martes, 24 de septiembre de 2013

Quedarse corto

Hay una expresión válida para muchas situaciones de la vida y que es aplicable también al campo de la crítica de diferentes disciplinas artísticas. Dos películas vistas recientemente, quizá más la primera de ellas, me han hecho recordarla. Tanto Todas las cosas buenas (2010) como Tierra prometida (2012) se quedan cortas en sus pretensiones. La primera, debut en la ficción del prometedor Andrew Jarecki -Capturing the Friedmans-, no agota las enormes posibilidades de un argumento basado en la vida de David Marks, hijo de un acaudalado empresario con fases de inestabilidad mental quien fue juzgado y absuelto por la misteriosa desaparición de su mujer y dos crímenes paralelos. Marks, que sigue con vida disfrutando de una apacible libertad, llegó a disfrazarse de mujer para ocultar su identidad. Jarecki se posiciona evidentemente al otro lado de la justicia, pero ni esa postura le basta para articular un discurso efectivo, pues en ningún momento -salvo quizá en un par de escenas bien resueltas- genera la tensión necesaria exigida por la contundencia del relato y hasta llega a provocar el efecto contrario: que la última parte de la película resulte un tanto ridícula y casi cómica. Ryan Gosling, Kirsten Dunst y un gran veterano como Frank Langella hacen lo que pueden para salvar los muebles pero el edificio ya tenía los cimientos mal puestos y se derrumba a los veinte minutos.
Mucho más medido, pues a Van Sant le sobran kilómetros en el cine de factura comercial norteamericano, se muestra el director de El indomable Will Hunting en Tierra prometida. Una historia de trasfondo ecologista oculta en realidad la clásica parábola sobre la honestidad y los principios: los grandes conglomerados empresariales son indefendibles frente a la pureza del individuo y sus orígenes, y de eso se acaba dando cuenta el personaje interpretado por Matt Damon tras una serie de varapalos y reveses inesperados. Van Sant que, como sabemos, escinde su quehacer en arriesgadas propuestas personales donde puede acertar con maestría -My own private Idaho, Elephant, Paranoid Park- pero también fracasar con estrépito -Even cowgirls get the blues, Last days- y en un cine mucho más convencional que le permite las veleidades anteriores -Descubriendo a Forrester, Psycho-, rueda al modo de los viejos artesanos del cine de Hollywood, sin que se note su presencia, con un ritmo pausado que da preeminencia a la historia y a los personajes sobre los alardes estilísticos. Sin embargo, hasta cuando Van Sant recala en este cine digamos "manufacturado" no puede evitar mostrarse a veces poco convencional: cualquier otro realizador habría forzado un encuentro sexual entre Matt Damon y Rosemarie DeWitt, pero Van Sant lo reserva para el final a modo de "off" visual sobreentendido. Detalle de clase, supongo. 

lunes, 16 de septiembre de 2013

The Reader´s Diary (XXIII)

