jueves, 28 de mayo de 2009

Ah, el azar...


Me había pasado la tarde leyendo El cuaderno rojo y otros escritos desperdigados de Paul Auster en los que el escritor norteamericano nos cuenta sus sorprendentes contactos con el azar, tales como el prisionero y el vigilante de un campo de concentración nazi que se reencuentran al cabo de los años gracias a un posterior vínculo familiar o esa llamada telefónica que pregunta por uno de los personajes de la novela que está escribiendo. Ya sea por la notoria presencia de situaciones azarosas en su vida o por su propia predilección por el tema, lo cierto es que la narrativa de Paul Auster está atravesada de punta a punta por esas supuestas casualidades o hechos fortuitos que parecen sacados de la chistera de un mago y atentan contra lo verosímil. Mi mujer y yo habíamos quedado esa tarde con otro matrimonio. El domingo anterior había sido el cumpleaños de mi esposa, así que F. y M. aparecieron con una bolsa de un centro comercial en la que, bajo un primoroso envoltorio, se adivinaba la presencia de un libro. Mi mujer abrió el paquete y descubrió El libro de las ilusiones de Paul Auster. El caso es que nunca les había hablado antes a F. y a M. de mi afición por el autor de La música del azar y además el libro ya lo teníamos en nuestra biblioteca y lo había leído hacía escasamente un mes. Hacer cualquier comentario hubiera sido ridículo en esa situación, así que ambos optamos por mostrar nuestra mejor sonrisa y agradecer el detalle. Cuando he reflexionado sobre ello no dejo de sorprenderme de que entre todas las novedades del mercado literario, a F. y a M. se les ocurriera precisamente escoger el último libro de Paul Auster y, sobre todo, entregárnoslo esa misma tarde. Quizá algún día me decida a enviarle una carta a mi admirado colega para que tenga otra pieza que añadir a ese puzzle del azar que va construyendo cada día.

martes, 26 de mayo de 2009

Este sol de la infancia


Cuenta Enrique García-Máiquez en su prólogo a la antología poética del arcense Pedro Sevilla que él mismo ha preparado, Todo es para siempre (Renacimiento, 2009), que en una lectura poética a la que fue invitado en un pueblo de Cádiz tuvo que recitar los poemas de Pedro como suyos al confundir las bolsas de libros que llevaba preparadas. Nadie del público se percató del error -algo nada raro, según los tiempos lectores que corren- y Enrique salió fortalecido de un encuentro al que llegó con notable retraso. No sé si la anécdota será verdadera, ni si el público asistente -en su mayoría, chavales de instituto- hubiera disfrutado más con los versos de García-Máiquez que con los de Sevilla, pero lo que es seguro es que hacerse pasar por Pedro Sevilla garantiza un buen sabor de boca en el respetable.

Tengo la suerte de conocer a Pedro y, aunque no lo he tratado demasiado, me atrevo a decir que es uno de los pocos poetas que transitan del papel a la realidad, de la realidad al papel, como si ambos fueran la misma cosa, taciturna, melancólica, con un poso de tristeza que parece prometer siempre lluvia y amores perdidos. Sólo el haber compuesto un poema como Desolación debería bastar para incluirle en las antologías sobre la poesía del último cuarto de siglo, y hacerle figurar como uno de los máximos ejemplos de la nostalgia convertida en poema:


Estos días amargos -hablo en serio-,

cuando el dolor asfixia y uno quiere morir

para no ver los dientes a la vida,

cuando ni la ironía es un arma certera

ni el vino trae olvidos,

yo pagaría oro, vendería mi alma,

por volverme otra vez

niño de calzón corto saliendo de la escuela

camino de los brazos de mi madre.


García-Máiquez ha seleccionado una atinada representación de los tres poemarios publicados por Pedro hasta la fecha -Tierra leve, La luz con el tiempo dentro y Septiembre negro-, además de algunos aparecidos en plaquettes y otros inéditos como el que da título al libro o el magnífico Escribir es sembrar. La poesía de Pedro Sevilla es de una claridad meridiana, experta en horadar los rincones más negros de la memoria, aunque adquiera a veces tintes más prosaicos, como los dedicados a Carolina de Mónaco o a las amigas de su hija, evocación de la juventud perdida como tantas otras cosas. La muerte, los recuerdos de aquellas tardes escolares, el sentimiento de ser diferente escribiendo, los sueños para escapar de la rutina, imágenes que inundan los versos de Pedro de una tristeza infinita.

