jueves, 21 de febrero de 2013

Django

Que Tarantino, cinéfilo empedernido y contumaz revisitador de géneros clásicos, tenía que hacer un western tarde o temprano, parecía estar claro. Pero había más dudas de que pudiera conseguir una de sus mejores películas hasta la fecha. Desde sus primeras imágenes, con esa música que evoca el tono de los westerns crepusculares y de los mejores spaghettis y la celebrada escena del rescate de los esclavos, Django desencadenado arrastra, como las cadenas de los presos por el árido desierto, visos de gran clásico. La presentación de los dos principales protagonistas -el esclavo irreductible que sueña con rescatar a su amada y el falso dentista cazarecompensas- es poco menos que espectacular siguiendo por los mismos derroteros durante la primera mitad de su metraje, en la que el sacamuelas le enseña a Django su oficio y éste, al mismo tiempo que se revela como un tirador excelente, se autoconvence de que en el salvaje Oeste ese es el único camino para el héroe. Con tiempo para introducir sus habituales escenas de diálogos surrealistas -en este caso, la del Ku Klux Klan- Tarantino hace evidentes las relecturas de mitos engarzadas en la narración -y que rebasan la del personaje homónimo que interpretaron entre otros Franco Nero, aquí con un cameo a modo de homenaje-: la de los Nibelungos explicada de viva voz con ese Django/Sigfrido arropado con vitola de invencible, y la más soterrada de Prometeo Desencadenado, con la criatura (Django) que vuelve a la vida dotado de una fuerza incontrolable gracias a los esfuerzos de su creador, el doctor Frankenstein/Dr. King Schultz, y que también puede interpretarse en los términos de esclavo y amo. A ellas habría que sumar el mensaje antiesclavista de una película cuya acción se sitúa dos años antes de la guerra civil americana que supondría la abolición de la esclavitud.
Logrando que la acción no decaiga en ningún momento, y acompañándola de una música especialmente bien insertada y ciertos recursos visuales a modo de homenaje -la imagen granulosa de los flashbacks, las sobreimpresiones-, el creador de Pulp Fiction hace que nos preguntemos a mitad de película si ésta todavía puede mejorar. Y a fe mía que lo consigue con la aparición del personaje de Calvin Candie (un Leonardo DiCaprio inconmensurable), el malvado de la historia que retiene en su harén-séquito a la amada de Django. Toda la segunda parte de la película, que discurre en la mansión de éste y en el camino hacia ella, alcanza si cabe a superar el itinerario magistral por el que Tarantino nos había conducido hasta entonces. Los homenajes y reciclajes se van acumulando. Es turno ahora del Mandingo de Richard Fleisher, o de ese Último tren de Gun Hill donde la casa, las cuatro paredes, parecían erigirse en un símbolo de expiación de la culpa, de regeneración del héroe a través de la sádica venganza. Además de albergar el tiroteo celebrado ya como uno de los mejores de la historia del cine, esta segunda parte de la película atesora muchos más logros: la encarnación de Samuel L. Jackon como el pérfido sirviente de Candie que dinamita el desenlace, la espléndida secuencia del comedor en la que DiCaprio dilata su descubrimiento, o el romántico reencuentro de la pareja, resuelta con envidiable estilo y sutileza.
Quizá porque piensa que ya se ha dejado la piel llegando al límite de sus posibilidades, Tarantino se descuelga al final con una propina para la galería con ese baile del caballo de Django más propio casi de un cartoon. A esas alturas de la película ya no nos molesta, casi se lo agradecemos como nota anecdótica, igual que su breve papel como cuatrero desnortado. La lección de cine que nos ha ofrecido merece esa mínima mirada al ombligo que otros practican durante noventa minutos o lo que se tercie.

2 comentarios:

  1. Lástima que Tarantino no haga una película al año, como Woody Allen. Como dices, es una película rica en muchos sentidos. Pura gloria.

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  2. Totalmente de acuerdo, Jose, aunque quizá con una película al año se acabaría estropeando, perdiendo algo de su magia, no sé.

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