lunes, 27 de junio de 2011

The reader´s diary (II)

La velocidad literaria (Nieves Vázquez Recio, Castalia). Los relatos incluidos en este volumen, acreedor del último Premio Tiflos, exigen un "background" literario que incluye un menú variado y rico en platos tan diferentes como Kafka, Walter Benjamin, Uri Caine, Roland Barthes, el Ulyses de Joyce o la generación "Nocilla". La autora afronta valientemente el reto de situar su discurso en la misma voz de los autores citados o en alguien cercano, acomodando el estilo y el ritmo al personaje en cuestión. Esta disposición funciona mejor en unos relatos que en otros, pero conlleva, en mi opinión, dos problemas: la frialdad de la narración, incapaz de sustraerse de las férreas pautas impuestas por ese modelo metaliterario, y la dificultad para conectar con el lector medio, ajeno a muchas de las numerosas claves literarias que se dan cita en un recorrido veloz, quizá demasiado.
El linternista vagamundo y otros cuentos del cinematógrafo (Pedro García Martín, Machado Libros). Pocas son todavía, a pesar de haber transcurrido más de un siglo desde su nacimiento, las ficciones ambientadas en los primerísimos tiempos del cinematógrafo, cuando un lienzo en blanco invadido por una locomotora hacía caer de sus asientos a los sorprendidos y privilegiados espectadores. En la mayoría de las ocasiones, el autor que sitúa su novela en la época mágica de los primeros pasos de Edison y los hermanos Lumière, no puede evitar cuando menos dedicarle unas líneas a modo de sincero homenaje, caso de la primera novela de Andrés González Barba, Los diarios de Regent Street. Pero son, ya digo, muy escasos los intentos de tratar de recrear esas inéditas impresiones que se formó el primer público del séptimo arte. El de García Martín no será el libro definitivo que venga a llenar este vacío, ni en su pretensión estuvo serlo. Pero los cuatro relatos breves aquí incluidos sí tienen la virtud de centrarse exclusivamente en la recepción del hecho cinematográfico, uno de los fenómenos más apasionantes sobre el que se ha escrito, sin embargo, abundante obra ensayística. Basculando entre la anécdota, la sorpresa y la confusión entre realidad y ficción -impagable el cuento sobre el granjero ruso que es engañado por la pantalla-, el librito de García Martín entretiene y nos hace concebir esperanzas en futuros empeños de mayor enjundia.
Cine al rojo vivo (José de Diego, T&B Editores). Sin alejarnos del cine, la casi siempre interesante T&B nos ofrece un catálogo de películas que impactaron al público o crearon una desorbitada expectación en la época de su estreno, a pesar de estar realizadas en muchos casos con medios irrisorios o ser concebidas en circunstancias muy adversas. La naranja mecánica, Defensa, Perros de paja, Tarzán y su compañera, La parada de los monstruos, El gabinete del Dr. Caligari, Cowboy de medianoche, Grupo salvaje, Psicosis, El fotógrafo del pánico, Picnic... son algunos de los títulos que el autor de este bien documentado trabajo analiza desde su génesis hasta su estreno en las salas y su posterior huella en la historia del cine.

martes, 21 de junio de 2011

The reader´s diary (I)

Los enamoramientos (Javier Marías, Alfaguara). La última novela de Marías se vertebra en torno a una obsesión, la de la protagonista por mantener en secreto o confesar lo inconfesable: el crimen (o no) cometido por un desconocido -a través de una tercera (o cuarta) persona- del que se ha enamorado poco a poco y con quien mantiene una fogosa relación sexual. La narradora no tiene a nadie, sólo al lector y al diario donde escribe sus cuitas, sus dudas y vacilaciones en su forma de obrar, la legitimidad de lo que está haciendo. Concebida como un bucle que gira sobre sí mismo, Los enamoramientos consigue enredarnos con su tela de araña, con esa prosa adiposa con que Marías nos envuelve y nos demuestra que sigue en plena forma. Entre líneas de tan generosa narración, el autor tiene tiempo para incrustar algunas alusiones a la sociedad actual y rendir dos explícitos homenajes, uno a Shakespeare y otro al Balzac de El coronel Chabert, una novelita que muchos habrán comprado sólo por las múltiples referencias que aparecen en el texto, y que quizá debería venderse en un pack conjuntamente con la novela de Marías. Sería una prueba de justicia con dos narradores de gran estirpe.

El tiempo de la desmesura (Juan A. Ríos Carratalá, Barril&Barral). ¿Se puede completar la realidad con la ficción? O dicho de otro modo, ¿es legítimo especular que aquello podía haber sucedido como yo lo cuento? Este es a grandes rasgos el planteamiento de este interesantísmo ensayo ficcional del profesor Ríos Carratalá, subdividido en tres partes, cada una de ellas destinada a rellenar los numerosos espacios en blanco dejados por tres películas "malditas" en la historia del cine español: Carne de fieras -extraño film dirigido por un anarquista que cuenta con un desnudo semiintegral a cargo de una de las más prometedoras artistas de la Segunda República, Marlène Grey-, El genio alegre -película folclórica rodada en el marasmo de la guerra civil- y Rojo y negro, conocida como "la película falangista que prohibió la dictadura". El investigador se adentra en la génesis de cada título, en el pasado y futuro -aciago en la mayoría de los casos- de sus protagonistas, y en su significación crítica, acudiendo a fuentes de todo tipo para completar un puzzle probable del que siempre faltarán piezas.