Lástima que la grata lectura de estos poemas se lastre a veces por las demasiadas erratas que aparecen en sus páginas -sobre todo en la confusión de singular y plural-, el único debe en una antología ciertamente memorable.

domingo, 24 de mayo de 2009

Variante galáctica sobre un tema de Monterroso

Cuando se despertó, el cadáver de Jabba the Hutt aún seguía allí. Al sentir el olor a pescado podrido, quiso dormirse de nuevo y desaparecer del microcuento.

sábado, 23 de mayo de 2009

Cordura de dios

Puestos a jugar, juguemos. Pongamos que el Miguel Albero que firma el prólogo de la antología de la poesía de Juan Bonilla es un trasunto de él mismo, posibilidad que él mismo revela en su texto, y no un lector desprejuiciado como osa presentarse. Estaríamos ante otro juego metaliterario más de un letraherido acostumbrado a hacer de la escritura un continuo guiño al lector avisado. Pongamos que Bonilla ha puesto en boca de Albero lo que muchos críticos y colegas de pluma piensan de la poesía del jerezano: que siempre ha sido un arte menor en su producción, incapaz de elevarse a la categoría solemne que define al género, y que, por consiguiente, atreverse a hacer una antología de su "dudosa" trayectoria poética raye en la ostentación gratuita cuando no en el ridículo. ¿Bonilla se reiría así de los que piensan de este modo o quizá de sí mismo?


Soy de la opinión de que el autor de Nadie conoce a nadie -novela que, por cierto, y al igual que Cansados de estar muertos, se obvia en la solapa biográfica, quizá en otro juego de escapismo- nunca ha dado tanta importancia a los géneros, siendo de hecho su obra posiblemente una de las más compactas de la literatura española actual, volviendo perentoria cualquier división que pretenda establecer estilos y categorías diferentes según se trate de prosa, poesía o ensayo. El que haya leído con un poco de atención a Bonilla sabe que sus relatos parecen a veces artículos, que sus artículos parecen a veces relatos, que sus novelas esconden pequeños cuentos en su interior, y que sus poemas son historias rimadas que bien podrían pasar por una columna de opinión.


Digo todo esto porque Defensa personal, la antología publicada ahora por Renacimiento en su estupenda colección, no es ninguna pieza menor en la carrera de Bonilla, sino un aldabón más que se integra de modo coherente en una obra ya abundante que, aunque a veces parezca beber de sí misma, no deja de sorprender por su facilidad para hacer de la ocurrencia un momento sublime. Además de los conocidos Partes de guerra, El belvedere y Buzón vacío, se incluyen aquí los poemas de Tos fingida, aparecidos sólo en una plaquette, y Li-po-timias, publicados en la revista Sibila, una serie de haikus en cuyo embite Bonilla sale muy favorecido. Como muestra, dos perlas: "En el tejado / la pelota embarcada / sueña un partido", "Extraña música: / los pájaros son notas / sobre los cables".


Sólo se echan de menos los dos poemarios infantiles, el ya clásico Multiplícate por cero y el muy reciente Los invisibles, que bien podrían haber completado una entrega ya de por sí sumamente apetitosa. La poesía de Bonilla, como ya dijimos antes, rehuye la solemnidad a conciencia, aunque ello no implique renunciar a los grandes temas, abunda en el coloquialismo, en el decir llano y directo que invita a segundas lecturas, a la trama oculta en su aparente desnudez: "No me deja dormir el ruido que hace / el tiempo al caminar, / arrastrando cadenas que están hechas / con sueños de los que ya se han dormido". Me temo que los puristas se sentirán de nuevo defraudados y ratificarán su opinión. Yo, sin embargo, prefiero que la poesía me mire a la cara y me diga verdades a medias. Si no, como el propio Bonilla dice en algún verso, todo sería una cuestión de onanismo.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Pertúrbame un poco


Al igual que hizo hace poco con el género negro (La lista negra) la joven editorial Salto de Página ha recopilado en una antología algunas de las muestras más brillantes de la literatura breve fantástica española. Seleccionados por Juan Jacinto Muñoz Rengel, autor con especial predilección por el género, quien clarifica el panorama del fantástico en un atinado prólogo y hace una sucinta y estimulante introducción a cada autor, en Perturbaciones se recogen relatos de un total de 26 escritores nacidos entre 1941 (José María Merino, Juan Pedro Aparicio y Cristina Peri Rossi, los más veteranos) y 1974 (Óscar Sipán y Miguel Ángel Zapata, los más jóvenes). Sólo tres de ellos son inéditos, apareciendo los restantes en libros de relatos con declarada vocación en el género o como "rara avis" en un conjunto de piezas de diferente pelaje cuya intrusión destaca por sí misma.


