martes, 29 de septiembre de 2009

¿Gregor cansa?


Por lo menos a un servidor no, es más, agradezco que con regular periodicidad aparezcan en el mercado reediciones de sus obras o libros que apuesten por desentrañar o cuando menos explorar la fulgurante trayectoria vital y literaria de uno de los genios del siglo XX. Si hace poco comentaba aquí la publicación en Minúscula de Kafka va al cine, la bibliografía sobre el escritor checo vuelve a crecer con la exquisita reedición de Un médico rural en Impedimenta -que incluyen las pequeñas prosas de Contemplaciones, uno de los pocos libros publicados en vida del autor-, el curioso Kafka vino hacía mí (Acantilado), recopilación de recuerdos de amigos y personajes que conocieron al escritor, y el presente El mundo formidable de Franz Kafka, traducción poco afortunada, por cierto, de la frase de Kafka que inspira el título original: "The tremendous world I have inside my head". A todos ellos habría que sumar el aún reciente Praga en tiempos de Kafka editado por Bruguera.

Hoy por hoy, resulta difícil encontrar un escritor que haya generado por igual tanta influencia y misterio en la literatura contemporánea. Sólo hay que echar un vistazo a los títulos que han tomado prestado el nombre del autor de El proceso o que se inspiran en la profunda huella que dejó. Se me ocurren a botepronto los siguientes: Kafka en la orilla (Murakami), Conversaciones con Kafka (Gustav Janouch), La maldición de Kafka (Achmat Dangor), K. (Roberto Calasso), y en el ámbito español, Kafka y la muñeca viajera (Jordi Sierra i Fabra) y El amigo de Kafka (Manuel Moyano).

Esta nueva aproximación del polaco Louis Begley no vendrá a aclarar el porqué de este asombroso legado, pues su intención no es pergeñar el clásico y sesudo estudio sobre la compleja psicología del escritor praguense. Tan sólo aproximarse a algunas cuestiones esenciales que marcaron su vida como el judaismo, el sexo femenino o la figura paterna para extraer de sus diarios, sus cartas o sus obras literarias algunas claves que refuercen la idea de la prosa de Kafka como un magma volcánico que se extendía a todo lo que salía de su angustiada pluma. Kafka tenía miedo, más bien terror, al compromiso marital: de hecho, lo rompió dos veces con uno de sus amores, Felice Bauer, y una con la episódica Julie. De su repudio a la carne habla en sus diarios y a través de sus personajes. Sin embargo, es sabido que frecuentaba burdeles y que tuvo algún desahogo amoroso en algún hotel. La tuberculosis que con poco más de treinta años empezó a arruinar su vida le hizo replegarse aún más sobre sí mismo y ganarse entre sus allegados la imagen de un joven arisco, tortuoso, ambivalente y extraordinariamente difícil de tratar. De lo que no cabe duda es que de no haber experimentado tanto sufrimiento, la obra de Kafka, a pesar de su brevedad, no alcanzaría esa visceralidad que ha penetrado a lo largo de los años en lectores de todo el mundo. Ésa es la tesis de Begley quien, con un estilo ameno punteado continuamente por pasajes de escritos del autor, ofrece un acercamiento conmovedor a la figura de un Kafka atormentado y siempre al borde de la locura. Sus seguidores se lo agradecemos.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Reo de nocturnidad