miércoles, 15 de junio de 2011

Y en París me encontré


Quizás los diálogos no sean tan ingeniosos como antes, quizá alguna situación nos resulte algo trillada, quizá la presencia de Carla Bruni resulte accesoria y denote en exceso la concesión de Allen a la ciudad que ha acogido su rodaje y a la que ha dedicado su nueva película, y quizás también Owen Wilson podía haberse desmelenado más con su personaje para acercarse a ese alter ego del director que pretende representar. A pesar de los peros, no obstante, Medianoche en París me parece una de las obras más redondas del último Allen. No se le puede criticar al realizador neoyorquino que en los brochazos con que dibuja a las grandes figuras de la bohemia parisina -Picasso, Scott Fitzgerald, Gertrude Stein, Hemingway, etc.- abunden los lugares comunes y los arquetipos, ya que los trazos se deben a la mano del protagonista, el personaje que encarna Wilson, así que podemos pensar que los retratos responden a la imagen que atesora el escritor y a su feliz aleación con el relato onírico.
La ambientación, la música, todos los secundarios, el tan sencillo como efectivo recurso para pasar de una época a otra, todos los elementos se alinean para convertir la película de Allen en una delicia visual de principio a fin, donde se amalgaman el humor sostenido -casi en voz baja- con el romanticismo más sutil. Allen confronta realidad y sueño para sacar a su protagonista de la vida errónea en la que se halla sin haberse percatado. Con su viaje alrededor de sus fantasmas, Allen le indica el otro camino, el que era incapaz de ver. Bella metáfora de gran calado sentimental, Medianoche en París sólo podía suceder en la "ciudad de la luz", la ciudad donde todos los sueños se pueden cumplir.

martes, 7 de junio de 2011

La persistencia de la ficción


La última vez que hablé con ella fue a primeros de enero. Me encontraba en el bullicio del trabajo cuando recibí su inesperada llamada para felicitarme por la publicación de Bancos de niebla. Me contó entonces que había sufrido una mala caída en su casa y que su salud se resentía desde entonces. Haciendo gala de su amabilidad habitual, me animó a visitarla en su residencia de Chipiona en unas fechas más primaverales. Ella entonces supo de mí por la entrevista que me hicieron en el ABC e, ironías del destino, yo me enteré de su fallecimiento por la esquela aparecida en el mismo periódico apenas cinco meses después.
Sobra decir que nuestro aplazado encuentro nunca se produjo, por lo que no tuve la oportunidad de saber si se había visto reflejada en el personaje de doña Asunción, con el que quise rendirle un cariñoso homenaje en Tren de cercanías, mi segunda novela. Me queda el consuelo de que, al menos, mi alter ego en la ficción, Alejandro, sí la visitó en su casa e incluso llegó a compartir con ella varias botellas de Lambrusco mientras charlaban sobre lecturas, escritores y la inmensidad de la vida, demasiado grande para abarcarla en poco más de cien páginas.
La inédita biografía de Isabel Tejera Quijano debería mencionar necesariamente la fundación de la Librería Vértice en la céntrica calle sevillana de Mateos Gago, y su esforzada apuesta, pionera en la ciudad, de importar libros extranjeros en una ciudad todavía pacata que vivía los estertores del franquismo y comenzaba a respirar aires de libertad. Siendo estudiante de periodismo en la capital hispalense, me recuerdo, con poco dinero en los bolsillos, consultando sus mesas de novedades y comprando la primera novela de un entonces desconocido José Manuel Benítez Ariza, La raya de tiza, esa misma línea que separaba a un joven con ínfulas de escritor de una librera con más de veinte años de experiencia a sus espaldas.
Nuestro siguiente encuentro no se produciría hasta cinco años más tarde, cuando empecé a trabajar en la librería Vértice, que ya entonces Isabel había vendido a Carla Saint y John Lilly, y donde la antigua propietaria daba sus últimos pasos antes de retirarse del oficio. A pesar de que nuestras reuniones fueron ocasionales y siempre me quedé con ganas de tratarla más a fondo, la imagen que conservo de Isabel es la de una persona entrañable, poseedora de una vasta cultura, que siempre valoraba más el trato con el cliente, la demora en el diálogo reposado y la animada conversación, que la transacción comercial que, al fin y al cabo, es la que mantiene al negocio. Isabel era feliz en su mimado reino de la sabiduría, con las peticiones extravagantes de sus clientes, con las visitas de escritores de renombre y los de provincias que venían a buscar sus libros en las estanterías, con las presentaciones y las actividades culturales que voceaban su exquisita labor por el casco histórico de Sevilla. Algunos libreros veteranos de la ciudad la recuerdan con cariño, como Eduardo Baraja, a quien ayudó a montar su Céfiro en la emblemática Virgen de los Buenos Libros. Eran tiempos ajenos a las grandes cadenas comerciales, en los que todo se hacía manualmente, y las bases de datos eran todavía una quimera.
Como los grandes cines de antaño que tachonaban con su aroma característico las calles del centro de la ciudad, Isabel Tejera era uno de los grandes dinosaurios que observaban los cambios vertiginosos desde su atalaya de enfermiza -pero bendita- bibliofilia, sabedora de que, cuando llegara su hora, tendría siempre un libro entre las manos. Con su voz grave y la elegancia de la que siempre hizo gala, Isabel, ya casi nonagenaria, nos ha dejado con un mundo más oscuro y feo, aunque confío en que siga sintiéndose viva entre las páginas de una novela que siempre será la suya.