Es probable que falte alguien -el panorama literario español, plagado de pequeñas editoriales de escasa distribución, dificulta la tarea-, pero sin duda todos los que aquí aparecen son representativos de un modo o de otro de ese género de sibilinos contornos llamado fantástico. Con acierto, Muñoz Rengel los ha seleccionado en función de algunos de los temas que han ido definiendo a este tipo de literatura desde sus orígenes: el doble, la locura, las apariciones, la predestinación, lo siniestro, la perturbación perceptiva, lo extraterrestre, etc.


También las formas presentan un aspecto de lo más variado, desde el relato de largo aliento a las microcreaciones de Aparicio, Fernando Iwasaki o Zapata, un verdadero maestro en esta modalidad, y algunas de cuyas mejores piezas aparecen aquí recogidas como magnífico broche final. Sería difícil destacar algunos relatos entre los más de cuarenta que aparecen en la antología, pues, con mayor o menor intensidad, desde un estilo u otro, todos tienen algo que aportar al género y, por extensión, a las intenciones del autor-editor, pero al margen de dos autores que ya se han convertido en referencia indiscutible del género breve en nuestro país -Carlos Castán y Félix J. Palma- y de la notable incursión en el mismo del hasta ahora conocido como novelista Luis Manuel Ruiz, me gustaría destacar a autores menos conocidos que hay que buscar en editoriales de menos relumbrón, cuando no en ediciones de organismos oficiales: entre ellos, imprescindibles los relatos de Norberto Luis Romero, Ignacio Ferrando, David Roas o los ya citados Zapata y Sipán.

lunes, 18 de mayo de 2009

El aguafiestas Benedetti


Primero fue Castilla del Pino, ahora Mario Benedetti. Parece que alguien se ha puesto de acuerdo para acabar con los grandes dinosaurios de las letras castellanas. A los 88 años Mario ya lo era todo, una leyenda viviente que murió escribiendo, apurando esas líneas que ya escapaban de su memoria. Aunque son varias las biografías que se han publicado sobre el escritor uruguayo, me quedo personalmente con la de Mario Paoletti por su complicidad. Mario está vivo en las páginas de El aguafiestas (Alfaguara, 1996), casi lo podemos tocar y conocemos sus gustos, a veces rayanos en la herejía hacia alguna que otra vaca sagrada: "Celebra los textos de Doris Lessing y la define como una "Katherine Mansfield a la que hubieran dado cuerda", y al tiempo que reflexiona sobre la dupla lucidez / inmortalidad literaria concluye que "a pesar de su viciosa lucidez, Gide debe ser el muerto menos resucitable de toda la literatura francesa". MB se deleita con la habilidad narrativa de Henry James y William Faulkner (estudiará el inglés para leerlos) y de Graham Greene aprende que "en lo melodramático, en lo convencional, en lo increíble, existe una frontera indecisa que separa lo falso de lo legítimo. No siempre puede explicarse por qué los mosqueteros de Dumas sólo nos divierten mientras el hidalgo de Cervantes nos llega a lo profundo".

Sería absurdo tratar de resumir toda la obra de Benedetti en unas pocas líneas, así que me quedo con este poema, quizá no de los mejores que escribió, pero sí significativo de una actitud vital siempre modesta, casi silenciosa:


"No hay ser humano que no quiera ser otro

y meterse en ese otro como en una escafrandra

como en un aura tal vez o en una bruma

en un seductor o en un asceta

en un aventurero o un boyante


sólo yo no quisiera ser otro

mejor dicho yo

quisiera ser yo

pero un poco mejor"



Ser otro, extraído de La vida ese parétensis (Visor, 1998)

jueves, 14 de mayo de 2009

Una temporada en el infierno


Probablemente todos sabemos que Rimbaud dejó de escribir poesía con poco más de 20 años y que su tormentosa relación con Verlaine acabó con éste último en la cárcel tras dispararle por temor a ser abandonado. De su posterior nomadismo por la costa oriental de África desconoceríamos casi todo de no ser por la obra de Charles Nicoll Rimbaud en África (Anagrama, 2001) y por la presente recopilación de todas las cartas conservadas del poeta, desde las primeras dirigidas a su profesor de instituto, a un admirado Verlaine, a las dirigidas a su familia desde el continente negro pidiéndoles libros o dinero para sus extraños negocios, o las últimas a su hermana desde Marsella, presa ya de una sífilis atroz que acabó con su vida después de la obligada amputación de una pierna.


