lunes, 29 de junio de 2009

El arte de saber poner la mano

Aunque el título pueda sugerir otra forma de ganarse la vida algo más indecente -que también las hay para ascender en el mundo literario-, Vivir de la pluma (Marcial Pons, 2009) es un completo estudio sobre una cuestión escasamente abordada hasta la fecha: la profesionalización del escritor, la conversión de un hobby o una afición en un trabajo remunerado con sus cláusulas, contratos, porcentajes y beneficios. Su autor, Jesús A. Martínez Martín, que se alzó gracias a esta obra con el Premio Antonio Maura convocado por el Ayuntamiento de Madrid, se centra sobre todo en la capital, esa gran madre a la que todo letraherido debía acudir para mojar su pluma y ser alguien, y en un período decisivo, el arco 1836-1936, en el que el mecenazgo y la gestión artesana fueron reemplazados poco a poco por una industria editorial más consistente, ya integradas en el formado de sociedades anónimas, y unos autores más pertinaces a la hora de exigir sus derechos: de hecho, la primitiva Sociedad de Autores Españoles, germen de la actual SGAE, se funda a principios del siglo XX.
Armado de una sobrada bibliografía y de un amplio abanico de ejemplos, Martínez Martín evoca aquellos tiempos en los que Larra o Zorrilla se hipotecaban hasta las cejas para ver publicados sus libros -por la inmortal Don Juan Tenorio su autor cobró 4.200 reales de la época, una cifra muy pobre para lo que luego generó- sin conocer los derechos de autor, que entonces quedaban para siempre en manos de la editorial, que podía hacer las ediciones que quisiera así como sus representaciones teatrales sin el consentimiento de los autores. Afortunadamente, la cosa fue cambiando, y ya autores como Pedro Antonio de Alarcón, Blasco Ibáñez, Clarín o Pérez Galdós, se beneficiaron del cambio de rumbo generando importantes ingresos. No obstante, un escritor -y aunque haya pasado el tiempo, para el gremio parece que no- raramente podía vivir de sus creaciones literarias, y se veía abocado al jornalerismo a destajo de los periódicos o a aceptar cuantos encargos le salieran al paso. Cito una reveladora frase de Juan Valera al respecto: "Las nueve partes de mis proyectos literarios me los llevaré conmigo al otro mundo".

Otros autores, como Juan Ramón Jiménez o el propio Galdós en una etapa de su carrera, optaron por montar empresas editoras de sus propios libros, evitando la injerencia de intereses comerciales en la creación pura y dura. Vivir de la pluma recuerda esa gloriosa época de nuestras letras sin caer en la espesura de las tesis doctorales. Un libro recomendable para saber de dónde venimos y no caer en los mismos errores que cayeron otros.

viernes, 26 de junio de 2009

Nadar con la corriente


No sé si ya lo he comentado aquí antes, pero desde pequeño siempre me ha gustado pertenecer a mi propio club de gustos culturales. Hay algo especial en el hecho de que te gusten grupos que a la mayoría -los que abusan de las radiofórmulas y los coches "tuneados"- les suenan a chino o que devores cada libro que saca, por ejemplo, Alain de Botton. Cuando trabajas en una librería descubres que hay más personas como tú, que no se dejan dominar por los mass media y eligen su pequeño reino de papel ajenos a las modas comerciales. Viene esto a cuento porque cuando me leí el primer libro de Stieg Larsson, entonces todavía un autor poco menos que de culto, como se encargaba de promocionar la editorial, sentí que el fallecido escritor sueco merecía ingresar por derecho propio en mi club. Ahora, recién publicado el tercer y último volumen de su trilogía Millenium, y cuando la televisión y las revistas arrastran a las librerías a clientes que, en ocasiones, parecen no haber leído un libro en su vida, uno se pregunta si ha hecho bien en otorgar a Larsson ese privilegiado estatus. La pregunta es: si tu favoritismo hacia un determinado autor, que entonces creías especial, se vuelve masivo, ¿debes renunciar a los dictados de tu gusto?

Después de leerme en apenas cuatro días La reina en el palacio de las corrientes de aire me temo que mi teoría se ha ido al traste.

