debido a las lesiones provocadas por una forma de jugar que raya en lo sobrehumano. En fin, dos excelentes obras para aproximarnos a dos genios de la raqueta, brillantes cada uno a su modo. No me resisto a transcribir unas declaraciones bastante ilustrativas de la ex tenista Martina Hingis citadas en el libro de Fest para terminar: "Si me imagino teniendo un affaire con ellos, creo que a Roger lo prefiero en el dormitorio, parece más suave. Y a Nadal, en la cocina. ¡Es tan salvaje!".

miércoles, 6 de mayo de 2015

The Reader´s Diary (XLI)

En su colección "Discos que marcaron una época", la editorial Quarentena dedica su última entrega a los dos primeros discos de la banda británica The Smiths, el que lleva el mismo nombre que el grupo y Hatful of hollow, que incluyó diferentes versiones de canciones que ya aparecían en el anterior junto a otros temas inéditos. Quizá no sean los mejores de una formación de carrera exigua (1983-1987) pero fundamental en el devenir de la música pop británica. La elección de Marcos Gendre, autor del volumen, se debe sin duda al aldabonazo que supuso la irrupción de The Smiths en el panorama musical de la época, ya no sólo por la originalidad y calidad incontestables de su sonido y sus letras, sino por la irresistible atracción que desprendían su forma de comportarse, sus opiniones y su forma de encarar el hecho musical. Seguramente discos posteriores como esa obra maestra que es The queen is dead y su testamento discográfico Strangeways here we come, gestados ya en plena madurez del grupo, deberían figurar como sus obras más emblemáticas, pero el factor que ha primado aquí es la innovación, el aire fresco que supusieron ambos discos primerizos. Gendre desmenuza cada canción, se detiene en sus arreglos, diferentes versiones, sus letras, sus fuentes de inspiración e influencias posteriores, hasta determinar la importancia de su alcance. Morrissey y Johnny Marr concibieron con ellos todo un universo efímero pero de notoria huella en la historia del pop universal. La editorial Quarentena nos lo recuerda y, de paso, le abre su fascinante puerta a todo aquel -pocos, me temo- que aún no hayan tenido el gusto de conocerles.

No voy a decir que el universo que describe el sevillano Daniel Ruiz García en su nueva novela -Todo está bien (Tusquets, 2015)- también es fascinante, porque mentiría como un bellaco. Es más bien sucio, maloliente y desagradable, nada, no obstante, más lejos de la realidad, pues es el que hemos respirado en los últimos años en esta parte del hemisferio sur en la que nos ha tocado vivir. Políticos emponzoñados por un poder que otorga carta blanca para cualquier dislate, periodistas de mala vida que -fieles a su deontología profesional- tratan de pararles los pies o cuando menos denunciar su modus vivendi, parias de un sistema que nunca da una nueva oportunidad a sus víctimas, y la nueva figura del que podríamos llamar "self-made-men-rrss", es decir, quien se aprovecha del nuevo panorama surgido con las redes sociales para crearse un nombre sin aparente esfuerzo. Cada uno de ellos tiene su protagonismo en esta novela coral que va saltando de uno a otro, pero sin perder de vista el cordón umbilical que les une a todos, que no es otra que la realidad más cercana y tangible, ofrecida sin maquillaje, de forma descarnada, agria y sin concesiones, con ramalazos de humor negro y escenas de alta tensión que el autor, quien ya nos ha acostumbrado a su vigoroso pulso narrativo, nos presenta con todos sus colores en poco más de doscientas páginas. Vamos, casi un documento social de la España de pandereta, pero con indudable valor literario.

lunes, 27 de abril de 2015

Relatos en 35 mm.

Está al caer ya en las librerías la antología "Relatos en 35 mm.", una miscelánea de cuentos que abordan el hecho cinematográfico con Andalucía como referente. Me enorgullece decir que estoy en la nómina de los 17 autores elegidos, junto a Cristina Cerrada, María Zaragoza, Juan Varo Zafra, Loli Pérez, Javier Márquez Sánchez, Isabel Merino, José Iglesias Blandón, Sandra R. Fernández, José Carlos Carmona, Inmaculada Reina, Salvador Navarro, Clara Astarloa, Sonsoles Yovanka, Pedro Pablo Picazo, Elena Marqués y Antonio Rivero Taravillo. El prólogo y la iniciativa es de José Luis Ordóñez, al frente de la editorial El Sendero.