Prometo ser bueno -debut editorial de la también prometedora Barril&Barral-, frase tomada de una carta dirigida por Rimbaud a Verlaine, incluye también como gran acierto los documentos relativos al proceso de encarcelamiento del autor de Fiestas galantes con las declaraciones de todos los implicados, así como las últimas cartas dirigidas por su hermana a su madre, que se negó en todo momento a acudir al lecho del moribundo.


"...No puedo irme a Europa por bastantes razones: primero, moriría en invierno, además de que estoy demasiado acostumbrado a la vida errante y gratuita y que no tengo ningún tipo de oficio. Así que debo pasar el resto de mis días como un ser errante, aquejado de fatigas y de privaciones, con la única perspectiva de terminar muriendo de pena". A pesar de estas penalidades, Rimbaud necesitaba África como África necesitaba a Rimbaud; su espíritu aventurero sólo encontraba reposo en una tierra inhóspita, sometida a los vaivenes del colonialismo europeo más feroz, sorteando escollos diplomáticos y comerciales con reyezuelos, traficantes que aparecían muertos en cualquier emboscada o con los indígenas. Rimbaud fue prospector de terrenos -emotivas, sin duda, esas primeras cartas en las que, perdido en un rincón del mundo, les pide a los suyos listados bibliográficos exhaustivos con instrucciones precisas de compra y envío-, fotógrafo pionero, conductor de caravanas, vigilante de explotaciones mineras y traficante de los más diversos productos, aunque siempre según él desde la más estricta legalidad.


El entusiasmo inicial por su periplo se va diluyendo en una existencia condenada al fracaso, a la nula capacidad de ahorro y a un clima que haría renunciar al más apasionado: "Desiertos poblados por negros estúpidos, sin caminos, sin correo, sin viajeros. ¿Qué queréis que os cuente de todo eso? Que uno se aburre, que uno se idiotiza, que uno se embrutece, que uno no puede más, pero nadie llega a marcharse. He aquí todo lo que se puede decir y como no parece muy divertido, mejor callarse". Sudán, Somalia, El Cairo, Zanzibar, Harar, Abisinia, , Chipre, Adén... nombres que evocaban una promesa tentadora a la que, no obstante, y ya casi incapaz de moverse, el autor de las Iluminaciones deseaba volver para cuidar sus negocios.


Esta espléndida edición -en su demérito, las excesivas erratas, la ausencia de una bibliografía básica y un prólogo más extenso- nos acerca a ese otro Rimbaud, muy distinto del de su poesía y del que nos mostraba la película Vidas al límite, un amante de la vida cogida por las solapas.

martes, 12 de mayo de 2009

Crónica de una muerte anunciada


Como muchos nos temíamos viendo el deterioro físico de sus últimos años, Antonio Vega ha fallecido esta mañana a los 51 años de edad a consecuencia de un cáncer de pulmón. Vega, que había fundado en 1978 el mítico grupo Nacha Pop, con el que grabó siete discos, reinició luego su carrera en solitario no siempre con éxito de ventas, pero siempre con una lucidez desbordante, tanto en sus propios temas como en los que compuso para otros cantantes, y que hoy son ya pequeños clásicos de nuestra cultura musical. Ultimamente trabajaba en un álbum en directo con su antigua banda fruto de una serie de conciertos en salas pequeñas.

Para los que quieran recordar su música ahora mismo, os dejo un enlace a una de mis piezas favoritas (y supongo que la de muchos de vosotros):


domingo, 10 de mayo de 2009

De cruceros, despegues, alunizajes y otras aventuras de la imagen: el cine de viajes (y III)