Absorbente como la primera y la segunda, con escenas que parecen sacadas directamente de una película, Larsson consigue subirnos la adrenalina en las más de 800 páginas que componen el último eslabón de una trilogía que debe figurar con letras de oro en los anales de la novela negra. Para los que piensen que Suecia nos queda lejos, les recuerdo que la ley seca de las novelas de Hammett o Burnett tampoco se quedaba atrás. Prueba de ello es que Larsson ha conseguido convencer a lectores de países remotos y de climas mucho más calidos que los de sus novelas uniéndolos en el devenir de las peripecias de Mikael y Lisbeth, dos héroes ya casi míticos. Por si todavía no ha caído, le propongo al gobierno sueco la creación de la ruta turística Larsson, visitando los escenarios de la trilogía -no puede faltar una recreación de la redacción de Millenium ni alguna casa en medio de la nieve- y, por supuesto, la tumba de su creador.

lunes, 22 de junio de 2009

El poeta en el jardín (II)


Fue una velada entrañable. Pedro Sevilla hizo llorar a más de uno con los poemas recogidos en Todo es para siempre por el antólogo y también poeta Enrique García-Máiquez, quien nos hizo olvidar la calurosa tarde con una modélica introducción a la poesía del arcense. La Librería Luna Nueva promete nuevos actos en un espacio ideal para estos meses estivales, y se perfila como una de las apuestas literarias más acertadas de un tiempo a esta parte. Os dejo una foto del acto.

jueves, 18 de junio de 2009

El poeta en el jardín

Hoy estaremos en Jerez de la Frontera con Pedro Sevilla presentando su antología Todo es para siempre (Renacimiento). Nos acompañará Enrique García-Máiquez. La cita será en el jardín de la calle Caballeros, 36 (entrada junto al nº 3 de la calle Barja), un nuevo espacio dedicado a la literatura, a las 20.30 horas. Si podéis acercaros, seréis bienvenidos.

martes, 16 de junio de 2009

Neuman también sabe bailar lento


Tenía bastante curiosidad por ver cómo Andrés Neuman se defendía en una novela de las llamadas de largo aliento, y la verdad es que tras la lectura de El viajero del siglo (Alfaguara, 2009) no me siento decepcionado. Sus más de 500 páginas sorprendían de entrada en un escritor que nos ha acostumbrado a la brevedad, ya sea en su magistral dominio del relato breve, del aforismo y el apunte, o incluso de la novela -recuerdo que aquella Vida en las ventanas estaba confeccionada con la acumulación de los correos electrónicos que se enviaban los protagonistas-. Pues bien, quizá para demostrarse a sí mismo que podía hacerlo, Neuman ha escrito una novela deliberadamente lenta, escrita, como él mismo ha declarado en las numerosas entrevistas concedidas tras la concesión del prestigioso premio iberoamericano, siguiendo el estilo literario de las novelas decimonónicas, pero, y ésa es una novedad importante por cuanto tiene de juego narrativo, con la mentalidad de un autor del siglo XXI. De hecho, el punto de partida de El viajero del siglo es un lied de Schubert. Cierto es que mientras vamos leyendo tenemos la impresión de asistir a un concierto de una orquesta de cámara, cuyos escasos músicos-protagonistas tienen siempre su solo asegurado, ya se trate de Hans, el viajero que no puede escapar de la ciudad inventada por Neuman, de Sophie, la joven asfixiada en un mundo de tradiciones, Alvaro Urquijo, el español que arrastra la muerte de su esposa, o el organillero, ese músico auténtico que parece significar la paz, el sosiego en un mundo que amenaza con cambiar a cada momento.

Este contraste de miradas, que Neuman ha extrapolado al paralelismo entre la Europa de la Restauración y la Unión Europea actual, alcanza sus cotas más vibrantes en las escenas de cama entre los protagonistas, narradas con una sinceridad apabullante que choca con el rígido corsé que imponían las normas sociales y que, en las novelas del siglo XIX, siempre nos impedían ver lo que ocurría debajo de las sábanas o en los verdes prados donde retozaban los enamorados. Neuman ha escrito, en fin, una novela para leer con paciencia, Neuman se gusta y nos gusta. Si acaso me sobra la línea narrativa del asesino de mujeres tipo Jack el Destripador. Creo que poco aporta al conjunto, salvo mostrar ese doble rasero que se oculta tras una apariencia formal. De haberla eliminado, pienso que la novela no se habría resentido, aunque es cierto que tampoco empaña en exceso una historia ciertamente conmovedora.