Este es el enlace directo a su página de facebook: https://www.facebook.com/relatosen35mm En breve se anunciarán las presentaciones por los diferentes rincones andaluces. 

miércoles, 15 de abril de 2015

The Reader´s Diary (XL)

Con La pequeña comunista que no sonreía nunca (Premio Version Femina / Fnac, Anagrama, 2015) me han venido a la memoria las mágicas páginas de la imprescindible Correr de Jean Echenoz. Si en aquella novela el protagonista era el corredor checo Emil Zátopek, en esta ocasión Lola Lafon elige a otra deportista capaz de proezas casi sobrehumanas, la gimnasta rumana Nadia Comaneci, que deslumbró al mundo con sus actuaciones en las Olimpiadas de Montreal de 1976. Si Echenoz optaba por el estilo evocador, trufado de filigranas literarias, Lafon se decide por la metanovela, esa que relata el proceso de investigación y escritura desde dentro, permitiéndose incluso mantener conversaciones ficticias con la protagonista, un recurso agradecido con la propia estructura del relato. Habiendo buceado previamente en biografías, hemerotecas y videotecas para calibrar esos ejercicios que aún hoy siguen pareciéndonos imposibles, la autora indaga en los principales episodios de la vida personal y profesional de la pequeña: su familia, la especial relación con su entrenador, su ambigua conexión con el régimen político de Ceaucescu, la huida de su país y sus otras escapadas... Lafon no duda en recurrir a recortes de prensa o a poner en voces de otros sus propios pensamientos, logrando un efecto envolvente sobre una figura convertida por derecho propio en icono de lo diferente, la niña que se tragó el mundo de golpe y cuya digestión se le hizo de lo más pesada. Con una prosa seductora que no duda en la dureza cuando la narración lo necesita, Lafon nos sitúa en primera fila ante la vida de uno de esos juguetes rotos de los que está llena la historia del deporte.

Memorables, no podía haber escogido mejor título tampoco, Shaun Usher, para la recopilación que tan lujosamente presentó la editorial Salamandra poco antes de las últimas navidades. En gran formato y con papel de gran calidad como lo merece la ocasión, se presentan aquí reproducidas con todos sus detalles -dibujos y tachaduras incluídas- más de un centenar de misivas que el autor ha ido coleccionando a lo largo de los años, y que forman parte de episodios decisivos de la historia, de circunstancias personales muy concretas o destilan curiosidad o hilaridad a raudales. No es cuestión de enumerar aquí todas las cartas verdaderamente impagables del volumen -otras quizá no estén a la misma altura, aunque es cierto que en todas hay algo aprovechable- pero baste decir que se incluyen, por ejemplo, la carta despedida de Virginia Woolf a su marido antes de suicidarse, la que Gandhi dirigió a Hitler para que abandonara sus ideas genocidas, la de Einstein dirigida al gobierno sobre la necesidad de agilizar la investigación sobre la bomba atómica, o la que el director del London Hospital envió a The Times solicitando ayuda para sufragar los gastos de hospitalización de Joseph Merrick, "El hombre elefante". Hay cartas de esclavos a sus antiguos propietarios, de escritores, dibujantes, guionistas, músicos, actores, de inocentes niños que dan su opinión o enternecen el corazón de personajes importantes, cartas escritas en una situación límite, cartas evocadoras o chistosas, cartas de ánimo y pesimistas, cartas en definitiva que pueden ser leídas como fragmentos de la historia de la humanidad y servir de recordatorio de su poderoso influjo para cambiarla o tornarla más amena. Eso, en unos tiempos en que las nuevas tecnologías han arrinconado la autenticidad del género epistolar, ya le haría merecedor de un hueco en nuestra estantería favorita.

lunes, 30 de marzo de 2015

El Caminito del Rey: lo que ha llovido

Ahora que el Caminito del Rey (www.caminitodelrey.info) se ha vuelto a abrir con fines turísticos, totalmente remodelado, no me resisto a incluir aquí unas fotos de primera juventud, allá por el verano de 1993, en el que unos amigos y yo nos atrevimos a cruzarlo. La seguridad brillaba por su ausencia. Sin duda, éramos jóvenes y temerarios. Hoy en día sólo me atrevo con retos intelectuales como "Saber y ganar".



miércoles, 25 de marzo de 2015

Evocación literaria de mi paso por "Saber y Ganar"

Aunque muchos ya sabéis que los programas están grabados, ésta, como el título anuncia, es una evocación literaria, así que permitid que empiece de este modo, instalado en el AVE que me lleva de vuelta a mi ciudad, ahora, aquí:

