martes, 11 de octubre de 2011

Felix Romeo, in memoriam

Creo que nunca llegué a conocerle -la memoria ya va siendo frágil-, aunque estuve muy cerca. Recuerdo en una comida de mi primer curso de verano en El Escorial, sentado entre otros con Juan Manuel de Prada e Ignacio Martínez de Pisón, que este último contó algunas correrías compartidas con el bueno de Romeo y Miguel Pardeza, un futbolista letraherido, rara avis donde las haya. Años después hubo alguna presentación a la que no pude acudir y, más tarde, el seguimiento ocasional de las magníficas entrevistas que mantenía en La Mandrágora. Guardo como oro en paño la primera edición de sus Dibujos animados con esa impagable ilustración de El Coyote armado con una pistola debida a Fernando de Felipe, otro zaragozano casi de su misma quinta. Aquel fue uno de los primeros libros que Plaza y Janés nos envío para el suplemento cultural Mosaico que entonces mi hermano Félix y yo teníamos entre algodones. Quizá me gustó menos de lo esperado. Era la primera novela de Romeo, cuyo estilo mejoró con Discotheque, y, sobre todo, con Amarillo, novela autobiográfica que quizá comparta con mi también tercera novela, Bancos de niebla, más puntos en común de lo que parece, pues ambas tratan de retratar la ausencia del amigo que se ha suicidado. Romeo era poseedor de una vasta cultura, o quizá sería mejor decir un completo enfermo de cultura, cuya pasión desmedida -volcada en numerosos eventos y compromisos- le impidió fraguar la gran obra en papel que seguro atesoraba en su cabeza. Su temprana muerte ha segado de raíz esa posibilidad, y nos debemos conformar con esa mínima trilogía narrativa que quizá no haga justicia a su fervorosa y furibunda manera de entender el hecho literario.

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