Asomado a la ventana de mi salón, le he visto pasar más de una noche montado en su bicicleta, pedaleando como un perpetuo insomne hacia una meta que nunca podrá alcanzar. Colgada del manillar o sobre el guardabarros trasero lleva siempre unas bolsas de algún supermercado de contenido indescifrable. Su ritmo no es ni lento ni rápido, y mientras conduce por la nocturnidad de unas calles semidesiertas, parece atravesar un mundo paralelo, un mundo donde los coches no le pitan para que se eche a un lado ni le recriminan que no lleve luces que le hagan más visible. Es inútil preguntarse a dónde va a esas horas intempestivas, cuál es el destino de un hombre que lo tuvo todo y que ya no parece esperar nada de la vida, ni siquiera justicia, esa palabra que desapareció de su vocabulario hace tiempo, traspapelada entre pancartas, gritos, reuniones y juicios. La televisión, ese demiurgo de nuestra era, tampoco pudo resarcirle por el insalvable daño que una investigación policial chapucera y unos juicios encorsetados le infligieron durante años de calvario. Francisco Holgado -que, como habréis adivinado, es el personaje del que hablo- se ha convertido en un icono de sí mismo, un infatigable justiciero cuyas esporádicas apariciones en Chapín son recibidas entre el respeto y un murmullo generalizado de compasión o indiferencia. A Francisco Holgado la vida le arrebató un hijo y un matrimonio, cuyos integrantes luchan ahora por separado con diferentes técnicas de combate a cual más aparentemente inútil. Pronto se cumplirán catorce años del trágico suceso que, al menos -ya es algo- ha servido para que se incrementen las medidas de seguridad en las gasolineras y estaciones de servicio, que antes parecían pedir a gritos un atraco. Sin ir más lejos, el que suscribre recuerda de sus tiempos de reportero un asalto donde los maleantes maniataron a los dos trabajadores y los abandonaron a su suerte a la intemperie, en la soledad de un campo donde no se divisaban casas en un kilómetro a la redonda. Entonces los móviles aún no se conocían, y no podían sacarnos de ningún apuro. En algunas cosas los tiempos han cambiado para mejor, pero al menos para Holgado y otros desposeídos como Fernando García, el padre de una de las niñas de Alcásser, la retroactividad no existe, como si los herederos de los errores del pasado no quisieran asumirlos, cerrando los ojos a una época prehistórica que ya no les hace sonrojarse de vergüenza. He tenido alguna ocasión de saludar a Holgado en mi vida, pero quizá el temor a que mi mano se tiñera de tinieblas o la certeza de remover de nuevo en su cabeza recuerdos y actitudes de condolencia, me han hecho desistir del intento. Por eso creo que estas palabras son, de momento, la única forma de decirle que le admiro.

lunes, 21 de septiembre de 2009

No todo el hielo es orégano


Le ha faltado tiempo a la editorial Seix Barral, entiéndase Grupo Planeta, para aprovechar el filón del sueco de oro -y, actualmente, el valor más exportable del país escandinavo junto a Ikea- y presentarnos como quien no quiere la cosa a otro Larsson, este femenino, con varias novelas a sus espaldas que nos irán llegando escalonadamente. El reclamo, además del apellido común con el autor de la trilogía Millenium, es un supuesto comentario realizado en su día por el bueno de Stieg en el que aludía a que pasó una noche sin dormir leyendo Aurora boreal. Mi total desconocimiento del sueco y mi habitual recelo ante el marketing literario me han impedido comprobar en internet qué hay de verdad en esta afirmación. Sólo confío en que los gustos literarios del autor de Los hombres que no amaban a las mujeres fueran un poco más selectos y se pudiera achacar el desvelo nocturno a una noche de insomnio en el aeropuerto con un único libro en la maleta, sí, Aurora boreal.

No quiero decir con esto, aunque lo parezca, que la primera novela editada en España de Asa Larsson, sea un pestiño, pero sí que sus valores literarios, incluso dentro de lo que podríamos llamar literatura de consumo o "de aeropuerto", son bastante peregrinos, con un falta de estilo alarmante, una resolución de la intriga mal dosificada, unos personajes ramplones, unos diálogos de estar por casa y un diseño de escenarios que apenas transmite intensidad. Asa Larsson se ha introducido en el mundo de las sectas religiosas, de los predicadores, sin querer escarbar a fondo en ningún momento, pasando de puntillas para elaborar una historia desprovista de lo que mínimamente se le puede exigir a este tipo de novelas: tensión. La mala digestión de Aurora boreal aumenta con una traducción hecha a toda prisa donde se hace difícil distinguir los fallos estilísticos de las soluciones lingüísticas: recuerdo en concreto una comparación donde aparece un hámster que daña a la vista.

Lo único que me ha quedado claro leyendo Aurora boreal es que Stieg Larsson dejó el listón muy alto y que los valores de su trilogía se incrementan leyendo novelas como ésta. En el aluvión de literatura escandinava que nos llega y nos llegará por todos lados, hay que separar el grano de la paja, los García con mayúsculas de los garcía, los Larsson de sus réplicas sísmicas.