Ya de regreso en el tren. Tengo casi cinco horas por delante, cinco horas para recordar una y otra vez todo lo vivido en los últimos días. Cinco horas para fustigarme por decisiones equivocadas -arriesgarme cuando no debía y encogerme cuando estaba obligado a hacerlo-, por no saber templar los nervios cuando la ocasión lo pedía, por pensar demasiado una respuesta que se vuelve incorrecta en el proceso de maduración, por volverme con el sinsabor de haber podido hacer más, mucho más, de quedar al menos una vez el primero, de ganar un comodín, de superar una calculadora... Para expresar lo que siento nada mejor que una escena de película: Neil Perry -Robert Sean Leonard- en El club de los poetas muertos al final de la función de El sueño de una noche de verano que acaba de interpretar, repitiéndose a sí mismo: "he actuado muy bien, he estado muy bien". Yo también tengo la sensación de haber concursado muy bien -hubo programas en los que respondí más que nadie- y, sin embargo, estoy frustrado por haberme quedado a medias, en tierra de nadie, alcanzando una insólita marca no demasiado estimulante: ser el concursante que llega a un octavo programa con menos rendimiento económico.

Primera parada en Tarragona. Pronto las personas con las que me cruce, como estos viajeros que ahora atraviesan el pasillo, me reconocerán por la calle y me animarán en su inocencia de desconocer el final, celebrarán que esté llevando el nombre de mi ciudad por motivos más loables que los que suele publicar la prensa, me insistirán en que tengo que practicar más el cálculo mental... ¿Cómo explicarles que practiqué hasta el hartazgo y que llegué a hacer las siete operaciones en doce segundos? ¿cómo hablarles de la transformación que sufres cuando alguien dice el temible "grabando"? En esos momentos estás totalmente solo, como el tenista que lucha contra sus propios fantasmas, todos te miran y se compadecen pero nadie te puede echar un cable. La única cuestión que importa es devolver la pelota al campo contrario, llevas ya muchas pero todavía no es suficiente, y justo entonces, cuando estás a punto de conseguirlo y ganar el punto, es cuando empieza a sonar en tu mente aquello del miedo a ganar. Y te sientes -el cine vuelve al rescate- que te podrías descomponer en moléculas, como el personaje de Ethan Hawke en Antes de atardecer.

Segunda estación. Lleida. El canal de bandas sonoras del AVE es un bucle, repite las mismas piezas que ya escuché en la ida. Aún así, persisto en él porque soy incapaz de conciliar el sueño y me ayuda a recuperar tantas emociones atrasadas y ponerlas por escrito, emociones que, estoy seguro, tienen que derramarse en algún momento, con el estímulo menos pensado. Nunca he sido muy llorón, pero presiento que se está formando un gran lago en algún recóndito lugar del lagrimal. La mirada de reojo de mi compañero de asiento me advierte de que quizá estoy convirtiendo mi relato en un folletín sentimental, así que tendré que ponerme más serio. Hablando del llanto, a ver qué le parece este aforismo: las lágrimas son los puntos suspensivos de la tragedia. Uno más para mi colección, que ya va alcanzando proporciones librescas. Se ha dormido, así que debo suponer que lo he conseguido.

Tercera parada. Zaragoza, la de mayor trasiego de viajeros. Antes de que atesten el pasillo, decido ir a la cafetería para estirar las piernas y aclarar las ideas. Mientras muevo la cucharilla del café, repaso mentalmente lo escrito. Temo dar al lector la impresión de haber sufrido demasiado. Debo hacer énfasis en los momentos alegres, el haber conocido a los miembros del equipo de un programa que, con intermitencias, he seguido desde sus primeros años. También a unos concursantes que consideraba compañeros antes que competidores, y que ves marchar y llegar por el caprichoso devenir del concurso. Esas cenas compartiendo nuestras vidas de no concursantes, esos momentos entre bambalinas que rebajan la tensión inminente, esa solidaridad latente que aflora cuando menos lo esperas... secuencias irrepetibles que son las que verdaderamente importan, el montaje del director en el que te has convertido desde que has empezado a escribir esto. Ya me lo han dicho por teléfono cuando anuncié mi despedida. Hay que quedarse con lo bueno: el privilegio de que te hayan elegido entre tantísimos aspirantes, la experiencia única de participar en mi concurso favorito, la certeza -sí, convéncete- de haberlo dado todo hasta el final...

Cuarta parada. Ciudad Real, sí, pero también imaginaria, porque siempre paso y nunca me quedo, sólo el recorte de su relieve por la ventanilla, inapreciable en su justa medida. Ciudades que uno deja atrás como la tierra quemada de la vida. Ciudades que ni siquiera la comodidad del trayecto permite atrapar como es debido. Curioso. Tengo todos los adelantos de estos tiempos -el portátil enchufado a la corriente, el móvil cargándose, la cámara digital para salvar imágenes para la posteridad- pero soy incapaz de decir nada de ella. Y pienso en los escritores que viajaban un siglo atrás, con el cuaderno emborronado de apuntes sobre sus impresiones viajeras. Me digo que algo se ha perdido en el camino.

