domingo, 17 de noviembre de 2013

Borrachera de nostalgia

Cuando se juega con la nostalgia, se corre el riesgo de no querer regresar al presente. La máxima que pregona que cualquier tiempo pasado fue mejor parece cumplirse para los que rondamos cierta edad, y más en una época en la que “todo lo que era sólido” –como diría Muñoz Molina- parece desvanecerse como el agua que tratamos de retener inútilmente haciendo un cuenco con nuestras manos. El ambiente que nos rodea se ha vuelto irrespirable, la confianza en las instituciones y el bienestar social se ha perdido. El hábitat en el que uno se mueve –literatura, librerías, periodismo- ha mostrado su reverso tenebroso y deja víctimas a diario que cada vez te tocan más de cerca. Se habla continuamente de la palabra reinventarse para salir adelante y descartar el suicidio colectivo. Uno se agarra a lo que tiene, lo que nunca le ha fallado, la familia, los amigos, para animarse y tratar de buscar lo positivo que puede haber detrás de todo esto, para encarar el futuro con espíritu renovado, aunque tropecemos una y otra vez.
Antes todo parecía más fácil, quizá porque no teníamos conciencia de lo que luego nos tocaría vivir. Abro al azar Lo tengo repe (Diábolo, 2013) y aparecen los cromos de La frontera azul que regalaba Panrico, una empresa que hoy se debate entre la vida y la muerte. Quizá sea la imagen más definitoria de lo que han cambiado los tiempos: el pasado intocable, rocoso, acogedor cual refugio placentero, y el presente movedizo, inestable e impredecible con ganas de llevarse todo lo que fuimos, incluso nuestros sueños y recuerdos.
Cuando se juega con la nostalgia se arriesga uno a emborracharse sin medida, pero soy de los que piensan que hay que permitírselo de vez en cuando. Dos recientes publicaciones son las causantes de este preámbulo, el citado libro de Guillem Medina, y el no menos evocador Yo fui a EGB (Plaza y Janés, 2013), de Javier Ikaz y Jorge Díaz, los cuales se han ganado a pulso compartir con la serie Papel y plástico de Oscar Lombana y La tele que me parió de Pepe Colubi, esa pequeña biblioteca sólo apta para nostálgicos irredentos que frisan entre los 35 y 50. Con una prosa menos jocosa e irónica que la de Colubi, y con menos detallismo visual que los libros de Lombana, Yo fui a EGB recuerda las décadas de nuestra infancia y adolescencia ordenando los recuerdos por categorías: polos y helados, pastelitos, series de televisión, vestuario, argot, interiores y mobiliario, etc. El resultado, rematado con un diseño muy atractivo fruto de innumerables aportaciones de colaboradores y amigos, nos retrotraerá a esa mágica época en la que pudimos ser Koji Kabuto por un día o recorrer los ¿240? metros de longitud del estadio de Campeones para marcar el gol de nuestra vida.

Orquestado de modo muy diferente, Lo tengo repe es más un catálalogo de regalos, pero no de simples regalos, sino de aquellos con los que nos obsequiaban las marcas de pastelitos, chicles, yogures, magdalenas, el Cola Cao o Nocilla, para incentivar nuestro consumo indiscriminado de chucherías, en ocasiones muy poco saludables. Ordenados por marcas y temas, e introducidos por un enciclopédico comentario del autor –no he echado en falta ninguna promoción de las que fui seguidor-, se reproducen con esmero cromos, álbumes, figuritas, recortables, juegos, llaveros, adhesivos, desplegables y tebeos que hicieron las delicias de todos los niños de los 70 y 80, obligando a nuestras madres al overbooking de yogures en el frigo, y descubriendo nuestro inédito poder seductor ante las cajeras del supermercado –un sobre extra siempre se agradecía-. Gracias al libro de Medina, he vuelto a ponerles nombre a promociones que guardaba en alguna recámara de la memoria, esas mismas que hoy se venden a precio de oro en diferentes portales de Internet. Está comprobado, la nostalgia es un valor duradero, no como las preferentes de los bancos. 