domingo, 14 de junio de 2009

Un pálpito de vida

Con origen en la mitología persa, la sangue sabur es una piedra sagrada en la que se descargan todos los sufrimientos, miserias y desgracias, un contenedor de secretos y penuria que escucha con paciencia al confesor y que finalmente acaba estallando liberando a éste. Esta especie de leyenda es la que nutre el punto de partida de la última ganadora del prestigioso Premio Goncourt, sólo que en este caso y de forma sosprendentemente original, la piedra adopta una forma humana (aunque casi vegetal), la de un herido de guerra con una bala en la cabeza, soldado y marido de la narradora, que se mantiene con vida como por milagro, quizá sólo, como se dice en varios momentos de la novela, para hacer posible la confesión, que de otra manera nunca se produciría.
Según ha relatado Rahimi (Kabul, 1962), autor de dos novelas previas, Tierra y cenizas –llevada al cine por él mismo- y Laberinto de sueño y angustia, el origen de La piedra de la paciencia se remonta a la noticia que escuchó mientras asistía al festival de cine de Corea de 2005, donde un coloquio literario fue suspendido porque una poetisa afgana que tenía que intervenir había sido asesinada por su marido. Rahimi viajó hasta el hospital donde el criminal sobrevivía tras haberse intentado quemar con gasolina. Ante la cama del paciente, pensó: “Si yo fuera mujer, me quedaría aquí a su lado, esperando verlo reventar”.
Eso es lo que hace la narradora, aunque al principio de la novela no sea consciente de ello y vaya abandonando las oraciones para quejarse en voz alta del trato recibido a lo largo de los años por un marido casi permanentemente ausente, con el que fue obligada a casarse en una ceremonia que desvela el sinsentido de gran parte de la cultura tradicional islámica: no sólo no hubo noche de bodas sino que el novio, desplazado a la guerra, fue reemplazado por una foto suya ante la premura de celebrar los esponsales.
La mujer, que sólo sale de la habitación para ir a dormir con sus dos hijas a casa de su tía –quizá el único personaje que comprende su angustia y que es retratado con cariño-, confiesa su “infidelidad” para esa procreación que tanto quería su familia política, el desprecio que siente hacia el enfermo, la ambigua relación con su padre o las miradas libidinosas que suscita en sus cuñados en un tono que se va haciendo más agrio a medida que avanza la acción dramática –pues casi transcurre íntegramente entre las cuatro paredes de la habitación-, desnudándose para el lector con la morosidad que requieren unos sentimientos tan intensos como complejos.
Utilizando una simbología (los pájaros, el movimiento de las cortinas, el gotero…) y una descripción de ambiente tan sencilla como efectiva, Rahimi consigue meternos dentro de esa habitación obligándonos a ser testigos de todo lo que allí acontece: desde la violación consentida de la protagonista a la curiosidad silenciosa de las niñas, de una represión sexual que sale a flote a la realidad palpable de una sociedad en guerra permanente mediante el sonido de los disparos o los gritos de una vecina anciana que lo ha perdido casi todo.
La piedra de la paciencia es un testimonio crudo y descarnado de la situación actual no ya en Afganistán, pues como se encarga de explicar el autor, la novela podría transcurrir perfectamente en cualquier otro lugar. Cuestiones trascendentales de la realidad más viva como el fanatismo, los derechos de la mujer o la guerra planteada como necesidad espiritual son abordadas aquí sin recurrir a grandes aspavientos literarios ni a grandes escenas de acción.

(Publicada en Mercurio, nº 112, Junio-Julio 2009)

lunes, 8 de junio de 2009

Sólo para gourmets


Hasta no hace muchos años, las fonotecas personales daba gusto verlas: los vinilos clasificados por autor o género en estanterías o inmensos cajones donde no podía respirar una mosca, los cd´s primorosamente colocados en muebles comprados ex profeso y musicassettes custodiadas en cajas de zapatos como un tesoro antiguo y valioso. Sin embargo, el progreso de la tecnología y los nuevos formatos han cambiado radicalmente la panorámica que el visitante podía encontrar en esos dormitorios y salones fin de siecle. Ahora te resulta complicado saber dónde está tal disco de tal autor entre tanto cd regrabable y mp3 comprimido. De hecho, conozco ya a muchos que no se rebajan a comprar cd´s, en parte por manifestar su postura en contra del famoso canon, y en parte para ahorrar espacio en una galaxia musical que amenaza con explotar e inundar de notas musicales la casa del vecino. De un tiempo a esta parte, mi discoteca se ha vuelto también híbrida entre vinilos que creía olvidados, cintas guardadas en maleteros casi inaccesibles y maletines de cd´s con intención clasificatoria, pero sólo con intención.