Quinta estación. Puertollano. En la que siempre me acuerdo de Porfiria Sanchiz, la actriz de la que publicaré una biografía en breve, y que me ha tenido rendido a sus pies varios años. Aquí en Puertollano estudió en un colegio religioso y, al parecer, apuntaba excelentes dotes de pianista. No conseguí encontrar ningún documento de su paso por allí, ningún examen, ninguna matrícula, todo desaparecido, pero a ella sí que puedo verla rezando con sus compañeras, leyendo en su habitación a su admirado Shakespeare sin saber que muchos años después interpretaría a muchos de los personajes del bardo londinense. Porfiria, la tigresa escondida en la almohada, un título que le encantó a mi editor. ¿Y de dónde viene?, me preguntarán en futuras entrevistas. Se trata de un título que condensa dos ideas o, mejor dicho, un dato histórico y una idea. El dato, que Porfiria interpretó la última obra de Jardiel Poncela, Los tigres escondidos en la almohada. La idea, que en cada una de sus breves escenas en la pantalla, Porfiria era como una tigresa que, agazapada, saltaba a la yugular de cualquiera que se pusiera por delante. Os recomiendo a su Madame Dorin de Cielo negro como primera toma de contacto.

Ya estamos en Córdoba, más cerca del origen de este diario de raíl, de la llamada que me hizo creer que a veces los deseos se cumplen después de todo. Seguramente tarde semanas en procesar lo ocurrido, me costará verme por televisión y sufra de nuevo sabiendo el derrotero de los acontecimientos. Pero, ya entrando en Sevilla, quizá por la alegría que desprende sólo su nombre, decido volverme optimista. Salir en antena ocho días seguidos no es moco de pavo, es tu cuota de felicidad, la felicidad que cualquiera tendría derecho a envidiar. Ya falta menos para un abrazo que ha tardado demasiado. Esa sí sera la última estación.

http://www.rtve.es/alacarta/videos/saber-y-ganar/saber-ganar-23-03-15/3058531/

miércoles, 18 de marzo de 2015

The Reader´s Diary (XXXIX)

Dos libros de dos poetas próximos y con sólidas trayectorias refrendadas en numerosos premios. A un lado del ring, Juan José Vélez Otero (Sanlúcar de Barrameda, 1957), autor ya de ocho poemarios que se cuentan por otros tantos premios. Al otro, Manuel Francisco Reina (Jerez de la Frontera, 1974), ganador entre otros de los premios Ciudad de Irún y Aljabibe, y quien con La paternidad de Darth Vader (La Palma, 2015) alcanza ya el undécimo. Ambos púgiles tienen golpes variados: Juan José se dedica también a la traducción, a poner en valor la obra de poetas poco conocidos en nuestro país; y Manuel Francisco reparte novelas, antologías poéticas, ensayos y hasta un libro canónico sobre la copla.
Empecemos con el más joven. Un engañoso título, que puede hacer pensar que se trata de un libro sólo para frikis, esconde un catártico ajuste de cuentas con el padre invisible, el padre maltratador, el padre machote que repugna al niño que se esconde en los libros, al presuntamente desviado. Poema a poema, verso a verso, sin prisa pero con ganas de soltar el lastre acumulado desde una tortuosa infancia, Manuel Francisco aduce motivos, recrea escenas desasosegantes, exhibe toda su rabia contenida a lo largo de los años, y le devuelve golpe a golpe -eso sí, con su única arma, la literaria, la que más duele y la que le permite explayarse en detalles- todo el daño infligido. Parece innecesario decir que Darth Vader, presente en la infancia y adolescencia de la generación del autor, actúa como símbolo ideal de la villanía y del soterrado enfrentamiento físico y dialéctico entre padre y vástago. Algunos poemas son verdaderamente conmovedores y tamizan ese fuego interno que es necesario aventar para no caer en el insulto ni en el vocerío hueco. Reina ha encontrado la voz apropiada, la del niño hecho hombre a quien nunca le faltaron fuerzas para plantar cara al invasor.
Por su parte, En el solar del nómada (Valparaíso, 2014) refunde en un solo volumen dos libros que se publicaron en cortas ediciones -La soledad del nómada (Vitruvio, 2005) y El solar (Endymion, 2007)- y que ahora Juan José Vélez remasteriza y añade algún poema nuevo. Precedido de un prólogo de José Jurado Morales que todo libro de poesía desearía tener por su claridad expositiva y su carácter didáctico, la obra de Vélez Otero camina por los territorios de la nostalgia, por una madurez que nos ha alcanzado por sorpresa y de la que no podemos escapar. El autor impregna todos su poemas con el aliento de la desesperanza, de quien lo tuvo todo y ya lo ha perdido, de quien evoca para recordarse a sí mismo. La emoción contenida está presente en cada verso, ramificándose en detalles del paisaje, símbolos de la infancia, amores pasajeros o recuerdos familiares. Vélez también suele recurrir a algunos "palabros" poco habituales que otorgan al conjunto un toque de distinción, como si fueran una piedra de toque donde descansar un momento. La crudeza de los sentimientos expuestos a flor de piel, la vida misma, se camuflan también con frecuencia en un tono más distendido cercano a lo humorístico, lo que permite eludir el tono solemne y buscar ropajes más llanos. Todo ello contribuye a hacer de la poesía de Juan José una poesía cercana, que nos habla de lo que verdaderamente importa: qué diablos hacemos aquí. 