Turistas de celuloide



Si consideramos a todo espectador como un viajero constante, podríamos pensar que el turista sería su reflejo ideal en la pantalla. Sin embargo, el cine no ha sacado todo el partido de esta feliz coincidencia de miradas, salvo quizá en las adaptaciones de las novelas de E.M. Forster, donde primero David Lean (Pasaje a la India, 1984), luego Charles Sturridge (Donde los ángeles no se aventuran, 1991), y sobre todo James Ivory (Los Europeos, 1979; Una habitación con vistas, 1985; Maurice, 1988), ahondaban en la imagen del turista británico adinerado, cultivado y ansioso de recorrer mundo. Mucho más irónica es la mirada que Mel Stuart ofrece del norteamericano de “tour” por Europa en Si hoy es martes, esto es Bélgica (1969), una ácida y desternillante parodia de los viajes organizados. El cine de los últimos años también nos ha regalado dos turistas atípicos, el Macon Leary de El turista accidental (1988, Kasdan), un escritor de guías de viaje para hombres de negocios que, para documentarse, visita ciudades con espíritu aburrido y sedentario, y el William Thacker de Notting Hill (1999, Roger Mitchell), propietario de una librería de guías de viaje sin tiempo para viajar. El infierno que padece la pareja de turistas de Babel (2006, González Iñárritu) emerge como contrapunto de la típica postal de viaje.



Otros viajes: psicodelia y alucine



Sería injusto acabar este artículo sin hacer una breve referencia a otros viajes menos usuales que toman como punto de partida y llegada el cuerpo y la mente humanas. Emblemática fue Viaje alucinante (1966, Fleisher), con un grupo de médicos miniaturizados para tratar de reanimar el cuerpo de un moribundo, y sugestivos los delirios paranoicos de Charlie Kauffman en Cómo ser John Malkovich (1999, Spike Jonze), un viaje al cerebro del famoso actor, y Olvídate de mí (2004, Michel Gondry), un recorrido por el laberinto de los recuerdos. Las sustancias alucinógenas han aportado también interesantes viajes a través de las puertas de la percepción, aprovechando los recursos visuales del cine para expresar la ensoñación, el deseo de partir al otro lado y cruzar la frontera definitiva. Drugstore Cowboy (1989, Van Sant), The Doors (1991, Stone), y Miedo y asco en Las Vegas (1998, William) son ejemplos recientes de esta última variante.
Quizá la frase de Carlos Colón de las primeras líneas deba ser puesta al día, y hoy tengamos que ver el cine no como una fábrica de sueños, sino como la mayor agencia de viajes del universo con todos los destinos posibles y una cualidad única: hacernos creer que siempre volamos por primera vez.


Bibliografía:
COLÓN PERALES, Carlos: Los comienzos del cinematógrafo en Sevilla. Ayuntamiento de Sevilla, 1981; El cine en Sevilla, 1929-1950. Ayuntamiento de Sevilla, 1983.
COMA, Javier: Diccionario del cine de aventuras. Plaza&Janés, Barcelona, 1994.
CLUTE, John: Enciclopedia ilustrada de la Ciencia Ficción. Ediciones B, Barcelona, 1996.
HERRANZ, Pablo: Rumbo al infinito. Midons, Valencia, 1998.

viernes, 8 de mayo de 2009

De cruceros, despegues, alunizajes y otras aventuras de la imagen: el cine de viajes (II)




Rumbo a lo desconocido



A principios del siglo XX, el desarrollo de las comunicaciones y el transporte había integrado al individuo en su entorno y cada avance se vivía con inusitada ilusión. El cine pronto sacó provecho a este deseo de ver más allá de la realidad cotidiana gracias al llamado documental exótico o de expediciones, donde se acercaban al espectador lugares lejanos o costumbres ajenas. En los diez o doce cuadros de esas primeras sesiones nunca solían faltar títulos como Viaje al centro de África, La pesca del besugo en Vizcaya, Panorama de Sierra Morena, Rápidos de la Costa Azul o Llegada de un tren a Battery-Place, en Nueva York. Quizá la mejor contribución de Méliès a esta línea, apoyado en sus trucajes visuales, fue A la conquista del polo (1912). Pero si hubo alguien que llevó el documental a sus más altas cotas expresivas ése fue Robert J. Flaherty con Nanuk el esquimal (1922), Moana (1925), Sombras blancas en los mares del sur (1928), Hombres de Arán (1934) y su padrinazgo intelectual de Tabú (1931, Murnau). La aparición de la televisión y la inevitable apertura viajera del ciudadano medio relegaron a este género al ámbito doméstico con la certera convicción de que ya quedaban pocos mundos que explorar.
Sin embargo, el cine de ficción sigue explotando hoy día el filón de la atracción de lo desconocido. La renovada popularización del cine oriental o la reivindicación de cinematografías minoritarias como la iraní o la norteafricana son buena prueba de ello. También Méliès fue el artífice de la primera versión de 20.000 leguas de viaje submarino (1907). Desde ese momento, los viajes imposibles de Verne saltaron a la pantalla aliándose con el cine de aventuras, situando al paisaje como verdadero protagonista del relato. Surgieron variantes como el cine colonialista, el de piratas, el peplum, el de catástrofes y desastres naturales, o el selvático, e incluso hubo directores que cimentaron su fama viajando por diferentes escenarios con su musa, caso de Von Sternberg y Marlene Dietrich y sus visitas a Shanghai, Rusia, Sevilla, Marruecos o Berlín. Ya se tratara del centro de la tierra, de ciudades sumergidas o de latitudes remotas y utópicas como el Shangai-La de Horizontes perdidos (1937, Frank Capra), el cine siempre estaba ahí para contarlo.