martes, 15 de septiembre de 2009

La muerte del padre


A Patrick Swayze siempre le recordaré en el papel de Darrel Curtis, como hermano mayor responsable un hatajo de mocosos -el famoso "brat-pack"- que trataban de sobrevivir en los suburbios norteamericanos. En aquel Rebeldes de Coppola estaban nada menos que Tom Cruise, Matt Dillon, Emilio Estévez, Ralph Macchio, C. Thomas Howell, Rob Lowe, e incluso, en un papel más secundario, el entonces ídolo de jovencitas Leif Garrett. Patrick Swayze tenía ya 30 años cuando la protagonizó, haciendo gala de un gran físico y de mantener la cabeza centrada y en su sitio dentro de la rebeldía imperante. Tras desaprovechar su talento en olvidables productos televisivos y en otras cintas junto a sus "compañeros de generación" -aunque de mayoría de ellos les separaba más de una década- como Amanecer rojo o Youngblood, Swayze se hizo enormemente popular gracias a la serie Norte y Sur, donde interpretaba al soldado Orry Main. La fama obtenida con ella le catapultó de nuevo al cine para encarnar al Johnny Castle de Dirty Dancing, donde pudo hacer valer sus dotes de bailarín, profesión a la que se había dedicado creando su propia escuela. Tras varios años sin saber asimilar su triunfo, a Swayze le llegó la reválida con Ghost, considerada por muchos como una pequeña joya del neoromanticismo cinematográfico. En ella pudimos ver a un Swayze más adulto, con un mayor dominio de los recursos dramáticos, tarea que siguió matizando en la fallida La ciudad de la alegría. Sin embargo, ésta no le duró mucho al actor, que comenzó a aceptar papeles sin ton ni son, aunque su imagen de icono romántico -tipo la posterior Tres deseos- se fuera al garete en papeles de asesino, cómico sin ninguna gracia o travesti -A Wong Foo, Gracias por todo, Julie Newmar-.

De aquí hasta el final de sus días, mermado por un irrefrenable cáncer de páncreas, Swayze se refugió en la televisión o en más que olvidables productos de serie b destinados genéticamente al fracaso. Fue uno de esos actores a los que la fama le llegó tarde y no supo administrarla. Con su muerte los chicos del brat-pack -algunos hoy desaparecidos del mapa- han perdido a su padre putativo, aquel que siempre sabía lo que hacer ante un problema. Descanse en paz.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Con un par

Vargas Llosa se ha mojado, hasta el cuello vamos. Ya era hora de que un peso pesado de las letras universales dijera lo que pocos o casi ninguno se atreve a decir, que la trilogía Millenium, obviando el furioso ruido mediático que ha generado -y que le hace disfrutar del dudoso honor de compartir las bolsas del Carrefour con la lechuga o los yogures-, es uno de los fenómenos literarios de los últimos años y un emblema imprescindible ya de la novela negra contemporánea. Son muchas más las virtudes que los defectos, pero todavía son muchos los que piensan que la literatura de consumo masivo no puede acceder al olimpo de la excelencia crítica. El autor de La tía Julia y el escribidor recuerda a Dumas y Dickens. Ellos también vendieron a destajo y hoy a nadie se le ocurre chistar sobre su enorme legado. Aquí dejo el enlace para los que pudieran no haber leído una crítica nacida con la marca imborrable de la polémica:

http://www.elpais.com/articulo/opinion/Lisbeth/Salander/debe/vivir/elpepiopi/20090906elpepiopi_11/Tes

jueves, 3 de septiembre de 2009

El horror, el horror


Es Ignacio del Valle (Oviedo, 1971) uno de esos escritores que, en silencio, van labrando una obra ciertamente estimable que le sitúan en el escaso grupo de los estilistas que, aún sin vender mucho, tienen su grupo de lectores incondicionales. En la misma editorial, por ejemplo, podríamos citar a Luis Manuel Ruiz, que pronto publica nueva novela, o a Agustín Cerezales. En esa dinámica de ir por libre pero con pulso firme, Del Valle se ha permitido fabricar una trilogía -hasta ahora- con el protagonismo de Arturo Andrade, un militar poco convencional que presencia en primera línea el sinsentido de la Segunda Guerra Mundial. A la menos lograda El arte de matar dragones le siguió la reconocida El tiempo de los emperadores extraños, y ahora Los demonios de Berlín, que cuenta los últimos momentos del conflicto armado, nos confirman a un narrador en su mejor momento. Explorando diversas dimensiones del nacionalsocialismo alemán -su raigambre mitológica, la gestación de su fallida bomba atómica, la concepción del pueblo como verdugo voluntario...-, Del Valle lleva a su protagonista al límite de su connivencia con el lector, pues por momentos su proceder se nos vuelve odioso y difícilmente disculpable, aunque también necesario, sin más salida que la elegida. Novela pesimista, que deja un margen a la esperanza en sus últimas líneas, Los demonios de Berlín es un documento demoledor sobre el caos en que se convirtió la capital alemana en los últimos meses de la guerra, con los rusos haciendo de las suyas a diestro y siniestro, y los alemanes sacrificándose por un ideal que alguna vez existió en una mente perturbada. Me imagino que a Arturo Andrade le harán falta unos años para volver a ser el que era después de conocer el trasfondo del horror. Mientras tanto, quizá Ignacio del Valle nos tenga preparada alguna sorpresa en un ambiente algo menos inhóspito. El tiempo lo dirá.