jueves, 5 de marzo de 2015

No te lo puedo creer


"No te puedo creer" es una expresión muy común en Argentina para referirse a una situación anómala, algo con lo que no contábamos y que altera profundamente nuestro estado de ánimo, llevándonos a cometer actos que parecen escapar a nuestro control. Relatos salvajes es un muestrario de situaciones de ese calado: todos los pasajeros de un avión descubren que tienen algo en común con el piloto que gobierna la nave, y al que en su día menospreciaron; una camarera atiende sin dar crédito al hombre que causó el suicidio de su padre; un conductor con prisa debe hacer frente a otro colega desquiciado que se niega a dejarse adelantar; un desactivador de bombas, harto de ver cómo la grúa se lleva su coche una y otra vez sin atender a sus explicaciones, decide darle un escarmiento al gobierno municipal convirtiéndose en un ídolo local; una novia descubre que ha sido engañada por su recién estrenado marido y decide darle un escarmiento en una surrealista celebración; un hombre adinerado decide esconder a su hijo, que ha atropellado mortalmente a una embarazada, colocando en su lugar a su sirviente.
El joven argentino Damián Szifron, que hasta la fecha sólo había dirigido dos películas poco recordadas -El fondo del mar (2003) y Tiempo de valientes (2005)- y participado en varias teleseries, se ha convertido de la noche a la mañana en un nombre a seguir con este film de episodios que tiene, ya desde su clarificador título, coartada para desfasar y provocar cualquier cosa menos la indiferencia. Los diferentes episodios, desde el magnífico prólogo al esperpento final, nos llevan por los territorios de la sorpresa, la desesperación, la rabia, la desvergüenza, la honestidad con uno mismo, la justicia, etc, para desembocar en una catarsis que pone fin a todo y que se revela necesaria para empezar otra vez de cero. Szifron tiene la virtud de hacernos conectar enseguida con el protagonista de la pesadilla y lograr que nos preguntemos si obraríamos como él de encontrarnos en una situación similar. Las imágenes, viscerales, nos sitúan en una dimensión donde ya no hay vuelta atrás y tenemos que apechugar con las consecuencias. Sin duda, una lección de puro cine donde todos los actores rayan a gran nivel. 