lunes, 4 de noviembre de 2013

The Reader´s Diary (XXVI)

Reconozco que mi entrada en el universo de David Foster Wallace no ha sido el más ortodoxo, pues trasegar entre los artículos reunidos de En cuerpo y en lo otro (Mondadori, 2013), y escoger únicamente los dedicados a Roger Federer y a la mercadotecnia del Us Open, no parece una ruta apropiada para apreciar lo mejor del quehacer del último escritor con muchos números para convertirse en mito de la reciente cultura norteamericana. Wallace sabía mucho de tenis y, lo que es más importante, sabía contarlo. Sus dos artículos son dos pequeñas joyas que demuestran su pasión por el arte -pues no otra cosa puede considerarse el tenis del helvético- y su conexión con el mundo del que decidió bajarse un mal día: su crónica periodística de uno de los eventos deportivos más célebres del verano estadounidense haría palidecer las de sus colegas de rotativos. El resto de sus textos sobre escritores a reivindicar o sobre cuestiones de otra índole me interesaron menos, pero nunca es tarde para degustar la narrativa de este auténtico letraherido.
Contundente es también la narrativa de Isaac Rosa, afincado en sus dos últimas novelas, la presente La habitación oscura (Seix Barral, 2013) y la anterior La mano invisible, en una suerte de alegoría de la crisis de la España actual. Si en la anterior, con ecos orwellianos, hacía una incisiva incursión en la degradación del mundo laboral, ahora da un paso más al introducir a sus personajes, presos todos de los abruptos cambios de la sociedad que creyó tenerlo todo sin tener nada, en una habitación cerrada al mundo a cal y canto por decisión voluntaria. Ambas novelas podrían configurar una especie de díptico, ya que, amén de sus intenciones críticas, comparten una misma estructura a modo de bucle obsesivo que obliga al lector a ponerse de su lado. Movimientos como el 15-M, las plataformas de protesta, la degradación moral que alienta bajo la carencia y la pérdida de perspectiva, son el meollo de una novela cíclica que da un paso más en la trayectoria de Rosa por participar activamente, con sus armas de novelista, en la lucha diaria del tiempo de carestía que nos ha tocado vivir. Aplaudo sin duda ese posicionamiento, aunque para mí lo mejor de Rosa siguen siendo sus tres primeras novelas, sobre todo esa espeluznante El país del miedo que nos sobrecogió de ídem.
Los relatos de Eloy Tizón recogidos en Técnicas de iluminación (Páginas de Espuma, 2013) ofrecen también, a su modo, una visión del mundo actual, aunque, como su propio título expresa, concretada en iluminar los claroscuros que nos asolan a diario, ya sea con un cometido laboral, con una inocente escapada de la ciudad o con la rutina de la convivencia. Eloy Tizon es un escritor que se prodiga poco. Por eso sabemos que, cuando lo hace, la espera habrá merecido la pena. Velocidad de los jardines es uno de los más grandes libros de relatos que se han escrito en este país, y Técnicas de iluminación se le acerca mucho. Los cuentos de Tizón podrían vivir sin argumento. Me explico: sólo la lectura de sus ideas narrativas, sus brillantes metáforas y la melodía musical que imprime a una cadencia meticulosamente estudiada hacen de sus libros una verdadera orgía para los sentidos. El contenido, en Tizón, me parece secundario a la forma, a ese estilo que le convierte en un escritor sin parangón en el panorama actual de nuestras letras. Pero, para más inri, también hay fondo en sus cuentos, reveses inesperados o universos sumergidos que salen a flote en las extrañas escaramuzas que viven sus protagonistas, camuflados en dobles lecturas o pequeños detalles que parecen carecer de importancia. Parecía imposible querer más a Tizón, pero Técnicas de iluminación ha demostrado lo contrario.