La road movie: el camino como meta



A partir de la Segunda Guerra Mundial un nuevo concepto se introduce en el cine de viajes. Ya no se trata de descubrir una nueva realidad sino de buscarla, embarcarse en un viaje iniciático de referencias homéricas donde el camino tiene el papel principal. Los precedentes de la road movie (literalmente película de ruta), al margen de títulos colaterales como Sucedió una noche (1934, Capra), El tesoro de Sierra Madre (1948, John Huston) o Dos en la carretera (1967, Donen), los encontramos en algunos western con esos vaqueros sin hogar (Raíces profundas, 1953, George Stevens) y en permanente búsqueda de sí mismos (Centauros del desierto, 1956, John Ford). También el cine de gángsters (Bonnie y Clyde, 1967, Arthur Penn) y el inconformista de los años 50 (¡Salvaje!, 1954, Benedek) pusieron el andamiaje perfecto para Easy Rider (1969, Dennis Hopper), considerada la piedra fundacional del género y la presentación de los jinetes del asfalto. Las carreteras fueron desde entonces el marco ideal para una forma de vida (Los caraduras, 1977, Needham), huir del stablishment (Thelma y Louise, 1991, Ridley Scott), recuperar un pasado (París, Texas, 1984, Wenders), buscar la identidad sexual (Mi Idaho privado, 1991, Van Sant), entablar batallas apocalípticas (la serie Mad Max), toparse con el mal en su estado más puro (Corazón salvaje, 1986, Lynch), con gamberros esquizoides (Carretera al infierno, 1986, Robert Harmon; Asesinos natos, 1994, Stone) o incluso con el mismísimo diablo (Duel, 1971, Spielberg).

miércoles, 6 de mayo de 2009

De cruceros, despegues, alunizajes y otras aventuras de la imagen: el cine de viajes (I)

Para los que no pudieron leerlo debido a su restringida difusión, publico en varias partes el artículo que apareció en la revista de imagen Cámara Lenta (Nº 3, Otoño-Invierno 2007) sobre el cine de viajes.