En esta marabunta trato de no perderme en los laberintos de mi identidad musical, ésa que se ha ido formando con los gustos labrados en tiendas hoy desaparecidas, mercadillos o regalos de amigos y parejas. Por eso, tener un artista o grupo exclusivamente en formato original parece una quimera en los tiempos que corren, a no ser que uno se lo proponga con denuedo. De ese raro privilegio goza en mi fonoteca Lloyd Cole, ya sea con su primitiva formación, los Commotions -tres discos-, con The Negatives -estuche con cuatro cd´s- o en solitario: seis discos de estudio, dos directos y una exquisita cajita que acabo de agenciarme -Cleaning out the ashtrays- donde se compilan caras B, rarezas, demo versions, remezclas, piezas inéditas y versiones desconocidas como la de I just don´t know what to do with myself, de Dusty Springfield. Hace ahora tres años tuve la oportunidad de verle en un concierto acústico en el Teatro Cervantes de Málaga. Ese concierto nunca se grabó, pero sí otros dos ofrecidos de la misma guisa en Alemania e Irlanda. Lloyd Cole es de los pocos poetas que conservan inmaculada su forma de hacer música para unos seguidores que quizá no seamos muchos, pero sí devotos de un arte culinario exquisito, cocinado en las cavernas de una época que parece extinguida.

viernes, 5 de junio de 2009

La muerte a destiempo

La imagen de David Carradine ahorcado desnudo dentro de un armario, además de hacerse realmente indigesta, devuelve al primer plano de la actualidad el tema del suicidio, aunque en las últimas horas se viene especulando conque la causa de la muerte del actor de Kill Bill pudo deberse a peligrosas prácticas sexuales. A la espera de lo que puedan desvelar las investigaciones y la autopsia, el de David Carradine podría ser un caso más en el largo historial de suicidas célebres. Reconocidos o no, los últimos años nos han dejado algunos cadáveres que han causado conmoción en sus respectivos círculos sociales debido a su popularidad: ahí están, por ejemplo, el actor Heath Ledger, el escritor David Foster Wallace o el jugador de waterpolo Jesús Rollán.

¿Acto de cobardía, de sacrificio, de heroísmo? El concepto del suicidio ha atravesado diferentes etapas según las coordenadas culturales hasta volver a imponerse, sobre todo en la sociedad occidental, el tabú que ya arrostró en otras épocas. Sabedor de ello, Carlos Janín, no ha querido dejar ninguna postura en el tintero en su magnífico y original Diccionario del suicidio (Laetoli, 2009), un verdadero compendio que recoge biografías de suicidas, mitos clásicos, armas, escenarios, razones, películas, novelas, poemas y hasta citas de personajes que en su día opinaron algo importante sobre la cuestión. Si bien para protegerse de omisiones, el autor cita a su vez a Klemperer, quien dijo "nadie le puede pedir a un diccionario que sea exhaustivo". Porque las ausencias son inevitables, sobre todo en el abordaje de un tema que, por su propia naturaleza morbosa y también, por qué no, artístico-literaria, ha arrojado más sombras que luces, más dispersión que coherencia. Yo, particularmente, echo de menos que al hablar del peculiar suicidio en el campo de batalla, se mencione Grupo salvaje, de Peckinpah, pero no El Alamo, de John Wayne, sin duda uno de los testimonios más preclaros del suicidio colectivo elegido a conciencia como sacrificio para salvar más vidas y como acto de heroísmo supremo. También hay algún que otro desliz como confundir al poeta Serguei Esenin con el cineasta Serguei Eisenstein. Pero son poca cosa en una obra ambiciosa, necesaria y que parece obrar el milagro de recomponer una historia oculta que siempre ha oscilado entre la mitología y el silencio.

jueves, 4 de junio de 2009

La voz celestial


Aunque lo pueda parecer, hoy no voy de folclóricas. La copla es un género que nunca me ha atraído; es más, las socorridas galas y programas televisivos que parecen dilatarse eternamente en la parrilla me provocan cuando menos indiferencia. Mi mujer me critica a veces por ser muy cerrado en mis gustos musicales: "hay música más allá de los ochenta" es su frase recurrente. Lo cierto es que mis preferencias van por ahí, el pop-rock de aquella década memorable. Raros son los cantantes o grupos que, de los 90 hasta ahora, han superado el difícil examen que les preparo y, cuando lo hacen, se debe por lo general a que su origen se remite a aquellos años, por ejemplo, Morrissey (The Smiths), Beautiful South (The Housemartins), Lloyd Cole (Lloyd Cole&The Commotions), New Order-Electronic (Joy Division), Manolo García (El Ultimo de la Fila) y algunos más. La música actual me dice poco, sobre todo la de las radiofórmulas, y como además escucho poco la radio, las recomendaciones de los gurús de Radio-3 me quedan cada vez más lejanas, convirtiéndome los nuevos valores de la música independiente en un gazpacho multicolor del que a veces mi buen amigo Javier Mariscal consigue extraer un sabor distinto para que le dé mi aprobación.

