lunes, 13 de abril de 2009

Humor inteligente



Han tenido que pasar veinticinco años pero la espera ha merecido la pena. Desde la publicación de Perfiles, tercer volumen de relatos de Woody Allen tras Cómo acabar de una vez por todas con la cultura y Sin plumas –todos ellos recogidos en el imprescindible Cuentos sin plumas, reeditados ahora en la colección MaxiTusquets-, el cineasta neoyorquino había diseminado algunos cuentos en las páginas de “The New Yorker”, pero no se había decidido a reunirlos en una colección.
Tras la salida de Pura anarquía no son pocos los críticos –sobre todo los de cierta revista considerada en los círculos literarios como el “superpop” del mundo del libro- que han aprovechado la coyuntura para ensalzar al Woody Allen escritor y condenar al Woody Allen director de cine, al menos al de sus últimas películas. En la crítica de la última novela de Claire Messud, Rodrigo Fresán dice textualmente: “Memorándum para Woody Allen: por favor, deje de escribir desganados y torpes guiones propios y filme ya Los hijos del emperador. Todos saldremos ganando. Gracias” (“Qué Leer”, número 125). A falta de saber a qué titulos concretos se refiere Fresán, conviene recordar que hasta en los films menores de Allen –Vicky Cristina Barcelona, Granujas de medio pelo, Todo lo demás, entre los últimos; Toma el dinero y corre o Alice entre los primeros- existe más cine que en la gran mayoría de los títulos norteamericanos que invaden nuestras salas, y que hacer una película al año sin recurrir a material ajeno –salvo honrosas referencias intertextuales, caso de Match point (Crimen y castigo)- difícilmente puede traducirse en una obra maestra tras otra. Ni siquiera los grandes cineastas del Hollywood clásico (Cukor, Hawks, o el mismísimo Hitchcock), inmersos en la dinámica creativa de los estudios, conseguían eludir pequeños fracasos que no desmerecían el conjunto de su obra.
Con 72 años y rondando el medio centenar de películas en su haber, Allen ha demostrado a lo largo de su trayectoria que el guión, el proceso de escritura, es uno de los ejes vertebrales de su cine, o quizá sería mejor decir, de su forma de entender el mundo. Al leer Pura anarquía uno tiene la sensación de asistir a una proyección privada de dieciocho cortometrajes, todos ellos con un férreo dominio de las leyes básicas del principio, nudo y desenlace, una acción vertiginosa y un guión depurado al estilo Hecht y McCarthur donde no sobra ni una coma. Como antes decíamos a propósito de sus películas, si bien todos los relatos de Allen no están a la misma altura, sí reúnen el denominador común de la perfección formal, ese carácter redondo y hermético que distingue al cuentista con buena voluntad del artista del cuento.
El personaje de gran parte de los relatos aquí reunidos bien podría ser el propio autor. De hecho, casi nos parece verle en esos perdedores verborreicos y algo estrafalarios que son abducidos por una secta de la levitación, obligados a comprar un traje robótico que no quieren, ¿actores? que suplantan al protagonista sólo a efectos de iluminación, guionistas de proyectos imposibles o reciclados en amanuenses de oraciones y plegarias personalizadas, detectives que reciben el encargo de pujar por una trufa o directores de cine caídos en desgracia. El disparate, el surrealismo, la aguda crítica a la sociedad de consumo y a los entresijos del oficio, heredan los mejores momentos cinematográficos de un genio que siempre gusta de las referencias culturales más o menos explícitas, más o menos cercanas según la formación del lector. El homenaje final a El halcón maltés de “Qué paladar tienes, muñeca”, uno de los mejores del conjunto, es buena prueba de ello.
El detonante de los relatos de Allen puede ser una noticia aparecida en un periódico, la consulta de la cartelera, un anuncio publicitario, una llamada de teléfono o incluso un suelto en una hoja parroquial. Cualquier salida de la atonía sirve para que su imaginación se desate creando de entrada un clima propicio al humor inteligente, como si se tratara de una actuación del mítico “Saturday Night Live” o cualquiera de sus clones: “Es para mí un gran alivio saber que por fin el universo tiene explicación; empezaba a pensar que era yo”, “El verano pasado, mientras corría por la Quinta Avenida como parte de un programa de fitness concebido para reducir mi esperanza de vida a la de un minero del siglo XIX…”. Con mayor o menor eficacia, el ritmo endiablado del cuentista-monologuista se mantiene hasta el final logrando varios gags por párrafo, algunos verdaderamente antológicos, y unas despedidas que firmaría de buen grado un Cortázar o un Chéjov: “Creo que la vida tiene sentido y que todas las personas, ricas y pobres, morarán al final en la ciudad de Dios. Porque, desde luego, Manhattan se está volviendo inhabitable”, “…en el mundo de las tablas existe la antigua superstición de que cualquier obra en la que Franz Kafka esparce arena por el escenario y ejecuta un número de claqué con zapatos de suela blanda entraña demasiado riesgo”.
Hasta el detractor más furibundo del estilo Allen no podría dejar de esbozar una sonrisa al leer “Calistenia, urticaria, montaje final”, el diálogo imaginario entre un padre y el monitor de una escuela de verano que dice haber enseñado cine a su hijo, o al ser testigo de las vicisitudes de un matrimonio adinerado que debe afrontar la amenaza de su niñera de publicar unas memorias que revela sus trapos sucios. En fin, el Allen más genuino al que algunos ya proponen para el Nobel de Literatura. Teniendo en cuenta que casi todos sus guiones se han publicado en forma de libro, no me parece descabellado.

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