“Blancas llamadas a la huida, al descanso de lo real… Fábricas de sueños imprescindibles para poder seguir viviendo” (Colón Perales, 1981, 90 / 1983, 77). Aunque gran parte del cine actual pueda echar por tierra esta idílica imagen, lo cierto es que desde su nacimiento el cine siempre ha sido un viaje a lo desconocido, al otro lado, a la evasión en suma. Los sueños se proyectan en la pantalla y el espectador se proyecta al infinito. Al decir de los críticos que gustan de los símbolos recurrentes, toda película es un viaje, que puede ser iniciático (Los cuatrocientos golpes), interior (La pasión de Juana de Arco), sin retorno (Moby Dick), de ida y vuelta (Ben-Hur), al corazón de la locura (Leolo) o del infierno (Apocalypse now).
Ya desde sus orígenes, ligado al ilusionismo y a las ciencias ópticas, el cine fue un medio de expresión idóneo para plasmar dos fórmulas mágicas: de un lado, realidades ignotas, lugares exóticos a los que el espectador jamás imaginó ir sentado en una butaca, y de otro, espacios extraterrestres que dotaban de una carnalidad fugitiva el universo de Verne y otros maestros de la literatura fantástica. La primera le permitía visitar noche tras noche y a un módico precio escenarios que sólo había escuchado en los periódicos, nombres de una sonoridad evocadora y salvaje. La segunda le acercaba a los descubrimientos que estaban por llegar, le hacían partícipe directo de un progreso que tenía algo de chistera de duende.
En ambas líneas destacó un nombre por encima de todos, el de George Méliès. Los 14 minutos de su Viaje a la luna (1902), luego tantas veces homenajeado, fueron no sólo el germen del cine “espacial”, sino del luego llamado fantástico o de ciencia ficción. El pionero francés insistiría en títulos como Viaje a través de lo imposible (1904) o El dirigible fantástico (1906). La escuela abierta por Méliès se extendería a todas las cinematografías para crear los rasgos distintivos del incipiente género: a Rusia le debemos Aelita (1924, Yakov Protazanov), una de las primeras incursiones en el planeta Marte, y a Alemania La mujer en la luna (1929, Fritz Lang). El sonoro hizo hablar a los científicos locos y relegó los viajes espaciales al territorio de la serie B, prefiriendo el desembarco de alienígenas. Escapan a la tónica algunos títulos estimables y casi siempre ingenuos como el serial decididamente “kitsch” de Flash Gordon (1936, Frederick Stephani), Con destino a la luna (1950, Irving Pichel), Cuando los mundos chocan (1951, Rudolph Maté), o Planeta prohibido (1956, Fred M. Wilcox).
Pero una película, 2001, una odisea del espacio (1968), vendrá a cambiarlo todo. La obra magna de Kubrick dejaba a años luz todo lo que se había hecho hasta entonces invistiendo de honorabilidad e intelectualidad al género y abriendo un decidido camino a la tecnología y a las propuestas futuristas. Los cada vez más perfeccionistas efectos especiales serán la punta de lanza en la evolución de un cine que arroja films tan dispares como la saga de Alien o Star Wars, El planeta de los simios (1968, Franklin J. Schaffner), Solaris (1972, Andrei Tarkovski), Star Trek (1979, Robert Wise), Stargate (1994, Roland Emmerich) o Apolo XIII (1995, Ron Howard).

Los viajes en el tiempo

Si todas estas películas tienen como protagonista el espacio, la dimensión temporal será el eje vertebrador de un subgénero emparentado con el fantástico desde sus inicios. Con el inocente símbolo de una cuna meciéndose, ya Griffith nos permitía pasar de los tiempos de Cristo a la caída de Babilonia, y de la masacre de los hugonotes a una huelga laboral. Intolerancia (1916) saltaba de una época a otra con pasmosa facilidad sin los rigores del “film d´art”, el cine épico italiano a lo Cabiria (1914, Pastrone) o las epopeyas bíblicas de De Mille. La curiosa Una fantasía del porvenir (1930, David Butler), en la que un hombre de los años 30 es enviado a los 80 al ser alcanzado por un rayo, precede a las primeras adaptaciones de H. G. Wells como La vida futura (1936, Menzies) o El tiempo en sus manos (1960, George Pal). Antes de que esta variante alcanzara altas cotas de popularidad con la saga de Regreso al futuro (1985-1989-1990, Zemeckis) y la acercara peligrosamente al universo Disney, Michael Crichton hizo su aportación con Almas de metal (1973), en la que un complejo turístico devuelve a sus visitantes a los tiempos del Far West, Nicholas Meyer consiguió la unión imposible entre Jack el Destripador y el creador de la máquina del tiempo en Los pasajeros del tiempo (1979) y James Cameron le dio un prurito de high-tech en su primera y más conseguida Terminator (1984).

martes, 5 de mayo de 2009

Un rey con antifaz

Dice Javier Cercas en el prólogo (o epílogo) de su última obra de ficción (o no ficción, ¿ensayo o novela?) que, quien más, quien menos, todos recordamos dónde estábamos y qué hicimos durante las menos de 24 horas que duró el golpe de estado del 23-F. Quizá por tener sólo nueve años recién cumplidos, yo no lo recuerdo con precisión o quizá debería decir que guardo una imagen confusa de aquel día. Las imágenes de lo ocurrido en el hemiciclo del congreso me son indistinguibles de las que vi años después, de las que vi hace unos meses con motivo de un nuevo aniversario. Sólo recuerdo que la mañana del 24 fuimos al colegio como un día más y que la única tensión que revelaba el ambiente enrarecido que España estaba viviendo la podía sentir en el rostro de mi padre. Aquel día al bajarnos del Renault 14 a la puerta del colegio mi padre sólo dijo una frase: "El Rey ya está en la calle con los tanques", y una sonrisa asomó a nuestros labios porque sabíamos que con esa información podíamos estar tranquilos.