Salvando esos grupos indies españoles que van encontrando poco a poco su sitio en mi discoteca -Parkinson DC, Australian Blonde, El Niño Gusano, La Buena Vida, etc.-, la música cantada en español todavía tiene que sortear más obstáculos para complacer a esta rara avis que tengo por oído. Por eso, cuando una persona muy querida que acaba de dejarnos nos regaló un disco de Clara Montes mis prejuicios comenzaron a salir a flote enseguida, quizá porque sabía que le había puesto voz a algunos poemas del inefable Antonio Gala. Sin embargo, sólo tuve que escucharlo dos o tres veces para sorprenderme a mí mismo escuchando Canalla pa´bien en solitario, como si estuviera disfrutando de un placer prohibido reservado hasta entonces a mi mujer. Con la voz prodigiosa de Clara terminé de escribir mi segunda novela, Tren de cercanías, subyugado por un directo emotivo como pocos, donde se hacía acompañar por gente tan variada como Elefantes, Los Enemigos, Arcángel o la actriz Natalia Dicenta. Luego vinieron nuevos discos de estudio: Desgarrada, Uniendo puertos y ahora A manos llenas, dando vida, y qué vida, a los poemas de Rafael de León.

Nunca le agradeceré lo bastante a Antonio, dondequiera que ahora esté, una recomendación como la que nos hizo aquel memorable día. Cuando pongo ahora sus cd´s ya no tengo ningún prejuicio, ahora siento algo distinto, la seguridad de que ambos nos estamos emocionando con la misma canción, y llego a la conclusión de que, más que unir puertos, Clara Montes es capaz de unir sólo con sus cuerdas vocales las fronteras entre esta vida y la otra.


lunes, 1 de junio de 2009

Las muñecas rusas


Como ya comentaba aquí mismo hace unos días al abordar su antología poética, la escritura de Juan Bonilla es uno de los más perfectos ejemplos en nuestras letras de lo que se ha dado en llamar universo propio. Como a él mismo le gusta confesar en alguna entrevista, es autor de un sólo libro de poemas, de ensayos y de relatos publicados en varios volúmenes. Su última entrega cuentística, Tanta gente sola (Seix Barral), no es ninguna excepción. Los nueve relatos que conforman este nuevo volumen de esa obra en marcha procrean entre sí mismos compartiendo personajes y anécdotas narrativas, hasta el punto de que el que cierra el volumen titulado El lector de Perec, vuelve a ahondar en la profunda huella que dejó el libro Je me souviens del autor francés en la memoria de Bonilla, quien a su vez ya lo dejó claro en el tomo que también tituló de este modo y que publicó en la colección Calembé de Algaida.

Si a ello añadimos que en los cuentos de Bonilla juega un papel predominante la propia literatura como protagonista todo apunta a una feliz identificación con esas muñecas rusas que proponen un juego interminable, en este caso, entre el lector y el autor. Está el relato de homenaje a Perec pero también el protagonizado por un poeta que es invitado a declamar en una despedida de soltera, el niño que aspira a ser incluido en el libro Guinness de los Records como un especialista en fracasar en buena parte de los mismos, y, por supuesto, el joven que quiere llevar a la realidad un relato de Borges para salvar a su primo, sin duda, el más redondo de todos, y una pieza que justifica por sí sola la lectura del libro. Muy ingenioso, como casi todo lo que procede de Bonilla, es En la azotea, un posible homenaje al film The Truman Show, con vuelta de tuerca final, y francamente evocador El cromo de Boronat. Interesantes son también Todos contra Urbano -una curiosa parodia de los concursos televisivos de sabelotodos- y Fregoli, que retoma una idea ya avanzada en las páginas de Nadie conoce a nadie, la posibilidad de ver el rostro de la amada en cualquiera que se cruza en nuestro camino. El más flojo del conjunto me parece Alma cargada por el diablo, que no pasa de la simple anécdota.

En definitiva, en Tanta gente sola Bonilla vuelve a demostrar sus dotes de hombre orquesta especializado en reciclar su repertorio para que siempre suene distinto. Y eso no es poco.