miércoles, 25 de febrero de 2015

Retazos algo anodinos


Un Oscar fue la escasa recompensa obtenida por Boyhood en la última ceremonia de los premios más importantes del cine. La pregunta es ¿se merecía tan poco? Reconozco mi debilidad por la trilogía que componen Antes de amanecer, Antes del atardecer y Antes del anochecer, posiblemente uno de los ejercicios de experimentación más estimulantes del cine contemporáneo, algo que ya intentaron sin éxito respetados cineastas como Peter Bogdanovich y su díptico The lat picture show y Texasville. A Linklater le salió bien la jugada, confrontando a la misma pareja en décadas diferentes para apreciar la evolución de sus sentimientos. Con Boyhood Linklater pretendía llegar aún más lejos, contando en una sola película el crecimiento -físico y emocional- de un niño en un periodo de doce años. Ya sólo por la dificultad de un rodaje de estas características y lo original del atrevimiento merecería nuestro aplauso más encendido. Sin embargo, ¿es suficiente ser original y arriesgado para lograr una gran película? ¿El argumento es lo de menos cuando el protagonismo recae en cuestiones ajenas a la historia?
Ignoro si los académicos se han planteado estos interrogantes, pero soy de la opinión de que una película debe valorarse en su conjunto. Si en la citada trilogía, el guión y la producción se ensamblaban a la perfección relatando a lo largo de veinte años los vaivenes de una relación que sortea problemas de espacio y tiempo, en Boyhood -subtitulada en español, no lo olvidemos, como Retazos de una vida- se nos cuenta de modo bastante lineal episodios desperdigados de la infancia y adolescencia de un joven integrado en una familia desestructurada cuyo principal bastión al que aferrarse es su incombustible madre -Patricia Arquette, premiada con la merecida estatuilla-. No hay más. Quizá Linklater pensó que era suficiente, que la vida es así de sencilla: unos se van y otros llegan, se descubren el amor y el sexo, uno trata de encontrarse a sí mismo, se definen los gustos personales... Pero me sigue faltando algo, como si la historia pidiera a gritos ser zarandeada de vez en cuando, arrojando alguna escena dolorosa o algún episodio conflictivo -no recuerdo ver al pesonaje llorar en toda la película-. Da la impresión de que el realizador de Fast food nation se ha preocupado más del envoltorio que del verdadero regalo que podía haberle hecho al espectador, provocando en ocasiones la sensación de estar ante una película televisiva de sobremesa alargada por meras cuestiones técnicas. Y lo dice, repito, un enamorado del mejor Linklater. 

martes, 17 de febrero de 2015

Hermanos menores


Jaime Rosales (Barcelona, 1970) es uno de esos directores a los que el éxito no se le ha subido a las barbas. Tras recibir tres premios Goya -entre ellos los dos más importantes, película y director- y numerosos galardones nacionales e internacionales por La soledad (2007), ha seguido siendo fiel a su estilo personal e íntimo, desoyendo las más que probables ofertas de un cine más comercial y/o producciones televisivas que han llamado a su puerta. Tras dos propuestas que pasaron de forma casi inadvertida por las salas -Tiro en la cabeza (2008) y Sueño y silencio (2012)-, Rosales ha presentado otro título que tampoco ha gozado de mejor fortuna económica, si bien le ha reportado premios y nominaciones que ya echábamos de menos.
Hermosa juventud mantiene la línea de continuidad con su anterior trabajo en el sentido de dar protagonismo de nuevo a los jóvenes, un segmento social cuya exclusión parece haberse vuelto más patente desde que se iniciaron los años de la crisis. Natalia y Carlos -interpretados de manera conmovedoramente natural por Ingrid García Jonsson y Carlos Rodríguez- son una pareja rabiosamente joven y enamorada cuyos horizontes vitales más lejanos pasan por el día a día: ganar un poco más de dinero con el que sacarse el carnet de conducir, comprarse ropa o una furgoneta para depender de sí mismos; quedar los fines de semana con sus amigos; aprovechar la mínima ocasión para sus encuentros sexuales... En resumen, son una pareja sana que no responde a ciertos elementos descerebrados que protagonizan algunos programas televisivos de éxito: Natalia se esfuerza todos los días por repartir su currículum aunque no se lo acepten, y Carlos es el amo de casa de su impedida madre. La sensación de orfandad, de prisión social, se agudiza
con la noticia de que van a ser padres, circunstancia que hace peligrar la economía familiar de ambos -los padres de Natalia están separados, el padre no trabaja y apenas puede pasarle algo de dinero a una madre que mantiene a otro hijo adolescente-. Cuando la situación ya se hace insostenible, Natalia decide sacrificarse, dejar a su hija y emigrar a Alemania para engrasar la misma cadena de trabajos precarios que ha dejado en España. Ante esta perspectiva, se verá obligada a tomar una decisión dolorosa que golpea al espectador con un final descarnado.
Estos retazos de vida, que podrían ser un reflejo de muchas parejas jóvenes de hoy, son mostrados por Rosales con una asombrosa naturalidad, ajena a artificios y estereotipos. El director está tan pegado a la realidad que no elude recurrir al universo tecnológico que conforman el modus vivendi de la juventud: la pantalla se llena de chateos de wassap, de fotografías de Instagram o de conversaciones por Skype. Elementos que refuerzan si cabe aún más la hiriente verosimilitud de un relato verdaderamente conmovedor.