Con el paso del tiempo supe que los únicos tanques que salieron a la calle fueron los desplegados por el teniente general Milans del Bosch en Valencia, así que o bien mi padre nos había dicho una mentira piadosa para serenar nuestro ánimo, o bien entendí mal la frase con el griterío de los niños en la calle, o bien, y esta es la opción más probable, guardo un recuerdo distorsionado de aquel momento, el que mi huidiza imaginación quiso retener para sobrevolar territorios más amables. La imagen del monarca subido a un carro de combate con su uniforme militar sembrando el terror entre los insubordinados era demasiado tentadora para que mi mente, que por entonces acompañaba en sus correrías justicieras al Guerrero del Antifaz -herencia también de mi padre, que guardaba los tebeos en tomos lujosamente encuadernados-, no tejiera sus propias fantasías para que pudiera dormir mejor esa noche.


La otra imagen que atesoro del 23-F es la de mi madre poniendo en la radio del coche la cinta de El tanguillo del golpe de Pepe Da Rosa. Del mismo modo que no estoy plenamente seguro de la frase de mi padre, sí recuerdo perfectamente el sonido de la voz del famoso cómico quitándole hierro al asunto, desmitificándolo en una grabación que quizá mis progenitores todavía conserven en alguna caja de zapatos.


Esos dos momentos, esos dos instantes, nunca me los he podido quitar de la cabeza y han acabado erigiéndose en bastiones irreductibles de un tiempo pasado. En su libro Javier Cercas habla de otro instante, de una foto congelada que muestra al presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, sentado en su sillón en la soledad de unos escaños vacíos, en un gesto de múltiples matices que el escritor trata de desentrañar buceando en la historia hasta llegar a ese momento con el fin de que la historia lo pueda explicar. Cercas, que afirma haber destruido la novela que había escrito sobre el 23-F, decidió acometer Anatomía de un instante porque sentía que la novelización no sería justa para retratar ese pasaje de la historia. Arropado por la abundante bibliografía, la lectura de informes y expedientes, y la transcripción de numerosas entrevistas, Cercas ha venido a contar lo que ya todos debíamos saber -pues reconozco que yo desconocía muchos detalles- pero de una forma insólita, cogiendo a cada protagonista para situarlo en el antes y después de ese momento, emitiendo juicios de valor y especulaciones que se integran armónicamente en un relato que parece ficción pero no lo es, que parece un documental pero tampoco, que atrapa desde la primera página como una novela de suspense sin serlo, que podría ser un análisis semiótico de una imagen pero no lo es. ¿Qué ha hecho Cercas, entonces? Escribir el libro definitivo sobre el golpe del 23-F, pero sin que sea un libro sobre el golpe, sino sobre un instante que será el que siempre permanecerá en nuestra memoria, como la frase de mi padre, como la cinta que ponía mi madre.

lunes, 4 de mayo de 2009

Manual de técnicas para escurrir el bulto


Hace unos meses me quedé con las ganas de dedicar algunas palabras a un libro nacido únicamente con la pretensión de entretener, pero cuya propuesta rebosa originalidad por los cuatro costados. El joven autor canadiense Camilien Roy, autor de dos novelas previas que aún no han visto la luz aquí, ha querido rendir un homenaje al proceloso mundillo de la edición redactando diferentes modelos de cartas que los editores podrían mandar a los incautos escritores que se atrevan a pasar la barrera que les separa de esos semidioses del lumpen literario, los que deciden en definitiva si somos aptos o no para la publicación.

En estas 99 cartas Roy despliega todo su ingenio adoptando diferentes personalidades que decide encabezar con el rasgo más característico de su contenido. Así tenemos al editor directo ("¡No!"), al poético, al jovial, al feminista, al maternal, al pesimista, al furioso, al enigmático, al psicoanalítico o al ampuloso. Los hay que responden al envío del manuscrito con una pequeña obra de teatro para explicar sus motivos, los que se quejan del mal olor que desprende, los que alimentan el posible suicidio del autor con sus duras críticas, los que se detienen a comentar uno por uno los temas centrales de la novela, los que escriben al revés, los que acusan de plagio al escritor o de ser un reincidente o incluso de racista, o también los que despachan el asunto con un haiku: "¡Nace un manuscrito! / Las palabras, frágiles, despiertan. / La espada se alza y mata".


Aunque con una clara tendencia a la exageración para lograr su efecto, más de uno podrá reconocerse en alguna de estas respuestas, y si no, disfrutará de cualquier modo con una obra verdaderamente recomendable que confirma el excelente criterio de publicaciones que está siguiendo la recuperada Bruguera.