lunes, 5 de julio de 2010

Otras diez razones

Le he tomado la palabra a mi hermano Félix J. Palma y he remachado un nuevo eslabón de la cadena de las "10 razones por las que odio a..." en la provincia gaditana, con la esperanza de que tenga continuidad y, algún día, pueda unirse con la madrileña iniciada por Félix/Care Santos y seguida por Ángel Olgoso/Félix. Ahí os dejo las mías sobre mi buen amigo -aunque no lo parezca- Tomás Rodríguez Reyes y un recorte de la presentación que hicimos la semana pasada para combatir los estragos del calor y los otros calores -casi orgiásticos- del mundial:





10 RAZONES POR LAS QUE ODIO A TOMÁS RODRÍGUEZ REYES

Uno. Por su voracidad lectora. Estoy convencido de que Tomás se alimenta más de letra impresa que de la buena impresión de una mesa cubierta de langostinos de su querida Sanlúcar. Tomás no lee libros, los deglute, los saborea y extrae de ellos la esencia para el día a día. Huye de los bestsellers, del libro electrónico, de las memorias impostadas, de las sagas galácticas y los vampiros adolescentes: el menú de Tomás empieza con un estudio filológico, sigue con un ensayo literario y acaba con un poemario de largo aliento. En la ruta gastronómica de Tomás abundan platos con nombre propio: Marai, Steiner, Wiesenthal, Gaya, Cioran, Thomas Bernhard, Julien Green, Kertesz, o Juan Ramón, siempre Juan Ramón, como un buen vino o amigo al que no se puede abandonar. Chef de gustos exquisitos, no renuncia, sin embargo, a estar al tanto de lo que se cocina en los altos hornos de las editoriales, un fuego que nunca se extingue y que puede hacer que un autor se queme con facilidad. Pero Tomás sabe distinguirlos y en su despensa de avituallamiento, la comida siempre está fresca, repleta de volúmenes que le pueden enriquecer sólo con el título, llámense El fanal haliano o En el café de la juventud perdida.

Dos.
Por las librerías que ha pisado. Para Tomás visitar una ciudad es llegar al fondo de sus anaqueles, alcanzar el rastro de polvo que dejó el último libro acariciado por un lector, subir la escalera semioculta de la Shakespeare & Company, adentrarse en la suntuosa Lello & Irmao de Oporto, penetrar con el recogimiento obligado en la Selexyz Dominicanen de Maastricht, perderse en algunas de las plantas de la librería El Ateneo de Buenos Aires... Cada vez que veo a Tomás recorrer los pasillos de La Luna Nueva, escarbando en las estanterías para hallar el tesoro oculto, pienso que sería más feliz si pudiera quedarse encerrado entre sus muros, si le fuera concedido el deseo, como en el cuadro de Rembrandt, de hacer su “Ronda de Noche” protegido por las insondables fuerzas de la literatura. Para Tomás una librería que cierra es una herida abierta en su inmaculada levita valleinclanesca.


Tres.
Por esos muchos otros viajes que no están en los libros, aunque estos nos pongan sobre su pista. Tomás procura ir cada cierto tiempo a París, pasear por Saint-Germain, colocar un billete de metro sobre la tumba de Cortázar, sentarse en el café Flore y acordarse de Hemingway para comprobar que París no se acaba nunca; le gusta seguir los grises pasos del oficinista Bernardo Soares y dejarse invadir por la Lisboa más pessoana, ésa que no aparece en las guías, quizá sólo en el libro de Ángel Crespo; repetir el ritual del ascenso al castillo de Duino, presintiendo las sombras fugaces de Rilke, Magris o Joyce, mientras se deja enamorar pos sus jardines. En su afán por recorrer ese trocito de mundo que, paradojas de la vida, vuelva aún más pequeño al resto, Tomás parece alinearse con otro viajero atípico, Alain de Botton, que ha dicho: “Si nuestra vida se halla dominada por la persecución de la felicidad, quizás pocas actividades revelan tanto como los viajes acerca de la dinámica de esta búsqueda, en todo su ardor y con todas sus paradojas”.

Cuatro.
Por saber disciplinarse y actualizar con la puntualidad de un reloj suizo su blog “Trópico de la Mancha”, una suerte de diario online que se podría convertir por derecho propio en una extensión digital del “Salón de los pasos perdidos” de su admirado Trapiello. En su bitácora virtual, Tomás hace y deshace, disecciona los libros que se ha echado a la cara, visita museos, escucha música, apunta ideas que pueden germinar en algo más, esboza teorías con la facilidad que otros las malllevan a la práctica, reproduce fragmentos de obras desconocidas, desliza algún poema, convierte en literatura la rutina diaria, y, cuando le apetece, soluciona el compromiso contraído con aforismos de una rara belleza del tipo: “es imposible decir del silencio sus hechuras” o “Siempre se hace tarde para los que aman la vida”. Si a ello añadimos que su idolatrado Enrique Vila-Matas tiene al “Trópico” en su lista de favoritos sólo nos queda brindar por una más que probable edición impresa.