viernes, 13 de febrero de 2015

Arteayuda

Siguiendo con sus indagaciones expuestas en la organización fundada en 2008, The School of Life, Alain de Botton se aventura ahora por los territorios del arte, convencido de que este -como ya hiciera con el trabajo, la arquitectura, la filosofía, el amor o el sexo- puede ayudarnos a mejorar nuestra vida. El arte como terapia (Phaidon, 2014) -escrito esta vez a cuatro manos con el filósofo John Armstrong- no es un manual de autoayuda al uso. Su elegante presentación y diseño, elegidos a propósito para reflejar del modo idóneo las piezas artísticas que van ilustrando la disertación del autor, es un punto a favor más de un ensayo inclasificable -otro más- que desbroza los intrincados senderos del universo artístico -desde el coleccionismo a la mutable apreciación crítica, pasando por las técnicas expositivas- que trata de razonar cómo puede el arte ayudarnos a ser mejores personas partiendo de la premisa de que este puede cumplir siete funciones distintas ligadas a cuestiones tan esenciales como el amor, la naturaleza o el dinero.
De Botton, amante de museos y viajero con pedigrí -recordemos su espléndido Arte de viajar-, selecciona cuadros, esculturas, edificios, dibujos, diseños, fotografías, etc., de todas las épocas artísticas para fijarse en aquellos detalles que nos pasan generalmente desapercibidos y que pueden aportarnos ese algo más que debemos exigirle a una obra artística, estuviera o no esa intención en la mente del creador en cuestión.
Con la habitual amenidad de su razonamiento lógico y aparentemente incuestionable, De Botton funde de manera magistral vida y arte para decirnos que, como todo amor correspondido, uno no debería vivir sin la otra, exigiendo que ambos se miren directamente a los ojos para conocerse mejor. Será beneficioso para ambos. 

lunes, 2 de febrero de 2015

El caníbal incomprendido


Como muchos otros estudiantes de periodismo y aspirantes a crítico cinematográfico, recuerdo que uno de mis referentes o tótems -junto a otros, como Carlos Colón, de quien tuve la fortuna de ser alumno- era Carlos Boyero. Boyero era, y sigue siendo, odiado y admirado a partes iguales por cinéfilos, directores, actores, gentes varias del espectáculo, y sus propios colegas de profesión. Uno podrá estar o no de acuerdo con sus, casi siempre, para bien o para mal, demoledoras opiniones, pero hay que reconocerle, por un lado, su contundencia y claridad -nunca se queda a medias tintas en sus juicios- y, por otro, su reticencia a convertirse en lo que podríamos llamar un "adulador" de prestigio, es decir, negarse a formar parte de la camarilla de críticos que bendicen sí o sí al Santo Sanctorum de las películas y directores intocables y/o que vienen revestidos de inmarchitable "qualité" tras su paso por festivales o visionados de la crítica internacional. Sirva este largo preámbulo para, tras recuperar recientemente la aclamada cinta Caníbal (2013) del almeriense Manuel Martín Cuenca, posicionarme al lado de Boyero, uno de los pocos que se atrevió a bajar del pedestal a una película sin duda sobrevalorada. Comparto muchos de los argumentos expuestos por el veterano escribidor, como que el inteligente uso de la elipsis o los curiosos encuadres y largos planos estáticos no son suficientes para acercarnos a un personaje -interpretado por Antonio de la Torre con una gelidez se diría que autoimpuesta- cuyas aristas psicológicas se nos escapan, haciendo que veamos la historia desde fuera, cuando ella misma pedía una inmersión a fondo. Sin entrar en cuestiones argumentales algo inverosímiles como la inexplicable ausencia informativa de la investigación policial de unas desapariciones y crímenes seriados y cometidos en la misma zona, la acción transcurre con una exasperante lentitud provocando desapego en lugar de la necesaria conexión dramática y emocional con un, a priori, protagonista bombón que cualquier actor querría para su currículo. Esa orfandad psicológica del personaje principal -imagino que más matizado en la novela de Humberto Arenal en la que se basa y que no he tenido el gusto de leer- parece querer tamizarse por parte del director con una supuesta simbología religiosa manifestada en desfiles procesionales y el encargo de una hermandad al protagonista -el mejor en su oficio, sastre- cuyos bienintencionados propósitos caen en saco roto.
No es mi intención, por otra parte, desvirtuar los numerosos valores de la cinta -el simple hecho de su realización indica ya una valentía digna de aplauso-, sólo lamentar la oportunidad perdida de tejer una historia inquietante que parece haberse contagiado de ese témpano de hielo sobre el que gira.