Llevaba tiempo queriendo leer algo de Patrick Modiano, uno de los escritores franceses contemporáneos más mimados por la crítica. Me decidí por En el café de la juventud perdida (Anagrama, 2008), que me habían recomendado algunos amigos de confianza. Sin embargo, salgo de su lectura con una impresión indefinida sobre su verdadera valía. Toda la novela gira en torno a la hija de una cabaretera del Moulin Rouge, y a las impresiones que diferentes personas que la conocieron ofrecen de ella. Esta estructura circular, coral por decirlo de otro modo, no tendría nada de malo si el objetivo condujera a alguna parte, pero da la sensación de que Modiano pasa de un personaje a otro sin orden ni concierto y sin tener muy claro a dónde quiere llegar. Hay pasajes bellos, los cafés y el ambiente literario parisino están descritos con sutileza y pinceladas cortas, pero me falta algo de sentido en la composición final. Algunos dirán que la novela no tiene por qué seguir una linealidad ni buscar la concreción. Ejemplos hay de sobra para debatir sobre este punto. Pero aunque esa hubiera sido la intención de Modiano, me sigue faltando ese aliento poético que sublimara la narración, como sí le sucede, por poner un ejemplo, a las novelas de otro contemporáneo suyo, Jean Echenoz, cuyas novelas sí saben siempre hacia donde se dirigen.
Otro que tiene muy bien plantados los pies en el suelo es el norteamericano Peter Cameron, quien con Coral Glynn (Libros del Asteroide, 2013) consigue, y ya era difícil, superar lo logrado con su anterior Algún día este dolor te será útil. Podía sorprender en principio que Cameron situara la novela en la Inglaterra de los años 50, cambiando radicalmente el contexto respecto a su novela previa, aunque si tenemos en cuenta que se licenció en Literatura Inglesa y que siempre ha confesado su admiración hacia la narrativa de escritoras británicas como Elizabeth Taylor o Barbara Pym, la cosa cambia. El personaje que da nombre a su sexta novela, extraordinariamente retratado por Cameron, es una enfermera que trabaja a domicilio, por lo general, con pacientes en estado terminal. Su nuevo destino es una solitaria casa de campo con ecos de la Rebeca de Daphne du Maurier, en la que debe cuidar de la madre de un militar convaleciente de heridas de guerra, quien le propondrá matrimonio iniciando una tormentosa relación con episodios a cual más sorprendente y secretos que van saliendo poco a poco a la luz. Al igual que sucedía en Algún día... la habilidad de Cameron para dibujar el carácter de sus criaturas es asombroso, consiguiendo lo que sólo está al alcance de unos pocos: que el lector comparta asiento con ellos, en las mismas habitaciones, compadeciéndolos o alegrándose por sus breves momentos de felicidad. La escritura de Cameron es de las que acarician al lector, delicada pero no hasta el punto de chirriar cuando se desvela un abrupto acontecimiento, todo lo contrario, se diría que el efecto se duplica por lo inesperado. Temas espinosos para la época y el contexto social en el que se desarrolla la novela, como la homosexualidad o la represión y los abusos sexuales, se incrustan en la narración con una pasmosa naturalidad, como si Cameron hubiera nacido varias décadas más atrás.
En resumen, Coral Glynn, como su personaje central, demuestra una solidez a prueba de obstáculos, esa solidez que, saltando en el tiempo y cambiando de contexto, se fue al garete con la llegada de la crisis económica en los últimos años de la década anterior. Se han escrito muchos libros sobre ella de reputados economistas, de políticos oportunistas, de sociólogos cariacontecidos y de colectivos indignados, pero faltaba el del escritor dotado de una visión externa, semejante a la del ciudadano medio que ha observado con preocupación el derrumbe de un edificio construido con materiales de derribo. Muñoz Molina se encerró varios meses en archivos periodísticos consultando rotativos que entonces abundaban en páginas y en noticias que, vistas con la perspectiva que otorga el tiempo, vaticinaban el desastre luego sobrevenido. Con su habitual clarividencia, el autor de Un invierno en Lisboa elabora un discurso ficcionalizado sobre unos años que lo cambiaron todo, una crónica certera y machacona sobre los desaguisados y tropelías cometidos en los tiempos de abundancia y que nos han convertido en las vacas flacas que ahora somos. La negrura del panorama dibujado, que no es otro que el que aún tenemos encima sin saber por cuánto tiempo, no agota, sin embargo, la esperanza en un futuro al que hay que mirar a la cara, porque, como se encarga de recordar Muñoz Molina, hubo una época en que estuvimos mucho peor, y es necesario valorar lo que hemos logrado. Como Anatomía de un instante, Todo lo que era sólido (Seix Barral, 2013) está llamado a ser un libro de referencia del presente siglo.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Hitchcock: cero en suspense


Los biopics de directores del Hollywood clásico, amén de ser escasos, nunca suelen ser películas de fuste. Así, a vuelapluma, sólo recuerdo dos excepciones dignas de recordar, y en ambos casos, abordaban la figura de realizadores menores e irregulares, cuando no directamente prescindibles: me refiero a Dioses y monstruos, basada en la vida de James Whale, y a Ed Wood, a quien Tim Burton encumbró a una gloria póstuma. El primer largometraje de ficción de Sacha Gervasi (1966) no vendrá a cambiar las cosas. Atreverse con una figura tan emblemática como Alfred Hitchcock ya era una aventura de riesgo y, aunque el libro de Stephen Rebello en el que se apoya acota una mínima coyuntura temporal en la vida del cineasta -la que comprende la génesis, rodaje y estreno de Psicosis- los resultados no son muy alentadores. La esforzada y loable interpretación de Anthony Hopkins como el mago del suspense y de Helen Mirren como su mujer, la guionista Alma Reville, no son suficientes patas para un banco que nació cojo. La realización es plana, alimenta los tópicos ya tan historiados de la vida del director -su obsesión por las rubias, la ambigua relación con su esposa, la pasión enfermiza por su trabajo...- y peca de falta de ambición. Uno tiene la sensación de estar ante un producto realizado para la pequeña pantalla en lugar de ante una película con un punto de partida prometedor. Para quien tenga un mínimo conocimiento de la vida y obra del director inglés, la previsibilidad es la tónica dominante en una cinta con pocos aciertos para recordar, quizá la forma de presentar la historia como un episodio del conocido "Alfred Hitchcock presenta". El resto se diluye en una atmósfera átona que flaco favor hace al mito.