Cinco.
Por haber aprobado las oposiciones de Secundaria y tener todas las tardes para leer y escribir sin descanso, y dos meses largos y fiestas de guardar para sus periplos literarios. Tomás ha sido inteligente y ha seguido los consejos de Kafka: primero la manutención, luego la reclusión voluntaria en las páginas de una novela en ciernes, en el verso de un poema siempre por pulir, en los márgenes de una moleskine que nunca se queja.

Seis.
Porque Tomás ha prolongado su vida académica cuando muchos la damos por concluida, tras ímprobos esfuerzos por compaginar trabajo y aprendizaje. Ha profundizado en su pasión por la filosofía y está embarcado desde hace años en una tesis que estoy seguro llegará a buen puerto con todos los marineros a salvo y dispuestos a merendarse un trozo del pastel de la ignorancia que aún está por descubrir.

Siete.
Por saber esperar para publicar su primer libro; es más, por publicar casi sin querer un libro que pensaba que no existía, que sólo parecía estar en la cabeza de su editor. Por tener la suerte de que ese editor se llame Javier Sánchez Menéndez, el descubridor de La Isla de Siltolá que, en palabras de Antonio Rivero Taravillo, la ha hecho no sólo habitable, sino que la ha transformado en un pequeño edén que se ramifica en sus varias colecciones. Primando la calidad literaria y el diseño exquisito a otros intereses más comerciales, a este islote de rara felicidad llegan versos en botellas transparentes, baúles con nuevos víveres para que nos sintamos menos náufragos.


Ocho.
Porque en los treinta poemas de El huerto deseado, en sus cincuenta y seis páginas, caben muchos siglos de poesía, de San Juan de la Cruz a Juan Ramón, de Caballero Bonald a Fernando Pessoa. En esta “casa de tiempo y silencio” hay espacio para la hondura y la reflexión, para la nostalgia y la ensoñación, para la monotonía y el hallazgo. El huerto deseado adolece de una hermosa contradicción: exige silencio para observar sus detalles pero también pide a gritos que entremos dando un portazo y pisemos los frutos que van germinando, dando la razón a quien decía que el no toca no siente. A la casa de Tomás hay que volver una y otra vez para constatar lo que sólo presentimos, buscar los pasillos ocultos, los armarios de doble fondo, las habitaciones cerradas a cal y canto, el trastero que esconde un gran secreto... Sólo tras visitarla con frecuencia aprenderemos que “la muerte es un olvido de la vida” y que “el deseo produce la servidumbre a la palabra”, y querremos volver de nuevo para tapar las humedades, los destrozos de un tiempo cruel empeñado en arrasarlo todo.

Nueve.
Por la unidad con que ha sabido dotar a un poemario donde no falta ni sobra nada, concebido como un viaje al poder de la palabra para expresar el significado recóndito de las cosas, al laberinto de una memoria que necesita la evocación para perdurar, y cito: “Unos diarios / tienen la insoslayable / textura del olvido, / la inalterable / secuencia de la muerte / vivida sin desmayo”. En el panorama de la poesía española de los últimos años se hace difícil encontrar un primer libro tan maduro como el presente, un huerto rebosante de fruta dispuesta para ser recogida y estallarnos en la boca con nuevos sabores, pero también con los de siempre, el eterno latir de la vida.

Diez

Porque estoy seguro de que la carrera literaria de Tomás Rodríguez Reyes no ha hecho más que empezar, y pronto nos deleitará con nuevas propuestas en forma de poemario, ensayo, crítica, relatos o novelas. Siempre con el único objetivo de ser fiel a sí mismo y no traicionarse con ese mal párrafo que nos acecha por la espalda.

Y, como no podía ser de otro modo, mi odio crecerá al mismo ritmo que su bibliografía, así que, Tomás, sólo se me ocurre que me dediques un libro para aplacarlo o que me compres un billete a París para librarte de mí. Tú tienes la palabra.


3 comentarios:

  1. Buena presentación, JC. Seguro que los asistentes la agradecieron, en vez del consabido tocho encomiástico de siempre. Un saludo.

    ResponderEliminar
  2. Gracias, José Manuel. Esa era mi idea.

    P.D. Jorge Andreu, sin querer he borrado tu comentario. He tratado de localizar tu mail en tu blog, pero no lo veo. ¿Me lo podrías volver a enviar? Gracias

    ResponderEliminar
  3. Juan Carlos, esas cosas pasan con los ordenadores. Por eso escribo a mano y soy amigo del papel. Espero que puedas contactar conmigo tras este comentario.

    Un saludo.

    Jorge Andreu

    ResponderEliminar