miércoles, 28 de enero de 2015

Vindicación de la verdad

Lo ha vuelto a hacer. Tras una novela de género que debemos entender como de transición a logros más altos -Las leyes de la frontera-, Javier Cercas vuelve a su fórmula más querida y agradecida, esa cuerda floja entre la realidad y la ficción. Si en Anatomía de un instante se dedicaba a investigar el trasfondo de los personajes que aparecían en una foto singular, tomada en el Congreso de los Diputados el 23-F -una idea que, en cierto modo, retomaría años después Manuel Hidalgo en suBanquete de los genios-, en El impostor se adentra hasta el tuétano en la verdad y mentira de Enric Marco, personaje fascinante donde los haya que se inventó una vida -la de superviviente de un campo de concentración alemán- justificándose a sí mismo que lo hacía por el bien de la humanidad, de las personas que se habían quedado sin voz. Al igual que en su célebre trabajo anterior, Cercas se introduce a sí mismo en el proceso de escritura, y detalla sus problemas de conciencia a la hora de afrontar la difícil misión de relatar el caso Marco -sus reuniones con escritores y amigos, sus rocambolescas pesquisas, sus entrevistas con personas y otros investigadores que le conocieron, como el que destapó en 2005 la farsa del personaje, la grabación de conversaciones con el propio Marco y sus cambios de ánimo con respecto a él-, dejando claro que su principal objetivo es prescindir de la ficción y ceñirse a los datos objetivos, sin tratar de comprender -aunque sea inevitable- las razones que le llevaron a falsear la realidad para reinventarse a sí mismo. Gracias a la habitual pericia narrativa de Cercas, la ardua investigación y su relato paralelo se convierten en un viaje apasionante y absorbente por la España de los últimos ochenta años, pero también al mismo tiempo en un interesante ensayo sobre el tema de la falsedad y la impostura, en lo lícito o ilícito de subvertir las normas morales establecidas en beneficio propio o común. Un trabajo de notable envergadura que confirma a Cercas como uno de los autores más necesarios del panorama literario español de las últimas décadas.
no menos interesante

domingo, 18 de enero de 2015

The Reader´s Diary (XXXVIII)

La Antología poética preparada por el profesor Eduardo Sánchez Fernández (Linteo, 2014) nos permite redescubrir a uno de los poetas más olvidados del romanticismo inglés, eclipsado por la inexpugnable fama de su trío más representativo: Byron, Shelley y Keats. Quizá a John Clare no le benefició tener una vida larga -recordemos que sus coetáneos murieron a los 36, 30 y 26 años respectivamente-, ni haber fallecido en el manicomio en el que se llevó varias décadas encerrado. Los temas de su poesía no aspiraban a los retos de los versos de sus compañeros generacionales, todos ellos versados en el mundo clásico, amantes de extravagancias exóticas y de beberse la vida a grandes sorbos o, como en el caso de Keats, capaz de gigantescas metáforas con los elementos más sencillos. Clare era un poeta rural, quizá lo más parecido en Inglaterra a lo que en el siglo XX sería Miguel Hernández, y su poesía no era amiga de grandes hallazgos formales ni estilísticos, sólo de contar la hermosura de las briznas de hierba, de las vacas paciendo, de los amaneceres dominicales, tal comos se aparecían ante sus ojos. Es de elogiar el esfuerzo del profesor Sánchez Fernández por acercarnos algunos de sus mejores piezas. Pero no podemos decir lo mismo de la traducción. Basta comparar la asombrosa diferencia en la traslación de uno de los poemas mayores de Clare, I am, de la presente antología con la incluida en la exquisita Lírica inglesa del siglo XIX que Ángel Rupérez preparó para la editorial Trieste en 1987. Parecen dos poemas distintos. La intensidad que sabe imprimir Rupérez difiere notablemente de la más literal y plana de Sánchez Fernández, incapaz de transmitirnos la emoción que emanaba de los versos de un poeta pegado a la vida aún en sus arrebatos de mayor locura.


En otro sentido y, cambiando totalmente de tercio, también se me queda corto el que creemos último capítulo de las andanzas de los héroes cervantinos que sobrevivieron a Don Quijote. Si guardo un excelente recuerdo de Al morir Don Quijote, El final de Sancho Panza y otras suertes me ha resultado algo cansina, innecesaria al fin y al cabo, pues todo había quedado dicho en la anterior. Proseguir con las aventuras del escudero, el bachiller, el ama y la sobrina se me antoja como una secuela cinematográfica sin más fundamento que el enorme amor que, a todos nos consta, Trapiello profesa a los grandes clásicos hispánicos. Pero ello no basta para hacer una gran novela, a pesar del notable esfuerzo de su autor por recuperar el lenguaje de la época y urdir un marco espacial rigurosamente verosímil fruto de sus numerosas lecturas. Conseguir igualar el resultado de su predecesora era, nunca mejor dicho, una empresa quijotesca.